Los consulados del Más Allá

Los consulados del Más Allá


Un sarao espiritista

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Un sarao espiritista

Era una plaza del Norte, cercada con barricas, carros y vigas de madera para una función de toros. Bajo un cielo cárdeno, de tormenta inminente, el famoso espada retirado don León Gazapo, vestido de corto, de plata ya las ondas del cabello, se disponía a hacer una exhibición de suertes olvidadas, de las que era único depositario, con una becerra que se acababa de sacar de la copa del sombrero. Muleta en mano embarcó a la becerra en un pase interminable y sin solución de continuidad, un pase de arabesco superligado hecho de rúbricas, tildes y demás florituras caligráficas enlazadas a filigranas cabalísticas, en cuyo laberinto de contraseña de notario se iba perdiendo y enredando el animal hasta que don León remató con una gran cruz aquella churrigueresca tracería de la que salía la becerra ya descuartizada, pasando sus vísceras a repartirse espontáneamente entre los espectadores, como por obra de unas manos invisibles.

Intrigado por aquel sueño iba Falele refiriéndolo a todo el que encontraba y, como nadie le daba una interpretación satisfactoria, fue por fin a dirigirse al propio don León, que se limitó a rumiar:

—Notable, notable… Pues tiene usted razón… De haber tenido vocación y arrojo, yo tendría hoy a mis espaldas una brillante carrera tauromáquica.

No fue, como puede verse, mucho lo que aclaró Gazapo, pero al menos liberó a su amigo de la obsesión onírico-taurina, contrayéndola él. Tenía Falele tantas figuraciones en su cabeza, que no le importaba desprenderse de una, que al entrar en la cabeza de don León y hallarla vacía, empezó a aumentar de tamaño hasta ocupar todos sus recovecos, proclamando en ellos el estado de alerta. Prontamente olvidado por Falele, el sueño de la capea despertó las potencias de don León, feliz de tener algo sobre que cavilar, aunque fuera una pesadilla ajena. Se veía Gazapo al descubierto; sospechaba que, de propagarse la historieta, la figura que con tanto celo componía iba a salir malparada y, obseso del ridículo propio, se dirigió al Consulado del Uruguay rumiando lo acontecido. Describiendo amplios circunloquios, replegándose en incisos, abstrayéndose en preliminares, pretendía don León que don Felipe Segundo se pronunciase sobre el sueño sin darse por enterado de sus detalles. Pero don Felipe, con la lucidez de los locos, echó por tierra el complicado edificio retórico de don León, espetándole:

—Usted se refiere al sueño de Acquaviva.

Don León quedó consternado:

—¿Luego sabía usted…?

Había Gazapo escogido para el sondeo a don Felipe, por su natural taciturno, poco dado a la zumba, pero de su respuesta desprendía que si el uruguayo, que era siempre el último en enterarse de las cosas, estaba al corriente de todo, el dichoso sueño llevaba por lo menos una semana en circulación dando que hablar a los disimulados místico-estetas.

Una duda asaltó a don León, y era que, habiéndole Acquaviva referido a él la historia en último lugar, cabía la posibilidad de que el sueño auténtico hubiera sido más esquemático y que los relatos sucesivos hubieran ido colgándole detalles ornamentales hasta darle la versión elaborada y sospechosamente lógica en que le había sido presentado. Tirando de nuevo de su retórica de la cautela, consiguió que don Felipe le relatara la versión que conocía, versión que, para mayor desconcierto de Gazapo, coincidía puntualmente con la que Falele le diera.

Abandonaron ambos cónsules el domicilio del segundo para encaminarse a casa de la baronesa de Nerak, donde los místico-estetas tenían organizado un sarao espiritista. Ya en la calle, propuso Segundo a Gazapo que lo acompañara mientras evacuaba una diligencia, y cuál no sería la sorpresa de éste cuando vio que entraban en el Registro Civil, donde don Felipe, con gran naturalidad, dio parte de su propia defunción. Tomó nota el funcionario y, al volver a la calle, atajó Segundo el mudo asombro de su amigo y colega llevándose un dedo a los labios mientras los ojos le bailaban como dos bolas de lotería:

—No se alarme… Yo tomo mis medidas… Esta tarde comprenderá…

—¿Así que piensa usted salir de viaje…? —aventuró Gazapo.

—Pero con billete de ida y vuelta —replicó don Felipe Segundo.

Quiso entonces don León hacer un par de chistes, pero don Felipe le cortó en seco y él hubo de volver a sus meditaciones sobre el arte del toreo.

Por fin llegaron ambos cónsules a la casa que en el barrio de los Genoveses había alquilado la baronesa. Tras subir a un segundo piso, atravesar una capilla en restauración y recorrer una pasarela voladiza, se vieron en una habitación rigurosamente interior de cuyas paredes pendían numerosos instrumentos musicales; unos débiles globos de gas acentuaban la palidez macilenta de los presentes. La única cara nueva, y la más pálida de todas, era la de Afrodisio Aviranaga, enlace de los clubs franceses, pues conspiraba en París desde la caída de Espartero. Tenía una cabeza de rasgos aquilinos y, siendo pequeñito, se mantenía muy tieso, moviéndose como una marioneta y gesticulando mucho con las manos, pero sin despegar los bracitos del cuerpo. Todos lo rodeaban. Hablaba con dejos galicanos, una boquilla entre los verdes dientes:

—Chicos, estoy asqueado… Años llevo tratando de reconciliar a esos arcontes de la emigración, primero a Cabrera con Prim, luego a Prim con Olózaga, luego a Olózaga con Pi, a Pi con Ruiz Zorrilla, a Ruiz Zorrilla con Ríos Rosas, a Ríos Rosas con Chao… Obra mía son los pactos de Ostende y de Bruselas… ¡Chicos, y todo por nada…! Yo jefe del Poder Ejecutivo, dictador constituyente, como primera medida hubiera cerrado la frontera y no los dejo entrar… en cuarenta y ocho horas por lo menos y, como segunda providencia, prohíbo la entrada a los emigrados políticos mayores de cuarenta y cinco años… ¡Guerra a la gerontocracia! ¡Hombre!, don Expedito, el Venerable Boucharlat, de «L’Étoile de David», me habló mucho de un Valeroso Príncipe del Real Secreto, a quien él conoció Rosa-Cruz en la «Acacia de Hiram», de San Andrés de Llavaneras y que yo sospecho…, ya conoce usted al pobre Boucharlat, un hombre purísimo, pero completamente chocho, entre nosotros y con perdón… y que yo sospecho que sea… Boucharlat sólo recordaba el apellido…, que sea su primo hermano de usted, Josep Maria Bigorra, lumbrera también del periodismo y compañero de Monturiol en La Fraternidad.

El fláccido papillo de don Expedito se agitó en una borrasca de gárgaras despectivas:

—¡Valiente imbécil! ¡Lumbrera si acaso del cretinismo militante! ¿Desde cuándo la masonería admite microcéfalos?

—¡Entonces se refería a usted al Venerable Boucharlat! —se entusiasmó el imprudente Aviranaga, arrastrando las erres—. ¡Eureka! ¡Don Expedito Valeroso Príncipe nada menos!

Don Expedito puso ojos de cabra modorra e inició en la sotabarba un gorgoteo elusivo:

—Hum, glo-glo-glo, jem, jo… ¡Yo masón, qué tontería!

Vino don Fernando a sacar del apuro al presunto Valeroso Príncipe, que siguió guardando su Real Secreto; batiendo palmas, pidió don Fernando a los presentes que formaran círculo con las palmas de las manos al frente. Apagáronse los cinco globos, y todos los instrumentos de las paredes, sin que nadie aparentemente los tocara, se pusieron a ejecutar el Trágala. En la oscuridad se arrancó briosamente el apasionado patriota Afrodisio Aviranaga, desafinando erre que erre:

Trágala, trágala,

trágala, perro,

tú que no quieres

lo que yo quiero…

—¡Calla, profano! —vibró la voz de don Felipe Segundo.

Sujetóse Afrodisio la tarabilla y en lo alto del techo apareció un globo luminoso que se puso a girar soltando chiribitas, mientras unas manos húmedas y viscosas toqueteaban las manos de los asistentes. Súbitamente se recortó en el muro la figura seca y larga de la baronesa, transfigurada por unos ropajes blancos y un quinqué sostenido bajo la barbilla que le iluminaba el rostro de abajo arriba pintándole unas sombras escalofriantes. Dijo unas cuantas incoherencias sobre el congreso eslavo de Praga del 48 donde, como es sabido, propuso Bakunin desplumar el águila bicéfala, y sobre el alzamiento de Budapest de ese mismo año aplastado, como es sabido también, por la caballería rusa y al cabo de diez minutos, sin perder su actitud hierática, desapareció por donde había aparecido. En las tinieblas que sobrevinieron, anunció la voz de caña de don Fernando que, por privilegio especial, el célebre doctor Crookes había cedido a la Escuela Místico-Estética el espectro de Katie King para una guest performance. Oyeron los presentes como un desgarrarse de velos, y de una linterna mágica disimulada entre unos cortinajes emanó un fulgor blanco que progresivamente fue tornándose azul, violeta, amarillo, verde, rojo y anaranjado, colores que, revolviéndose y alargándose, esbozaron una figura fusiforme, plana al principio, pero que poco a poco fue cobrando relieve. El ectoplasma, que cada vez tenía más aire de matrona alegórica, dio unos pasos hacia el centro de la habitación, con lo que todos pudieron ver que se trataba de un fantasma femenino dotado con generosidad de los atributos de su sexo.

—¡Un espíritu afín! —chilló doña Almita Malibrán sin poder contenerse.

—¡Dispénsela, amable Katie, que no sabe lo que dice! —se precipitó don Fernando con cadencias temblonas.

Katie, que circulaba con aire ausente, se volvió con expresión de terror, pero inmediatamente apareció en su rostro una sonrisa ternísima y, arrancándose una flor del pecho, la puso en las manos de don Felipe Segundo.

Carraspeó don Fernando, erigido en maestro de ceremonias:

—Amable Katie… ¿Ha de interpretarse tan gracioso rasgo como muestra de favor?

Katie se estiró un tanto, digna y como ofendida, y arrebatándole la flor a don Felipe, cuyo bigote caía mustio a ambos lados de la boca abierta, la deshojó furiosamente.

—¿Se pueden hacer preguntas? —quiso saber Acquaviva con gran sentido de la oportunidad.

Katie se llevó la mano a la frente, quejándose mudamente de jaqueca. Gómez Verdejo reprendía bisbiseante a Falele su imprudencia. Don Fernando, desconcertado, miraba a un lado y a otro, pidiendo pie con los ojos, y el comodoro Aftalión, muy seguro de sí mismo, propuso dar lectura a unos versos propios. Afrodisio alzó el gallo gálico y una diestra amarilla:

—¡Una moción de orden!

Les salió al paso don Delfín, mesurado pero firme:

—¡Antes una cuestión previa!

Pero antes de que don Fernando resolviera, se hizo oír, esquinada y silbante, la voz remota de don Felipe Segundo:

—¿Era una flor cogida en el Empíreo?

Katie entornó los ojos y dilató las ventanas de la nariz, como aspirando algo con deleite. Dorante, el boticario, acudió con su ciencia:

—Parece una adormidera de California.

Aprovechó este pie Gazapo para desarrollar una complicada lección de toxicología botánica, pero le atajó la voz autoritaria de la baronesa, que había vuelto a salir, vestida ya de calle:

—¡Señorita! ¡Va usted a comunicar con mi marido!

Katie empezó a tiritar como de frío y a silbar como una serpiente, y en el hueco de una puerta se iluminó un caballero muy pálido y rígido, con un monóculo en el ojo derecho y uniforme de la Orden de Malta.

—¡Albricias! ¡Uno de los míos! —se alborozó don Felipe.

Por el monóculo cruzó un relámpago de inteligencia, y el doctor Clamores, aterrado, susurró al uruguayo:

—¡En nombre de Maitreya, no lo provoque!

—¡Qué grata velada necrológica! —chilló doña Almita, desmayándose en brazos de ambos Miramón.

Katie, encorvada, cruzados los brazos sobre el pecho, atenazándose los hombros desnudos, fue describiendo un semicírculo en torno al aparecido, como pugnando por acercarse a él, pero sin conseguir rebasar un límite semicircular. De pronto levantó la voz el carbonario Beati, anunciando fuera de sí que en aquellos mismos momentos tenía lugar en Anatolia un violentísimo terremoto y que en Riga estaban ardiendo las atarazanas. Sonaron a la vez todos los instrumentos y el barón desapareció como por ensalmo.

—¡Eso, eso…! ¡Buenas noticias, aunque sean falsas! —se felicitaba don León—. ¡A mí denme terremotos, incendios, bombas, epidemias, inundaciones, descarrilamientos, cornadas…, sobre todo cornadas, graves y con desgarradura!

—Las autocracias llevan plomo en el ala —sentenció el conspirador Afrodisio—. Mi partido no es ajeno a tales catástrofes.

Insistía Falele en consultar su sueño y lo fue consiguiendo pese a los repetidos intentos de desviar la conversación por parte de Gazapo. A cada lance hacía Katie un visaje extrañísimo y, aunque no pronunció una palabra, todos los presentes, empeñados en dar sus opiniones atropelladas, dedujeron sin empacho y de un modo totalmente gratuito, la interpretación correcta cuya clave, según don Fernando, estaba en unos versos de Quevedo que pasó a declamar:

El signo del escribano,

dice un astrólogo inglés,

que el signo de Cáncer es

que come a todo cristiano…

Quedóse Falele in albis; quiso seguir preguntando, pero don Delfín se adelantó muy cortés, prodigando plurales mayestáticos:

—Ninfa sublime… ¿Me permitiréis que compruebe si sois de sustancia palpable?

Hizo Katie un gesto de asentimiento y, mientras don Hugo Artajerjes Aftalión exponía unas consideraciones metafísicas sobre la estructura corpórea de las almas en pena, avanzó don Delfín con un balanceo de dominguillo y las manos dispuestas a hacer presa. Empezó palpándole los rotundos brazos para luego enlazarla por la cintura, y tal fue el gusto que le tomaba a la comprobación o tal el celo desplegado en la misma, que la ninfa sublime hizo un ademán violento; giró vertiginosamente la diabla, y en el remolino de los siete colores se oyó un golpe seguido de un grito; al encenderse las luces Katie había desaparecido y el atónito don Delfín se encontró con que estrechaba en sus brazos al pálido conspirador Afrodisio Aviranaga, que a su vez lucía un ojo a la funerala.

—No es ná lo del ojo…, iba diciendo el arrojado Desperdicios una tarde de toros en el Puerto… —intervino el obseso Gazapo—. ¡No es ná lo del ojo…! ¡Y lo llevaba en la mano!

Rodearon todos a don Delfín, que veía visiones, y a Afrodisio, que veía las estrellas, acosándolos con toda suerte de preguntas, a las que éstos habían de responder con preguntas también, sin echar cuenta de Gazapo, que seguía relatando anécdotas de la tauromaquia, ni parar mientes en don Felipe que, hundido en un canapé, daba muestras de una indiferencia absoluta. El primero en extrañarse fue don José Dorante y, en unión del doctor Clamores, a quien hizo partícipe de su extrañeza, se aproximó a Segundo, que parecía exánime. Con un presentimiento funesto, don Samuel tomó el pulso al uruguayo, le levantó la cabeza caída sobre el pecho y, dando un paso atrás, anunció solemnemente:

—Señoras y caballeros… Desde hace quince minutos aproximadamente, don Felipe Segundo, cónsul del Uruguay, goza de la compañía de los Hermanos del Espacio.

Quedaron todos sobrecogidos, y don León Gazapo se acercó a olisquear y a hacer su obligado chiste, aprovechando asimismo la oportunidad para liberarse de su obsesión taurina:

—Bueeeno… Un fluido magnético de triple trayectoria con sección de la femoral y desgarro de la safena… Pronóstico gravísimo.

Falele miró con recelo a los párpados caídos y la fláccida molleja de don Expedito Guanyabéns, y comunicó en el oído a Gómez Verdejo que aquello le olía a venganza masónica.

Doña Almita había vuelto a desmayarse en brazos de los Miramón, suspirando:

—¡Dichoso él!

Dorante y Clamores friccionaban el corazón de don Felipe Segundo. Don Delfín sospechaba de Afrodisio, don Hugo Artajerjes de Beati y todos del cónsul de Méjico, don Pomponio Morales, que sufría un ataque de risa nerviosa y cuyos dedos disparaban chispas eléctricas. Se disponía don Fernando a resolver la situación y asegurar la calma mediante una de sus brillantes síntesis, cuando se oyó un aullido gutural, se desplomó un pebetero, y ardió una cortina de terciopelo granate, tras cuyos llameantes jirones se esfumó como un ectoplasma la baronesa de Nerak.

Se oían voces frenéticas:

—¡Saltó por la cocina! ¡Baja por el canalón! ¡Se lleva un cornetín!

—¡Fulgencio! —gritó fuera de sí el doctor Clamores.

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