Los consulados del Más Allá

Los consulados del Más Allá


El desbarajuste

Página 22 de 25

El desbarajuste

El marqués de Casa-Dónovan quebró un rayo de sol con una copa de amontillado:

—En el fondo, yo siempre he sido liberal… Por eso siempre me he inclinado ante los pronunciamientos absolutistas y me he hecho cargo de sus patrióticos motivos. El pueblo español aún no ha madurado políticamente y sería imprudente dotarlo de instituciones que en otros países cuentan con mi admiración incondicional. Desgraciadamente, los doctrinarios del progresismo olvidan con frecuencia que aquí la gente no está preparada… A su salud, don Rufino.

—Por una fructífera colaboración —masculló el vicecónsul con la boquilla entre los dientes.

—Entre las fuerzas vivas de nuestros respectivos municipios —añadió don Bibiano, el gobernador-comandante de Estado Mayor-presidente de montepío.

Se alzaron las tres copas y sobre la repisa de la chimenea dio las once de la mañana un reloj cuya esfera sostenía bajo el brazo un húsar de juguete.

—Yo siempre he sido partidario acérrimo de la libertad de información —prosiguió Casa-Dónovan—, pero, como ya le he dicho, cuando la gente no está preparada, la divulgación de determinadas noticias puede prestarse a malas interpretaciones. Así que, si no lo toma a mal su Gobierno, yo prescindiría de notificar a la prensa los detalles de nuestra transacción.

El gobernador intervino muy oportuno, dando a Tartaruga una palmada en la rodilla:

—¡Lo importante es que ya tiene usted cerrados los burdeles!

—Ché, don Patricio, es usté de clavo —a Tartaruga le rebosaba la satisfacción por la nariz—; pero oigan, ¿en serio que van a almacenar el trigo en la plaza de toros?

—De momento tan sólo —aseguró el gobernador, obsequioso como un camarero.

—Pero y si llueve… —advirtió el honrado don Rufino.

Esta vez fue el marqués quien golpeó en la rodilla al vicecónsul:

—Si llueve, tenga usted la seguridad de que su trigo no se moja…

De pronto el marqués dejó de sonreír e impuso silencio con la mano, entornando los ojos para oír mejor.

—¿Le ocurre algo? —preguntaron a dúo los otros dos, visiblemente alarmados.

Casa-Dónovan los acalló con un gesto y, depositando su copa en un escritorio, se acercó al balcón, atisbando entre los visillos. Tenía ojos de acero y apretadas las mandíbulas.

Con una mano hizo seña a los otros para que se acercaran.

En el salón de música de la casa de la calle Ahumada, donde los Acquaviva se instalaban durante la temporada de conciertos, la exaltación mesmérica de Falele alcanzaba el paroxismo. Las últimas sesiones con Paneque habían sido particularmente intensas. Paseaba a grandes zancadas por la pieza, deteniéndose de vez en cuando para exclamar:

—¡Hay que canonizar a las rameras!

Angélica, vuelta de espaldas, miraba con cierta ansiedad por el balcón. Falele volvió a detenerse, golpeándose la frente:

—¡Ya está! ¡Hay que instaurar una teocracia anarquista! ¡Es lo que pide nuestro pueblo! ¡Angélica! ¡Mi gabán, mi bombín, mi bastón! ¡Me voy a recorrer los consulados con mi programa político!

Angélica le alargó las prendas solicitadas y lo dejó salir sin hacerle la menor objeción por primera vez en su vida de casados. «A lo mejor —pensaba— va a su gloria.» Y se imaginaba convertida en primera dama de la provincia.

Cuando Falele bajó a la calle sus ideas estaban perfectamente claras, pero según avanzaba se le iban embrollando de nuevo y los maravillosos discursos que pensaba largar en cada consulado, al repetirlos mentalmente, aparecían roídos de signos de interrogación. Sin embargo, se armó de valor y decidió empezar por el consulado de Costa Rica. Al pisar el umbral le asaltaron insufribles dudas y vacilaciones; se mordisqueaba las uñas, agitaba el bastón pronunciando frases convincentes que no le convencían y ya estaba a punto de desistir de la expedición, cuando le cortaron la retirada las salutaciones estentóreas y los gimnásticos abrazos del garibaldino Beati, que también venía a ver a Gazapo. Tras la puerta se oyó el baile convulsivo del muñeco de las campanillas, seguido del airoso taconeo de Adelaida. Desde el estudio, como desde una cueva, se dejó oír el rugido de don León:

—¡Adelante, con calzones de ante!

—¡Increíble! ¡Sobrenatural! —Beati abrió los largos brazos, arrojando el bastón de nudos, que quedó colgado de unos cuernos de rebeco, y el ancho sombrero de terciopelo negro, que fue a encasquetarse sobre un globo terráqueo. Con los tiesos faldones de su levita amarilla describía peligrosos molinetes entre los frágiles bibelots de la estancia, y don León, alarmado, saltaba de un lado a otro afianzando cachivaches, hasta que, haciendo como que correspondía a los abrazos del garibaldino, lo abrazó a su vez, sentándolo en un sillón de cuero agrietado, al tiempo que le decía:

—¡Usted siempre tan hiperbólico, mi querido Beati!

Tras las gafas de Beati saltaban dos chispas diminutas y la boca, hecha agua, le comunicaba las largas orejas:

—¡No me va usted a creer!

—Usted siempre tan perspicaz…

Aprovechando el momentáneo desbarate de Beati, intervino Falele:

—¡Restituyamos su prestigio a la peseta! Llamemos peseta a lo que hoy llamamos duro y de la noche a la mañana seremos cinco veces más ricos… Proscribamos…

Beati, rehaciéndose, no le dejó acabar:

—¡Don Felipe Segundo ha comunicado desde el Más Allá con la baronesa!

Gazapo se agarró al borde del escritorio:

—¿Qué catástrofes anuncia?

—El Más Allá está decididamente de parte de la revolución. Todos los días hay algaradas de solidaridad. Los intelectuales y hombres de ciencia no dan abasto para firmar manifiestos y entre los Hermanos del Espacio cunde la convicción de que a la muerte de Serrano seguirá el caos…

—Bueno… En el Más Allá se dirá lo que se quiera, pero lo malo es que el general Serrano no cree en el Más Allá.

—El caos…, y luego la revolución —insistía Beati sin hacer caso al cónsul.

—La revolución no se pone en marcha como no la pinchen con una bayoneta en salva sea la parte.

—¡El caos! —repetía Beati maquinalmente, con los ojos extraviados.

—En fin… —rumió Gazapo—. Yo soy tan pesimista que no creo ni en el caos.

—El caos… —seguía Beati diciendo mansamente, como un eco, y de repente, se levantó de un salto—: ¡Don León! ¡Al balcón! ¡Ya está aquí la revolución!

Ambos se precipitaron a mirar, olvidados de Falele, que, desde el zaguán, exclamó con voz grave:

—La revolución es un huevo…

Se volvieron los otros, sorprendidos, y Falele, a punto de salir, concluyó:

—La revolución es un huevo, del que lo mismo puede salir un ave que una serpiente.

En el consulado inglés luchaban deportivamente el león y el unicornio, y Neville Stockwell, la pipa entre los dientes, impecable en su frac lila, escanciaba oros de Jerez en vidrios de Bohemia, mientras recitaba el parlamento de Falstaff:

A good Sherris-sack hath a twofold operation in it…

A un extremo del sofá Regencia, Pirulo Ristori, con uniforme de Marina, entornaba los ojos de conocedor:

—Mmmm… Fino palma.

Al otro extremo hacía contrapeso Momo Bardají, con el solideo papal en el copete. Por la pared empapelada de rosa se distribuía un juego blanco y celeste de siluetas en cerámica de Wedgewood. Áureo Lombardía, en el pelo unas onzas de oro veneciano, fumaba acariciando una escayola del Niño de la Espina. Choncho Casa-Dónovan y Pipo Sodogomorri, vestido de jugador de cricket y el otro de cazador de zorros, hojeaban el Almanaque Gotha.

—Paciencia… Disimulo… Si el rey ha de venir, ha de apoyarse en las bayonetas —decía Pirulo.

—¡Albricias! ¡Un rey faquir! —exclamó Lombardía desvergonzadamente.

—Tenías que haber visto a Beatriz Sajonia-Coburgo el día de su puesta de largo… —comentaba Choncho dirigiéndose a Pipo—. Un descote hasta aquí y una cenefa de aquí hasta aquí…

Un lacayo muy encopetado anunció discretamente que a la puerta había un estrafalario caballero que decía ser amigo del señorito Pirulo. A los pocos instantes hacía Falele su aparición. Pirulo hizo las presentaciones y Falele quedó acoquinado ante tanta grandeza. Sin curarse de él para nada, habló Áureo:

—Anda, Neville… Ahora di tú algo…, que te toca a ti.

Neville trató de no comprometerse:

—Será un honor para mi país que España tenga un monarca educado en Sandhurst.

Sin darse cuenta, Falele reflexionó en voz alta:

—Lástima que sus súbditos no estén también educados en Inglaterra…

Quedaron todos algo perplejos; miraron a Falele de arriba abajo y luego se miraron entre ellos. Falele se puso como una amapola. Momo reanudó la conversación interrumpida por Falele:

—El señor vendrá impregnado de las maravillosas tradiciones inglesas…

Pipo levantó del Almanaque unos ojuelos como dos cuentas de rosario:

—A lo mejor dispone que en palacio sólo se hable la lengua de santo Tomás Moro…

—La de Lord Beaconsfield… —carraspeó Neville con un humor tan fino que pasó inadvertido.

—Y como en la Utopía de Tomás Moro haremos caca en bacines de oro… —improvisó Áureo.

—Oh…, Áureo… shocking! —murmuró Neville.

Falele creyó oportuno volverse a lanzar a la palestra:

—Vamos a ver… Que yo me entere… España, constitucionalmente, es un reino, ¿no? Pues si es un reino, ¿a qué espera el rey para venir?

—¡A que las cárceles revienten de monárquicos! —repuso el incisivo Lombardía.

—La cárcel se queda para los anarquistas —especificó Momo, irritado—. Aún hay clases…

—Hay muchos modos de padecer persecución por la justicia —explicó Pirulo.

—Vayamos por partes —quiso esclarecer Falele—. ¿No quedamos en que tienen ustedes bula para conspirar?

—¡Qué sarcasmo! —protestó Lombardía—. Se nos persigue como si fuéramos demócratas. Fuera de meternos en la cárcel, no hay vejación que no se nos haya infligido. Juegan con nosotros al higuí.

—Al higuí, al higuí, con la mano no, con la boca sí… —entonó el cándido Pipo, que estaba en la higuera.

—¡Que se calle esa cotorra! —exclamó Áureo con desprecio. Pipo miró de un lado a otro con boquita de muñeco japonés y, poniéndose rojo, volvió a seguir repasando con Choncho el calendario de acontecimientos sociales.

Pirulo, siempre bondadoso, procuraba sacar de dudas a Falele:

—El Gobierno Provisional quiere que seamos monárquicos sin denominación; y reivindica la institución a la vez que desprestigia a la dinastía.

—¡La dinastía lo es todo! —chilló Chancho levantando la vista del Courrier des Dames.

—La dinastía precede a la institución —intervino Neville—. Poco nos importaría que Inglaterra fuese una república, con tal de que la reina Victoria ocupase la presidencia.

—¡Presidente de república! —se escandalizó Momo Bardají—. ¡Como un profesor de Universidad cualquiera! ¡El nieto de san Fernando…!

—¡Séptimo… y por línea materna! —puntualizó Lombardía—. Por la paterna, si no es hijo de Puig Moltó, es biznieto de Godoy… A escoger.

Pipo y Choncho seguían platicando de trapos y noviazgos.

—Pues este verano en Biarritz la Trubetzkoy estaba muy en plan con Pepe Alcañices —decía Pipo con despliegue de erres francesas.

—Verás cómo lo atrapa la muy lagartona —pronosticaba Chancho.

—El Foreign Office desconfía de Prim —manifestó Neville—, dicho sea entre nosotros…

—¡A buena hora! —saltó Lombardía—. ¡Ya habéis tardado en traducir los tres jamases que ha opuesto al Señor!

Falele seguía la conversación con cierta dificultad, revirando los ojos de uno en otro interlocutor. Momo despotricaba con agitación, cerciorándose de que el solideo seguía en su cabeza:

—¡Ese francmasón es capaz de traernos a un Saboya!

—¡A un excomulgado! —fulminó Choncho.

—¡No consentiremos ese escándalo! —se atosigó Áureo.

Pipo miró de un lado a otro, con cara de no entender lo que oía, y Momo concluyó, bajando la voz:

—¡Su Santidad nunca nos lo perdonaría!

Pirulo trató de resumir la situación:

—El general Prim es nuestro mayor obstáculo, pues tiene en un puño al Ejército, que es nuestra mayor esperanza. Pero no creo que mientras viva dé a nadie la Corona; su táctica consiste en granjearse la adhesión ilusa de los monárquicos y perpetuar la Interinidad.

—Hay que seducirle a la tropa —proponía Choncho.

—Si los de carrera no aceptan, recurriremos a los de cuchara —manifestaba Pipo.

—Yo tantearía a los asistentes —insinuaba Áureo.

—Los artilleros tal vez se pongan a tiro —aventuraba Pirulo, con más conocimiento de causa.

Medio escudado junto a un aparador de Sheraton, lanzó Falele su andanada de despedida:

—Las ranas piden rey, pero lo piden no a Júpiter, sino a Marte.

No tuvieron los jóvenes alfonsinos tiempo de reaccionar ante tamaña impertinencia, porque, coincidiendo con el portazo de Acquaviva, vino de la calle un estruendo como si se desplomase un carro de mudanzas.

Come to the window, Pirulo… —Neville había perdido el uso de la palabra castellana.

Acudieron todos y quedaron petrificados; Áureo fue el primero en expresar una emoción:

—¡Las tías porcachonas! ¡No se privan de nada! ¡Y nosotros esperando al Carnaval para quitarnos la careta!

—¡Y a la Restauración para soltarnos el pelo! —concluyó Pipo con una picardía angelical.

En el consulado de Chile tronaba el afrancesado conspirador Afrodisio Aviranaga:

—Sustituir una monarquía por otra… ¡Jamás!

—Venga el rey y sea bien venido —conciliaba don Delfín—, pero que, por la cuenta que le trae, procure granjearse antes las simpatías místico-estéticas.

—De lo contrario —advertía don Hugo Artajerjes—, el Más Allá en bloque le negará su reconocimiento.

—¡Hemos de pasar a la acción directa! —se exaltaba Aviranaga—. Yo propongo revivir en las masas la mística de la matanza de frailes y editar una antología de blasfemias baturras.

—Más eficaz se me antoja —opinaba el moderado don Delfín— que algún arzobispo envíe un parte telegráfico.

Acquaviva irrumpió en el consulado con tiempo de oír las palabras de Iraragorri. Presa de gran agitación, se aproximó a don Expedito Guanyabéns, que estaba rumiando cacahuetes:

—Don Expedito… En confianza…, ¿a que la masonería está en connivencia con el socialismo para destruir a la Iglesia Católica?

Don Expedito atravesó a Falele con su mirada de camello esquinado:

—Yo me pregunto por qué no se deja usted coleta…

—¿Como los toreros?

—No; como los chinos.

El fantasioso Afrodisio se disparó de nuevo:

—¡Haremos la reforma agraria!

Los otros conspiradores torcieron el morro, pero Afrodisio no lo advirtió siquiera y prosiguió:

—¡Indemnizaremos a los propietarios agrícolas con arreglo a lo que tengan declarado al Impuesto sobre la Renta!

—¡Alto ahí! —intervino don Expedito Guanyabéns—. Con arreglo, si acaso, a la valoración del Catastro.

Don Hugo Artajerjes, diplomático, procuró desviar la conversación:

—Congratúlense de no tener problema indio.

Puerto Escondido, molesto por la maniobra, interpeló al comodoro:

—Pues usted ya tendrá algún que otro chango en su cocotero genealógico…

Don Hugo Artajerjes levantó el índice e hizo bailar la chalina:

—¡Ni uno! ¡Yo soy pura mezcla de leches europeas!

Don Fernando trató de serenar el ambiente:

—Lo primero es la libertad… Sin ella, la revolución se estanca en una etapa inicial de ascetismo militante, de signo cultural retrógrado. La revolución social cristiana dio al traste con la cultura clásica y acarreó la indigencia medieval. Luego, loados sean los dioses, vino el humanismo renacentista… Ahora estamos al borde de una situación semejante; por eso, a una mala revolución, la Místico-Estética prefiere un buen renacimiento.

—¡Pero la indemnización según el Catastro sería una catástrofe! —protestó aún el exaltado Afrodisio.

Ambos Miramón abordaron a don Delfín.

—¿Puede usted explicarnos por qué razón el Oriente, a diferencia de Grecia, no nombra nunca al artista? —preguntó Póllux.

—Cierto…, ¿por qué allá se atribuye siempre la obra de arte a la corporación, cuando no a un dios determinado? —indagó Cástor.

Falele no se pudo contener:

—Yo he visto la casa que tiene Castelar en Madrid… Y no hay derecho… Tanto presumir de republicano y liberal, y hay que ver cómo vive… ¡Ni un pachá!

Don Expedito dejó caer los párpados:

—Joven, es usted víctima de la colaboración de su mujer.

Por el cielo bajo entraron algunas piedras, acompañadas de un desgarrado vocerío.

—¡El caos! —se alborozó Aviranaga.

Don Fernando, consternado, se dio una palmada en la frente:

—¡Habíamos olvidado los derechos de la mujer!

Era como si la mar hubiera metido un brazo por las calles de Cádiz. Desde el Saco por el Inglés no se recordaba cosa análoga.

—¡La rebelión de las amazonas! —exclamaba el doctor Clamores con dejos de pastor Clasiquino.

A la cabeza de la turba desplazaba volúmenes Paca la Botavara, haciendo tintinear arracadas y ajorcas. Marchaba el cortejo con un balanceo de bolsos y una oscilación de polisones. Habituadas a lechos y divanes, se avenían mal sus altos tacones con el empedrado callejero y cabeceaban como marineros recién desembarcados. Remolcada por Martirito Fuentes y Luisa la Camillera, iba doña Ana, toda bultos, pliegues y redecillas, como un globo a medio desinflar. Avanzaba aquella flota agresiva compuesta de unidades de todos los calados. Orzaban a todo trapo, volviendo las redondas y altas popas, proyectando al frente los pintarrajeados mascarones, soltando andanadas a babor y estribor; las grandes fragatas como la Pulmones o la Botavara disparaban sus ciento doce cañones, y los chinchorros como la Chihuana o la Cuchi Pando su única culebrina. La escuadra ponía proa hacia San Juan de Dios, aclamada por la muchedumbre. Dejaba el estudiante al profesor con la palabra en la boca, el sastrecillo al atorrante cubierto de hilachas, el cochero al juerguista con el pie en el estribo y el betunero al señorito con el pie en el aire para vitorear al cortejo y sumarse a él. La ciudad de Hércules se conmovía en sus cimientos, mientras un levante sordo sacudía las palmeras y metía en las casapuertas un violento olor a marisco podrido y orines de caballería. Volvía la ciudad por sus fueros levantiscos, y sobre el remilgo de la Alameda y el señorío de la Calle Ancha volcaban tunantería y escándalo los barrios de la Viña y Santa María. Las familias patricias y las gentes de orden contemplaban tras las rendijas de sus ventanas aquel carnaval de la desvergüenza y en el Gobierno Civil las perplejas autoridades no sabían qué ordenar a sus remisos agentes. Volaban pullas e insultos, cuchufletas e improperios; se desplegaban como banderas secretos escabrosos, y en las mansiones ilustres las señoras tapaban con cera los oídos de los niños menores de dieciocho años y de las niñas sin límite de edad, y se encerraban en los gabinetes a pedir explicaciones a sus maridos entre los cuchicheos de la servidumbre. La manifestación engrosaba progresivamente y en los aluviones que arrastraba iba ya Falele Acquaviva enarbolando su bastón, desajustados los quevedos, revueltas las patillas de chuleta, pronunciando arengas y salmodiando letanías entre la algazara de la chiquillería portuaria que, gritando ¡lárgalo! y ¡a la bimbombá!, le había prendido en los lomos un aspado títere de papel de estraza. La riada se lo llevaba todo por delante; era una tromba que levantaba el pavimento, hacía saltar los postigos, quebraba escaparates y abatía rótulos. Cuando encontraba al paso un carruaje, lo rodeaba, lo embestía por los cuatro costados, y, tras unos minutos de vaivén y cabeceo, lo derribaba con estrépito, mientras el auriga maldecía aprisionado bajo una ballesta y el tiro, desenganchado, se abría a coces paso entre los manifestantes. En el mercado naufragaban uno tras otro baratillos y tenderetes, sucumbían torres de jaulas, cresterías de peines y reolinas; al griterío de las atropellantes se mezclaba el griterío de las atropelladas. Un charlatán de grandes bigotes braceaba perdiendo el equilibrio entre palilleros de huesos, abanicos de papel y frascos de crecepelo, y sobre una niña de ojos vendados revoloteaba un cuervo con un sobre azul en el pico. Contra las angarillas de un recovero dio su primer traspié la manifestación; resbalaban los cuerpos en confusión increíble, rebozados en huevo generosamente, emplumados sobre la marcha, sin que fuera posible distinguir los graznidos humanos de los gallináceos. Un destacamento asaltaba los puestos de hortalizas y otro huía en estampida al derramarse entre ladridos y maullidos la sartén de una churrería. De una mano exhausta escapaba un racimo de globos de colores, perseguido a picotazos por el pájaro adivino. Nannarella Clamores fue a salir al balcón, hecha un basilisco, para echar una reprimenda y hubo de retirarse a escape bajo una pedrea de ostiones y calabacines. Los místico-estetas, reunidos a oscuras, pedían a la baronesa de Nerak un conjuro que deshiciera toda aquella pesadilla.

—Redunda en desprestigio de la revolución —decía Puerto Escondido.

—Desgasta las energías populares —deploraba Aviranaga.

En el Gobierno Civil, el astuto Casa-Dónovan tranquilizaba al desconcertado gobernador:

—Alégrese usted, porque ahí donde las ve, ésas nos van a sacar las castañas del fuego.

Uno de la ronda secreta hizo entrar de un empellón al Cachirulo. Casa-Dónovan tomó de la mesa un cabás de hule.

—A la plaza de toros como un cohete —ordenó al tunante poniéndole en las manos el cabás—. Y cuidado con irse de la mojarra.

El Cachirulo se cerró la boca con una cremallera imaginaria e hizo una reverencia cortesana acompañada de un floreo de boina.

Raimundo Paneque había acudido a la llamada de Angélica Acquaviva, pero ni el uno ni la otra sabían qué partido tomar. Echarse a la vía pública y rescatar a Falele del motín era inconcebible para dos personas que, como ellos, se vestían por la cabeza. No quedaba otro recurso que esperar a que el interesado viniera por sus pies o en brazos de algún buen samaritano, y a falta de mejor cosa que hacer, resolvieron preparar una palangana de agua magnética. Inopinadamente, Angélica puso sus ojos líquidos en las turbadas pupilas del clérigo:

—Ya te haces cargo de la situación.

Él esbozó un gesto ambiguo y desvió la mirada. Ella prosiguió:

—No quiero seguir abusando de ti…

—Por Dios, qué ocurrencia… Para las situaciones difíciles están los amigos.

—No quiero hablar de más —Angélica plegó los labios con reticencia—. Mejor será que te marches.

—Pero yo quisiera hacer algo…

—Ya has hecho bastante —replicó ella con cierto sarcasmo, y añadió mirando al cielo por el ojo del patio—: ¡Buen coleccionista de voluntades!

Paneque quedó desconcertado:

—No sé qué quieres decir, Angélica.

—En esta casa se te quiere más de lo debido.

Él se rehízo y dijo como para sí mismo:

—Me parece que empezamos a marchar de acuerdo.

En la voz de Angélica, la agresividad dio paso al abatimiento:

—Falele está muy enfermo.

—No hay motivos para desesperar… —dijo él, más que nada para aliviar la propia conciencia.

Angélica meneó la cabeza:

—No hay esperanza… para ninguno de los dos —se dejó caer en un sofá de rejilla, cubriéndose el rostro con las manos y sollozando—. No vuelvas a poner los pies en esta casa.

—En fin… —dijo él torpemente—. Uno quisiera reparar el daño que haya podido hacer…

—¿Cuándo embarcas para Guatemala? —preguntó ella sin dejar de sollozar.

—A mediados de enero —repuso él, solícito.

De pronto dejó ella de sollozar y levantó el rostro, preguntando con absoluta serenidad:

—¿Qué obra de José de Maistre te gusta más?

—En realidad…, todas por igual —contestó él, pues no había leído ninguna.

Se puso en pie Angélica y tomó un libro flamante de una mesita ovalada:

—Llévatelo como recuerdo.

—Es muy amable, Angélica…

—Mira…, ni el precio he borrado… No pensé que lo fuese a regalar… La mujer gaditana, por don Federico Rubio… A lo mejor te ayuda a entendernos.

—¡Cuánto te lo agradezco, Angélica! Te prometo leerlo… Y escribirte con mi opinión.

—¿En serio que lo harás? —los ojos de Angélica se llenaron de puntitos luminosos—. Me harás muy feliz… Muy feliz, Raimundo… Más de lo que imaginas.

Titilaban los lacrimales de Angélica y un nudo corredizo se le deslizaba por el interior de la hermosa garganta. El joven clérigo buscó la barrera:

—Todavía puedo hacer algo por Falele…

—Tú no puedes hacer nada —afirmó ella seca, implacable—. No tienes poder para hacer milagros.

—Pero Angélica…

—Escríbeme, Raimundo —suplicó ella cogiéndole una mano, increíblemente tierna y abandonada—. Oh, Raimundo… ¡Qué desdichada soy!

Y al decir estas palabras, le echó los brazos al cuello y rompió a llorar contra su pecho. Quedó el joven aturdido; aquella emanación palpitante de seda negra y pulpa de melocotón no estaba prevista en la casuística de los tratados de moral. Se veía pequeñito en los claros ojos de Angélica como en dos grutas submarinas, sobre cuyas entradas bajaban poco a poco las largas pestañas para dejarlo prisionero. Sentía cómo los tirabuzones de Angélica, rojos como espadas flamígeras, le grababan su imagen a fuego en las mejillas. Percibía la agitación de un pecho hermoso, la respiración de una boca de fruta. La leve sotabarba y el arranque de una honda cañada sugerían una orografía turbadora. Le entraba el abandono que precede al sueño y a la vez se sentía más despierto que nunca. Algo se desmoronaba en torno suyo. Del cuerpo de Angélica venía un húmedo aroma de invernadero. Los labios de él rozaron una mejilla de pan caliente, salado de lágrimas. Una hormiguilla le subía por la nariz y le invadía el cerebro…

—¡Voy a ahorcar los hábitos! —exclamó enajenado.

Estas palabras hicieron a Angélica volver en sí. Se apartó de Raimundo y, clavándole unos ojos brillantes, más que decirle le escupió por los colmillos, por los lacrimales enrojecidos, por las ventanas de la nariz:

—¡No conseguiste engañarme! ¡Te he reconocido!

A Raimundo se le paralizó la inteligencia por obra del pecado. Vio de pronto a sus pies un abismo. Angélica formó una cruz con un abanico y unas tijeras:

—¡Eres el Enemigo! ¡Huye de mi presencia!

Raimundo consideró que la situación era absurda, pero que él había contribuido bastante a plantearla, y huyendo, no tanto de Angélica cuanto de sí mismo, salió escaleras abajo. Al llegar al patio recibió en la coronilla el agua magnética que había preparado para Falele. Franqueó la casapuerta pingueando como un paraguas. Fuera se oían disparos al aire, chillidos estridentes, carreras y vergajazos. La fuerza pública comenzaba a entrar en acción para meter en cintura el motín. Cádiz se estremecía desde la punta del Bonete al Meadero de la Gitana.

Ir a la siguiente página

Report Page