Los consulados del Más Allá

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El nuevo forense

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El nuevo forense

La funesta velada espiritista en que habían finado los días de don Felipe Segundo terminó a hora tan avanzada que Falele Acquaviva perdió el último tren y el último vapor, habiendo de pernoctar, como de costumbre en tales casos, en casa del doctor Clamores.

Estas dormidas de Falele hacían bien poca gracia a Nannarella, pues a consecuencia por lo visto de los experimentos del padre Paneque, había contraído el pobre Acquaviva extraños hábitos nocturnos. En efecto, solía levantarse a medianoche y recorrer la casa recitando versículos y jaculatorias hasta desembocar en el dormitorio de la criada, donde los gritos de ésta ponían fin al ensalmo y lo hacían volver a escape a la cama.

Aquella noche fue especialmente angustiosa por las emociones de la jornada. Los sueños más abracadabrantes se sucedían a un ritmo vertiginoso. Se veía sentado en un anchísimo sillón con dosel y ante sus ojos desfilaban, tentadoras y mareantes, vestidas ligeramente y adoptando posturas eurítmicas, médiums como Li Suzuki y Katie King, fámulas como Adelaida y Genoveva, al servicio respectivo de los Gazapos y los Clamores, hembras de placer como la Pulmones y la Botavara, y toda la troupe de las Suripantas, con la Fontfrede y la Espincofia a la cabeza. El Cachirulo, pillo y flamenco de la localidad, enfundado en una malla roja, Manolo Carrillo de amarillo y Gómez Verdejo de verde, azacaneaban entre el sitial de Falele y el ocupado por doña Ana la Meona, vestida de reina de bastos, llevando y trayendo toda suerte de chismes picantillos. Se le hacía la boca agua a Falele a cada mensaje que doña Ana, desde sus alturas, acompañaba de un guiño intencionado; alargaba las manos, pero las vaporosas ninfas se le escurrían como pastillas de jabón, dando chillidos entre las risitas de los tres correveidiles. Éstos daban volteretas, se escondían entre las patas del sillón, asomaban entre las piernas de las odaliscas, haciéndole a Falele palmos de narices. Ya empezaba Falele a hartarse del juego cuando se dejaron oír unos majestuosos acordes de órgano, apareciendo en escena el erudito cantador Isaías Rodríguez quien, revestido de púrpura, hinchada la papada y entornados los párpados, se dispuso a entonar unas solemnes malagueñas. Pese a entrar por sus pies, parecía desplazarse sobre una silla gestatoria. Movía pausadamente de un lado a otro la cabeza, como recogiendo con hastío el homenaje de una muchedumbre y le abombaban el pecho, estremeciéndole la papada, unas ínfulas de rey de Francia y cardenal del Renacimiento. Los dos hermanos Miramón, uno de paje y otro de monago, le llevaban la cola. Jamás viera Falele tanta majestad. Pasaba Isaías displicente y fastidiado, con gesto de personajón para quien las mayores solemnidades son cosa de rutina; una pesada digestión aminoraba su marcha; de pronto echó de ver a doña Ana, se paró en seco, interrumpió el cántico y, sin deponer su unción, exclamó con desgarro de golfante portuario:

—Y esa tía marrana, ¿qué leche de profanación comete, joé?

Lanzado que fue este delicado exorcismo, le salieron a doña Ana dos cuernos y un rabo y cayó precipitada en un abismo llameante; los tres diablejos quedaron convertidos en sendos peones de ajedrez, y todas las voluptuosas bacantes cayeron de rodillas con una lira en las manos y un par de alas en los omoplatos. En las rodillas de Falele vino a sentarse la transfigurada Genoveva. Creía Falele desvanecerse de dicha; cerró los ojos; un dulce calor le invadía los miembros y por alguna vena rota se le escapaba la sangre a borbotones incontenibles. Desfallecía Falele en un abandono total de alma y cuerpo. Pero de improviso retumbó en sus tímpanos la voz del profeta Isaías:

—¡Gemid, naves de Tarsis…!

Abrió los ojos Falele y pudo ver con horror que en sus brazos tenía, en lugar de la apetitosa Genoveva, el amojamado cadáver de don Felipe Segundo. No tuvo tiempo de hacer su composición de lugar, porque don Prudencio Perdiguero, avanzando hacia él con una sonrisita beatífica, le agitaba ante las narices un mandamiento de embargo.

—Questa lettera! Vigliacco! Schifoso![3] —voceaba Nannarella hecha un basilisco. Los numerosos rizadores erizaban su cabeza de bornes eléctricos y echaba chispas por los ojos. Amenazaba con el puño izquierdo y en el derecho flameaba un pliego de papel cebolla.

Genoveva, en camisa y deshecha en lágrimas, le tiraba a Nannarella del batín celeste, uniendo las manos suplicantes y cayendo de vez en cuando de rodillas, con sollozos rayanos en el rebuzno:

—¡Ay, señorita…! ¡Qué desgraciaíta es una…! ¡Ay, señorita…! No gana una pa dijustos… ¡Y tó sin comerlo una ni beberlo…!

El doctor Clamores gargarizaba en el cuarto de aseo; Tommaso contemplaba la escena curioso e insolente, y en su habitación daba la abuela ronquidos estentóreos. Fulgencio, contra quien se dirigía la invectiva, al verse violentamente sacudido, tiró de las sábanas para cubrirse las vergüenzas:

—¡Deja que me tape… aunque sólo sea lo más sucinto!

—Sporcaccione![4]

En la cama de junto, Falele, que no había logrado pasar aún del sueño a la realidad, oyó estos despropósitos y creyó sin más que iba por él la cosa.

—Fuori dalla mia casa! Via! Via!

A toda prisa habían ambos de vestirse y de recoger lo más imprescindible. Por lo visto, Fulgencio se había declarado por escrito a Genoveva, vertiendo en la misiva toda suerte de conceptos injuriosos para su madrastra. Nannarella volvió a la carga con una escoba mientras que, a sus espaldas, su marido trataba de atacar un aria de Così fan tutte. Se echó Fulgencio su paletó ala de mosca sobre los hombros; se anudó la chalina directamente sobre la carne, por encima del enrollado cuello de la abierta camisa, se sacó del bolsillo superior del chupetín un pico del pañolito que Genoveva le planchara y perfumara la antevíspera e inició el desfile cerrándose con una mano el paletó sobre el pecho, parando escobazos con la otra y arrastrando torpemente los pies con las puntas dentro y los talones fuera de unos estrechísimos y afilados botines. Falele se había echado la levita sobre el camisón talar, una bufanda al cuello y, el gorro de dormir aún en la cabeza, oprimía bajo un brazo, hecho un lío, el resto de la ropa; calzaba pantuflas y llevaba las botas en la mano.

—Via! Via! —repartía Nannarella escobazos a diestro y siniestro.

Muchos de los escobazos se los llevaba Falele, empeñado en meterse por medio, y Nannarella, que le había dado los primeros por casualidad, le daba aposta los consecutivos, rabiosa primero contra él por pararle golpes a Fulgencio y aprovechando luego la ocasión para desahogar sus sentimientos hacia Falele y hacerle de algún modo pagar el hospedaje.

—È stato questo maiale…![5] —Nannarella se cebaba en Falele, achacándole complicidades—. Sicuro che è stato lui a consigliarti![6]

La escoba caía ya sobre Fulgencio de repelón, sobre Falele de martillejo. En vista de que sus exhortaciones operísticas no daban resultado, optó el doctor por interponerse entre su cónyuge y las víctimas, con lo que sólo consiguió compartir la suerte de estas últimas. Los escobazos llovían de modo tan vertiginoso que el doctor no daba pie con bola y mezclaba lamentablemente fragmentos de El Barbero y de Las bodas de Fígaro, de Fidelio y de Don Carlos, del Rapto del serrallo y del Ritorno di Ulisse in patria.

—Anche tu! La colpa è tua! Mascalzone! Nullità! Amazzasani![7] —gritaba Nannarella a su marido, desfogando la indignación que le producía la pasividad con que éste se había dejado despedir del hospital. La abuela y Orietta, que ya se habían despertado, sumaban sus sollozos a los de Genoveva. Tommaso contemplaba a los expulsados con una sonrisita burlona. Los vecinos, asomados a los balcones, veían volar cacharros de cocina y huesos de gran tamaño, que el doctor, a saltos acrobáticos y en plena retirada, procuraba atrapar en el aire. La lengua torrencial de Nannarella hacía trizas a tijeretazos de vulgaridades escogidos fragmentos de óperas selectas. Por fin salieron los tres proscritos de estampía, escaleras abajo, dispuestos a volver en cuanto que pasara la borrasca.

Sin dejar de proferir barbaridades, barrió Nannarella para adentro a las tres lloronas y, trocando la escoba por un mantón de flecos largos, salió con resuelto taconeo para la Diputación Provincial, donde pidió ser recibida por el marqués de Casa-Dónovan.

Sin gran convencimiento, el primer ordenanza con que topó fue a indicarle que el marqués no tenía nada que hacer en la Excma. Diputación, que si quería ver al Excmo. señor Presidente. Ella barbotó:

—Me ne frego del Presidente. Io tengo a vedere il vero padrone![8]

Se trató entonces tímidamente de insinuarle que el señor marqués estaba reunido, y al no dar resultado este socorrido expediente, se intentó hacerle guardar antesala, pero Nannarella dio avante como una fragata de vapor y, guiada por un certero instinto de orientación, irrumpió en el despacho oficioso del marqués, anunciada precipitadamente por un lacayo de librea.

Así que franqueó el portón de caoba con apliques dorados, se operó en ella un cambio radical. La catarata que venía llevándoselo todo por delante se tornó manso arroyuelo que, sin embargo, sabía muy bien adónde iba. Al cruzar el umbral, la tarasca popular dejaba paso a la dama pulida. El estrado relucía, isabelino y patriótico, con sus óvalos de púrpura festoneados de oro. Una pelota de luz atravesaba los visillos calados, rebotaba contra los espejos y se hacía añicos en los abalorios de la araña de Murano. El marqués de Casa-Dónovan estaba al fondo del salón; le daba la luz de lado y su patilla derecha se disolvía en un polvillo de oro. Depositó una carpeta de cuero verde con filetes dorados en las manos amarillentas de un escribiente enlutado, que se retiró con una reverencia, y rodeando la mesa de taracea florentina, toda incrustada de piedrecitas de colores, se aproximó a Nannarella con suma urbanidad.

—Señora…

—Señor marquese… —Nannarella le puso la mano a la altura de las narices, y él se la tomó, besándose la uña del pulgar.

—Por favor, acomódese —acercó él un sillón.

—Gracias tanto… —sonrió ella con todas las encías.

—¿Le molesta el humo? —preguntó el marqués apagando un habano que se consumía en un cenicero en forma de concha.

—No… Non si estorbe… —a Nannarella la desconcertaba ya tal exceso de cortesía.

—No faltaba más… —recargó el marqués las tintas corteses, abrumando a Nannarella con unas finuras a que la sabía poco acostumbrada—. No hay para mí mayor placer que adivinar sus deseos.

—Señor marquese… —Nannarella sonrió, ufana y derretida, como si las palabras que acababa de oír le cosquillearan el ombligo—. Tanto onore…

—El honor es mío —repuso él mirándola fijamente en los ojos.

Nannarella aguantó sin pestañear aquella mirada acerada y detuvo en seco el proceso de derretimiento; cambió de tono y fue al grano, sacando su español de los días de fiesta:

—Allora el señor marquese habrá indovinado que mio marito es venido congediato dal hospidale.

—¡No me diga! —se hizo de nuevas el marqués.

Nannarella se contuvo el genio y se armó de paciencia:

—Come sa el señor marquese, el doctore Clamores, mio marido, era quirurgo interino… Lui sempre ha demandado il posto titulare e sempre li viene dicho de no… Bè… Preferivano asperare fino a que il figlio del sindaco prendessi la laurea per darglielo a lui… E al mio marito, dopo quindici anni di servizio, una bella pedata nel sedere… Figli di puttana![9] —progresivamente había ido pasando Nannarella del sosiego retenido a la indignación desbordada, del castellano macarrónico al toscano desgarrado.

—No se altere, por favor… Tenga presente que yo no soy su enemigo…

—Il señor marquese lo pode tutto —suplicó Nannarella reportándose—. Pensi a nostra famiglia en la calle… quelli hijos innocentos… E il povero Samuele, proprio un sabio, doverà fare il saltimbanco…

—No se apure usted, señora…, que en esta vida todo tiene solución.

Alerta a través de sus lágrimas y del pañolito con que se las enjugaba, sorprendió Nannarella en la pupila de Casa-Dónovan un verde chispazo de sorna e insistió, forzándolo a concretar:

—El señor marquese è uno santo.

—Pero sin poder para hacer milagros —precisó él, a la defensiva.

—Si agisce de devolviere su impleo al dottore.

—Esa plaza está ya dada —concluyó el prócer con firmeza—. El doctor Díaz Chumacera, hijo en efecto del señor alcalde, la ha ganado por concurso de méritos. ¿Por qué no ha concurrido su marido? ¿Es que no ha leído la convocatoria? Pues a mí me consta que ha aparecido en el tablón de anuncios del hospital.

—Afatto, señor marquese… Veinticuatro horas più tardi.

—No me haga reír, señora —se impacientaba Casa-Dónovan—. La convocatoria se ha hecho a tiempo y es irrelevante el que la hayan fijado o no en el tablón. En todo caso, la excusa no vale para su marido, que iba a diario al hospital y no tenía más remedio que estar al corriente.

Siguió Casa-Dónovan abrumando a Nannarella con argumentos indemostrables y, por tanto, irrebatibles, coronados por una razón concluyente:

—De todos modos, las posibilidades de su marido no eran muchas porque, sin restarle méritos sea dicho, él no ha estado en Alemania como el doctor Díaz Chumacera.

Nannarella se dio cuenta de que aquel camino no la llevaría a ninguna parte, y cambió de táctica:

—Tutto il mondo se hace lenguas del buon cuorazón del señor marquese e mio marito è un uombro onesto e buon cristiano.

El marqués se endureció:

—Su marido, señora, nos está saliendo rana. Me consta que tiene ideas muy libres.

—Lo que a Samuele li sucede è que è débile e si lascia trascinare por certos amigos, ben que nel fondo non sia d’accordo con loro… Sempre l’ho detto a Samuele… Ay, Samuele! Tua debolezza sarà nostra rovina![10]

—Viene usted a darme la razón —apretó él las tuercas—. Confiar a un hombre tan débil un cargo de responsabilidad es verdaderamente peligroso.

—Ma pensi a quelli víctimos inocentos, que me llórano demandando el pan…

Casa-Dónovan se divertía con el juego escénico de Nannarella y, para verla cambiar una vez más de expresión, dijo magnánimo:

—Voy a darle una oportunidad, aunque no se la merece… y quede claro que lo hago por usted y sus hijos.

—Ay, señor marquese —Nannarella, con lágrimas en los ojos, se arrodilló canonizando a su interlocutor sobre la marcha—: È lei proprio san Genaro.

Él la levantó, algo molesto:

—Está vacante la plaza de forense. Voy a hablar con el presidente de la Audiencia, a ver si se le puede dar a su marido… con carácter interino, naturalmente.

—¿Interino? —exclamó ella con desencanto y un punto de irritación.

—Todo depende de cómo se conduzca. Convendría atornillarle los cascos.

—Confide in me il señor marquese —se llevó ella al pecho henchido una mano enmitonada—. Le voy a sacar el pellejo a túrdigas. Non gli rimarrà un ossicino sano[11].

Se refería Nannarella a los fósiles del laboratorio, a los que atribuía la causa de los descarríos de su hombre, pero el marqués entendió los huesos del esqueleto personal, y no pasó a preguntas indiscretas. Apoyó ambas manazas en los leoncetes del sillón y Nannarella se levantó precipitadamente.

—Pode el señor marquese mandar in me come una esclava.

Casa-Dónovan, muy fino y obsequioso, la acompañó a la puerta. Se volvió ella con su mejor sonrisa y le tendió la mano; la tomó él y, cuando se inclinaba para besársela, soltó un eructo de borracho. Quedó ella cortada; él la miró impasible y, como no se disculpaba el marqués, comprendió Nannarella que era ella quien debía disculparse.

Al regresar a su casa, encontró Nannarella a los tres expulsados sentados en la escalera y en actitud meditabunda. Apenas vieron lo que se les venía encima, se levantaron y trataron de escapar, pero ella, agarrando al doctor por los faldones, se puso a abrazarlo con grandes expresiones de júbilo y cariño.

—Aprire subito! —aporreaba ella la puerta, mientras don Samuel se resignaba a sufrir estrujones de amor conyugal, y los otros dos permanecían al pairo en el rellano superior, con cierta desconfianza todavía.

—Sei tu, mamma? —se oyó la voz de Tommaso.

—Apri, disgraziato —tronó Nannarella— o ti schiaffo muso! [12]

Se abrió la puerta del piso, que Tommaso mantenía cerrada contra las tentativas de abrir de la abuela y de Genoveva, y Nannarella entró como un huracán arremetiendo contra su vástago:

—Ma perchè hai chiuso, perdulario?

—Eh… —explicó el garzón perdonavidas—. Quelli lì volevano entrare…

Nannarella le arreó un revés de cuello vuelto:

—Questo ti imparerá a rispettare il tuo genitore putativo!

Se puso Tommaso a emitir unos grandes berridos; acudió doña Santuzza a consolarlo, y Nannarella abrió una alacena y ordenó:

—Genoveva! Porta da Ca’ Celedonio una garrafa di coña!

Salió Genoveva disparada en busca del coñac, mientras la abuela sacaba un jamón de la bodega y Nannarella las copas del vasar.

—Hai un posto adesso di primo cartello! —gritaba Nannarella a su marido, que no acababa de comprender—. E tutto l’ho sistemato io, io, io… —y se golpeaba orgullosa la pechuga.

La juerga fue inenarrable. Nannarella se sentó a la pianola, tiró el doctor de lo más selecto de su repertorio, mientras Falele y Fulgencio se disputaban el honor de bailar con Genoveva y Tommaso devoraba jamón a dos carrillos. Doña Santuzza, con la garrafa por montera, ejecutaba una tarantela, jaleada por Orietta, que se había disfrazado descolgando de un tirón una pesada cortina. En esto llegó el golilla portador del nombramiento y, quieras que no, le obligaron a tomar una copa; tras la primera vino la segunda, luego la tercera, y acabó bailando el bran de Inglaterra con doña Santuzza que, ayudada por Tommaso, daba cuenta de los habanos de su hijo político.

Aquella misma noche debía entrar en funciones el nuevo forense. Su primer trabajo consistiría en hacer la autopsia al cadáver de don Felipe Segundo. Pero el cadáver no fue habido, pese a que se practicaron las oportunas diligencias.

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