Los consulados del Más Allá

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La exploradora y el jugador

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La exploradora y el jugador

Alrededor de 1830, los indígenas de Ruanda-Urundi comenzaron a ver cómo a orillas del lago Kivú se levantaba un caserío de maderas del que a veces salía una europea acompañada de una galga, sin que siempre fuera posible distinguir una de otra, de tanto como se parecían entre sí. Solía además la dama pasear por la selva en una jirafa desbravada, con la que asimismo llegaban a confundirla a veces los nativos. Dotados de un físico intercambiable, aquellos tres animales hembra aparecían unas veces juntos, otras simplemente emparejados o, lo que era más admirable, separados y en lugares distintos y distantes. Era más admirable esta última circunstancia cuanto que implicaba el don de la ubicuidad, única nota que faltaba para acabar de convencer a los indígenas de que tenían que habérselas con una trinidad totémica, a la que debía tributarse, sin más, culto de hiperdulía. Poco a poco fueron las tribus, sin embargo, perdiendo el miedo reverencial y aproximándose a la divinidad, que si bien no les exigió sacrificios cruentos, aceptó con benevolencia toda suerte de prestaciones personales.

No tardó mucho la dama nórdica en ejercer su tutela sobre las tribus vecinas, con el sudor de cuyas frentes fue sacando adelante la explotación de una granja. Hija de nobles y militares, educada por subordinados, dispensaba a sus negros un amor posesivo, en virtud del cual hacía y deshacía matrimonios, ensayaba curaciones en los enfermos o heridos antes de mandarlos al hospital y les obligaba a ejecutar sus pintorescos ritos fuera de ocasión litúrgica en agasajo de huéspedes ilustres. Daba todas las noches gracias al cielo por haber deparado una protectora como ella a aquellas pobres criaturas de mente infantil, no siempre aptas por desgracia para comprender y agradecer la verdadera felicidad que ella les proporcionaba. Su labor con los indígenas era realmente intensa y ellos se beneficiaban a la larga, pues la dama se tomaba el trabajo de educar a los más despiertos, iniciándolos en los valores de la civilización nórdica y enseñándoles a leer para que pudieran ver su nombre en los periódicos, y a escribir para que un día le enviaran cartas de agradecimiento. Porque ella daba por inútiles todas sus obras si no había alguien que se las agradeciera.

La granja iba cada vez a más, pues los jefes de las tribus ponían sus mejores guerreros como peones a disposición de la mensahib, y cada vez que un alto personaje blanco pasaba por el territorio, ella se hacía invitar a casa del gobernador, donde indefectiblemente daba la casualidad de que la sentaban a la mesa al lado del príncipe de Gales o del Kronprinz, de los que, poniendo a los indígenas como pantalla, obtenía toda clase de privilegios para su explotación. A veces la empresa era difícil, pues el personaje de turno no veía la necesidad de preocuparse tanto por los negros, y entonces ella había de ilustrarle el asunto con pinceladas de color local y ringorrangos folklóricos, logrando interesar al personaje por la vía de la diversión. Con este objeto organizaba grandes danzas guerreras y complicadas ceremonias religiosas que los negros acogían como acogerían los católicos la celebración en enero de los oficios de Semana Santa para complacer al imán del Yemen en visita oficial.

A juzgar por los numerosos libros que había escrito, era mujer con recursos para todo, pues lo mismo cazaba leones que componía huesos rotos, y en cierta ocasión en que se bebió un vaso de arsénico creyendo que era whisky, logró sobreponerse a los efectos tóxicos, arrastrarse hasta la biblioteca y hallar en La Reina Margot, de Alejandro Dumas, el antídoto salvador. A pesar de todo, y por razones que ella no daba en ninguno de sus libros, la granja, que había conocido unos años de apogeo, comenzó a ir de mal en peor, hasta que se la arrancó de las manos un aluvión de hipotecas y contribuciones atrasadas. Su despedida de la servidumbre nativa fue un nuevo Fontainebleau. La soberbia humillada, la impotencia, el dolor de separarse de seres y cosas que eran hechura suya, el brusco despertar de un sueño de dominio, el quebrantamiento de su voluntad de poderío, la destitución de su categoría de superhombre hembra, atenazaban su corazón y turbaban su mente. Su altivez y su generosidad no iban ya a tener en quién emplearse; su amada soledad se volvía contra ella, pues ya no la rodeaba la subordinación, sino la indiferencia. Se quedaba sin inferiores a quienes amar y favorecer; se veía condenada a vivir entre sus pares, entre gentes con tantos títulos y antepasados como ella, o más, si cabe, y a las que ya no aventajaría con un imperio colonial lejano, con un auténtico señorío feudal en una época industrializada en que los títulos nobiliarios perdían de hecho sus vinculaciones territoriales. Con lágrimas en los ojos, las primeras lágrimas que derramaba en su vida, hubo la dama belga de abandonar el África, volviendo a Europa para instalarse en las afueras de Bruselas, en el solar de la familia. A los ojos de la gente era la suya una retirada de animal herido de muerte; sin embargo, el pisar la tierra de sus mayores le prestó nuevos impulsos vitales y en pocos meses había alcanzado cierta notoriedad literaria con un libro sobre secretos de magia indígena y con otro que demostraba que, de no ser por ella, toda el África estaría aún por colonizar.

Apenas llevaba en Bélgica medio año cuando en los baños de Spa fue presentada al barón de Nerak, noble lituano de siniestra prestancia cuyo rostro y manos, llenos de lunares blanquecinos, daban fe de numerosas noches blancas en casas de juego y de lenocinio, donde le habían sacado a tiras el pellejo.

Hay mujeres que nunca han sido bellas pero que, doblado el cabo de los cuarenta y cinco, dan la impresión de haberlo sido alguna vez en la juventud. Tal era el caso de la ex exploradora, cuya hipotética belleza pasada estaba cualificada por una distinción de caballo de carreras y un áureo halo de mujer culta, independiente y acaudalada.

A los sesenta años, el barón de Nerak o, para ser más exactos, lo que quedaba del barón de Nerak, no hablaba de las mujeres más que para cubrirlas de improperios, por ser culpa de ellas el estado físico en que se encontraba. Los que conocían su desmedida afición al juego, se explicaban fácilmente que no tuviera pestañas; pero además de las pestañas le faltaban las cejas, que se pintaba con alquitrán, y todo el pelo naturalmente, cuya ausencia dejaba al descubierto un cráneo redondo de un blanco calcáreo con vetas amarillentas que un ingenio montañés decía esculpido en mármoles orinados. Su hostilidad contra las mujeres se desvanecía cada vez que una mujer se le ponía delante; las odiaba en abstracto, pero las adoraba en concreto, y en tales ocasiones le volvían, con pleno olvido de sus años y de su físico maltrecho, los antiguos modales de seductor refinado.

Su vida había transcurrido al margen de los acontecimientos de la época, sin que se dignara darse por enterado de disturbios y revoluciones, ocupado tan sólo de dilapidar su salud y su fortuna entre las cristaleras del gran mundo. Distante e insolidario, evitaba el aire libre, contaminado de regüeldos plebeyos y contemplaba el ciclo de la vida desde sus baluartes encristalados. Sólo cuando el cañón sacudió sus ventanales contribuyó al esfuerzo de guerra contrayendo la gota militar. A fuerza de desinteresarse de sus semejantes, de clasificar a los seres humanos en útiles, dañinos o decorativos, fue él mismo deshumanizándose hasta convertirse en monstruo de aquarium o invernadero. En los anocheceres del otoño solía ponerse el barón de manifiesto. Cualquiera que a esas horas acertase a pasar por la Promenade des Anglais, de Niza, por la Bahnhofstrasse, de Zurich, por la Königsallee, de Düsseldorf, vislumbraría unas figuras de cera sentadas en divanes rojos, unos grandes periódicos desplegados bajo lámparas verdes, unas copas o unas tazas como iluminadas por dentro, unas vitrinas con veleros, unos trofeos deportivos, unos pecherines albos, y unas azuladas fumarolas de las que, tan pronto cruzaba una paseante de postín, emergía un bulbo antropomorfo, un pez luna de ojo saltón y lacrimoso que pegaba a los cristales la roma nariz y abría una boca redonda y negra de labios agrietados.

Un cálculo le había salido mal, sin embargo. Pese a su cuidado en ir gastando simultáneamente el tiempo y el dinero, se veía sin blanca y con años de vida por delante. La ruina se había adelantado descortésmente a la muerte. La única solución era, pues, el braguetazo, y fue la ex exploradora la primera que se le puso a tiro. Se casaba él con la dueña de extensas plantaciones en Ruanda-Urundi y ella con el Casanova más activo de los últimos cuarenta años y, como es natural, ambos se vieron defraudados, pues el matrimonio se edificaba sobre lo que ambos habían sido en el pasado, no sobre lo que ambos eran en la actualidad. Ni ella podía hacer frente a los caprichos suntuarios de él ni él a los apetitos climatéricos de ella. Sin minas de diamantes la una, sin potencia viril el otro, se daban cuenta de haber hecho una tontería, pero soberbios ambos, resolvieron que nada de esto trascendiera al público y, combinando los escasos fondos que a ella le quedaban con un vago afán de arte que él tuvo en tiempos, montaron una compañía de ballet. El éxito fue inmediato; él tenía gusto y ella dotes de organización. Ella era quien batallaba con las empresas y él quien concebía los espectáculos. Sin embargo, nunca llegó el barón a convertirse en auténtico hombre de teatro; guardaba las distancias y evitaba familiaridades, no hablando más que lo imprescindible, escalonando sus defensas en cuyas posiciones de vanguardia se jugaba el tipo la combativa baronesa. Flotaba el barón de Nerak como un fantasma entre bastidores y bambalinas, envuelto en una capa de terciopelo oscuro que sólo dejaba ver la cabeza de yeso; pasaba sin moverse, sin oír hablar, y su único gesto consistía en una leve vibración de la ceja derecha que hacía caer el monóculo indefectiblemente en el bolsillo izquierdo del chaleco. A veces no tenía más remedio que asistir a las recepciones de su mujer, sin consentir por ello en mezclarse con los invitados, y cuando sobre el murmullo de la conversación se hacían oír unos rumores que más tenían de estertores que de ronquidos, se volvía la baronesa con toda la gracia de que era capaz hacia la poltrona en que su marido, traspuesto, los ojos en blanco y la boca negra, afectaba una macabra rigidez, para exclamar:

—¡Mi adorado cadáver! Todos los días muere unos minutos y luego resucita… Ensaya para irme acostumbrando…

El muerto entonces despertaba con un sobresalto:

—¿Qué? ¿Cómo? ¿Dónde estoy? ¿Qué dice…? ¡Ah…! —suspiraba con alivio al verse rodeado de caras aborrecidas, y volvía a su altivez encristalada.

Entre cristales le llegó la muerte. Entraba una noche en el casino de Aix-les-Bains cuando en la misma puerta giratoria lo fulminó la angina de pecho. Quedó aprisionado entre los batientes y costó Dios y ayuda sacarlo; parecía como si se resistiera a abandonar aquel fanal de vidrio que la muerte le había improvisado.

Tan acostumbrada estaba la gente a ver al barón hacer ejercicios de cadáver que no le costó a la viuda gran trabajo hacer creer que esta muerte se trataba de un ejercicio más para el gran público. Así las cosas, y para que el negocio no se le viniera abajo, acordó embalsamar al barón, instalándolo en una silla de ruedas, y lo llevaba de esta guisa en todas las giras artísticas, para que su presencia entre bastidores sirviera de estímulo al elenco y para recibir en los proscenios ovaciones que sólo ella sabía póstumas.

También lo utilizaba para sus experimentos de magia negra, haciéndolo incluso hacer el vivo unos instantes del mismo modo que en vida hacía el muerto, pero estas pruebas siempre costaban la vida a alguna tercera persona. Para los místico-estetas que estaban en el secreto, don Felipe Segundo era a todas luces la última víctima del barón de Nerak.

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