Los consulados del Más Allá

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Los conjurados de La Carraca

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Los conjurados de La Carraca

Plenamente recuperado del batacazo, el capitán de corbeta Pirulo Ristori daba en su camarote una recepción íntima para festejar la llegada de Londres del vizconde de Sodogomorri. Reclinado en un diván, con aire de convaleciente, iba Pirulo acogiendo a los invitados que llegaban con paso sigiloso. Reinaba en el camarote una penumbra envolvente de quinqués amortiguados y pebeteros encendidos, entre cuyos humos perfumados aparecían y desaparecían budas de jade, elefantes de sándalo, dragones de porcelana y caballitos de cristal. Tras el plano quebrado de un biombo de raso amarillo, bordado de pajarracos, se empotraba en el mamparo la litera, a cuya cabecera se alineaban por partes iguales obras devotas y licenciosas. Por la portilla redonda, de cristal verde y reluciente cobre, podía verse a un infante de Marina que, con el fusil sobre el hombro, montaba guardia de portalón.

—Pues he pasado el verano en Escocia, en el Estado de este chico, el Earl of Inverness… Allí, ¿sabes?, a las grandes propiedades les llaman estates, o sea estados —explicaba el vizconde de Sodogomorri, joven secretario de la Embajada londinense, arrastrando las erres a la francesa y untando la palabra «estado» de una majestad pastosa.

—Os he preparado un cocktail que sabe a boca de adolescente —anunció el joven genio Áureo Lombardía, avanzando felino con una copa en cada mano.

—Todo lo que dice es genial —susurró Momo Bardají, secretario de la Embajada ante la Santa Sede, ancho de caderas y oblicuo de ojos, a Choncho Casa-Dónovan, hijo del marqués de dicho título, mezcla de gran señor y mesa de camilla.

Neville Stockwell, vicecónsul inglés, agitó su copa circularmente y puso los ojos en blanco, y Momo se llevó la suya a los labios, mojándoselos apenas. Áureo saboreó la bebida con un dengue de condesa italiana:

—Peccato che non sia peccato!

Choncho, muy circunspecto, manifestó su intención de no beber por el momento y Pirulo, ojos gachones y molar de oro, alzó su copa, animándolo:

—Anda, tonto… Ya te confesarás.

Pipo Sodogomorri, cándidos ojirris y afeitados mofletes, siguió con su tema:

—Y luego en otoño hemos estado en uno de los famosos castillos de la Luaag en el que, figúrate, todo está aún como antes de la Revolución francesa.

—¿Y cómo habéis encontrado al Señor? —preguntó Pirulo.

—Dispuesto a volver en cuanto que lo llame Serrano —declaró Choncho.

Áureo Lombardía, ya con tres copas en el cuerpo, se hizo oír desde un rincón, adoptando posturas de Hermes:

—Pues yo estoy pensando seriamente en hacerme republicano, porque rey ya sé que nunca voy a ser, ¿pero quién me dice que no seré un día presidente de república?

A ninguno hizo gracia la salida de Áureo, y sólo se rió sin ganas Bardají, más por el santo que por el milagro.

—¿Y qué dice a todo esto el Gobierno de Su Graciosa Majestad? —inquirió Pirulo.

Neville se puso como una amapola y produjo varios sonidos guturales antes de conseguir articular la primera palabra:

—La reina Victoria ha dado a entender a Prim que tan pronto ocupe el trono don Alfonso, piensa regalarle Gibraltar.

Áureo intervino melodramático:

—¡Pronúnciate, Pirulo! ¡Estarías tan bien a caballo dando vivas al rey! ¡A los monárquicos de corazón se nos estallaría de satisfacción la costura de los calzones!

—Pues no es mala idea —razonó con animación Pipo Sodogomorri—. Toda la tropa te seguiría, y una vez don Alfonso en Madrid, sería cuestión de semanas la vuelta de los Borbones a Francia y a Nápoles y nuestras antiguas colonias pedirían sin tardanza acogerse de nuevo a nuestra soberanía.

—¡Qué más quisiéramos! —exclamó Choncho.

—¡Dios te oyera! —suspiró Momo.

—Eso es históricamente contra natura —barbotó el realista Neville.

—No creas, Neville. Perdona que te contradiga —puntualizó Pipo—. En América las poblaciones indígenas siempre fueron monárquicas; en las Dos Sicilias las clases mendicantes se han desengañado ya de las vanas promesas de los garibaldinos y añoran a sus reyes, y en Francia está históricamente comprobado que la condición del campesino era infinitamente mejor bajo el Ancien Régime.

—Yo creo que no debemos precipitarnos —intervino Momo Bardají—. El Padre Santo aconseja prudencia.

—Pronúnciate, Pirulo —insistió Áureo—. Un grito tuyo y los buques de guerra se cubrirán de gallardetes, las calles de flores, los balcones de colgaduras y los montes de curas trabucaires.

—¿Y el Señor qué dice a todo esto? —quiso saber Pirulo.

—El Señor es partidario de aguardar —explicó Pipo—, pues anda muy esperanzado en el último discurso de Serrano en el que, veladamente, claro está, el general da a entender que piensa llamarlo así que…

Áureo no se pudo contener:

—¡Así que estén maduras sus nalgas para el Trono y podrida la breva del Poder! ¡Apañados estamos! ¡Sólo arrugas y canas vamos a ver en los espejos del salón Gasparini!

—Tampoco es cosa de hacer el juego a los liberalotes —razonó Pipo—. Pues si Su Majestad se apoya en ellos para volver, una de dos: o acabarán destronándolo al poco tiempo o, en el mejor de los casos, cortapisarán sus prerrogativas y lo utilizarán a su capricho. En cambio, si tiene paciencia y aguarda a que lo llamen los generales, todo induce a suponer que reinará absoluta y realmente.

—Mira, Pirulo —requirió Momo una sombrerera cuadrada—. Te he traído el solideo que llevaba Su Santidad en la audiencia de que te hablé.

—¡A ver! ¡A ver! —palmoteó Choncho Casa-Dónovan.

—Te resultará raro —como toda persona con dificultades para pronunciar la erre, Pipo Sodogomorri se complacía en escoger palabras ricas en dicha consonante.

—Tengo cierta curiosidad —respondió Neville cortésmente, cortando fonemas con los dientes y expulsándolos con la lengua.

—¿Y cómo lo conseguiste? —preguntó Pirulo.

—Compré uno nuevo y se lo ofrecí en una bandeja de plata, siguiendo instrucciones del camarero secreto; llegó Pío Nono, caí de rodillas y con gran gentileza trocó los casquetes.

Destapó Momo la caja forrada de seda blanca; el solideo, nítido, parecía modelado en pasta de oblea.

—Pues parece sin estrenar —comentó Áureo.

—Lo que pasa es que son muchos los visitantes que llevan la misma pretensión y el solideo dura en la coronilla del Padre Santo nada más que hasta la audiencia siguiente. Días hay que estrena media docena.

—Póntelo, a ver qué tal te va —ordenó Áureo.

No se hizo Momo repetir la orden; se encasquetó con ambas manos el solideo y, poniéndose en pie, giró de derecha a izquierda como una pieza de artillería de sitio.

—Tengo ahora precioso el altarcito de mi alcoba —exultaba Choncho—. En estos días, además, me han regalado un par de frascos de plata con pólvora de la que robó san Luis Gonzaga. La próxima vez que dé una función traerás el solideo y lo pasaremos por el manto de mi Virgen.

Áureo Lombardía unió las manos en una palmada:

—¡El cubrecabeza visible de la Cristiandad!

—Cada vez que estoy en duda grave cojo y me lo pongo —explicó Momo—. Quédatelo por unos días, Pirulo, y ya verás cómo te inspira la decisión que debes tomar.

Pirulo tomó en sus manos el casquete y lo guardó respetuosamente en la caja. Todos los conjurados alfonsinos, ramas secas de árboles ilustres, vástagos de altas raleas no sólo en decadencia, sino también a extinguir, fueron iniciando el desfile. El centinela daba cabezadas sobre el fusil y por los adoquines del embarcadero resonaban las botas de los francos de ría, que regresaban con sacos y talegos al hombro, apurando discusiones y dando una última chupada al cigarro antes de subir a bordo de su unidad. Entre los grandes cascos de los barcos en grada y las suntuosas fachadas neoclásicas de edificios inexistentes, rasgo de una época en que vivieron Carlos III y Potemkin, aguardaban tres coches de caballos con blasones en las portezuelas. En el del duque de Bardají montaron Áureo y Momo. Neville y Pipo lo hicieron en el del consulado británico; tras los jóvenes se cerró la portezuela en la que, entre el león y el unicornio, campeaba el consabido «Honni soit qui mal y pense». Choncho Casa-Dónovan quedó solo y desparejado y, sacando la lengua a los coches que arrancaban, con desdén de niño mimoso malparado en el reparto de juguetes, subió a su carruaje y tiró del cordón que, atado a un tobillo del cochero, transmitía a éste, sordo como una tapia, órdenes y contraórdenes.

De los tres carruajes era el de Choncho el más pesado y, como además había sido el último en partir, fue rezagándose poco a poco hasta que se perdieron en la noche los otros dos. La carretera era como la palma de la mano y el jaco pudo coger un trotecillo igual, cuyo compás llevaba con la cabeza. A la izquierda se agrupaban, compactos y negros, los pinares; a la derecha se abría, oloroso, un golfo de sombra, a través del cual Cádiz, San Carlos y La Carraca superponían y entremezclaban sus respectivas hileras de luces. Olía a sirena en celo, a barco en carena y los grillos se emboscaban como francotiradores. En lo alto la luna giraba despacio, despacio y el cabeceo del caballo fue contagiándose a Menilla el cochero y, por fin, al propio señorito Choncho.

El traqueteo del coche mecía a Alfonso Dónovan, devolviéndolo insensiblemente a una infancia envuelta en seda y ornamentada de canesús, a una adolescencia de terciopelos azules y cuellecitos de piqué, englobadas en un fanal de mimos criptomaternales. En las casas de los próceres, como son tan grandes, puede cada miembro de la familia vivir su vida y rodearse de su propia realidad. Pocas veces había tratado Choncho de acercarse a las habitaciones de su padre, pero en todas ellas lo había echado para atrás aquella virilidad brutal y agresiva que emanaba el marqués. Por otra parte, en las aficiones populacheras del padre intuía el hijo, no un dilettantismo de aristócrata, sino espontáneos atavismos. En torno al marqués se levantaba poco a poco una barrera de parásitos domésticos con la que el niño tropezaba cada vez que, a la vuelta de sus vacaciones, corría a abrazar a su progenitor. Siempre surgía un negocio urgente, una juerga ineludible, una cacería organizada desde hacía tiempo y el marqués se eclipsaba, fugaz, entre galgos, caballos, escopetas, botellas, guitarras y enaguas de volantes. De este modo Choncho, huérfano de madre por otra parte, fue refugiándose cada vez más entre las faldas de la casa, donde logró crearse un mundo totalmente opuesto de tono menor y voces delicadas, en el que el juego con muñecas no tardó en dar paso a la veneración de imágenes. Fue Choncho, pues, metiéndose dentro de sí mismo y replegándose por la casa hasta reducirse y atrincherarse en su habitación que, según iba él creciendo, se convertía de casa de muñecas en recibidor de beaterio. Al pasar Choncho de la niñez a la adolescencia fueron sus juegos trocándose en ritos, aplicando ahora a vestir santos el mismo gusto raro que antes ponía en vestir muñecas. Era su habitación un pequeño museo de baratijas devotas: sobre los paños almidonados del altarcito se acumulaban flores de trapo, exvotos de cera, relicarios, guardapelos, estampitas iluminadas, recordatorios fúnebres y mariposas en aceite. Cultivaba, con el gusto que es de imaginar, todas las bellas artes aplicadas a la liturgia. En aquella habitación transcurrían sus horas más felices; sin embargo, de vez en cuando, daba su escapadita al extranjero, sobre todo desde el otoño del 68, en que tan necesario se hizo llevar a las augustas personas testimonios de adhesión que las consolaran en su exilio. También solían sacarlo de sus casillas los amigos, en cuyos placeres misteriosos no había llegado sin embargo a iniciarse, pero que lo rodeaban de un ambiente tentador y resbaladizo y le infundían un remoto sentimiento de culpabilidad. Aquella noche concretamente traía Choncho cierto mal sabor de boca. Había vuelto al ambiente de miradas furtivas, frases equívocas y confidencias artificiales que pasaban rozándole pero que jamás le daban y al final se veía solo como de costumbre. No es que tuviera el deseo de pecar, sino el de verse en tentación y rechazarla virtuosamente, pero por desgracia la tentación no acababa de presentársele sin rodeos, y esto era lo que lo sacaba de quicio. Por su imaginación acalorada pasaban inasibles los mozos marineros con que se había cruzado al abandonar la fragata Malespina. Pensando en estas y otras cosas iba adormilándose cuando el coche se detuvo en seco y él se incorporó sobresaltado.

—¿Qué ocurre, Menilla? —inquirió alarmado sacando la cabeza.

—Estas dos señoritas —gangoseó el sordo Menilla desde el pescante.

A unas veinte varas parpadeaban las luces de la Venta de Vargas. Dentro se oía un jaleo de palmas. Tres cocheros, envueltos en sus capotes, fumaban en torno al farolillo rojo de una manuela. Al borde de la carretera, dos flamenconas de mucho trapío miraban a Choncho con descaro.

—Estas dos señoritas —repitió Menilla señalando con el látigo— que tienen que ir a Cádiz de precisión.

—Bueno…, pues que suban —cedió Choncho, algo acoquinado.

En un santiamén se llenó la berlina de faralaes, mientras Choncho, esbozando una sonrisa desconfiada, encogió los pies y se ciñó el embozo. Con ellas entró un olor a patchouli, pegajoso de sudor y salitre. Menilla hizo restallar el látigo y el caballo partió al trote.

Choncho, serio, digno, contemplaba por la ventanilla el paisaje nocturno, pero la curiosidad le hizo mirar al asiento de enfrente con el rabillo del ojo, y vio que las dos pasajeras lo miraban de hito en hito. Al encontrarse los ojos de él con los de ellas, tuvo que dirigirles una sonrisa incómoda, a la que ellas no correspondieron. Quedó Choncho muy cortado y la más morena de las dos, sujetándose el opíparo seno con una mano gordezuela y alisándose con la otra el afilado caracol de la patilla, habló a su compañera:

—¿Se lo decimos?

La otra, castaña clara, de ojos japoneses, pequeños y rodeados de largas pestañas, se limitó a reírse.

Choncho, armándose de valor, preguntó:

—¿Qué es lo que me tienen que decir?

—No hablamos de usted —replicó secamente la morenaza.

Dejaba atrás el coche las últimas luces de la Isla y entraba en la larga lengua de tierra. La luna se estrellaba contra la cúpula del Observatorio y aullaba un perro hacia los eucaliptos del polígono de tiro. Habló esta vez la de los ojos japoneses:

—Ya hemos salido del pueblo.

—Espera a que estemos más lejos.

Choncho se sentía sumamente incómodo, pero no se atrevía a moverse.

—¡Ay…, quién tuviera un hombre a la vera! —suspiró la gorda.

—Yo me conformaba con un perrito lulú…

Choncho hacía esfuerzos denodados por mantenerse al margen del diálogo; sacaba la cabeza por la ventanilla maldiciéndose en su fuero interno por aquella condescendencia. Además, no había manera de comunicar con Menilla, ya que las dos damas se habían sentado delante del cordón. Inesperadamente se vio interpelado por la morenota:

—Por nosotras puede fumar, que el humo no nos molesta.

—Gracias, no fumo… —replicó Choncho con una cortesía excelente.

La de los ojirris comentó con cierta displicencia:

—A éste hay que darle las cosas con cucharón.

—O con lavativa —concluyó la otra, añadiendo al tiempo que se tiraba a fondo con el abanico cerrado—: ¡Di algo, María Mármol, que no se te van a caer los anillos!

Al sentir Choncho el abanico en la boca del estómago, dio un grito y trató de levantarse, pero en el mismo momento se oyó un petardo, el caballo se encabritó, y las dos mercenarias se arrojaron sobre el pobre Choncho, a quien empezaron a sobar sin miramiento alguno. Creyó Choncho llegado el fin de sus días, y se puso a pedir socorro a gritos, defendiéndose a mordiscos y arañazos de las dos hábiles arpías, que lo hostilizaban haciéndole cosquillas (refinadas; cada vez que un órgano capital resultaba alcanzado, profería él un chillido estridente y ellas una estridente risotada). De nada le valía naturalmente ordenar a Menilla que parase el coche, pues éste iba más sordo que nunca y hostigaba al caballo a más y mejor. Sólo paró ante el ventorrillo del Chato. Se apearon las dos damas y Choncho llegó por fin a su casa, medio muerto de asco, incapaz de articular palabra y presa de un castañeteo de dientes que no lo abandonó durante tres o cuatro días.

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