Los consulados del Más Allá

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Año Nuevo en Tartessos

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Año Nuevo en Tartessos

El día de Año Nuevo, Nannarella Beati de Clamores, matrona siciliana de rotundas y vivaces disposiciones, se precipitó hacia el balcón de su casa, situada en un tercer piso de la calle del Sacramento, llevando en las manos una garrafa de Marsala. Falele Acquaviva, que acababa de tomar su sorbo de café del tazón que se pasaban de uno en uno todos los miembros de la familia, le preguntó alarmado:

—¿Adónde vas, Nannarella?

—¡Guarda se viene qualcuno!

Y tras mirar a derecha e izquierda y cerciorarse de que, en efecto, nadie transitaba por la calle, dejó caer la garrafa de vino, que se hizo añicos, naturalmente, y ensangrentó toda la calzada.

—Porta fortuna… —explicó Nannarella sacudiéndose las manos.

Gracias a san Genaro, patrono de Nápoles, a quien en la casa se tenía gran devoción, se hallaba Falele Acquaviva dentro de la vivienda, pues, de haber estado fuera, de seguro que hubiera pasado en aquel preciso momento bajo el balcón de Nannarella para recibir la garrafa en pleno colodrillo. Ya el verano anterior, cuando presenciaba Falele una corrida en el Puerto de Santa María, vino una gaviota a dejar caer encima de su cabeza el blanquinegro palomino, pese a ser él uno tan sólo de los veinte mil espectadores que se apretujaban en los graderíos y pese a haber en el espacioso ruedo plaza suficiente para toda suerte de celestes defecaciones. Dado de por sí a divagar por el limbo de lo futurible, a calcular lo que hubiera ocurrido en función de unas circunstancias que jamás se dieron, sentía Falele en la coronilla el dolor que le hubiera producido la garrafa, de pillarle debajo, como podía muy bien haber sido.

El doctor don Samuel Clamores, en batín y babuchas, enjabonado el rostro moro, una navaja en una mano y una brocha en la otra, salió de su habitación, exclamando con música de Il Barbiere:

—Una voce poco fa

qui nel cuore mi risuonò…

El doctor Clamores había contraído segundas nupcias con Nannarella Beati, hermana del fabricante de tormentas y viuda de un sargento de bersaglieri fallecido de unas fiebres palúdicas el mismo día que entraban en Milán Napoleón III y Víctor Manuel II. Ella no hablaba más que italiano y el doctor, que lo entendía mejor de lo que lo hablaba, se comunicaba con ella cantándole trozos de ópera. Fulgencio, pródigo hijo del primer matrimonio del doctor, abrió la mano derecha en abanico y dijo explosivamente por los salientes incisivos:

—Yo doy una patá en el suelo y salen flamencos de las alcantarillas.

—Tu sei uno scemo —le interpeló con desdén Tommaso, hijo del primer matrimonio de Nannarella, con el pelo en la frente y los ojos como puños.

Tanto Fulgencio como Tommaso frisaban en los dieciséis años, pero cada uno tenía una manera de ser gracioso. A Fulgencio le gustaba hacer reír de obra y a Tommaso de palabra, con lo que la mímica del primero protagonizaba indefectiblemente las historietas que fabulaba el segundo.

Doña Santuzza, abuela materna de Tommaso, que dormía con un cigarro en la boca, emitió un ronquido desaforado. Su nieta Orietta, tres años más joven que Tommaso, se plantó ante ella, imitándola a rebuzno limpio, y la vieja despertó sobresaltada. Acudió Nannarella de la cocina a propinar a su hija un soplamocos con acompañamiento de dicharachos dialectales, y Falele levantó al techo los ojos cándidos y deslizó una mano lánguida bajo la mesa y hacia las rotundas nalgas de la doméstica, mientras su distinguida esposa disertaba con gran conocimiento de causa sobre la fidelidad conyugal.

El doctor Clamores asomó otra vez la cabeza, suplicando aún por Il Barbiere:

«—Zitti, zitti.»

«Piano, piano.»

«Non facciamo confusione!»

Tommaso echó una pierna por encima del brazo del sillón ordenando, burlón y autoritario:

—Fulgenzio… Fa il Pio Nono.

Fulgencio, prominentes los incisivos, tez de patata hervida, abombó el buche de palomo y, recogiendo sobre él los dedos recomidos, dispensó una blandengue y festiva bendición pontificia.

—Adesso la Urbi et Orbi! —palmoteó Tommaso, partiéndose de risa.

Salió Fulgencio al balcón a repetir la pantomima cuando la abuela, que no toleraba burlas con las cosas santas, tiró de él para adentro por una oreja. Se revolvió Fulgencio y, tomando el tazón que en ese momento le pasaba Orietta, se lo puso a la abuela por montera, al tiempo que la mandaba de un empujón a la cocina, incrustándola de culo en el cubo de la basura. Acudió Angélica, la de Acquaviva, en auxilio de la vieja, tropezando en la puerta de la cocina con Nannarella que salía vociferando como una energúmena con un besugo en una mano y unas grandes tijeras en la otra. Orietta y Tommaso quedaban tensos, a la expectativa, regocijándose de antemano. El doctor Clamores, que daba a su barba un último repaso, salió implorando esta vez por Las bodas de Fígaro:

«Contessa, perdono, perdono, perdono!»

Nannarella hizo sonar las tijeras:

—Se non lo punisci ti amazzo! Ho sposato una gallina![1]

El doctor echó a Falele unos ojos lastimeros, en demanda de ayuda, y Falele se limitó a encogerse de hombros. Tommaso se le puso delante con un tirapié de zapatero y el doctor hubo de recogerlo resignadamente, lanzándose acto seguido contra Fulgencio, a quien propinó una somanta de época. Al principio se le escapaba Fulgencio dando grandes saltos por entre los muebles, pero por fin logró atenazarlo entre las rodillas y, descubriéndole los calzoncillos, le dio de latigazos hasta perder el aliento.

La esposa de Acquaviva inició una disertación sobre pedagogía, y el doctor, dando por terminado el correctivo, se incorporó, y apoyando un pie en Fulgencio que se fingía exánime, se dirigió a su suegra, a quien no había manera de desencasquetar del cubo, cantándole con música de Il Trovattore:

«Madre, sei vindicata!»

Don León Gazapo y don Fernando Gómez del Valle, que aguardaban a la puerta a que amainara el temporal, se decidieron por fin a llamar discretamente, abriéndoles Orietta. Al verlos entrar, el doctor arqueó el pecho e irguió la cabeza; aún tenía bajo un pie a Fulgencio y tendía hacia la cocina el brazo armado del tirapié.

—Bueno… —saludó don León mientras la criada le quitaba el macferlán—. Parece que en esta casa hay tanto vino que rebosa por los balcones… Veo caer una ampolla verde y me digo: ¡Milagro! ¡Se ha licuado la sangre de san Genaro! Y claro… ¿No va a oler a vino generoso? Generoso de Genaro y caído de entre los geranios, tras los cuales usted, mi querido doctor, hace méritos para el generalato.

Don Fernando depositó la gabina y el bastón en manos de la doméstica y extrajo de los hondos bolsillos del gabán una botella de coñac y un papelón de castañas pilongas, que ofreció a Nannarella con una reverencia.

—Come indovina il mio gusto… —macarroneaba Nannarella mostrando las encías.

La criada la interrumpió, cargada aún de prendas de abrigo:

—Zeñora, dígame uzté dónde dejo eztas peyizas.

Nannarella la fulminó con los ojos:

—En el salotto…, como otras veces.

—No, zeñora…, otras veze lo bemos dejao en la cama matrimoño, pero como ejtá zin hazé…

Don León intervino, súbitamente interesado:

—Notable, notable…

Nannarella esbozó un gesto de disculpa:

—È contadina e non a servito prima da veri signori.[2]

El doctor agarró de un brazo a Gazapo:

—Pasemos al laboratorio…

Pero don León se resistía enérgicamente:

—¡Divino Juan Jacobo! ¡He aquí un ejemplar en estado de naturaleza! Y a mayor abundamiento… ¿será sin duda analfabeta?

—No zeñó; zervidora é de Meína.

—De Medina Sidonia —tradujo Nannarella.

—Vamos, vamos —el doctor Clamores redobló sus esfuerzos.

Don León se fue dejando arrastrar hacia el laboratorio, emperrado en su tema:

—Pues ojo a la meína cuando pase por una esquina.

Dio un traspié don León y el doctor consiguió introducirlo a viva fuerza en el laboratorio, donde ya esperaban Falele y don Fernando. Nannarella se revolvió contra la criada, arrebatándole violentamente los abrigos y poniéndola de vuelta y media y de sporcacciona para arriba, mientras Angélica Acquaviva exponía con gran rigor metódico su repertorio de lugares comunes sobre el sufrido tema del servicio doméstico.

En el laboratorio había una gran mesa sobre la que don Samuel Clamores tenía dispuestos y clasificados huesos de todas las formas y todos los tamaños. Los cuatro hombres rodeaban un cajón de madera reforzado con flejes.

—De La Habana vino un barco cargado de… —canturreó Gazapo dando otro traspié.

—Material antropológico… —anunció don Samuel—. Huesos clave encontrados en el Yucatán.

Acquaviva, lleno a su pesar de prevenciones antievolucionistas, insinuó con cierta timidez:

—Vaya usted con pies de plomo, don Samuel. Ese cajón muy bien puede encerrar sorpresas demoníacas. Yo, de usted, solicitaría licencia del Ordinario antes de proceder a su apertura.

—¿Se da cuenta, amigo Falele? —exultaba don Fernando—. Piense que tras esas tablas vienen los elementos que van a permitir al doctor reconstruir el eslabón perdido.

—¡Oh, excelso Lamarck; oh, Darwin divino! —exclamó don León tambaleándose.

—¡Ave María Purísima! —juntó las manos Falele—. No desbarre, querido don León.

—¡El hombre es un animal científico! —concluyó el doctor empuñando unos alicates.

—Cuidado con los frutos del árbol de la Ciencia —amonestó Falele—. Sírvanos de lección el lamentable caso de Galileo.

—¿Ahora resulta que, después de todo, la tierra no se mueve? —preguntó sarcástico don León inclinándose como el campanile de Pisa.

—No se trata de eso. Las virtudes primordiales de todo cristiano han de ser la obediencia y la humildad, y lo que aquel viejo zorro pretendió fue poner en ridículo a la Santa Madre Iglesia. Además, para proclamar una verdad hay que esperar a que maduren los tiempos, y el señor Galileo pecó de impaciente. Siglos más tarde sus teorías no hubieran sido piedra de escándalo. Bien podría haber aguardado.

Don Fernando le puso la mano en el hombro, paternal y compasivo:

—Si de verdad quiere usted salvarse, amigo Falele, deje de mojar el pico en agua bendita y chamúsquese el rabo con azufre. Verá cómo se alegra.

La puerta del laboratorio se abrió violentamente. La vieja y los niños se disputaban encarnizadamente el coñac y las castañas y Nannarella pedía a gritos a don Samuel que saliese a poner orden. El doctor, levantando los brazos y sacudiendo la melena, se arrancó esta vez con el capítulo de agravios de Leporello:

—Notte e giorno fatigar

per chi nulla sà gradir…

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