Los consulados del Más Allá

Los consulados del Más Allá


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Bajaba un coche por la Plaza de los Descalzos y a la puerta de un tabernáculo pontificaba el profeta Isaías Rodríguez:

—La petenera tiene mal vahío.

Aún no se sabía si iba a hacer sol. Esparcían su neblina los puestos de churros y entre las flores en venta piaba una muchedumbre de pájaros enjaulados. Olía el aire a aceite y la tierra a vino. De la Plaza de la Libertad llegaba un eco de pregones. El marquesito de Puerto Escondido levantó al trasluz una copa de oloroso:

—Los jerezanos, gente dionisíaca…, por algo tienen por patrón a san Dionisio, que no es otro que el Dionisos pagano…, se curan la tornapurga de la borrachera con un cacharrazo de amontillado.

Algo apartado, en otro velador, bajo un naranjo raquítico, un hombre de unos sesenta años, terno de dril y ancha faja negra, dialogaba con un café de maquinilla. Entre las sillas de tijera, diseminadas sin orden ni concierto, el viento arrastraba en remolinos hojas secas y papeles de estraza. Fulgencio Clamores se sacó una colilla del bolsillo del chupetín, la desmenuzó y se dispuso a liarla de nuevo. El vate Gómez Verdejo, cetrino y ojeroso, se quejaba de fuertes dolores de cabeza.

—Ponte un caballito de mar debajo de la mascota y santo remedio —le aconsejaba el popular rapsoda Manolo Carrillo, ladeando la peluda cabeza con expresión franciscana y nuez bailona.

El viejo del naranjo se reía solo a carcajadas y luego, súbitamente serio, se sonaba la nariz. Rumiando preocupaciones y mordisqueando un habano, interrogaba a Isaías don León Gazapo:

—¿Se sabe de algún torero corneado y muerto por haber oído unas peteneras?

Fulgencio Clamores salió al quite, doctoral:

—¡Yo sé…!

—¡Tú qué vas a saber! —le atajó el viejo del naranjo, hablando solo.

Afrodisio Aviranaga, enlace clandestino de los clubs franceses, agitaba sus bracitos de nicanor:

—La oposición es ineficaz porque carece de rigor cartesiano. A mi juicio, es imprescindible que nuestros intelectuales se formen en la Sorbona.

Don León Gazapo acarició la manga de alpaca del enclenque Aviranaga:

—Mi querido amigo… Es usted un hombre brillante…, al menos por fuera. Pero no pierda de vista que el brillo de un traje, para ser digno, debe reducirse a los codos.

Por Columela desembocaba el Cachirulo con un hermoso gallo bajo el brazo. Lo seguía el Niño de los Tufos con la guitarra sobre el hombro; con su pelo anillado y sus ojos saltones, el de los Tufos parecía salido de un cajón sorpresa.

—¡Qué bendición de gallo! —pregonaba con media lengua el Cachirulo—. ¡Lo doy por un perro chico!

—Venga una papeleta —dijo el rumboso Isaías.

El Cachirulo, ostión antropomorfo macerado en vino, cojo de nación, se sacó un periódico del bolsillo, arrancó los márgenes de las hojas y, mojándose en la lengua un cabo de lápiz, numeró las tiras, con grandes sudores, del uno al cien. Luego separó un número y se lo dio a Isaías.

—El número premiado coincidirá con las dos últimas cifras del premio gordo de la Lotería, que se juega hoy mismito —aclaró el Cachirulo besando la moneda recibida.

—Cuidao no pegue un voletío —insinuó con intención Manolo Carrillo.

—Si pega un voletío será para acudir al tenedor legítimo de la papeleta agraciada —replicó el Cachirulo muy digno y encocorado.

El Niño de los Tufos sacó los dientes y alargó el pescuezo, embobado:

—Huy éste… ¡Es el gallo de san Pedro!

—Será por la edad… —dejó caer Isaías.

El Cachirulo miró a Isaías de hito en hito, ofendido:

—Se acabó. Trae para acá la papeleta.

—Trae para acá mi perro chico.

El Cachirulo dio marcha atrás, al ver que el otro le cogía la palabra:

—Vete ya a espulgar monos…

Puerto Escondido compró diez, Gazapo y Aviranaga cinco cada uno, Fulgencio una y Carrillo y Gómez Verdejo otra, a medias.

—Ojo con las bromas, Cachirulo, que te conocemos… —advirtió Gómez Verdejo.

El Cachirulo se encaró con él, señalando el gallo:

—Eso díselo a éste… ¡Más serio y cumplidor que es el animalito! ¡En siete rifas se ha visto y en ninguna me ha dejado mal! ¡Por fiestas, Niño!

El Niño de los Tufos tomó asiento, pegó la oreja a la somanta y se puso a templarla.

—¡Vamos a verlo! —estiró el Niño el pescuezo y lo volvió a encoger persiguiendo a mordiscos una fuga de trémolos…

—Abrevia… —ordenó el Cachirulo.

Empezó la guitarra a disparar golpes, regresos y rasgueados, y el cojo Cachirulo, sin soltar el gallo, dio un salto de gallo de pelea. Era el Cachirulo una mezcla de ángel y espantapájaros; marcaba los pasos sin moverse apenas, apoyando y levantando la pata coja, ciñéndose la guayabera a la rabadilla respingona y cambiándose con la mano libre la colocación de la mugrienta boina. Hacía palmas Fulgencio llevándoselas al oído; las hacía Carrillo como quien hala de una cometa e Isaías como el que suelta una paloma. Brillaban los ojos del Niño de los Tufos y sus dientes trataban de sujetar puntillos vertiginosos. El Cachirulo agarraba con fuerza el gallo, guiñaba el ojuelo pitañoso y, abriendo una boca deforme y negra en la que a su vez bailaban dos colmillos solitarios, canturreaba con voz aguardentosa y expresiva:

Enfrente la Cortadura

dicen que está Napoleón

contándose los botones

que tiene en el levitón…

Fulgencio, Isaías y Manolo Carrillo cambiaban las palmas con un ritmo sucesivo, con un triple martilleo de toneleros que ajustaran un aro de oro a las recias y flexibles duelas del cante.

Ay, Jesús, deme usté un ochavito

pa vestí a mi churumbelito…

Levantaba el cojo el gallo de la voz y el brazo libre para luego bajar ambos con finta de escurrebultos:

Ay, Jesús, qué risa me da

ver las bombas que nunca hacen ná…

Y entre el tableteo acelerado de las palmas y el descabellado rasgueo de la guitarra, tomaba el Cachirulo las de Villadiego llenando la calle de cojetadas:

—¡A perro chico la papeleta! ¡Que se me acaban!

El animalito mantenía una indiferencia olímpica en aquel trajín, una inmovilidad casi vegetal, con sus barbas como pipas de calabaza y su cresta de amaranto. El Niño de los Tufos apuró su copa de aguardiente y limpiándose con la manga y despidiéndose apresuradamente, echó a correr, guitarra en ristre, tras el cojo del gallo.

A propuesta de Fulgencio Clamores se dirigieron los demás a la Caleta. Las gaviotas vigilaban el relevo de la guardia en el Castillo de Santa Catalina; abajo en la playa sacaban el copo unos pescadores y en la Punta del Bonete don Fernando Gómez del Valle, rodeado de cónsules y discípulos, lanzaba su bendición al Océano. Dieron los buenos días los recién llegados y se les replicó:

—¡Salud y progreso!

—¡República y fraternidad!

En la arena un abanico de cabos convergía en la gran red sumergida. En el horizonte se mecía una polacra de casco celeste. Los hombres, el calzón arremangado, ceñido el chaquetón, halaban con tiento, todos a compás. A cada paso atrás salía a flote un boyarín de corcho. Dentro del agua, otros pescadores, más distanciados, balizaban la red hasta los botes. De vez en cuando soltaba la relinga el hombre más trasero y pasaba a primera línea balanceando el chicote, lo enroscaba a la relinga y halaba de nuevo con agua a la rodilla. Desde lo alto de su observatorio avizoraban la operación los místico-estetas, buscando un morro familiar entre el menudo relampagueo de las escamas.

—¿Habrá caído alguno en el garlito? —preguntaba don Hugo Artajerjes Aftalión.

—Ni pensarlo; rompería la red y escaparía con todos los demás —descartaba Manolo Carrillo.

—¿Pensaba usted conseguir capturar alguno, don Fernando…? —quiso saber Póllux Miramón.

—¿… para proceder a su interrogatorio? —completó su hermano Cástor.

—¡Los misterios científicos que ello aclararía! —suspiró el maestro.

—No lo crea —precisó el circunspecto don Delfín—. Fuera del agua, mi homónimo es idiota.

—El delfín es como el toro de lidia —la obsesión de Gazapo forzaba las comparaciones—. Los saca usted de su elemento y no valen para nada.

El marquesito de Puerto Escondido aportó su erudición:

—Plinio y Aristóteles no hablaban por hablar. Fuerza es creerles la noticia que nos dan sobre las emisiones acústicas del delfín mediterráneo.

—¡Si ellos se decidieran! —exclamó el doctor Clamores.

—¿Plinio y Aristóteles? —se apresuró Falele Acquaviva.

—No; los delfines.

—Concretamente, don Fernando… —preguntó Aviranaga—, ¿cuál es su plan?

—Valerme de ellos para ganarme a la Marina. Transmitirles consignas revolucionarias para que ellos, a su vez, las retransmitan a la Escuadra. Los marinos, gente supersticiosa, al oír estas voces en alta mar obedecerán aterrados y se sumarán a la revolución. Les inculcaremos frases de Bakunin e invocaremos el precedente de santa Juana de Arco. En España, un santo es a un movimiento político lo que un general a un consejo de administración.

—Costa Rica vería con suma satisfacción la instauración en la Madre Patria de un régimen democrático y representativo —manifestó Gazapo con solemnidad.

—En vista de que con el Ejército no se puede hacer carrera, recurren ustedes a los delfines —rezongó el comodoro Aftalión atacándose tabaco negro en las narices—. ¡Donosa estrategia!

Don Fernando se revolvió como una centella:

—¡Ha dado usted en el clavo, don Hugo Artajerjes! ¡Estrategia precisamente, he ahí la clave! Necesito estrategas y no soy tan iluso como para pedírselos al Ejército, que sólo dispone de tácticos, gente políticamente miope, cuya capacidad se reduce a tomar por asalto el Poder como si se tratara de un aduar de beduinos.

—El Ejército nos tiene escarmentados —terció Puerto Escondido—. Ya se vio el 68; fueron a su avío y nada más, cuidando mucho de dejar cerrados los grifos del progreso.

—¡Pobres españoles! —declamó el afrancesado Aviranaga sacudiendo un fósforo encendido—. Viven bajo una campana neumática, y no han aprendido aún a conciliar los conceptos de orden y progreso. Dirigidos siempre por tontos, por los tontos de la cachiporra unas veces, otras veces por los de la tea, confunden paz con calma, orden con resignación y progreso con anarquía, e identifican dotes de gobierno con habilidad para mantenerse en el Poder.

Concluido su discursito, hizo Afrodisio unos movimientos espasmódicos con la chupada cabeza, a la vez que sonreía para su coleto, arqueaba las cejas y acallaba con una mano unos aplausos que nadie le tributaba. El rubicundo don Delfín se confió con Gazapo:

—¿Qué le parece el joven? ¿Cree usted que llegará lejos?

—Llegará, llegará, ¡quién lo duda! —replicó por lo bajo el avieso Gazapo—. Tenga usted en cuenta que a veces la inteligencia es un estorbo.

Ambos Miramón abordaron a don Fernando.

—¿Cree usted que los delfines son más de fiar que los marinos? —preguntó Cástor.

—¿Quién asegura que no van luego a solicitar la Capitanía General de Cuba o Filipinas? —preguntó Póllux.

—Esos destinos están ya en manos de sus primos los atunes —explicó el agudo Puerto Escondido.

Falele, Isaías y Manolo Carrillo rodeaban a Aviranaga.

—¡Eres un tío grande! —decía Isaías.

—Dame una copia del discurso y lo llevaré en mi repertorio —pedía el popular rapsoda.

—Y a mí dame otra, para aprendérmelo —suplicaba Acquaviva—. Es lo que yo siempre he pensado, sino que nunca he acertado a expresarlo tan bien…

Afrodisio, halagado, envanecido, jovial, levantaba los antebrazos y hacía flexiones de muñeca:

—Chicos, que me abrumáis… Eso no tiene importancia… A ver si os creéis que lo traía embotellado… Es facilísimo repentizar, improvisar… Lo importante es tener cuatro ideas sólidas… Haced la prueba, veréis cómo os sale igual… Está al alcance de cualquiera con una formación cartesiana…

—Descartes está en el Índice… —se echó atrás Acquaviva, frotándose las manos con sonrisita de usurero receloso.

El comodoro Aftalión, cónsul de Colombia, levantó un índice como una bayoneta:

—¡Eso! ¡Disciplina! ¿Cómo imbuimos en los delfines el sentido de la disciplina?

Don León Gazapo se quitó la castora y se rascó la nuca:

—Yo propondría aplicarles el Estatuto del Real Cuerpo de Alabarderos, asegurando así su predominio jerárquico, y revalorizando sus graduaciones, pues, según eso, un coronel de delfines mandaría tanto como un brigadier de dragones…

—¡Todo eso lo arreglaba yo con trescientas camisas rojas! —vociferaba Beati acercándose al grupo—. ¡Con trescientos garibaldinos y una tempestad de las mías!

—No cortemos nudos gordianos —puntualizó don Fernando—. La revolución ha de regirse por la ley del mínimo esfuerzo.

El doctor Clamores acudió a reforzar la argumentación del maestro:

—A la ley del mínimo esfuerzo no se sustrae ni Dios. Los propios jesuitas la invocan para justificar el evolucionismo, diciendo que Dios no se iba a tomar la molestia de crear una por una las infinitas especies, sino que creó la potencialidad de las especies.

Ambos Miramón abordaron a Gazapo.

—¿Considera usted a los delfines capaces de apreciar la música clásica…? —preguntó Póllux.

—¿Y de aprender contrapunto y armonía? —quiso saber Cástor.

Fueron bajando a la playa, para ver de cerca la pesca, los viejos apoyados en los jóvenes. Manolo Carrillo ladeó la cabeza, se sacó un escarbadientes de la pelambre y depositó una de sus largas mangas en el hombro de Falele:

—El pulpo se distingue por su limpieza tanto como por su avaricia. Su guarida está siempre como una patena y en ella se encuentran cuantos objetos de brillo se pierden en la mar. La de baratijas que he trincado yo con sólo meter la mano.

—No está totalmente descartada la posibilidad de que los peces sepan música —contestaba Gazapo a los Miramón—. No olviden que habitan en un medio acústico por antonomasia.

—El delfín ve nacer la tormenta en los abismos y avisa a sus congéneres a muchas millas de distancia —declaraba el expansivo Beati.

Y confirmó don Hugo Artajerjes, haciendo subir y bajar la chalina:

—Claro… El delfín es más sensible por tener la piel mojada.

Y precisó, doctoral, don Delfín:

—Sensibilidad que, como ya dije, pierde al estar en seco. Un delfín en seco es un trozo de corcho.

—¡Craso error! —refutó Gazapo sacando el codo y meneando el índice—. Los habitantes del piélago están en seco siempre: cuando se mojan es al salir del agua.

Manolo Carrillo seguía hablando desde su experiencia:

—En la mar hay que saber dónde uno mete la mano… Todo es atinar con el agujero fetén y en el momento oportuno.

—Como en el matrimonio —filosofó Acquaviva, pensativo.

—¡Sí, señor! —aplaudía el taurómano Gazapo—. Todo es atinar con el estoque entre las paletillas.

—Porque mira que meter la mano en un agujero y encontrarse el bicho dentro… —sonrió Carrillo meneando la cabeza—. Buzos conozco que se han ganado un buen mordisco de murena.

—El Cachirulo, para no ir más lejos, tiene una pata encogida de haber pisado una tembladera —corroboró el ponderado Isaías.

—¿Qué voltaje posee la raya torpedo? —quiso saber Cástor Miramón.

—¿Genera campo magnético? —añadió su hermano.

—Pero la Naturaleza está en todo… —proseguía el popular rapsoda—. La ortiguilla negra…

—La actinia negra —tradujo el naturalista Clamores.

—Eso… Pues como es venenosa, se convierte en polvo así que la roza la mano del hombre.

Aquello era demasiado para el cartesiano Aviranaga:

—Vayamos por partes… Si al rozarla se deshace, nadie la ha podido coger, y si nadie la ha podido coger nadie la ha podido comer, y si nadie la ha podido comer nadie puede saber si es venenosa o no.

—La Divina Providencia… —insinuó Acquaviva con timidez.

Pero el rapsoda también era racionalista a su manera:

—Si no fuera venenosa…, ¿qué interés iba a tener la Naturaleza en impedir que el hombre se la manduque?

La red volcaba en la playa su abundancia. Los hombres de mar distribuían en cubos de cinc y cajas de alfajías la pesca milagrosa. Entre la abundante y fusiforme menudencia destacaba, solitaria en su volumen y redonda, una raya torpedo.

—¡Hablando de Roma…! —exclamó Puerto Escondido.

El miope comodoro fue a acercarse para identificar el objeto, pero lo sujetó don Fernando:

—Cuidado…, que aunque esté muerta conserva la electricidad.

—Con no tocarla… —dijo Carrillo encogiéndose de hombros.

Los místico-estetas, poseídos de curiosidad científica, rodeaban a aquella gran sartén musculosa y rojiza, salpicada de manchas negras. Isaías, las manos agarradas a la espalda, le tiró un escupitajo, y a Fulgencio Clamores se le ocurrió una idea genial.

—Vamos a presenciar la electrólisis del ácido úrico —ilustró Aviranaga, mordiendo su boquilla y arrastrando sus erres galicanas.

Isaías y Manolo Carrillo siguieron entusiasmados el ejemplo de Fulgencio, desabotonándose la bragueta. Confluyeron sobre el ráyido tres sutiles parábolas amarillas y, simultáneamente, se oyó un triple aullido y los tres meones salieron despedidos en tres direcciones llevándose las manos a sus partes. A cien varas del bicho jadeaban las tres víctimas. Se acercaron, solícitos, los demás. Por encima del tumulto de sus voces sobresalía el cacareo a dúo de los gemelos Miramón.

—¡La pila voltaica de los abismos! ¡La pila voltaica de los abismos! —sentenciaba Cástor.

—Y el chorro hizo de cable de contacto… —concluía Póllux, alborozado.

—¿Y qué sensación habéis experimentado? —quiso saber el empírico Aviranaga.

—¡Una banderilla de fuego! —maullaba Manolo Carrillo.

—¡Un gato rabioso agarrao al bajo vientre! —resoplaba Isaías.

—¡Un rayo en el mismísimo caño de la orina! —aseguraba Fulgencio.

El sabio doctor Clamores emitió su diagnóstico:

—Más ha sido la bulla.

Con su trípode al hombro y su guardapolvo de crudillo apareció el daguerrotipista Paco Tadeo, pionero de la fotografía playera.

—¿Un retratito? —dijo maquinalmente.

—Para eso estamos, maldita sea tu estampa… —resolló Isaías.

—¿Salió la lista de la Lotería? —quiso saber Puerto Escondido.

Afrodisio tuvo que meter baza:

—Yo he estudiado Derecho fiscal durante siete años en la Sorbona. ¡Si sabré lo que es la Lotería! La Lotería es un impuesto sobre las ilusiones de los españoles.

—¿Pero salió la lista? —insistió Falele.

—El gallo del Cachirulo, ¿no? —replicó el fotógrafo con despecho—. También yo jugaba una papeleta… y mira tú qué casualidad… Por un número…: el 003. Y el mío era el 004… El gallo de san Pedro… No sé cómo pica uno… Pero a quien el Cachirulo se la dé san Pedro se la bendiga.

Volvió a intervenir Aviranaga:

—Yo he estudiado Lógica Matemática en la Sorbona durante cuatro años, y puedo decir que, según el cálculo de probabilidades…

—¿El 003?, ¿el 003? —se puso en pie Fulgencio como sacudido por otro calambre—. ¡Nadie se mueva! ¡Mío es el gallo! —y echó a correr dejando a los otros boquiabiertos.

Entre las farolas de la Candelaria encontró Fulgencio al Cachirulo haciendo cucamonas a un droguero de la calle Santo Cristo. El Niño de los Tufos, retirado unos pasos, sostenía en vez de guitarra dos latas de manteca colorada.

—¡Viva la madre que te echó por el mundo! ¡Que tienes mano de santo! —se precipitó Fulgencio sobre el Cachirulo, alzando en brazos su cuerpo de pelele y flameando en triunfo la papeleta premiada.

Se encogía el Cachirulo, cerraba los ojos y apartaba la cara para evitar en lo posible el rociado salivero que acompañaba las efusivas salutaciones de Fulgencio, y cuando éste volvió a depositarlo en el suelo, requirió con parsimonia la papeleta y la examinó retirando los ojos présbites. Luego se volvió al droguero meneando la cabeza:

—Hay gente que nace con estrella…

—Bueno, vamos a por ese gallo… —se frotaba las manos Fulgencio.

—Eso mismo, el gallo…, cualquier cosa… —hizo el Cachirulo un ademán de quiromante.

Fulgencio se escamó:

—El gallo es mío porque me ha tocado, ¿no? Pues a ver dónde está.

Esta vez se volvió el cojo al de los Tufos con un rictus de filósofo:

—Je, je… ¿Qué te parece? Pregunta por el gallo.

—¿Que dónde está? —se impacientaba Fulgencio.

—Eso digo yo —replicó impávido el Cachirulo.

—Ya está bien la broma, ¿no? —se encocoraba Fulgencio.

El Cachirulo se le echó encima, con chispas en los ojos, media lengua y ecos de rana:

—¿Y a mí me lo vas a preguntar? ¡Yo qué sé! ¡Se lo han llevao…!

—¿Cómo es que se lo han llevado? ¿Pero quiénes? —apremiaba el desconcertado Fulgencio.

El Cachirulo miró a Fulgencio de arriba abajo, como si dudara de su inteligencia y volvió la cara hacia el droguero:

—¿Quiénes van a ser? —y añadió con desprecio y aburrimiento señalando vagamente a la plaza vacía—: ¡Esa gente…!

Zanjada la cuestión, atribuido el gallo a la rapiña de un hampa inconcreta, volvió el Cachirulo la espalda a Fulgencio y siguió embaucando al droguero de la calle Santo Cristo.

A raíz de su óbito, don Felipe Segundo había sido trasladado en berlina al consulado del Uruguay, donde se instaló la capilla ardiente, una vez reconocido el cadáver.

—El fallecimiento ha tenido por causa la ingestión por vía anal de una fuerte dosis de barbitúricos —certificó el doctor Clamores, lavándose las manos como Pilatos.

—¿Clíster? —aventuró doña Almita Malibrán, consulesa guatemalteca, con los remilgos y mohines de costumbre.

—No; supositorios.

Don Rufino Tartaruga se llevó un índice a la sien, y el marquesito de Puerto Escondido se lamentó con un suspiro:

—La Santa Madre Iglesia le va a negar un último consuelo: el de ser incinerado.

Entre don León y don Delfín asomó Aviranaga su cabezota de cristobita:

—Es importante determinar si el suicidio de don Felipe constituye o no un acto político.

—Querido Beati —propuso Gazapo—. Ya podría usted orquestar una tormenta de las suyas para que el sepelio revistiera cierta solemnidad.

—A ver si el cielo, más clemente, carbonizaba sus despojos con una chispa eléctrica —apostilló don Delfín con unción declamatoria.

—No blasfemé, ché —protestó en lunfardo Tartaruga—. La Iglesia no niega sepultura a los dementes.

—¡No es un demente, sino un suicida! —precisó enérgicamente Gómez del Valle—. ¡Guárdese la Iglesia sus pompas, que don Felipe Segundo ha ido a la muerte por sus pies!

—Bueeeno… —puntualizó el puntilloso Gazapo—. Tanto como por sus pies… No sé qué dijera… La verdad es que ha citado a recibir sentado en una silla…

Sumóse Acquaviva a la causa de Tartaruga:

—Pues a mí me han dicho que el difunto frecuentaba el templo a hurtadillas.

—¿A usted, joven, quién le ha dado vela en este entierro? —gargajeó groseramente don Expedito Guanyabéns.

—¡Exequias civiles! —el comodoro Aftalión puso su espada en la balanza.

—¡En ocho días podrá consultarse al propio interesado! —chilló sibilina doña Almita, en pleno trance de histerismo.

—Asistiré al acto —manifestó con énfasis Tartaruga—, pero que conste en acta mi protesta.

—Y la mía —dejó escapar Falele, buscando refugio tras el corpachón de don Rufino.

Los dos escribientes del consulado cambiaron una mirada de empleados de Pompas Fúnebres.

Rechinó la mohosa cancela del cementerio civil dejando paso a un nubarrón negro de capas y chisteras. El cuerpo consular y la Escuela Místico-estética conducían a su última morada a don Felipe Segundo, disimulando bajo los ropajes algunos mandiles y cartabones. Amenazaba tormenta; volaban enjambres de hormigas con alas.

Depositado en tierra el ataúd, se procedió a dar lectura a un largo poema didáctico escrito por el difunto con ocasión de haberse tendido el primer cable transoceánico; el erudito Isaías, encargado de este cometido por su voz pastosa y engolada, de clara de huevo y malvasía, lo fue desempeñando con sobriedad y empaque, pero al llegar a los versos

¡Sierpe de mar metálica y sonora!

¡Alma de Morse intermitente!

¡Continuidad corpórea de alambre!

Mas del almuerzo ya suena la hora

y Anfítrite, que es toda una señora,

pone la mesa y Poseidón el hambre.

Hay un ir y venir de marmitones.

Dos tritones presentan una fuente

y el dios marino enrolla en su tridente

cables como si fueran macarrones…

no pudo contener la emoción, se le hizo en la garganta un nudo de huevo hilado y cabellos de ángel y hubo de interrumpir la declamación llorando a moco tendido. A continuación, procedieron los presentes a tejer una corona poética: declamó don Hugo Artajerjes unas espinelas endecasílabas, Gómez Verdejo una silva tropical, el popular rapsoda un romance fandanguero y don León Gazapo unas coplas de pie quebrado tituladas «Los tres tiempos del volapié». Prendió Beati al féretro una condecoración piamontesa y ofreció el acto don Fernando Gómez del Valle, que lo hizo en los términos siguientes:

—Henos aquí, Felipe, congregados en el andén del siglo. Henos aquí alineados frente a ese tren expreso que ha de llevarte al Más Allá. Henos aquí emocionados, porque toda separación emociona, pero no entristecidos, pues nos consta que no cesas en tus funciones, sino que regresas a tu verdadera patria a rendir cuenta de ellas y, sin la menor duda, a asumir otras de superior categoría. El vulgo —¡infeliz!— os tiene por cónsules de Potencias de Ultramar, siendo así que representáis Poderes de Ultratumba. De no ser así, ¿cómo osaríais tratar de trasplantar a este páramo instituciones que sólo en el Más Allá tienen arraigo? ¿Con qué autoridad si no enarbolaríais la bandera de los derechos humanos? ¿Qué poder político respaldaría vuestra lucha tenaz contra el caciquismo y el analfabetismo, los latifundios y los monopolios, los consejos de administración y las juntas militares, el monocultivo y las empresas anglosajonas, las jornadas intensivas y los salarios de hambre, la intolerancia ideológica y la desigualdad ante la Ley, la Prensa oficial y la prostitución? Ve, Felipe; informa cumplidamente; comunica a los Hermanos del Espacio que a las puertas del país que acabas de abandonar llama impaciente el espectro de la Revolución. Ya que la llamada gente de orden o parte sana de la nación despliega esfuerzos de ceguera y egoísmo para acelerar su advenimiento, no seremos nosotros quienes le cerremos el paso. Nos aterra el desorden, pero lo preferimos a la injusticia, pues la injusticia es el desorden institucionalizado, en tanto que el desorden revolucionario es un caos, pero un caos dinámico, una liberación de fuerzas positivas y negativas, componentes eventuales del progreso. Sin embargo, para que ese desorden dé paso a una situación a la vez fluida y estable, para que ese choque de fuerzas se resuelva efectivamente en progreso, no puede la Revolución ser un fin en sí misma ni sustraerse al inexorable proceso dialéctico que la haya traído. La Revolución es la antítesis de lo establecido y su misión consiste, por tanto, en transformar las aguas estancadas en fuentes de energía, en quebrantar desigualdades petrificadas; pero si la Revolución pretende perpetuarse en cuanto tal antítesis, acabará a su vez estancándose y petrificándose para convertirse en una Reacción de signo contrario. Si la Revolución no deja paso a la obligada síntesis de lo viejo y lo nuevo, será culpable a la vez de parricidio y de infanticidio y en el país en que se produzca dejará latentes los gérmenes de las guerras civiles. El proceso dialéctico no puede culminar en la Revolución, sino en el fin de los tiempos. La Revolución no puede aspirar a implantar una sociedad perfecta, sino a crear unas condiciones de libre juego de fuerzas que permitan a la sociedad desarrollarse dialécticamente. En todo país normalmente constituido, la Revolución, que es inevitable, tiene ante sí dos caminos, según que se considere a sí misma como fin o como medio. Si escoge el primero, desembocará en un callejón sin salida. En este país de nuestras culpas no hay opción, desgraciadamente, pues las fuerzas dominantes obstruyen la vía pacífica que conduce al porvenir y desvían el creciente impulso revolucionario hacia el áspero sendero que lleva a la Edad Media. Confían en que los peligros de esa ruta disuadan a los posibles viandantes, cuya impaciencia tratan por otra parte de mitigar con algún que otro cambio de superficie. En setiembre de 1868, hace apenas dos años, fueron reivindicados con toda solemnidad a esos fines los denigrados conceptos de Revolución, Libertad y Democracia. Ahora resulta que en este país todo el mundo es liberal de toda la vida y el cambio revolucionario se nota en que la supresión de las libertades democráticas ya no tiene lugar en nombre de Narváez y González Bravo, sino en nombre de la democracia y la libertad. ¡Apañados estamos, Felipe! ¡Apañados y amolados! ¡Con la esperanza puesta en la desesperación de los ciudadanos, triste recurso si lo hay! Pero nuestro programa es inflexible: asegurar el funcionamiento de la democracia dotando a la nación de nuevas estructuras, para lo cual empezaremos por convertir el Ministerio de Ultramar en Ministerio de Ultratumba, que lo demás vendrá rodado. Así que… ¡abur, Felipe! ¡Por el Oriente Eterno hacia el Supremo Arquitecto! ¡Buena recepción se te prepara! ¿No vislumbras ya las almenas de oro, los ángeles flamígeros? ¿No escuchas sus estentóreas trompetas?

Apenas había acabado don Fernando de proferir a pleno pulmón estas frases visionarias, cuando rompieron los tímpanos de los emocionados dolientes cuatro furiosos trompetazos procedentes de lo alto. Desconcertados y despavoridos, olvidados de composturas y solemnidades, cónsules y místico-estetas emprendieron la fuga en todas direcciones, abandonando el cadáver a su suerte, mientras que del ciprés bajo el que estaban refugiados descendía —ángel justiciero, jinete del Apocalipsis, sierpe del Paraíso— Fulgencio Clamores esgrimiendo un cornetín de órdenes.

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