Los consulados del Más Allá

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Negocios de alma y de cuerpo

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Negocios de alma y de cuerpo

Para Falele Acquaviva era Raimundo Paneque S. J. todo lo que él hubiera querido ser, y para su esposa, reunía el jesuita todas las cualidades por las que afirmaba haberse enamorado de su marido. Amigos de la infancia, llevaban unos diez años sin verse, y el contacto epistolar había prolongado su amistad por unos cauces engañosos. En efecto, la reunión significó para ambos jóvenes un retorno a la primera adolescencia, cosa que a Falele parecía estupenda y al jesuita lamentable. Porque lo cierto era que en aquellos años de alejamiento físico se habían apartado los caminos mentales de ambos amigos o, más exactamente, el jesuita había seguido un camino mientras que Falele seguía dando vueltas en torno al punto de partida, en espera de un empujón ajeno. Añoraba Acquaviva una adolescencia en que, para cumplir con sus obligaciones, le bastaba con obedecer; detestaba Paneque la suya, en cuanto suponía para él una etapa atormentada y siniestra, tarada de unos apetitos y debilidades que tanto esfuerzo y tantos años le había costado superar. Por este motivo, al reanudarse el trato directo sufrió el jesuita cierta decepción al ver que Falele se empeñaba en volver las cosas a un punto que tanto trabajo le había costado a él dejar atrás, en tener los ojos vueltos continuamente hacia el tiempo pasado.

La esposa de Acquaviva, de soltera Angélica Becerril, gozaba de cierto prestigio en los círculos literarios de la provincia. Oriunda de Manila, donde su señor padre había servido largos años, traía de la colonia y aplicaba al matrimonio una condición ardiente y disciplinaria.

Don Leoncio Becerril, general de Armas Navales, cumplida la edad del retiro reglamentario, fondeó en Puerto Real para su desguace. Todos los años se conmemoraba en la casa el 4 de diciembre, fecha en que don Leoncio había caído herido en el curso de un golpe de mano de los tagalos mientras en unión de sus compañeros de armas festejaba con la tradicional paella el día de la patrona. Con tal motivo tenía lugar en la casa una gachupinada, obsequiándose a los invitados con vino de Málaga, sorbetes de mango y sultanas de coco y huevo. Doña Pascuala, la esposa del héroe, impertinente y regordeta, con el pelo anillado partido en tres eminencias, daba su mano a besar en el estrado de bambú enseñando al sonreír los dientes inferiores. El artillero naval, sordo como una tapia, ocupaba un sillón con un trapito negro sobre un ojo y la gorra sobre una rodilla. Concluido el besamanos de la generala, la niña, con sus trenzas hasta la cintura y su camisolín de canesú bordado, enseñaba las exóticas maravillas de la casa a los pollos invitados, jóvenes que en su mayoría preparaban el ingreso en academias militares. A veces, al reclamo de un collar de colmillos o de un yatagán oxidado, se llevaba la niña a alguno de los barbilindos por un corredor oscuro, pero la mamá, ojo avizor, cabezuda y paticorta, acudía con desvelo gallináceo, enarbolando un quinqué de petróleo y cacareando invariablemente:

—El Oficio de Tinieblas corresponde al Viernes Santo.

Cerraba la velada el himno de don Leoncio, coronel aún en tiempos del percance, compuesto por un brigada músico de la fragata Villa de Madrid y que interpretaban a coro, puestos en pie, niñas y galanes, mientras la ya generala, mangas de jamón y collares de cuatro vueltas, atacaba el desafinado Gaveau con sus dedetes tiesos de tumbagas, soltando gallos y amagando síncopes en un revuelo de semicorcheas.

Un año obsequió Angeliquita con una sorpresa a su papá, leyéndole una composición poética alusiva a su hazaña. Tal fue el éxito alcanzado que, en las sucesivas Santabárbaras, no pudo faltar la poesía de Angeliquita como colofón y fin de fiesta. De este modo se le despertó a Angélica la vocación de la poesía, no tardando en asombrar a sus conciudadanos con unas volcánicas odas a la maternidad. La aparición de su libro Primeros vagidos despertó en la provincia ecos varios, elogiosos en su mayoría. «El atisbo germinal de Angélica Becerril», titulaba su atildada y churrigueresca crónica en La Venencia de Jerez el críptico y misterioso caballero Debonald. «Una mujer: Angélica Becerril. Una preocupación: la partenogénesis», encabezaba el artículo correspondiente el maestro Tijeras, dentro de la serie «Un escritor y su preocupación» que venía publicando en El Mercantil Gaditano. «Sentido eucarístico de la fecundación en Angélica Becerril», comentaba Gómez Verdejo en El Faro de Rota. Todas estas reseñas envolvían apasionadas declaraciones de amor. Un tono más paternal tenían las crónicas que los cónsules remitieron a los rotativos de Ultramar, siendo en cambio negativo y disidente el comentario de los amigos de Pirulo Ristori. Áureo Lombardía estaba furioso:

—Les parece muy bien que escriba esas indecencias porque es mujer; en cambio, si uno las escribiera, pondrían el grito en el cielo.

Neville Stockwell, más comedido, se limitó a suspirar con displicencia a la vista del libro:

—Wishful thinking!

Con Primeros vagidos pasó Angeliquita al primer plano de la actualidad. No había fiesta en la que la niña, bajo el ojo vigilante y satisfecho de doña Pascuala, no punteara su guitarra, entonara unas guajiritas y ejecutara con sumo garbo un danzón filipino. Las encendidas crónicas que saludaron la aparición del librito servían de poco a sus indigentes autores, pues Angélica, dócil a la política materna de situarse socialmente, prefería coquetear con los niños pera de la capital, mucho más divertidos en efecto que los pedantes y melancólicos aprendices de poeta, pues, a diferencia de éstos, sobresalían en esgrima, equitación, danza y tauromaquia, quadrivium de la juventud desocupada y distinguida de la época. Desgraciadamente, estos coqueteos no trascendían a mayores; apenas se percataban de la inexpugnable vigilancia de doña Pascuala y averiguaban, por otra parte, que aquel ánfora de virtud no estaba llena de peluconas, iban los galanes tomando el olivo uno tras otro.

—¡No sé qué se tendrá creído la buena señora!

—¡Ni que tuviera millones de renta!

—¡Que unas muertas de hambre te vengan con remilgos!

—¡Son gente sin clase! ¡La niña no tiene siquiera la elemental delicadeza de dejarse meter mano!

En vista del fracaso de su política matrimonial, resolvió doña Pascuala moderar sus ambiciones sociales y dio en invitar a los jóvenes artistas a sus gachupinadas. Éstos creían estar viviendo un sueño; enamorados todos de Angélica, no se atrevían a declarársele, porque a sus ojos ella seguía siendo la inaccesible Angeliquita Becerril de los tentaderos, las funciones de ópera y los bailes de caridad. Dada la inhibición de los nuevos galanes, hubo la generala de pasar a la ofensiva y, hechas las averiguaciones pertinentes, puso los puntos a Acquaviva, único con posibles de toda la soñadora patulea. Ignorante éste, como era de esperar, de las obvias intenciones de la matrona, se consideraba situado en el mismo plano inferior que los demás y como, a diferencia de éstos, melancólicos de por sí, era de natural exaltado, se propasaba a veces, con lo que proporcionaba a la niña unos sustos morrocotudos, a la vez que tiraba de un cabo suelto y deshacía en un santiamén gran parte de la labor que pacientemente y en beneficio de él mismo venía urdiendo y tramando doña Pascuala. Para contrarrestar los desdenes iniciales de la niña, aún ilusionada con los señoritos vinateros, prodigaba la generala a Falele toda suerte de atenciones y delicadezas, procurándole en sus ñoñas veladas abundantes ocasiones de lucimiento. No vacilaba doña Pascuala en tapar la boca a su consorte para obligar a Falele a exhibir sus gracias.

—Teníamos noticias fidedignas de un inminente ataque enemigo… —disertaba el mutilado héroe, y añadía sulfurándose…—: y el alto mando se negaba a enviarnos espoletas para los obuses…

—¡Egoistón! —interrumpía doña Pascuala, reduciéndolo al silencio—. ¡Sólo piensa en él mismo! ¡Como si todos los días fueran el 4 de diciembre! ¡Escucha a Falele, que nos va a cantar La marcha de párvulos, compuesta por él en el colegio a la tierna edad de trece años! ¡Anda, niña, échale una copita de pajarete, a ver si se entona!

Se resignaba el disciplinado mílite, se sentaba al piano su consorte, y el ex niño prodigio, lustroso y enlutado, estrábico tras las gafas de alambre, atacaba con voz de barítono las absurdas coplejas, llevando con una mano y la cabeza el compás de tres por cuatro.

—Mira, niña; que con ese casorio harás tu fortuna —cuchicheaba entre otras razones la generala—. Además, dicen que es un talento. A los siete años había puesto música a las fábulas de Samaniego y a los diez, letra a las lecciones del «Método Eslava». Tú puedes hacer de él un Metomen, ése del «paralís» y de esa Novena tan devota…, sordo el pobre como tu papá.

Doña Pascuala tenía además especial interés en quitarse la niña de encima, pues ésta había sacado su carácter y amenazaba, si no arrebatarle la patria potestad, sí compartir el gobierno doméstico. Ya el último 4 de diciembre había tratado Angélica de pronunciarse, y con tal pretexto logró doña Pascuala precipitar los acontecimientos.

—¡Vamos, niña, no te hagas la remolona…! ¡El himno de papá! —reclamó atención doña Pascuala con un autoritario palmeteo.

—Pero mamá… —protestó Angélica, poseída súbitamente del sentido del ridículo.

—¡He dicho que el himno de papá, como todos los años!

—Pero estos señores, mamá…, para ellos algo tan íntimo… —sintió Angélica que los ojos se le llenaban de lágrimas.

—¡Estos señores saben que tu papá es un héroe nacional! —chilló la generala y, abandonando la sala con muchos meneos, volvió con una colección de recortes de periódico, que hizo circular entre jovenzuelos y jovenzuelas.

—Este himno ha sido ejecutado en la Luneta de Manila por la Masa Coral de Niños Expósitos el día del cumpleaños del Príncipe de Asturias —se encocoró doña Pascuala al borde del sofoquín.

Se abatió la resignación sobre el concurso y doña Pascuala, con arrebato, hizo presa en el teclado, arrancándole ladridos de faldero, y rompió a cantar de falsete:

¡Manigua cruel!

¡Insurrecto vil!

¡Viva el coronel

Leoncio Becerril!

Hubieron todos de entrar por uvas, pero así que se tocó a romper filas, salió disparada Angeliquita llorando a moco tendido y se refugió en su habitación, a seguir llorando a oscuras. Sin saber bien lo que hacía, Falele la siguió, hallándola sentada en el lecho y dando unos sollozos que partían el alma. Se sentó Falele a su lado, hizo vanos esfuerzos por llorar a su vez y, por fin, se determinó a echarle un brazo por el hombro para consolarla. Angélica seguía embebida en lágrimas y Falele le dio unas palmaditas que por lo menos regularon el ritmo de la llantina. Pronto las palmaditas se prolongaron en caricias a lo ancho de los hombros y a lo largo de la espina dorsal y pronto fue demorándose la mano acariciante en las zonas más prietas y mollares de la doncella. Sin dejar de llorar, le echó ella a él los brazos al cuello, y él inmediatamente se puso a beberle las lágrimas, buscándole los labios.

—No, no… En los labios no… —susurraba ella.

—Sí, sí… Uno chiquitito nada más… —jadeaba él, recorriendo enajenado aquella mejilla de terciopelo ardiente.

—Bueno… Uno chiquitito, ¿eh? Aquí, en la comisura… —se sonó ella la nariz, dejándose caer de espaldas, mientras él se le venía encima llevándose las enaguas por delante.

De pronto vio Falele en la pared la gigantesca silueta de una escena vieja como el mundo. Por el pasillo llegaba el fatídico quinqué, acompañado del cacareo de rutina:

Fiat lux! Fiat lux! El Oficio de Tinieblas… ¡Ah!

Doña Pascuala procedió como si no se esperase aquel cuadro. Se llevó una mano al corazón, luego a los ojos y, depositando el quinqué con cuidado en una rinconera, se dejó caer desmadejada en un canapé, suspirando trabajosamente. Acudieron ambos amantes desalados y, mientras él se rezagaba con aire contrito, esperando el consabido tirón de orejas, ella se arrodilló con una nueva crisis de llanto:

—¡Mamá, por la Caridad del Cobre, por los Innumerables Mártires de Zaragoza, por las intenciones del Papa y la paz y concordia entre los príncipes cristianos…! ¡Vuelve en ti! ¡Corro a prepararte un cordial!

La generala abrió un ojo fulminante:

—¡Baldón de la familia!

—Señora… —dio Falele un paso al frente, llevándose la diestra al pecho.

—¡Oprobio y perdición!

—¡Ma-má, ma-má…! —gimoteaba Angélica en dos tiempos.

—Yo cumpliré como un caballero —aseguró el interesado.

La generala acezaba:

—Avisad a un sacerdote.

—¡Aaaay, mi mamá de mi alma…! —arreció el llanto de la niña, convencida de que su progenitora no salía del infarto.

—¿Se le dice que venga con Su Divina Majestad? —preguntó Falele en uno de sus alardes de tacto.

Doña Pascuala se incorporó, furibunda:

—¡No es para mí, sino para vosotros! —y añadió con trémolo impostado—: ¡Réprobos! ¡Desear mi óbito!

En el salón, ajeno a todo, roncaba don Leoncio sobre sus laureles inmarcesibles.

Al mes se celebraba la boda. Al tomar posesión de su nueva casa, sufrió Angélica una transformación radical. Dejó el cultivo de la poesía como sus amigas dejaban el piano o el dibujo artístico y se dispuso a consagrarse a la felicidad de su señor esposo. Con un primer golpe de vista se hizo cargo de la situación, concluyendo que, para que todo saliera a pedir de boca, habría ella de desempeñar la triple función de mujer de negocios, musa y madre. Pronto hubo de comprobar lo arduo de su tarea, pues sus iniciativas se empantanaban en una masa fofa y retardataria de vacilaciones y dejadeces; sólo a fuerza de insistir lograba hacer hablar a Falele con capataces, corredores, almacenistas y picapleitos, y sólo a fuerza de tozudez conseguía sentarlo al piano para escribir tres compases en el papel pautado. Tampoco con la maternidad le acompañó el éxito, porque a los quince días de la boda contrajo Falele el sarampión, del que salió potente, pero estéril. No era Angélica mujer que se diera fácilmente por vencida, y en vista de que con su marido no podía hacer carrera como hombre de negocios ni como semental, acordó prohijarlo, cosa a la que, naturalmente, él se prestó con mil amores. Se dispuso Angélica a satisfacer sus frustradas apetencias maternales, no sólo en su marido, sino en los amigos de él, adoptándolos a todos y obligándolos a dejarse guiar espiritualmente por ella.

La llegada del padre Paneque le hizo perder la cabeza. Se habían conocido siendo ella soltera y él seglar. Asiduo también de las patrioteras tertulias de doña Pascuala, no era Raimundito Paneque de los más favorecidos por Angélica; raras eran las veces que lograba pegar la hebra con ella. Una noche de Carnaval, sin embargo, en el baile del Gran Teatro, habían coincidido más que de costumbre. Bajo la gran araña giraban cientos de parejas; volaban serpentinas de palco a palco; estallaban los cartuchos de confetti moteando de colores hombros y cabezas; alrededor de la sala, bajo cadenetas de papel, guirnaldas de adelfa y farolillos venecianos exhibían matronas pintadas como máscaras su prole y su bisutería. Iba Raimundo con cuatro amigos guardiamarinas —él se preparaba entonces para ingresar en la Escuela Naval—; rodeaban los cinco a doña Pascuala y a su hija. Llevaba Angélica un vestido de baile color salmón con un ancho lazo negro en el talle; cuando alguien le hablaba ella se mordía los labios y entornaba los grandes ojos azules; jugueteaba con una rosa que, en un descuido, se le cayó al suelo. Se precipitaron los galanes, pero Raimundo ganó el tirón y se quedó pasmado ante ella, con la flor en la mano.

—¿Me sacas a bailar? —preguntó ella inesperadamente.

—No sé bailar; ojalá supiera —replicó él.

Uno de los guardiamarinas se adelantó, cuadrándose y sonriendo:

—Voluntario para subir a la cofa…

Angélica le tendió la mano y él la tomó por la cintura. Raimundo seguía con la flor sostenida. Antes de iniciar el baile, se volvió a él Angélica una vez más:

—Es mejor que no bailes… Tú eres peligroso…

Al concluir el baile, hizo ademán Raimundo de devolverle la flor, pero Angélica, risueña y sofocada, divertida con las ocurrencias de los guardiamarinas, excitada por las vueltas del vals y el galope de la polca, le dijo que se la guardara como recuerdo y no volvió a ocuparse de él en el resto de la velada. Tampoco fue mucho el caso que le hizo en lo sucesivo. Él no se explicaba lo de aquella noche única y tampoco ella se lo hubiera explicado, de haberle dedicado un minuto de reflexión. Poco a poco se fue alejando él de aquel ambiente y el fracaso de su tentativa de ingresar en la Escuela le dejó plena libertad para poner en práctica un proyecto que venía acariciando desde mucho tiempo atrás. De vez en cuando recordaba aquellas palabras de Angélica: «Tú eres peligroso…» y se entristecía, porque pensaba que había en él ciertas cualidades, intuidas por Angélica aquella noche de Carnaval, de las que él no había tenido ocasión de sacar partido. Con el tiempo fue encontrando pueril esta preocupación: fue perdiendo estima por el recuerdo de Angélica; la veía empequeñecerse, reducirse al marco de un daguerrotipo provinciano, sacrificando las posibilidades de su espíritu a los convencionalismos del medio pelo. Un día de invierno, estando ya en Comillas, Raimundo Paneque echó al mar la rosa, muerta a todos los efectos, que guardaba desde la noche del baile.

Al volverse a reunir al cabo de los años, se encontró con que Angélica lo trataba como si hubiera sido su mejor amigo de toda la vida, cosa que no dejó de sorprenderle. Hay personas que siempre nos han distinguido con su indiferencia, pero que, de repente, al volvernos a ver en otras circunstancias de lugar y de tiempo, descubren en nosotros unas cualidades asombrosas y nos abruman con su amistad, tratando de convencernos de que siempre nos han considerado poco menos que como hermanos suyos. Procuran dar efecto retroactivo a ese afecto cordialísimo que de pronto les entra, y nos demuestran con pelos y señales que hemos hecho lo que nunca hemos hecho y que hemos sido lo que nunca hemos sido. Hacen como que nos refrescan la memoria y con la mayor frescura del mundo nos inventan un pasado. Algo de esto pasaba a Angélica con Raimundo. La rosa del baile era un jardín y las cuatro palabras más o menos superficiales que habían cruzado eran interminables conversaciones en las que se había pasado revista a todo lo divino y lo humano. Así lo creía Angélica, por lo menos, y Raimundo se daba cuenta de que no habría manera de demostrarle lo contrario. Este pasado imaginario le dio a ella licencia para hacer al jesuita toda suerte de preguntas confidenciales, participándole sus preocupaciones, pues, según le daba a entender, estaba segura de que su sola presencia podía servir de estímulo a Falele para emular a Beethoven.

—Tú eres el único que puedes conseguir algo de él. ¡Si supieras cómo te admira! ¡Ojalá él hubiera hecho lo que tú…! ¡Viajado lo que tú…! ¡Visto lo que tú!

—Todos hemos recibido cinco talentos… —replicaba el jesuita, incómodo y acorralado.

—Pero unos los esconden en un mechinal y otros los mandan a la Bolsa a crecer y multiplicarse…

La presencia de Raimundo Paneque dio, en efecto, resultado positivo, pues al cabo de apasionadas discusiones, se levantaba Falele, desaparecía provisto de papel pautado por una puertecilla excusada; se oía desgarrarse un periódico, vaciarse un cubo y Falele reaparecía arrastrando los tirantes y solfeando un lied realmente inspirado.

Angélica estaba loca de alegría. El poderoso influjo de Raimundo había logrado arrancar acordes al arpa enmudecida de Falele. El jesuita, sin embargo, había perdido en gran parte el interés juvenil por la música y la poesía; ésta, concretamente, sólo le interesaba como medio de conocimiento, como instrumento de investigación sobre misterios humanos y divinos. Así que la resurrección musical de Falele no le daba ni frío ni calor. Sólo en mística y magnetismo estaban a idéntico nivel los intereses de ambos amigos. Los experimentos iban por buen camino, pues Falele se entregaba sin reservas, prestándose a todo en nombre de la amistad antigua, en tanto que Paneque lo utilizaba sin escrúpulos, convencido de que su amigo no podría contribuir a la ciencia y al arte más que como conejo de Indias.

Angélica, por su parte, estaba demasiado obcecada por la admiración al jesuita para ver más allá de sus propias narices, hasta el punto de que, con el tiempo, y casi sin darse cuenta, fue dejándolo de considerar como un instrumento para la reactivación de su marido, a la vez que lo instalaba en el centro mismo de sus preocupaciones. No tenía otro tema de conversación con sus numerosas confidentas, a quienes hacía conocer al ídolo ensotanado, poniéndolo por las nubes sin la menor moderación. Apoyaba Angélica estas operaciones de elogio en el testimonio de su marido, del mismo modo que se valía de éste para avalar ante el jesuita la imaginaria y pretendida comunidad de intereses juveniles, y de ésta para demostrar a su marido su antigüedad en el escalafón de las aficiones intelectuales. Jugaba Angélica incesantemente con estas tres bolas, una de las cuales siempre estaba en el aire, pues no había cristiano que se la tragara, orbe inestable que remataba la bóveda boba de una política de prestigio. Pero Angélica era mucho más complicada que todo eso. De vez en cuando, entre algún que otro alarde de discreción, secreteaba en un rincón con alguna de sus bellas amigas lanzando miradas furtivas a Raimundo, con lo que éste se daba cuenta de que estaban hablando de él. A continuación venía ella a sentarse al lado de él, elogiándole las prendas morales, e incluso las físicas, de la amiga con quien acababa de hablar y, llamando a ésta, continuaba el elogio en su presencia y, como un chalán que pondera una caballería, subrayaba sus vehementes palabras con un pellizco en el brazo redondo o una palmada en el anca rotunda. Sentía entonces Raimundo Paneque subirle por la garganta un fuego que le había costado años dar por apagado y no podía evitar, una vez a solas, profundas crisis de melancolía.

En pleno entusiasmo músico-magnético recibió Acquaviva otro eufórico recado de don Prudencio Perdiguero, felicitándolo por haber ganado su pleito en la Audiencia.

—Ya está todo visto y concluso, ¿no?

—Completamente; sólo falta aplicar la sentencia.

—Pues adelante, a aplicarla.

—Lo que pasa es que hay que formular solicitud al Tribunal y acompañar el escrito con cinco mil duros… —insinuó el letrado.

—¿Pero se me liquidará en seguida? —quiso cerciorarse Falele.

—En cuantito que los peritos de ambas partes se reúnan y se pongan de acuerdo sobre el valor de los bienes y la cuantía de las deudas recíprocas…

Falele iba desinflándose y don Prudencio continuó:

—Tampoco cabe excluir la posibilidad de que la parte contraria recurra en casación… Por más que, con dos fallos dictados en contra, el recurso no tiene trazas de prosperar.

Salió Falele amurriado y don Prudencio lo acompañó a la puerta del despacho, animándolo con una palmadita en el hombro:

—¡Ya ves que la justicia siempre prevalece!

—¡Y usted que lo diga!

Casa-Dónovan recibió a Falele con afabilidad marcada. Hacía el papel de gran señor que olvida los agravios.

—Me alegro de que hayas venido. Tú y yo nos vamos a burlar de Pachón y Perdiguero. Porque esos dos perros de presa son los que tienen la culpa de todo. Vamos a cortar por lo sano. Si dejamos a los curiales, echarán un muro por medio de la finca y la dejarán improductiva. ¡Adiós a los desvelos de tu difunto padrino! ¡Todo antes que eso! Yo lo he pensado mejor, y estoy dispuesto a cederte mi parte a cambio de doce mil quinientas pesetas… en metálico, claro está. A menos que tú prefieras lo contrario…

—¡Lo contrario! —a Falele le aconsejaba el instinto hacer lo contrario de lo que el otro proponía.

—Tú sabrás lo que más te conviene —advirtió el prócer con un tono neutro.

Esta facilidad en ceder escamó a Falele:

—La verdad es que… —se mordía las uñas, indeciso, buscando inconvenientes— si me quedo sin la fábrica, ¿de qué voy a vivir?

—Sólo a ti corresponde resolver —seguía el marqués sin soltar prenda y poniendo a Falele entre Guatemala y Guatepeor.

Falele veía ante su imaginación los dos puños cerrados del marqués… ¿Cómo acertar con el que encerraba la china?

—¡Bueno…! ¡Lo primero! —aventuró en términos ambiguos.

—¿La fábrica entera para mí? —descubrió el otro su juego un segundo.

—¡Sí…! ¡No! —titubeó Falele—. ¡Al revés!

—En fin… —hizo Casa-Dónovan ademán de levantarse, pero se detuvo a un gesto de Falele.

—Pensándolo bien, don Patricio…, ¿qué falta me hace a mí la fábrica?

—Tampoco a mí me hace falta, pero cargaría con ella, si es que tú no la quieres… —veía Casa-Donovan a Falele amagando decisiones contradictorias, pensativo, con un puño cerrado a la espalda como ocultando una baza secreta, sellados los labios temblorosos por un índice curvado como un signo de interrogación.

—¿Que no le hace falta, don Patricio? —se avispó, cazurro.

—Hombre, a nadie le amarga un dulce —citó el otro a cuerpo limpio.

Esperaba Falele que el marqués mostrase preferencia decidida por algo, para definirse él en sentido contrario, pero no había manera; Casa-Dónovan se había metido en el terreno del toro.

—¡Ea!, pues la fábrica para mí…

El marqués, naturalmente, no se inmutó y Falele se esforzó en ratificarse, como para convencerse a sí mismo:

—¡Eso…! ¡Yo me quedo con la fábrica!

Y se puso en pie con gran energía, pero al ponerse en pie se le vino la decisión a los talones:

—Por más que…

—¿Lo echamos a cara o cruz? —propuso muy serio don Patricio.

—¡No, no! —exclamó Falele, alarmado, recelando un ardid de tahúr.

—Pues para ti la fábrica entonces.

—¡No, no…! Digo, sí…

—A ver si nos ponemos de acuerdo… —apremió Casa-Dónovan con impaciencia reprimida.

Falele se santiguó mentalmente, cerró los ojos y se lanzó de cabeza al vacío:

—¡Suya es! ¡No se hable más!

Tenía ya el marqués la escritura preparada y firmado el cheque. Echadas las firmas y rúbricas, y mientras las espolvoreaba de arenilla, aconsejó Casa-Dónovan paternal y chabacano:

—Ahora borrón y cuenta nueva. Yo me he bajado los calzones y me he puesto a cuatro patas… Pero ni una palabra. Que esto no salga de estas cuatro paredes.

Así que se desembarazó de Falele, salió Casa-Dónovan para el Real Círculo Agropecuario. Apartando cortinas de humo se abrió paso hasta un reservado. Se le acercó obsequioso, medias negras y chaleco a rayas, un profesional de la propina.

—¿Llegó don Bibiano?

—Espera al señor marqués en el salón de lectura —dobló el mozo el espinazo.

—Dile que estoy aquí.

—Palocortado, ¿no?

Asintió el marqués con la cabeza, mientras encendía un partagás.

Abanicándose con la prensa de la tarde entró el señor gobernador civil en el reservado. Tomaron ambos asiento, una vez hubo corrido el marqués la cortinilla de terciopelo granate.

—Todo a pedir de boca.

—¿No puso inconvenientes?

—Empezó haciéndose ilusiones, pero en el fondo se daba cuenta de que no le quedaba otra alternativa.

—¿Cuándo formalizamos la escritura?

—Si a usted le viene bien, el jueves en la notaría de Pérez Zurupeto. Se queda usted con la mejor fábrica de conservas de toda la provincia.

—Por fin, ¿cuál es su última palabra?

—Cincuenta mil pesetas… y no me gano ni un céntimo. Lo comido por lo servido.

Una tosecilla discreta anunció la presencia del mozo tras la cortinilla. Ambos caballeros sellaron el trato con un apretón de manos y el marqués indicó al camarero que les llevara el servicio al salón de la Batalla de los Castillejos, vulgo de las Mecedoras. Se excusó unos instantes con el jefe político y, llamando aparte a los tenientes Cirujeda y Rodrigáñez, que se jugaban a la baceta la masita de la compañía, les susurró:

—Esta noche fuegos artificiales.

—A sus órdenes —replicaron al unísono.

En el Salón de las Mecedoras, el industrial olivarero don Jerónimo de la Cámara ilustraba a los señores socios del Real Círculo Agropecuario con una relación pormenorizada de su reciente viaje por Francia y los Países Bajos.

—Está todo carísimo por ahí. Comer, por ejemplo, te cuesta un ojo de la cara y la yema del otro. Por lo que te sale almorzar en París en un figón de mala muerte, cenas aquí como un rey en la fonda de más postín.

Intervino el futuro marqués de Puerto Escondido:

—También hay que tener en cuenta que lo que en esos países gana un trabajador…

Momo Cámara no le dejó concluir; entornó los ojuelos, hinchó la jeta de botijo e hizo con la diestra un ademán de apartar estorbos:

—Ne, ne… Eso no tiene nada que ver con lo que estoy diciendo… Lo que yo digo es que por treinta duros vas al «Telescopio» y te pones morao, y en Bruselas con eso no tienes ni para el aperitivo… Estoy convencido… Como se vive en España no se vive en parte ninguna.

Comentó el marquesito como hablando consigo mismo:

—Unos nos gastamos treinta duros en «El Telescopio» y otros tienen que conformarse con gazpacho durante todo el año…

—¡Alto ahí! —puntualizó gordo, rubio, apasionado, el fino escritor costumbrista Curro de la Gruta—. No hay alimento tan rico en vitaminas como el gazpacho. Las contiene todas, y en crudo, que es lo bueno. Lo tomaron los árabes y lo tomaron los romanos. Y cuando Nuestro Señor Jesucristo pronunció en la cruz su quinta palabra, no fue hiel y vinagre lo que le arrimaron, sino una esponja empapada en gazpacho del que tenían un dornillo lleno los legionarios. Casi lo mismo puede decirse de las migas. Un segador disfruta más con un gazpacho y un pastor con unas migas que tú con una langosta a la americana.

Jubiloso por haberse zafado del pleito, propuso Falele ir de merendola a la Huerta del Mellizo. Había llovido y olía el campo que daba gloria. Exploraban el mundo los caracoles, y los toros de lidia se aventuraban hasta la carretera. Sus pezuñas se hundían en la yerba con un chasquido esponjoso y al paso del carricoche ante la alambrada de púas levantaba uno la cabeza, movía otro una oreja, se daba otro en el lomo un latigazo con el rabo. La carretera, interminable, corría entre dos hileras de álamos y la marisma se desplegaba hacia lo lejos, en suave pendiente, hasta confundirse con la mar y pasarse al cielo. El aire limpio aproximaba el horizonte, barajaba cristales de colores; se deshilachaban las nubes a ras de tierra y una ciudad de cal y oro flotaba en el cielo, un tren corría sobre las aguas mansas y una balandra surcaba los maíces.

Angélica y Falele se hacían lenguas de la caballerosidad y el señorío del marqués de Casa-Dónovan, achacando sin empacho las pasadas charranadas al influjo de su morganática esposa. Lo que no habían conseguido requisitorias y papel sellado se lograba con humildad y buenos modales.

—Si te lo decía yo, Falele, que por las bravas no sacarías nada de don Patricio… ¡Menos mal que por fin me has hecho caso!

—Tienes razón. A veces nos ciega la soberbia. Pedimos justicia y alzamos el gallo sin agotar antes la vía caritativa.

—¿Qué dices tú, Raimundo? —consultó Angélica a su oráculo.

—Eso mismo… Que las reglas del juego sólo valen cuando ambos jugadores pertenecen a la misma clase.

La Huerta del Mellizo se ocultaba tras un olivar tupido. A todo lo largo del estanque un piquete de cipreses rendía honores al agua muerta y por encima de unas bardas abría fuego un granado. El casero, entre los naranjos, repartía el agua con un escardillo y la casera desplumaba un gallo en el poyo de la gañanía. En los arriates, entre ortigas y cicutas, requebraba el constante no-me-olvides a la lunática arrebolera. Al sentir el coche acudió la casera, muy solícita.

—Ya ve usted, señorita —decía la vieja señalando al ave desplumada—, que le entró la pepita y hubo que matarlo de prisa y corriendo… ¿Van ustedes a entrar en el señorío? Ahora voy por la llave.

—No. Déjelo usted, Eufrasia. Vamos a dar un paseo. Luego, si acaso. ¿Cuántos huevos se han vendido esta semana?

—Ay, señorita. Yo creo que debía usted vender esas gallinas… Casi todos los huevos salen sin cascarón… Ahora voy por el dinero…

El viejo se acercó, quitándose seguidamente el sombrero de palma:

—Convendría, señorito, que mandara usted a alguien que arreglara el tejado del andil. Hay goteras por todas partes. Se conoce que un aficionado a cucarse huevos ha roto las tejas…

Salió la vieja, con el dinero en la mano:

—¿Quieren los señoritos que se les prepare alguna cosilla? En este tiempo no hay nada de nada… hasta que no se levante la veda… Y luego, en el corral se mueren los bichos…

Hablaba la casera gesticulando con la mano en que tenía agarrado el dinero. Al primer movimiento creyó Angélica que la otra se lo entregaba y alargó a su vez la mano, pero hubo de replegarla al no consumarse la entrega. Según el dinero se acercaba o se alejaba, la mano de Angélica, como una garra, se desplegaba y se contraía. Era una cabeza de serpiente al acecho de un pájaro inquieto.

—Ya ve usted, señorita, tres duros y medio; una miseria…

Por fin la serpiente logró atrapar el pajarito:

—Miseria y todo, traiga usted… Que no están los tiempos para bromas.

Falele le susurraba a Raimundo:

—Me ha salido una administradora de primera…

El casero intervino:

—Ahí les tenemos un canasto de granadas; las tenía apartadas para la primera ocasión y a lo mejor se las pueden ustedes llevar en el carricoche… Tráelo, Ufrasia.

Olía a arcilla fresca y hojarasca quemada. El sol, húmedo, goteaba aún por los frutales.

—Esas granadas las tenían para ellos… —susurró Angélica a Raimundo—. ¡Si los conoceré yo! Las han sacado cuando se han visto atrapados con lo de los huevos… Una disimula, pero no les quita ojo… Piensa mal y acertarás.

Falele se había entregado ya a la naturaleza y canturreaba junto a la alberca:

El sol ya se está poniendo.

Ya dan sombra los terrones…

Angélica tenía que demostrar su sensibilidad por fuerza, y exclamó:

—Una huerta recién llovida es como una mujer recién salida del baño.

El jesuita arrancó con rabia una flor de verbena, que no tardó en agostarse entre sus dedos febriles.

—Se ha desmayado al hálito de tu hombría —suspiró Angélica, que estaba aquella tarde en vena como nunca.

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