Los consulados del Más Allá

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Introducción a la Místico-Estética

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Introducción a la Místico-Estética

En el último tercio del siglo XIX floreció en Cádiz una escuela de pensamiento denominada la Místico-Estética. Sus prosélitos, ávidos receptores de las corrientes espiritualistas, reconocían por fundador y maestro a don Fernando Gómez del Valle, funcionario de la Compañía Transatlántica. Sus conciliábulos literarios los jueves y sus salidas al campo los domingos no dejaban de infundir sospechas a las autoridades, que los tenían sometidos a una estrecha, bien que discreta, vigilancia. Habíanse agregado al grupo todos los cónsules sudamericanos acreditados en la ciudad, los cuales, sin saberlo, mantenían a distancia a las susodichas autoridades, amparando a los sospechosos místico-estetas tras una eficaz pantalla de inmunidades diplomáticas. Las pacíficas y austeras costumbres de que hacían alarde los místico-estetas no auguraban nada bueno a los ojos de la autoridad; aquello de salir al campo para cazar si acaso mariposas y de entrar en la taberna para no consumir sino agua mineral eran síntomas peligrosos y extranjerizantes, pero cada vez que un agente estrechaba el cerco tropezaba inevitablemente con la inmunidad de algún que otro cónsul cuyo aliento, indefectiblemente alcohólico, contribuía en no escasa medida a disipar la suspicacia moral del polizonte.

Solían tener lugar las reuniones en un café de la calle Ancha llamado el «Ideal Room», y en el curso de las mismas se trataba tanto de temas ocultistas como literarios, pasándose con gran habilidad de los primeros a los segundos así que aparecía por la puerta, con aire conspicuo, el policía encargado de su vigilancia.

Acaso la más extravagante de sus actividades fuera la ceremonia de imprecación al Océano, que celebraban al atardecer. A eso de las siete abandonaban el «Ideal Room» y, atravesando siempre las mismas calles, llegaban a la plaza de Mina, donde desfilaban de tres en fondo ante los floridos y velados balcones de doña Antoñita Murphy, viuda de marino y dulcinea oficial de don Fernando, y dando vista a la derecha, se llevaban a la altura del corazón tres dedos, apuntando primero hacia abajo y después a la izquierda, imprimiendo así en dos tiempos, sobre la víscera inflamada, la M y la E, monograma de su escuela de pensamiento.

No se podía decir con verdad que tan inocente proceder atentara a las buenas costumbres. El policía, sabedor de lo que vendría después, los seguía sin embargo a distancia y cuando, llegado el momento, se decidía a intervenir, salía sin perder comba al quite el cónsul de turno, y el pobre agente de la autoridad se bajaba el bombín y apretaba el paso, haciendo esfuerzos tan meritorios como estériles para que lo tomaran por un transeúnte cualquiera.

Acogidos a aquel derecho de asilo y ante los ojos impotentes de la autoridad, desembocaban los místico-estetas en la Punta del Bonete, donde don Fernando, destacándose del grupo, avanzaba por el pretil aguantándose con una mano el embozo y con otra la castora y salmodiaba a gritos, para hacerse oír por encima de las olas, una invocación al embravecido Atlántico.

De muy diversos campos del saber procedían los adeptos de don Fernando, y muy diversas eran asimismo sus profesiones, pues había médicos, gestores administrativos, militares, tenedores de libros, farmacéuticos, corredores, viajantes de comercio, leguleyos y pequeños propietarios, y todos, unidos por la atracción del Más Allá, esperaban hallar en las ciencias ocultas el camino más corto para escalar a la cumbre de su respectiva profesión. La Místico-Estética ataba en un ramillete vocaciones tan dispares, consagrándolas a un fin trascendente y universal. Era a la vez la Escuela una especie de cámara de compensación de intereses distintos, pero complementarios. El talento de don Fernando Gómez del Valle consistía en proponer una solución común a los dispares problemas de sus discípulos. Hasta entonces todos ellos habían buscado a ciegas y por caminos errados, pero al llegar a don Fernando se les abrían los ojos y cobraban sentido sus esfuerzos. Sostenía don Fernando que las vocaciones humanas eran sonidos aislados, resoplidos casuales que sólo valían en cuanto alguien les pusiera clave y los ordenara en papel pautado. En vano había aspirado el doctor don Samuel Clamores, lector impenitente de El origen de las especies, a que el espiritismo le ayudara a encontrar el famoso eslabón perdido. En vano había confiado el joven marqués de Puerto Escondido, aficionado a la arqueología y al toreo, en que los Hermanos del Espacio le revelaran el emplazamiento exacto de Tartessos. En vano había pretendido el bachiller Falele Acquaviva, dado a la teología y al gusano de seda, alcanzar el éxtasis místico sometiéndose a pases magnéticos. Eran tres golpes de intuición genial, insuficientes por desgracia, y no hay que olvidar que uno de los axiomas que más declamaba don Fernando era el siguiente:

—¡Oh, intuición! ¡Cuántos disparates se cometen en tu nombre!

Hombre más dado a la síntesis que al análisis, no tardó don Fernando en fabricar una solución común a partir de aquellas intuiciones individuales, solución a la que no eran ajenas sus rondas vespertinas ni sus imprecaciones oceánicas.

Corría por aquel entonces la noticia de que en las comarcas pantanosas de Laos se había capturado una especie de hombre mono que vivía en los árboles, sabía contar hasta diez, estaba totalmente cubierto de pelo, lucía una cola rudimentaria, carecía de cartílago nasal y retenía los peces y las yerbas de que se alimentaba en unas como bolsas bucales. El sabio profesor Fauche aventuraba la hipótesis de que la raza de Krao —a la que este ser pertenecía— fuera el vestigio de aquellos ejércitos de monos que en el Ramayana acudieron a combatir contra los gigantes. Por otra parte, los teósofos decían recibir consignas y revelaciones de una cofradía de taumaturgos, instalados en lugares secretos del Tibet y en relación probable con las poblaciones subterráneas que, en las inmensas galerías y en los vastos salones de las entrañas del Himalaya custodiaban los restos de una civilización fabulosa, posiblemente la de los atlantes. Los antropólogos, recogiendo este troglodita antropoide de manos de los teósofos, lo elevaban sin empacho al rango de antepasado común del hombre y el mono. Los místico-estetas, a partir de las aptitudes mediúmnicas observadas en los pieles rojas americanos, posibles descendientes directos de los atlantes, llegaron a la conclusión de que el subsuelo del Atlántico fuera como el subsuelo del Tibet: una enorme estación emisora de ondas psíquicas, manipulada por multitud de espíritus errabundos. Ya había dicho Allan Kardec que la telepatía estaba llamada a ser una nueva telegrafía, y no quedaba excluida la posibilidad de que en el fondo del Atlántico radicara uno de los grandes centros de comunicaciones telepáticas de la Tierra. Situada, cuando menos, mucho más a la mano que el Tibet, no es de extrañar que en la Atlántida cifraran los místico-estetas sus supremas esperanzas.

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