Los consulados del Más Allá

Los consulados del Más Allá


Policía y costumbres

Página 18 de 25

Policía y costumbres

En el saloncito de doña Ana la Meona tenía lugar un desfile permanente de modelos nocturnos y crepusculares. Numerosos espejos de todas las hechuras y todos los tamaños, espejos cuadrados y redondos, ovales y rectangulares, enmarcados unos en racimos de oro, sostenidos otros por angelotes soplaflautas, rodeados otros de rayos de sol, planos casi todos, convexos algunos, biselados los más, multiplicaban y ampliaban peinadores y medias negras, refajos cortos y mangas amplias, encajes, ligas y pasacintas.

—Anda, Martirito, tráeme del vasar la licorera —doña Ana era oriunda de la Martinica y, según las malas lenguas, había venido a la ciudad con los Cien Mil Hijos de San Luis, como cantinera. Apuntalaba con barbas de ballena un derrumbamiento de gelatinas y eran sus ojos dos grutas insondables donde verdes lamparillas daban las últimas boqueadas.

—Lo que tiene que venir de una vez es el rey, que es un muchacho la mar de guapito… —disertaba Paca la Botavara, una jamona fondona de ollares agresivos y ubres descomunales.

—¿Y a ti quién te ha dado vela en este entierro? —la interpeló el teniente Rodrigáñez con acritud.

—A ver si una tampoco va a poder abrir la boca… Vamos… Que aquí donde me ves soy profesora en partos y enfermera diplomada.

—Pues a poner cataplasmas…

—Yo pienso como tú, Paca… —voceó Martirito, que volvía con una botella de «Anís del Mono»—. Un rey que ponga las cosas en su sitio y acabe con la poca vergüenza…

—Martirito, Martirito, Martirito-te-peguen… —farfulló Cirujeda apoderándose de la botella.

—¡Un rey que ampare nuestros derechos! —corroboró Luisa la Camillera, rescatando la botella de manos de Cirujeda.

—A mí que no me vengan… —comentó archisuficiente la Botavara—. Estos angelitos están tramando algo… ¿A que sí, monines?

Rodrigáñez, halagado, esbozó una sonrisa; Cirujeda masculló algo para sus adentros. Intervino, despectiva, Amalia la Pulmones:

—¿Moverse estos gandules? ¡Bueno está el príncipe si confía en ellos!

Cirujeda dio un codazo a Rodrigáñez, y éste no tuvo más remedio que exclamar:

—A ver si cambiamos de tema…

La Pulmones replicó irritada:

—Lo que hace falta son más perendengues y menos afición al pan de higo…

Rodrigáñez derribó una silla de una patada y la Pulmones salió corriendo y dando gritos. Doña Ana se interpuso, enérgica y zalamera:

—¿Me vas a despreciar una copa de anís?

Rodrigáñez tomó la copa sin mirar a doña Ana, mientras Cirujeda le susurraba, arrimándose al convite:

—¡Hay que aprovecharse!

Paca la Botavara conversaba con Li Suzuki, que hacía, por cuenta de un semanario norteamericano, una encuesta sobre el amor en España:

—¿Sabe usted? Yo he escrito una función de teatro y he hablado, por espiritismo, claro está, con Napoleón III en persona.

A Li Suzuki, como de costumbre, la habían traído los dos artilleros, pero ella, como de costumbre también, sólo tenía ojos para el cónsul de Méjico, don Pomponio Morales, que, sentado en un vis-a-vis estilo Imperio, trataba de convencer a Martirito Torres para que pusiera en marcha la pianola.

—Una polca… ¡Es mi mero mole! —suspiraba don Pomponio, con el bigote derretido.

Rodrigáñez paladeaba el anís:

—¡Orines de Venus! —y avanzó tambaleándose hacia el mejicano—. Tú, macho… Un traguito… ¡A la salud de Maximiliano!

Pomponio se hizo el desentendido y doña Ana cogió del brazo al macilento Rodrigáñez:

—Anda, Rodri, que tenemos que hablar a solas.

Martirito se dirigió a Cirujeda por lo bajo:

—Tu amiguito se está pasando de rosca.

Cirujeda se limitó a reír entre dientes. Un gato siamés saltó al regazo de Li Suzuki que, dando una chupada a su larga boquilla, preguntó a Pomponio:

—¿Cuáles son, a su parecer, los escritores y poetas que mejor han analizado el amor?

Paca la Botavara arrimó su silla al diván de la china:

—A mí la política, aunque usted no lo crea, me trae sin cuidado, pero si siento alguna simpatía es por los anarquistas.

Rebuscaba Pomponio entre los rollos de la pianola y Li Suzuki le disparó otra pregunta con su boquilla cerbatana:

—¿A qué edad y por quién fue iniciado en la vida sexual?

Cirujeda acariciaba al gato sobre el regazo de la oriental:

—¡Huy, qué gatino más monino…! Vamos a que nos enseñe el piso alto… Él lo conoce bien… Mira qué hocico de sabihondo… Vamos, vamos… Que esta casa es un museo… Estilo puro gaditano del XVII respetado por los corsarios ingleses.

Pomponio había logrado encontrar una mazurka y, poniendo en marcha el artefacto, invitó a Martirito a bailar con una reverencia. Rodrigáñez volvía a impacientarse y le decía a Cirujeda:

—Estoy por ponerle un cepo a ese mambís.

—Pues sepa usted, señorita reportera —proseguía la Botavara— que soy viuda dos veces y jefa de negociado… Y estoy en regla como nadie, porque mi primer marido era progresista y el segundo moderado.

Pomponio y Martirito hacían un verdadero alarde de gracia y ligereza.

—Mucho baile va siendo éste —masculló Rodrigáñez agarrando el puño del sable.

—Métele el chafarote entre las patas —le animó Cirujeda casi al oído.

Sin embargo, se le adelantó Li Suzuki, sujetando a Pomponio por el faldón del frac y envolviéndolo en espirales de humo.

—¿Cree usted en el amor a primera vista, esto es, en el «flechazo»?

—Y en el braguetazo. Y en el gatillazo —se entremetió Rodrigáñez, sacudiéndose la zarpa de doña Ana, mientras Cirujeda y la Camillera celebraban con grandes risotadas la salida.

—Oye, Ciru —intervino doña Ana—, que a éste se le ha trastornado la aguja de marear… A ver si lo evacuas.

Pomponio y Martirito seguían bailando como si tal cosa, y Li Suzuki, en vista de que el mejicano no le hacía caso, optó por dejarse evacuar hacia el piso alto por el rijoso Cirujeda. A una señal de doña Ana, la Camillera y la Botavara acudieron a sentarse a ambos lados de Rodrigáñez, inmovilizándolo a fuerza de carantoñas. Pomponio y Martirito iniciaban ahora un vals. Rodrigáñez apartó de un empellón a ambas carabineras y, desenvainando el sable, desgarró el rollo que giraba en la pianola.

—¡Aquí no se baila!

Soltó Pomponio a su pareja y se plantó ante el beodo oficial, con una sonrisita despectiva:

—¡Chi… huahua! ¡Ya está bueno de hacer el padrote!

Reapareció la Pulmones, alarmada, y Martirito salió a su encuentro, abrazándola para sujetarla. La Botavara se apernacó en una silla que tomó por burladero. Doña Ana se puso en pie, recogiéndose pellejos y collares:

—¡Los lances de honor se ventilan a extramuros!

Rodrigáñez, pálido como la cera, levantó el sable, pero, al irlo a descargar, advirtió que Pomponio lo encañonaba con un revólver y, disimulando, se lo envainó de nuevo. De repente, se le arrugaron las botas, desplomándose cuan largo era, mientras llegaba de arriba un estrépito de cristales.

—¡Un nuevo desmán! —chilló doña Ana, sin saber a dónde acudir.

La Pulmones logró soltarse de Martirito y se precipitó sobre el caído:

—¡Ay, Rodri de mis carnes, que me lo han matado!

—Nomás está pedo el muy pinche… —explicó Pomponio, enfundando el revólver.

—¡Te voy a sacar los ojos, pendejo! —fue la Pulmones a lanzarse sobre Pomponio, pero la sujetaron Martirito y la Camillera. La acometió un ataque de histerismo, que doña Ana cortó en seco de un revés, estampándola las tumbagas en la mejilla. Quedó la Pulmones acurrucada en un rincón, gruñendo como una perra apaleada.

—¡Ese zángano a la puerta del corral, y a ver qué pasa arriba…! —empezó a dar órdenes la Madame—. Usted dispensará, don Pomponio… Que un caballero serio como usted haya tenido esta mala suerte…

Pomponio tomó el sombrero:

—A mí ninguno me ningunea…

Iba a salir Pomponio cuando entró Li Suzuki con un ojo a la funerala. El ojo, grande y saltón, parecía un escarabajo reventado; la púrpura del hematoma, entremezclada con la piel amarillenta, supuraba del negro caparazón cascado por entre los quebrados artejos de las pestañas. Detrás venía Cirujeda, llevándose a la boca un pañuelo ensangrentado.

—¡Esto pasa ya de castaño oscuro! —se sulfuró la Madame.

—¡Hay cariños que matan y cariños que te dejan tuerta! —rezongó la Botavara.

La china, cegada por el golpe, daba vueltas a la sala palmeando las paredes en busca de la puerta. Pomponio acudió en su ayuda, pero ella lo rechazó. Entonces volvió en sí Rodrigáñez y, olvidado por completo de su altercado con el mejicano, se puso a pedirle explicaciones sobre el ojo hinchado de la una y el labio partido del otro. Hablaban y gesticulaban todos a un tiempo. Cirujeda se justificaba, matón y puritano:

—¡Nada! ¡Que se tiró a besarme como una fiera… y me dio mucho asco… y le di un golpe sin mirar… y me mordió en el labio!

—¿Y eso es de hombres? —le interpeló agresiva Martirito.

—¡Pobrecita! ¡Me la han hecho Princesa de Éboli! —exclamó la Botavara en un alarde de cultura general.

—Luisa… unas compresas de árnica… —ordenó doña Ana.

—Y otras de amoníaco —observó Pomponio—. Habrá que pedir un simón…

Se ajustó Rodrigáñez el bisoñé y con él su percepción de las cosas. Cirujeda reía sordamente con expresión de galgo y somormujo. Rodrigáñez se encaró con él, severo:

—¿Tú se lo has hecho?

Cirujeda cortó la risita y desvió los ojos en un laberinto inextricable:

—Yo… no… Yo qué sé… cómo se lo habrá hecho… Se habrá dado con la perilla de la escalera… Como estaba a oscuras…

La Camillera traía un cocimiento para cataplasmas, pero Li Suzuki se lo apartó de un manotazo y consiguió pasar a un dormitorio, sembrando el trayecto de prendas íntimas. Pomponio Morales corrió tras ella y la halló de bruces en la cama.

—¿Qué le dio, señorita?

Ella, por toda respuesta, le pasó un brazo por el cuello y, arrugando el hociquito, empezó a musitar palabras ininteligibles. Olía a alcohol exageradamente. Pomponio se quitó del cuello el brazo de ella, con delicadeza, y la tapó con la colcha. Fuera, Rodrigáñez sacudía dos dedos y se relamía los labios:

—¡Huy! ¡El guacamayo se la está beneficiando…! ¡Detrás voy yo!

—A mí ya me da asco… —dijo despectivamente Cirujeda.

Volvía doña Ana de inspeccionar el campo de batalla y seguidamente intimó a ambos oficiales, con voz firme y persuasiva:

—Ahora que el Rodri se ha repuesto…, toque de retreta… Y de los estropicios ya hablaremos despacio…, que una no tiene casa abierta para lucro del prójimo.

Rodrigáñez, sorprendido, miró a su alrededor y, echando a la Madame una mirada insolente de arriba abajo, se dirigió a Cirujeda:

—¿Tú crees que se merecen que pongamos aquí los pies?

Cirujeda tiró de él, farfullando:

—Tías guarras…

Se les abrió calle para que desfilaran, cuando rompió las filas la Pulmones, arrojándose a los pies de Rodrigáñez:

—¡No te vayas así, Rodri de mis entretelas…! Yo soy la que tiene la culpa de todo… Perdóname, corazón… ¡No te enfades conmigo!

Rodri la apartó con el pie y siguió su marcha, estirándose la guerrera y atusándose los bigotes, serio, digno.

Llegaba el cortejo al rellano de la escalera y hubo de dividirse para dejar paso a Pomponio, que salía sosteniendo a Li Suzuki. La Camillera se adelantó a abrirles la puerta, momento que aprovecharon ambos artilleros para hacer un extraño, volver grupas y salir al galope escaleras arriba seguidos por el griterío de las burladas meretrices. La escalera era estrecha y doña Ana, de cuya floja papada colgaban un abanico, unos impertinentes y unas tijeras, subía ahogándose, obstaculizando la progresión de sus huestes. Mientras trepaban afanosamente por el empinado desfiladero, se oyó caer algo con sordo estruendo por el ojo del patio. Quedaron todas sobrecogidas y en suspenso.

—¡Rodri! —aulló la Pulmones con una corazonada siniestra, y echó a correr escaleras abajo.

—¡Lo que ahora nos faltaba! —resopló doña Ana, maniobrando para virar en redondo.

—¡Castigo de Dios! —pronunció la implacable Martirito.

—¡Un paso en falso! —dictaminó la Botavara.

—Llevaba mucha carga a bordo… —opinó la Camillera.

—¡Doña Ana! ¡Doña Ana! —llegaba del patio la voz descompuesta de la Pulmones—. ¡Corra usted!

En las losas del patio se había estrellado un ataúd; por las junturas de las tablas, resquebrajadas del golpe, escapaba un líquido rojizo. Por las azoteas se perdía un contrapunto de carcajadas entre fus de gatos y fragor de tejas rotas.

—¡Hijos de mala madre! —maldijo doña Ana, cerrando el puño contra el cielo estrellado.

Sufrió un vahído la Camillera y sonaron en el portón recios aldabonazos. Eran los guardias.

—¡A buena hora mangas verdes! —dijo con sarcasmo la Botavara.

—¡Ojo con lo que se dice! —advirtió el más caracterizado.

Martirito no se pudo contener:

—¡Eso! ¡Encima de cornudos, apaleados!

—Ésta va a pasar la noche en la perrera, a ver si aprende… —se dirigió el guardia a su compañero.

—Despachen pronto, por favor… —encareció doña Ana, muy digna.

—De usted depende, señora… Colabore y se ahorrará molestias… ¿Qué significa ese féretro?

—Sabemos tanto como usted —replicó doña Ana.

Intervino el otro guardia:

—¿Qué te venía yo diciendo, Blas? Ahora saldrán con que han sido víctimas de una broma…

—Qué listo es usted… —rezongó la Botavara—. Cómo adivina…

El guardia Blas tenía ojos de pájaro disecado:

—Broma o no broma, les va a costar cara… Así tendrán más cuidado para la próxima… Descerraja, Camilo.

El guardia Camilo introdujo el espadón entre los tableros. Las aterradas circunstantes esperaban aterradas una macabra revelación.

—Ha habido suerte… —jadeaba el guardia Camilo sacando unos dientes amarillentos—. Tanto buscar y mira por dónde.

—Se le va a caer la peluca, señora… —el guardia Blas era un castizo—. Además de proxeneta, encubridora de crímenes masónicos. Siempre juntas: la prostitución y la masonería… ¡Claro!

—Oye, guapo…, que aún hay clases —puntualizó la Botavara—; que a mí se me dan tres pitos de la política y si tengo simpatía por algunos es por los carlistas.

La Madame se encaró con el guardia Blas:

—¿Usted no sabe que no se puede hablar a tontas y a locas?

—Lo que yo sé es que usted sabe que en ese ataúd está el cónsul del Uruguay, masón de categoría, de cuyo suicidio estamos apercibidos porque tuvo la previsión de inscribirlo él mismo en el Registro Civil.

—Los Misterios de París… —comentó la Camillera, que ya había vuelto en sí.

—¡Vaya imaginación! —simuló, admirada, la Pulmones.

—Las cabezas huecas se llenan de telarañas… —explicó Martirito.

El guardia Camilo forcejeaba y levantó de la tarea una mirada maliciosa rodeada de patas de gallo:

—El caso es demasiado turbio como para que sean ajenos a él los hermanos masones. La prueba es que han querido escamotear el fiambre para evitar la autopsia y el esclarecimiento consiguiente de los hechos…

—¡Y usted se ha prestado a este sucio juego! —el guardia Blas había sido seminarista y aún conservaba resabios escolásticos—. ¡Quién si no! ¡La lógica acumula contra usted argumentos irrefutables!

—¡Inaudito! —doña Ana, acorralada, anonadada, buscaba apoyo en las niñas, que empezaban a no tenerlas todas consigo—. ¡Soy víctima, sin duda, de alguna maquinación infernal! ¡Puedo darles los nombres de los que han lanzado el ataúd desde la azotea! ¡Dos tenientes de Artillería, por cierto!

En las grisáceas facciones del guardia Blas se pintaron el odio y el desprecio, y las palabras le salían con un gazapeo nasal:

—¿Y quién autoriza a usted, una mujer sin honra y sin vergüenza, a poner en entredicho el honor de los institutos armados?

El guardia Camilo hizo por fin saltar la tapa. Todas las mujeres se taparon la cara, horrorizadas, pero la curiosidad pudo más y se precipitaron a una para ver lo que pensaban: un cadáver descompuesto. En el féretro sólo había tres grandes sandías, reventadas del batacazo, y las niñas cayeron de rodillas, exclamando alborozadas:

—¡Milagro! ¡Milagro!

Doña Ana pasó al contraataque:

—Esta vez se han pasado de listos, señores guardias… Y no saben cómo van a lamentar esas frívolas calumnias.

El guardia Blas no pudo disimular un gesto de satisfacción:

—¡Ajá! ¿Conque ésas tenemos…? Toma nota, Camilo, para el atestado: desacato a la autoridad.

El guardia Camilo estaba también radiante. Doña Ana, con sus tijeritas, su abanico, sus impertinentes, sus zarcillos largos y las dos llamitas de sus ojos tiznados, era un velón de Lucena expuesto a una corriente de aire. Se estremecía toda, desde los botines ortopédicos al remate bizantino, acebollado, de su rojiza cabellera y la voz le salía engollipada:

—¡Ya veremos quién ríe el último! ¡Tengo muy buenas aldabas!

—¡Andando! —el guardia Blas se puso ejecutivo, implacable—. Que esta noche son ustedes huéspedes del Angel de la Guarda… Los precintos, Camilo.

Ni que decir tiene que el guardia Camilo traía los precintos preparados.

Ir a la siguiente página

Report Page