Los consulados del Más Allá

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En las altas esferas

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En las altas esferas

No perdió tiempo don Rufino Tartaruga en personarse en el Gobierno Civil. El gobernador, naturalmente, no estaba y, como quiera que don Rufino se negó en redondo a despachar con el secretario, tuvo éste que dar órdenes para que se le buscara a escape. El gobernador era además comandante de Estado Mayor y presidente de un montepío, así que encontrarlo costó Dios y ayuda, pues no se le ocurrió al alguacil encargado de la pesquisa peor cosa que recorrer las sedes de los cargos que simultaneaba donde, no siendo día de cobro, no tenía por qué encontrarse. El gobernador, hombre joven y espabilado procedente de la Montaña, en los dos años escasos que llevaba en la ciudad disponía ya de una fábrica de salazones, un almacén de granos y dos tiendas de efectos navales, lo cual hubo de hacer aún más laborioso el periplo del pobre alguacil. Agotadas todas las posibilidades, optó éste por echar un vistazo al Círculo y ya se volvía el hombre con las orejas gachas, cuando a la misma puerta se detuvo una jardinera tirada por dos jacas tordas, de la que se apeó el jefe político. Tras él se bajó el marqués de Casa-Dónovan, rico hacendado de la provincia y conocido artista del pucherazo electoral. Ambos venían de ver una punta de ganado bravo que el primero quería comprar a un propietario de Tarifa. El aspeado municipal, llevándose la mano a la gorra, indicó al gobernador que el vicecónsul de la Argentina lo aguardaba desde hacía dos horas. El gobernador vaciló, miró al cacique, y éste contestó muy resuelto:

—Dile que ahora vamos.

En la fisonomía del gobernador no había ningún rasgo sobresaliente; lo mismo podía ser abogado de secano que dependiente de ultramarinos y respondía en todo al tipo medio que cada año y en serie expelen por inercia las Facultades de Derecho en las universidades de provincia. El cacique, en cambio, era un sesentón bien plantado, de cabello cano, tez curtida y verdes ojos relampagueantes. Los párpados replegados bajo las prominentes cejas descubrían en sus ojos una luz variable de dureza, penetración, doblez, sinceridad y socarronería. Vestía traje corto de pana y llevaba el sombrero en la mano.

Harto de hacer antesala, don Rufino Tartaruga se daba a todos los demonios cuando llegaron al trote el gobernador y el cacique. Se disculpó el primero por su tardanza y don Rufino, enseñando los colmillos, le aseguró que quien debía disculparse era él, por haber llegado tan temprano. El marqués de Casa-Dónovan saludó al vicecónsul, a quien veía por segunda o tercera vez, como si lo conociera de toda la vida.

—Usted dirá —sonrió el gobernador tomando asiento y haciendo con la mano ademán de conceder la palabra.

Don Rufino se echó hacia el respaldo, se estiró los puños de la camisa y empezó con énfasis y prosopopeya:

—Antes de entrar en materia, quisiera felicitar a Usía, señor gobernador, por la eficacia y brillantez con que viene desempeñando cargo de tanta responsabilidad, y por las espléndidas realizaciones en el escaso tiempo que lleva al frente del mismo.

El gobernador inclinó la cabeza y levantó las manos, expresando agradecimiento y falsa modestia, y el cacique, perro viejo, fino de olfato, apoyó los antebrazos en las rodillas y miró al orador con cierta reserva.

—Ha trazado Usía las líneas maestras de una política encaminada a transformar esta ciudad en una polis a tono con los tiempos; ha fomentado la afición taurina para que los exaltados truequen el hemiciclo por el anfiteatro y la barricada por la barrera; ha comprendido que los fondos que otras administraciones malgastaban en premios literarios, abono de mala yerba y estímulo de espíritus disolventes, servirían más rectamente a la causa de la Cultura invirtiéndose en mejorar los servicios y comodidades del Real Círculo Agropecuario, y Usía ha sabido interpretar el auténtico sentido de la educación del pueblo destinando a las hermandades de penitencia las sumas que la incuria liberal regalaba a institutos docentes de clara inspiración masónica…

El gobernador asintió, incapaz de articular palabra, interrogando con los ojos al cacique, el cual contemplaba de hito en hito al charlatán con una mezcla de curiosidad y de sorna.

—Mas no sólo ha bruñido Usía el casco de Minerva, sino que también ha dado viento a las alas de Mercurio. ¿A qué visitante deja de sorprender gratamente la prosperidad que rebosa la ciudad? Ni un mendigo en sus calles, ni un parado en sus aceras, pues Usía ha logrado eliminar las lacras sociales de la mendicidad y el paro obrero dando facilidades para la emigración; ha protegido además Usía la industria local contra la desleal competencia forastera elevando arbitrios y portazgos y garantizando así a los empresarios libertad absoluta en la fijación de precios, lo que, unido a la ejemplar baratura de la mano de obra, les permite obtener un margen ilimitado de beneficios. Los que tanto y tan gratuitamente hablan de libertad ignoran a buen seguro que esa libertad restaurada por la gloriosa revolución del 68 no es una acémila que malbaratar en las ferias, sino una joya que custodiar en las cajas fuertes de los bancos. Gracias a la libertad realiza el hombre en su plenitud aquello para lo que ha nacido; gracias a ella ejerce el individuo sus más nobles facultades: el poder el poderoso, la humildad el humilde. Por eso, en la sabia distribución de derechos y cargas, de servidumbres y prerrogativas, de libertades en suma, no ha dudado Usía en asignar cada libertad específica a quien en mejores condiciones está de ejercerla: a las clases pudientes la libertad de comercio, a los revisteros taurinos la libertad de Prensa y a los institutos religiosos la libertad de enseñanza. ¡Hermoso trípode para asentar una Cultura!

Hizo don Rufino una pausa y el gobernador se creyó en el caso de contestarle con otro discurso, pero el de Casa-Dónovan le hizo seña de que callara y con su voz socarrona y envolvente, de señorito truhanesco que sabe quedar bien con quien acaba de estafar, atajó al elocuente Tartaruga:

—Señor cónsul, un momento, que no hay pico de oro sin jarabe de pico y ahora mismo nos vendría de perilla una botellita de «Palo Cortado»… ¿Por qué no seguimos esta conversación en el Círculo?

—Por favor, que no he concluido… —suplicó don Rufino con sonrisa diplomática y mirada de loco.

—Bebiendo se entiende la gente —insistió el aristócrata.

—Eso —corroboró el gobernador.

Don Rufino se puso enérgico:

—Mi tiempo es oro, señores… Como iba diciendo, señor gobernador, nadie que tenga ojos en la cara puede dejar de apreciar las magníficas realizaciones de Usía, sobre todo si tiene en cuenta el escaso tiempo que puede Usía dedicar a los negocios públicos…

Ya iniciaba el gobernador otra inclinación de cabeza para agradecer el aparente cumplido, pero el cacique no era hombre que dejase pasar indirectas, por solapadas que viniesen:

—Usted ignora probablemente la gran capacidad de trabajo del señor gobernador.

Pero Tartaruga era buen polemista:

—Dios me libre de hacer juicios temerarios… Pero por privilegiada que sea la mente de un administrador, cuando son muchas las atenciones en que ha de repartirse, pierde en profundidad lo que gana en amplitud y bajo la calma social que ha instaurado no percibe fermentos corrosivos.

El gobernador asintió, como asienten los personajes cuando se les habla en términos abstractos, pero al de Casa-Dónovan no se le escapaba la intención de las palabras más huecas y trató nuevamente de hacer abortar la catilinaria:

—Para ver con claridad los asuntos más delicados no hay como mirarlos a través de una copa de solera… —exclamó golpeándose las rodillas con ademán de levantarse.

Don Rufino insistió con energía:

—Déjeme proseguir, se lo ruego. Los fermentos corrosivos de que hablo afectan directamente a la policía de las costumbres. Ayer, para no ir más lejos, tuve la desgracia de presenciar en el puerto un espectáculo bochornoso.

—Serían elementos incontrolados… —se justificó el gobernador.

—No, señor; eran elementos de una institución tolerada y reglamentada, cuya existencia es rigurosamente incompatible con las bases en que se asienta la sociedad cristiana… Dicho crudamente, señores: ayer el pecado se echó a la calle.

El de Casa-Dónovan hubo a su vez de ponerse enérgico:

—Olvida usted, señor cónsul, que no estamos en época de ejercicios espirituales.

—Por lo que usted dice —conjeturó el gobernador— hizo de las suyas la Asociación de la Prensa.

Tartaruga se dejó de diplomacias:

—El señor marqués sabe perfectamente de lo que se trata.

Casa-Dónovan entornó los ojos y sacudió la ceniza del habano:

—Confío, señor Tartaruga, en que no nos ponga en la desagradable tesitura de tenerle que recordar su condición de forastero.

Comprendió Tartaruga que había ido un poco lejos, pues hasta el gobernador agriaba el ademán, y adoptó un tono jesuítico:

—Nada más lejano de mis propósitos que enturbiar con impertinencias las excelentes relaciones entre nuestros países. No interpreten, pues, torcidamente mis gestiones, que sólo persiguen reforzarlas. Sé bien que no es el mejor camino inmiscuirse en asuntos ajenos, pero es en cambio una obra de misericordia dar buen consejo a quien lo ha menester. Yo estoy dispuesto a hacer por servirles todos los sacrificios, menos uno: el de mi conciencia de católico apostólico y, como comprenderán, las negociaciones que llevamos entre manos no pueden desarrollarse al margen de la moral.

—No confundamos las témporas con el tocino —precisó el gobernador poniéndose serio y por propia iniciativa, pues la conversación llegaba a un punto que le afectaba de modo muy directo.

—Soy hombre de principios y me siento en el deber de aplicar a un fin honesto las armas que en mi brazo pone la Providencia. Si Sodoma y Gomorra persisten en su aberración, no está en mi mano ciertamente precipitar chaparrones de fuego, pero sí suspender los envíos de cereal.

—Usted tranquilo —sonrió el cacique con un guiño de complicidad, poniendo el toro en suerte—. Que el señor gobernador sabe muy bien cuáles son sus obligaciones.

El jefe político dio en la mesa un puñetazo afirmativo:

—En cuarenta y ocho horas no queda abierta en Cádiz ni una sola casa de trato.

Don Rufino se puso en pie:

—Sabía que trataba con caballeros.

—Nada, por favor… —dijo el gobernador, que no era hombre de palabras.

Ambos prohombres acompañaron a don Rufino hasta la puerta, y Casa-Dónovan estrechó su mano con la cortesía amenazadora de un jugador vencido que piensa en el desquite.

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