Los consulados del Más Allá

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La carambola de los sexos

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La carambola de los sexos

Por su estado y condición se veía Angélica imposibilitada de dar al padre Paneque testimonio directo de la ardiente admiración que por él sentía y, no siendo mujer que se dejara cosas en el tintero, se desahogaba con su esposo y sus amigas, poniéndoles una y otra vez al santo y sabio jesuita por los cuernos de la luna. Arrebatada por sentimientos que ella quería maternales, llegaba a hacerle verdaderas declaraciones amorosas por personas interpuestas. Mujer esencialmente calculadora, no se daba cuenta, sin embargo, de adónde la llevaban a parar sus propias maquinaciones y soltaba las mayores burradas con toda la inocencia del mundo. Ahora su plan consistía en reemplazar a Falele en la amistad de Raimundo, incorporándose ésta y ejerciéndola, pues su matrimonio era la anexión de un país débil de cuya política exterior quedaba ella automáticamente encargada como Potencia más fuerte. La vida de Angélica consistía realmente en una política de expansión continua, de incesante anexión de voluntades ajenas, creando en su torno un protectorado cuyos súbditos quedaban obligados a tributar en consultas y confidencias, a confiarle la gestión de sus asuntos sentimentales. Como Angélica procedía de modo puramente intuitivo, jamás se preocupaba de calcular el alcance de sus actos y como, además, llamaba inteligencia a un juego de impulsos irreflexivos, era incapaz de distinguir un acierto de una metedura de pata. Sus planes de dominio, por consiguiente, estaban concebidos con los pies, y así no se daba cuenta de que, al fomentar entre sus amistades el culto al jesuita, empujaba a aquéllas a una zona de influencia rival. Con sus exaltados elogios quería hacer aparecer al jesuita, si no como hechura, al menos como descubrimiento de ella, sin que se le ocurriera pensar ni por asomo que en un determinado momento pudiera advertir alguna de sus dirigidas espirituales que el padre Paneque brillaba con luz propia. Como quiera que no eran tan bobas como Angélica las suponía, fueron una tras otra cayendo en la cuenta, retirándose tarde o temprano de la mesa camilla de los cuchicheos para caer arrodilladas ante la celosía del confesonario del jesuita, en cuya oreja de santo con fiebre destilaban los secretos de sus corazones. A la larga hubo, pues, Angélica de reconocer que el jesuita se le había erigido en rival temible y poderoso, circunstancia que ella sumó inmediatamente a los grandes méritos que en él veneraba. Hecha para sentir antes que para pensar, aunque ella creyera lo contrario, reaccionó ante aquella rebelión poniendo en juego, no el dispositivo de su inteligencia, sino el de sus pasiones. Por primera vez reconocía Angélica, rendida a la evidencia de los claros en torno a su camilla, estar midiendo fuerzas con un ser superior a ella, y era tan alto el concepto que tenía de sí misma que, pasado el desconcierto inicial, amó a su vencedor como sólo a sí misma era capaz de amarse. Amaba Angélica, pues, al jesuita por haber sabido hacerle frente, del mismo modo que Jehová amó a Jacob tras combatir con él. La admiración de Angélica alcanzaba ya un grado tal de exaltación que Raimundo llegó a encontrarla molesta y dio en replicar a ella con exabruptos y asperezas, tirando cuchilladas incisivas para desenmascarar ante sí misma a su amante enemiga, obligándola a enfrentarse consigo misma, de ser posible en presencia de su marido. Sin embargo, al padre Paneque le constaba perfectamente que Angélica procedía sin conciencia de sus actos, ignorante de sus verdaderas motivaciones y ciega a sus posibles consecuencias, por todo lo cual no podía él poner brutalmente las cartas boca arriba y luchar abiertamente contra tan desagradable situación. Si Angélica por lo menos estuviese actuando hipócritamente, le habría él hablado claro y sin rodeos, pero ni siquiera hipocresía había en Angélica, sino instintos autónomos, y él no se sentía con ánimo de reprenderle un disparate que ella misma ignoraba estar a punto de cometer. Como en estas condiciones el duelo no tenía sentido, habían ambos de combatir también a través de terceras personas, a saber: Falele y las amigas de la casa, pues los místico-estetas procuraban mantenerse a distancia del jesuita, por el qué dirán, y a Angélica hacía ya tiempo que habían dejado de tomarla en serio.

Antes que derrocar sus ídolos, prefería Angélica sacrificarles víctimas propiciatorias: del mismo modo que había achacado a la consorte de Casa-Dónovan la pasada malquerencia del marqués, se obstinaba ahora en eximir al jesuita de toda culpa, atribuyéndola sin vacilar a sus flamantes penitentes. En ambos casos quedaban a salvo la aristocracia y el clero, estamentos intangibles e irresponsables, y en ambos casos pagaba el pato el género femenino. Nada, pues, más lejano de su intención que socavar el pedestal elevado; antes bien, se aplicó a elevarlo aún más, poniendo al pastor de almas a una altura adonde no le llegaran los balidos de las ovejas. A la vez que infundía en el ánimo de éstas un renovado terror reverencial, pintando al santo confesor con tintas sombrías de Antiguo Testamento, depreciaba a ellas ante los ojos de él, despojándolas paulatinamente de las prendas físicas y morales de que poco tiempo antes se había esmerado en ataviarlas. Como es lógico, la táctica de Angélica, como suya además, era en extremo contraproducente. La altura espantable a que ponía al confesor, la frialdad inaccesible de que lo rodeaba servía antes de estímulo que de desánimo; mientras menos humano y sensible, mayor era la devoción de aquellas jóvenes hechas a adorar santos de ciruelo. Él, por su parte, que en un principio trataba desabridamente a aquellas tentadoras penitentes de ojos rasgados y grupas poderosas, comenzó a mostrarles deferencia, una vez advirtió que con ello podía humillar y mortificar a Angélica. Pero también el sabio jesuita se equivocaba, pues estas mortificaciones y humillaciones que le infligía, antes que disuadirla y enfriarla le daban nuevos bríos. Contraatacaba entonces Angélica a través de Falele, dirigiendo contra éste los tiros que el otro se merecía y no dejaba al pobre un momento de respiro, reprochándole todo lo que en el jesuita la hería y molestaba. Si pedía Raimundo a Falele que interpretara algo al piano, no tardaba en aparecer Angélica censurando el mal gusto de su marido, disculpándolo ante el jesuita y arrancando del atril la partitura para obligar a uno a ejecutar y a escuchar a otro lo que en ese momento menos se les apeteciera. Si proponía Raimundo dar un paseo o hacer una excursión, decía ella primero que sí, luego se encerraba en una habitación con Falele y salían, él con la cabeza baja, y ella diciendo que prefería quedarse y obligándolos a cambiar de itinerario. Ni que decir tiene que Falele no levantaba la cabeza en toda la tarde. Otras veces se negaba a ir desde un principio, alegando obligaciones caseras.

—Si tú no puedes venir, nos quedamos a hacerte compañía —decía con cierta indecisión el bueno de Falele.

—Huy, no… Qué disparate… Con la falta que a los dos os hace respirar aire puro… Todo el día aquí metidos… Ojalá pudiera yo… Tomarlo vosotros por mí, ya que yo no puedo.

Hubiera deseado entonces Angélica que Raimundo, aunque fuese por cortesía, insistiera en que los acompañara, pero el jesuita no despegaba los labios y quedaba ella rechinando los dientes, víctima de la propia abnegación hipócrita. En tales ocasiones, Falele, que no percibía por fortuna tales matices, lo pasaba en grande. Creía en efecto que su abnegada esposa se alegraba de que él se divirtiese en compañía de su amigo, pero al regreso, se encontraba a Angélica con cara de perro mártir quejándose de jaqueca o cólico, y se le aguaba la fiesta.

Por aquella misma época hubo Angélica de descubrir otro genio en la persona de un antiguo amigo de Falele, viajero infatigable y, por lo que contaba, émulo en campos de pluma de los capitanes de Flandes. Recalaba en casa de los Acquaviva al cabo también de un buen número de años, procedente a la vez, por lo que refería, de San Petersburgo y Río de Janeiro. Un perfecto cretino. Byroncete de vía estrecha, arrebataba al artístico matrimonio con poemas fechados en capitales extranjeras en los que daba a entender que las mujeres lo perseguían y que él se dignaba amarlas por condescendencia. Otras veces halagaba su orgullo nacional con lecciones de psicología comparada extraídas de sus abundantes experiencias amorosas. Angélica le escuchaba con la boca abierta esmaltar sus disertaciones con frases en idiomas extranjeros; Falele entretanto lo imaginaba con botas de ante y jubón acuchillado burlando las rubias y blancas esposas de italianos maricas, franceses cabrones, alemanes bestiales e ingleses frígidos.

—Los únicos que sabemos manejar el hierro somos los españoles… A cualquier sitio que llegue un español se hace el amo… Como dicen los franceses: Chapeau bas! En Alemania, por ejemplo, nuestra arrogancia es proverbial… Ein Begriff que dicen ellos. No hay hembra que no se nos rinda. El problema es escoger… Wer die Wahl hat, hat die Qual… L’embarras du choix.

Angélica saltaba, incontenible:

—Yo no sé por qué no te hacen embajador o ministro plenipotenciario… ¡Cuánto mejor representarías tú a España que no otros! Españoles como tú son los que hacen falta en el extranjero, para dejar bien alto nuestro pabellón…

A pesar de todo, algún revolconcillo se habría debido de llevar, a juzgar por las vehementes invectivas de que cubría a algunas extranjeras que, por lo visto, le habían adivinado los propósitos, dejándolo plantado antes de que él las dejara plantadas.

—Son muy putas —resumía—. Como son protestantes, se acuestan lo mismo con uno que con otro sin conciencia de pecado. Una tía de ésas, lo que los ingleses llaman a good sport, es capaz de pasar la noche contigo y al día siguiente te ve por la calle y te saluda como si tal cosa… Ni el color se les altera… Ni se enamoran de uno, que sería lo decente… Y ellos son iguales. No conocen la dignidad. Los matrimonios son a cala y prueba, como los melones. También yo suelo aplicar la regla del trial and error…, pero no como ellos, claro, pues si yo me caso será con alguna que no se deje ni calar ni probar. Buenos chascos me he llevado con algunas mosquitas muertas… Cuando yo creía que iban a ser capaces de resistir, acababan haciendo igual que las demás… Como comprenderéis, para eso tenemos en España a las putas y a las criadas…, y uno será pecador, pero también es católico y caballero y no va a llevar al altar a una pelafustana… Porque yo mi problema de fe lo tengo resuelto; en cuanto al problema moral —añadía con una sonrisita picaresca y petulante— lo resolveré en cuanto que contraiga matrimonio…

No tenía el pobre otra conversación, y Falele, en su ingenuidad, se empeñó en que se hiciera amigo del jesuita por la sencillísima ley de los números primos. Estaba Falele segurísimo de que Raimundo encontraría sumamente interesante el trato de aquel zascandil cosmopolita.

—¡Ya verás qué formación tiene! —fue la recomendación de Angélica.

El choque se produjo, como es de imaginar, sin que Falele se diera cuenta. El jesuita dejaba hablar al otro, le replicaba con algún que otro monosílabo y acabó de clasificarlo biológicamente cuando le oyó decir con aire de superioridad mundana que había resuelto el problema del mal y dado con la clave de la verdad política. Para colmo, anunció con aplastante solemnidad la creación de un sistema filosófico original, que denominaba «Empirismo cuantitativo» y que se complacía en resumir con la frase siguiente:

«El éxito de un matrimonio depende del número de mujeres que con anterioridad haya el marido conocido bíblicamente.»

Por fin desapareció este fantasmón, rumbo a Constantinopla pasando por Hamburgo, después de conseguir agravar el mal humor del jesuita, los desvaríos de Falele y la insatisfacción de Angélica. Así las cosas, llegó un momento en que, con Falele cada vez más en la luna, ni Angélica podía aguantar la presencia de Raimundo ni Raimundo la de Angélica. Era una de esas situaciones molestas erizadas de indirectas y contradicciones, imperceptibles a ojos de tercero y que se resuelven cerrando el tercero los ojos y abandonando la habitación para que ambos protagonistas, rotas todas las amarras, caigan abrazados en un sofá mordiéndose rabiosamente los labios. La atmósfera se enrarecía por días sin que el calzonazos de Falele experimentara la menor dificultad respiratoria, por lo que Raimundo, perdidos los últimos escrúpulos, intensificó el voltaje de los pases magnéticos a que su amigo se prestaba palmoteando de entusiasmo. Imposibilitado de hablar, para no precipitar unos acontecimientos que tal vez nunca se presentarían, optó por dar salida a su irritación creciente, a su malestar pecaminoso a través de las puntas de los dedos, de los ojos, de la varilla de Mesmer. La exaltación que le invadía acrecentaba por otra parte su fuerza psíquica que, al actuar sobre Falele, le hacía concebir visiones cada vez más lúcidas y duraderas. En una de ellas, Pío Nono en persona le daba públicamente las gracias por haberle inspirado el Syllabus. A la larga, también el jesuita se iba viendo a merced de unas fuerzas que él había creído siempre tener a su merced. Casi todas las noches soñaba con Angélica; la veía avanzar por unas largas galerías, cruzar lunas de espejos, abrir puertas con sigilo, descalzarse unos pies de nieve, amortiguar con una mano, roja como su suelta cabellera, la luz de una palmatoria; de pronto, se detenía ante un balcón para regar una dama de noche, cuyo olor se derramaba penetrante, incontenible, de estrellas abajo: su túnica de diosa griega se disolvía en la claridad lunar y contra la noche turquesa se recortaba su silueta firme y opulenta. Se hacía más intenso el olor de la dama de noche: parecía salir de aquel pecho de nodriza, de aquella boca de ángel transido. Cuando la fue a besar, se dio cuenta de que estaba soñando y fue como besar una pompa de jabón.

Tales sueños lo tenían cada vez más trastornado. Ni meditaciones ni cilicios podían mantenerlos a raya. Angélica emanaba un fluido diabólico que a ella volvía tras pasar por los otros dos. Era una pila magnética que permitía al hipnotizador actuar sobre el hipnotizado. Sin la carga de electricidad que ella ponía en el ambiente no hubiera podido el jesuita someter a Falele a aquel zarandeo espiritual. A fuerza de estrujones místico-magnéticos iba Falele convirtiéndose en una máquina afrodisíaca que buscaba la visión celeste en el orgasmo fisiológico. Sin saberlo, y en un terreno que ella no hubiera nunca sospechado, triunfaba Angélica sobre Raimundo, pues la exaltación sexual que le inspiraba, la transmitía éste a su marido, el cual la ponía en obra en ejercicio de su derecho. Raimundo, enajenado, en el vacío, en carne viva la imaginación, articulaba lentamente una frase pronunciada por el padre Rector en unos ardientes ejercicios: la libidinosidad es bajar desnudo por una columna salomónica…

Falele, sentado en una silla, flojos todos sus miembros, cerrados los ojos en un abandono dulcísimo y total, con el espíritu inmerso en el baño María, rumiaba aquel punto de meditación, y a su vez susurraba:

—… es como el coito con estatua. A Gómez Verdejo lo echaron de la Maison de Blanc, donde estaba de botones, porque intentó violar un maniquí.

De la silla poco menos saltaba Falele al lecho conyugal; exaltado su complejo de Edipo, se lanzaba al sexo con el loco afán de abismarse en él, bucear hasta instalarse en el claustro materno para ir desconcibiéndose poco a poco y al cabo de los nueve meses saltar del seno de Angélica al de Abraham. A su apetito descosido acumulaba los reprimidos apetitos de su hipnotizador, y era Angélica la que salía ganando, pues a través de su esposo legítimo gozaba de la virilidad de su castísimo amante.

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