Los consulados del Más Allá

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Un pájaro de cuenta

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Un pájaro de cuenta

–… No necesito llamar la atención de Su Señoría sobre los hechos. No necesito reforzar los colores con que a los ojos de la Ley se presenta este delito monstruoso, este fraude criminal, este atentado contra el buen nombre y, de haberse el autor salido con la suya, contra la misma vida de un honrado comerciante. Contemple Su Señoría el encausado. Ese cráneo deprimido, esa mirada torva, esa boca informe, esa mandíbula desencajada, esa nariz enrojecida… ¿no pregonan a gritos la presencia de un delincuente nato, de un biotipo siniestro, de un esquizotímico degenerado digno de figurar en la primera página de las obras de Kretschmer o Lombroso? Pues bien, ese monstruo, castigado ya al nacer con una deformidad física y otra psíquica, ha querido vengarse de sus taras en la sociedad que en su seno lo tolera. ¿Y cuál ha sido su primera víctima? Pues un honrado padre de familia, un honesto comerciante, un industrial modelo, un ciudadano ejemplar, temeroso de Dios y respetuoso de las leyes. En efecto, mi defendido, con esa indiscriminada generosidad que tantos disgustos le lleva costados, recibió hace un mes al acusado, quien, vertiendo lágrimas de cocodrilo, le rogó la adquisición de dos latas de manteca para poner remedio a la, según él, pavorosa situación de su hogar, compuesto por él mismo y por su anciana madre, que pasa, por cierto, sus últimos años en un regalo impropio de su condición, a costa de la caridad pública, ejerciendo la mendicidad con lucro manifiesto.

Peroraba don Justino con las orejas al rojo, barriendo el pupitre con las puñetas de encaje. El Cachirulo se encogía de hombros en el banquillo, bajo las miradas de perro apaleado que desde los asientos del público le echaba el Niño de los Tufos. Don Justino Pachón, apocalíptico y apoplético, apuntaba al presunto delincuente con un dedo mortífero o golpeaba el pupitre con dos dedos de hierro mientras escandía sus furibundas requisitorias y hacía bailar el negro birrete entre plumas de ave y rimeros de papel de barba. El escribano abatía la brillante calva sobre su pupitre, siguiendo con la nariz el rasgueo de la pluma. A ambos lados del banquillo, la pareja de guardias civiles figuraban sendos maniquíes de hule, cera y vicuña, y en su estrado, un juez gallináceo de plumas negras y piel de oblea velaba el párpado enrojecido y abría el pico con boqueras, saludando con un cacareo de satisfacción los huevos de oratoria que don Justino iba poniendo en pie.

—… No abusaré de la paciencia del Juzgado ni abundaré como acusador privado en los hechos que tan brillantemente ha expuesto el Ministerio Público. Únicamente quiero formular unas consideraciones de tipo general a fin de dejar bosquejada la filosofía de este proceso. Vivimos en un mundo desquiciado. Entran en crisis las instituciones, y las personas de orden hemos de defender enérgicamente la integridad de los valores tradicionales que son nuestro patrimonio inalienable. Hemos de cavar fosos, alzar parapetos, poner velas, rondas y corredores de campo, dormir sin desceñirnos las armas, pues está irrumpiendo en el país el más grave peligro que hayan conocido las sociedades humanas. Esa hidra progresista, cuyas cabezas visibles en nuestro suelo se llaman Lafargue y Fanelli, nos amenaza con una revulsión aterradora, pues no es enemigo que admite reformas parciales y progresivas, sino que plantea en materia de reformas el dilema o todo o nada. Es un fantasma que recorre Europa al amparo de las democracias parlamentarias. El vergonzoso y funesto sufragio universal ha dado el triunfo, si no a él, sí a sus epígonos, que por doquier soliviantan al menestral sumiso y al campesino resignado brindándoles un ideal quimérico de jornales elevados y jornadas reducidas con el avieso e inconfesable propósito de sumir la industria en el caos y el agro en la ruina. Porque si el obrero percibe un margen excesivo de beneficios…, ¿dónde queda el estímulo del patrono? Porque si el obrero participa en el consejo de administración…, ¿quién va a bajar a la mina o acercarse al alto horno? Porque si el propietario agrícola ha de abonar jornales durante los períodos de inactividad…, ¿cómo se recompensa de sus desvelos por el campo? Porque si el jornalero es libre de fijar su remuneración…, ¿quién le impide que lo haga, no con arreglo a los superiores intereses de la empresa, sino en función de sus mezquinos intereses personales? Imaginemos por un momento uno de esos majestuosos caminos de hierro que el progreso ha tendido a lo largo y lo ancho del país. ¿Hay nada más progresista que una locomotora a toda velocidad? Imaginemos que esa locomotora llega a un paso a nivel al mismo tiempo que un campesino montado en un borrico. ¿Quién deberá ceder el paso? ¿A quién costará menos esfuerzo detenerse? ¿Al tren, lanzadera entre dos urbes, portador de seres queridos, de noticias ansiadas, de soldados para la guerra y de mercaderías para el comercio? ¿Al borrico, sufrido enlace lugareño, portador en todo caso de botijos o calabazas? ¿Accionará el maquinista sus múltiples palancas? ¿Tirará el rústico del ronzal? Pues si esto es así, ¿cómo puede pretenderse en nombre del progreso que la complejísima maquinaria administrativa de la industria y el comercio se incline ante la elemental economía de un hogar proletario? ¿Hay nada más retrógrado que acomodar la marcha de una locomotora al paso de un borrico? He aquí por qué yo sostengo que el progresismo político es retrógrado por antonomasia… No nos ciegue, por otra parte, el señuelo de la prosperidad anglosajona, edificada sobre falsas premisas. No perdamos de vista los recientes desmanes de la Comuna francesa. El marqués de los Castillejos, más ingenuo que nosotros, pretende halagar a esa Europa corrompida pintando la fachada hispana con purpurina democrática, y si el duque de la Torre, prestándose a ese juego, no acierta a crear un sistema antidemocrático y mantiene el principio electivo como fuente del poder político, días amargos nos aguardan, porque, en frase clarividente del marqués de Valdegamas, el gobierno de los pueblos no puede tener como base el sistema electivo, principio de suyo tan corruptor, que todas las sociedades civiles, así antiguas como modernas, en que ha prevalecido, han muerto gangrenadas. Y el cardenal Pie, consejero del conde de Chambord, en un alarde más de la misma clarividencia que en 1856, siendo obispo de Poitiers, le permitió descubrir y reconocer oficialmente el Santo Prepucio en la abadía de Ursulinas de Charroux, exclamaba hace apenas unos meses: «Se ha ensayado todo en política… ¿No habrá llegado el momento de ensayar la verdad?» Esa verdad, contenida en el derecho público cristiano y puesta en entredicho por la Revolución Francesa, no es otra cosa que un Estado fortísimamente constituido, un cesarismo formidable que haga frente a la lucha a muerte que el obrerismo revolucionario planteará al mundo tradicionalista y burgués, porque allí donde lo inicuo pueda aspirar al triunfo, hay que buscar el triunfo en una dictadura que dé soluciones cristianas a la lucha del capital y del trabajo y arrebate su bandera al proletariado militante. Se impone, pues, la necesidad de un Estado impregnado de sentido religioso que, como instrumento de la personalidad humana, realice el destino sobrenatural del hombre y consagre la auténtica libertad política… Esa auténtica libertad política se apoya en la personalidad humana, la cual a su vez tiene su base en la propiedad. Pues bien, la revolución proletaria, cuyo fin último es acabar con la libertad y aplastar la personalidad, no vacila en atacar el edificio por su base, vociferando con Proudhon, cuyo panfleto De la capacidad política de las clases obreras ha merecido de nuestro Cánovas el dictado de diabólico evangelio, que la propiedad es un robo. ¡Ah, señores…! ¿Cómo no advierte el insensato la posibilidad de que se vuelvan contra él las propias insensateces? Porque las palabras de Proudhon, unidas a los hechos de sus secuaces, revelan a pesar suyo la verdadera catadura de la socialdemocracia. Y por si la cosa no estuviera clara, otro evangelista del diablo, Federico Engels, propugna una sociedad utópica en la que esté abolido el séptimo mandamiento… ¿Cabe aún alguna duda? La sociedad socialista con que sueña la revolución… ¿qué es, pues, sino la Jauja del cleptómano? En la presente coyuntura histórica el delito más grave es, lógicamente, el delito contra la propiedad, y hemos de ser implacables en reprimirlo. El menor resquicio que una misericordia mal entendida deje en nuestros baluartes será el portillo por donde las turbas asalten las Tullerías. Se está viendo en este Juzgado una causa por delito de estafa. La pena solicitada por el Ministerio Fiscal es leve si se considera el monstruoso cúmulo de figuras delictivas que concurren en este caso. En efecto, estamos en presencia de una venta fraudulenta con abuso de confianza de comestibles adulterados en violación flagrante del vigente Reglamento de Sanidad que, aparte de constituir tentativa de homicidio contra los presuntos consumidores del artículo, ha asestado un golpe rudísimo e irreparable al prestigio comercial de mi cliente, como responsable ante el público de su suministro. Pido, pues, que, sin perjuicio de la pena de arresto mayor solicitada por el ministerio público, se imponga al encausado la obligación de abonar cuatro mil reales a mi cliente en concepto de daños y perjuicios, amén de las costas del proceso. ¡Contemple Su Señoría al procesado! ¡Vea qué compendio de vicios y defectos, tanto físicos como morales! ¡Indudablemente, la revolución social sabe escoger sus agentes! A las figuras delictivas enumeradas no ha querido en su benevolencia el señor fiscal añadir la de atentado subversivo, porque sólo de acto terrorista cabe calificar la tentativa de envenenamiento colectivo que ese hombre ha llevado a cabo con dos mortíferas latas de manteca…, colorada precisamente, roja precisamente, como las banderas de la revolución.

Acabada su requisitoria, don Justino, la oreja al rojo vivo, el ojo fosforescente, hirsuta la perilla napoleónica, se dejó caer en su asiento, henchida la toga y abiertos los brazos. Los dos pasantes se precipitaron sobre él; uno le desabotonó la muceta y otro le preparó un azucarillo.

—Puede informar la defensa —cacareó el juez, adusto y ecuánime.

El defensor de oficio era un joven teniente auditor de la Armada, nervioso y acicalado, que al hablar estiraba el cuello y sacaba los codos. Tenía perfil y osamenta de pájaro.

—… En primer término he de felicitar al acusador privado por su brillante intervención, de cuyo levantado espíritu quedamos altamente penetrados. Me sumo, pues, no sólo a su pensamiento, sino a su calificación de los hechos que nos ocupan, admitiendo en principio todos los cargos formulados contra mi defendido tanto por él como por el Ministerio Público. Vano empeño sería negar las circunstancias desfavorables que concurren en el acusado, circunstancias de tal gravedad que por fuerza han de resultarnos sospechosas. Al comienzo de su informe, el acusador privado ha hecho de pasada referencia a Lombroso. Efectivamente, mi defendido es un esquizoide típico, un delincuente lombrosiano cuyas infracciones no exigen la cárcel, sino el sanatorio. Por ello me extraña que el acusador privado haya solicitado una pena adicional de privación de libertad —pues en ello se traduciría inevitablemente la indemnización por daños y perjuicios, dada la insolvencia notoria del acusado— después de haber postulado la candidatura de éste para una jaula del zoológico. Su Señoría convendrá conmigo en que una persona en su sano juicio no se hubiera aventurado a excitar la codicia ajena pidiendo por el artículo una cantidad irrisoria, circunstancia que, dicho sea entre paréntesis, no sé cómo no infundió sospechas a la presunta víctima. Para concluir, y sin propósito por mi parte de mitigar la índole de los hechos, desearía, sin embargo, puntualizar que mal podría mi defendido haber ocasionado la intoxicación de los eventuales consumidores del artículo con el serrín, los algodones, los tarugos y el almazarrón que, bajo dos dedos de manteca colorada, integraban el contenido de las latas de autos.

—¡Levántese el procesado! —mandó el juez con un campanillazo autoritario.

El Cachirulo se puso en pie, meneando la cabeza, sacudiéndose las últimas gotas de aquel chaparrón de retóricas que ni le iban ni le venían.

—¿Tiene el procesado algo que manifestar? —instó el juez.

Puso el Cachirulo en jarras el brazo izquierdo y adelantó el derecho, uniendo el pulgar y el índice, como si introdujera una venencia de plata en una bota de solera; emitió varios sonidos preliminares y logró por fin articular con la lengua hecha un nudo y el paladar lleno de agujeros:

—Tomara yo, señol jues, que Usía hubiera probao la manteca… ¡Estaba que quitaba las tapas del sentío!

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