Los consulados del Más Allá

Los consulados del Más Allá


Arribada feliz de un barco de alto bordo

Página 6 de 25

Arribada feliz de un barco de alto bordo

La de don Rufino Tartaruga era una de las voces más sonoras del siglo, tanto que a ella debía él su carrera y su encumbramiento. Siendo muy joven, cuando aún pugnaba por meter la nariz y la pluma en los grandes rotativos bonaerenses, se agenciaba los pocos pesos que bastaban a su magro sustento alquilando en los muelles su vozarrón a todo el que venía a despedir a algún familiar. Ya navegaba el barco por el horizonte, fuera en todo caso del alcance de la voz humana, cuando por encima de las cabezas del público volaba el vozarrón del joven Tartaruga declamando con cadencias huracanadas un arrebatador y literario párrafo de despedida. Los parientes del emigrante lo miraban de reojo, recelando la estafa, pero Rufino, conforme a lo estipulado, bramaba así que el barco estaba a punto de salir de su radio de acción fónico:

—¡Natalino! ¡Saludá con el pañolito!

Flameaba a lo lejos el pañuelo de Natalino, exprimía el lagrimal la parentela y el joven Tartaruga se embolsaba la suma convenida. Veces había que el compadrito embarcado no sacaba el pañuelo, y el pobre don Rufino se quedaba sin cobrar después de haber echado los bofes. Propenso a la poliglocia, incrementaba la tarifa en diez centavos por cada palabra en italiano o en gallego que insertara en la salmodia. Despierto y ambicioso, no iba Tartaruga a resignarse a acabar sus días como vocero del desgarramiento ajeno o, en el mejor de los casos, arengando a las masas desde el pescante de un mateo o desarrugando bandoneones por los cafetines de la Boca. Atento a la menor ocasión que se le presentara, unos oportunos y estentóreos vítores en la Plaza de Mayo determinaron su rápido encumbramiento. Afiliado al partido federal recorrió Europa, como cónsul cuando su partido ocupaba el poder, como periodista cuando lo perdía. Después de haber representado a su Gobierno en varias capitales europeas, había recalado en Cádiz, mientras el soñado Consulado de Nueva York se lo birlaba un colega con más aldabas que él en la Casa Rosada. Trataba a los desconocidos con la cortesía de un púgil hacia su adversario momentos antes de emprenderla a mamporros con él. Podía montar en cólera por un quítame allá esas pajas, y acercarse a él en esos casos era como trepar al Vesubio en día de erupción.

Por las calles que desembocaban en el puerto había aquella mañana un inusitado ir y venir de magdalenas contumaces. Circulaban perezosamente con un vaivén de polisones y un taconeo titubeante; una se detenía ante la luna de un escaparate para igualarse los cuatro caracoles que le coronaban la frente, otra se demoraba en una esquina balanceando el bolso como una honda, otra se plantaba en mitad de la calle a regatear con un tipo que le siseaba desde la acera de enfrente; se esperaban las unas a las otras, e iban quedando atrás la luna del escaparate, la esquina con el vendedor de lotería, el chulángano escaso de fondos con tres palmos de narices. Formaban pequeños grupos que se disgregaban en un instante, avanzando por etapas, indiferentes a pullas y requiebros, para volverse a reunir en círculos cerrados de cuchicheos y risotadas erizados de miradas despectivas. Don Rufino Tartaruga, varón íntegro y padre de familia, a quien llevaban al puerto sus obligaciones, se daba en su fuero interno a todos los diablos y sentía poco a poco rebosarle del pecho la ola de lava de una santa indignación. Por fin distinguió junto a la Aduana a los gemelos Miramón, fieles contrastes de pesas y medidas, y acudió a ellos con grandes aspavientos:

—¡Gracias a Dios que veo a dos seres humanos!

—Muy honrados —dijeron al unísono ambos almotacenes con voz de cascajo.

—Créanme —se dio Tartaruga un zarpazo en el pecho—. Si no me desahogo me fulmina la angina moral.

Los gemelos Miramón eran dos jóvenes apergaminados de ojos penetrantes e impertinentes; no eran iguales, sino simétricos entre sí, pues la mandíbula de Cástor se desviaba a la derecha y la de Póllux a la izquierda, dando así la impresión de haber nacido siameses y estar separados por cirugía salomónica, y no con la hoja de un alfanje, sino con la luna de un espejo.

—Precisamente reflexionaba yo —barbotó don Rufino— cuán inexplicable resulta que un perfecto caballero como el príncipe de Broglie, con cuya amistad me honro, pueda haber contraído matrimonio con la hija de una mujer de conducta tan irregular como la Staël, cuando de súbito estalla ante mis ojos el vergonzoso espectáculo que hoy ofrecen las meretrices de la localidad.

—Es que hay pasaje… —explicó Cástor suficiente y oficioso.

—… y ellas vienen a ayudar en las operaciones de descarga —concluyó Póllux con reticencia.

Se habían dado cita en el muelle no sólo las prostitutas, sino las fuerzas vivas por un lado y las clandestinas por otro, con las consulares de por medio. Todos parecían esperar algo o a alguien a bordo del clipper La Nácar, que a la boca del puerto iniciaba la maniobra de atraque. El clipper era de la matrícula de Manila, pero procedía de La Habana y traía a bordo una compañía de ópera y un grupo numeroso de indianos enriquecidos, misioneros palúdicos y gachupines en peregrinación vaticana. Atracaba el barco ante la expectación de unas gentes que parecían ver por primera vez lo que estaban hartos de ver toda la vida. La orquesta, formada en el combés, interpretaba pasodobles y habaneras. La marinería hormigueaba por la superestructura, trepaba por las escalas de gato —una mano al obenque y otra al estay— para luego ir deslizándose por el marchapié. Iban aferrando velas, calando masteleros, como niños de primera comunión que desmontaran un árbol de Navidad. Chirriaban a proa las cadenas y el cabrestante del ancla, y las gruesas estachas golpeaban pesadamente sobre los norays. La tripulación, resuelta ya la maniobra, se timaba con las pájaras de tierra. En el agua, donde el sol se hacía añicos, como un espejo, flotaban cáscaras de melón y raspas de pescado. Todos, autoridades, contrabandistas, aduaneros, cargadores, consignatarios, limpiabotas, cocheros, solteronas, intérpretes, trujamanes, cosarios, alcahuetes, prostitutas, clérigos y mendigos aguardaban el momento en que La Nácar abriera el portalón, tendiera la escala real y se vaciara como un cuerno de abundancia, pues La Nácar era ese barco que viene de La Habana cargado de mil cosas distintas por cada letra del abecedario.

—¡Qué vergüencha! —insistía don Rufino dejando caer las comisuras del bigote—. ¡Esto no se ve ayá ni en la caye Pepirí!

El corbeta Ristori, repuesto ya del accidente, pasó en compañía de dos jovencitos pálidos y aristocráticos, y don Rufino hubo de quitarse el sombrero y enseñar los dientes. Don Fernando, rodeado de los suyos, contemplaba el barco acariciándose la perilla, y Falele Acquaviva saltaba como chimpancé enjaulado, procurando llamar la atención de un sacerdote acodado junto al capitán del barco. El código de señales entre navegantes y sirenas se hacía escabroso por momentos; don Rufino no podía más:

—¡Qué macana! ¡Esto es un peringundín! ¡Percantas y pebetas no más! ¡Oh, ciudad, no eres tacita de plata, sino pebetero de humores baratos!

—¿Le gusta a usted la música de Lully? —preguntó Cástor Miramón cruzándose de brazos.

—¿Qué opinión le merecen «Las Indias Galantes»? —completó Póllux la pregunta, cruzándose de brazos también.

Don Rufino se quedó mirando sin comprender, e insistió:

—Que un país como éste, baluarte del Catolicismo, se vea plagado de súcubos… Y que la autoridad cierre los ojos… ¡Che… qué plato!

En un coche de caballos llegó el doctor Clamores con toda su familia; venía declamándole al cochero la «Oda a las cataratas del Niágara».

—¿Desembarcó ya? —preguntó a don Fernando, y éste contestó negativamente, pasando luego a cumplimentar a las damas mientras los niños le condecoraban de lárgalos la trasera.

El marqués de Puerto Escondido, vestido de bandolero, con el marsellés terciado al hombro derecho, hacía caracolear una jaca angloárabe, y el vate Gómez Verdejo desempeñaba sus oficios de correveidile entre contrabandistas y carabineros con soltura y eficacia.

La Nácar echaba ya la escala y los aduaneros se aprestaban a fiscalizar. Don Rufino Tartaruga seguía mascullando improperios y Póllux Miramón le preguntó, pronunciando a la británica:

—¿Cree usted que Florencia Nightingale sea una antigua amante de Lord Canning?

Y Cástor, a su vez, por la otra banda, implacable, exigente:

—¿Atribuye usted la muerte de Marlowe a crimen pasional?

Los súcubos gaditanos pasaban y repasaban ante los ojos escandalizados de don Rufino con sus zapatos chillones, sus crujientes enaguas, sus sombreros con pájaros disecados y sus ojos como carboneras. Los tripulantes de La Nácar piafaban por saltar a tierra con sus jaulas de periquitos y sus latas de jalea de guayaba. Llegó Beati con su chaleco rojo y su melena al viento repartiendo abrazos y achuchones y describiendo molinetes con su gigantesco paraguas, y la jaca del marquesito empezó a hacer extraños y a dar corvetas. Ofrecían a grito limpio sus servicios los cocheros y los mozos de las fondas, y voceaban sus mercancías aguadores y maniseros. A don Rufino Tartaruga le horadaban las sienes las sirenas ensordecedoras y se le hinchaba en la frente la vena de la ira.

—No se me alcanza cómo pueden las autoridades tolerar semejante alarde de tentación —barbotaba al borde del síncope, color de moco de pavo—. A Dios gracias, soy hombre mayor y de principios, y pienso en la grela y en los pibes, que, de lo contrario, no respondería de mi entereza moral.

Cástor Miramón lo miró de hito en hito, volviéndose a cruzar de brazos:

—¿Cree usted que Jonás embarcó huyendo de Jehová o atraído por la fama de las bailadoras tartesias…

—… de que habla Marcial en sus epigramas? —concluyó Póllux, enlazándose las manos a la espalda.

Blandió el garrote don Rufino:

—¡Mañana mismo me oye el gobernador! ¡Yo regenero a esta ciudad!

La Nácar tendía ya la pasarela, y en lo alto apareció, rígida, hierática, enharinado el largo rostro, envuelta en plumas de avestruz, la baronesa de Nerak, dama belga a quien esperaban los místico-estetas. Quedó inmóvil, como esperando el homenaje de la muchedumbre, y en aquel instante la exótica Li Suzuki irrumpió en coche de caballos escoltada por Cirujeda y Rodrigáñez. En el rostro de cera los hondísimos ojos eran dos insectos monstruosos erizados de palpos negros. Sobre la torre de su peinado giraba una sombrilla malva festoneada de blanco. Su llegada promovió un considerable revuelo de pantalones. Los marineros lanzaron sus gorras al aire, pitaron los contramaestres y la baronesa de Nerak sufrió un desvanecimiento, convencida de que todo era por ella.

Los gemelos Miramón estrecharon el cerco, indiferentes a todo:

—¿Qué piensa usted del birth control

—… esto es, de la limitación voluntaria de la natalidad?

Don Rufino, fuera de sí, apartó de un empellón a ambos preguntones y, dirigiéndose a don Felipe Segundo, que deambulaba más amurriado que nunca, le preguntó a su vez:

—Don Felipe, ¿cree usted en el pecado original?

—Yo no —replicó el otro.

Y don Rufino le propinó un solemne bofetón.

Ir a la siguiente página

Report Page