Los argonautas

Los argonautas


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Después de la comida, Fernando se sentó en el paseo lejos de la música, que empezaba su concierto nocturno.

Estaba triste, y su tristeza era de engaño y arrepentimiento. Aquella pobre mujer había dicho la verdad: las ilusiones de él iban a morir de un golpe con la satisfacción del deseo. Mejor hubiese sido creerla. Todo el edificio fantástico elevado en el curso de sus diálogos se habían venido abajo por un simple encontrón de la realidad. Y Ojeda salía de esta aventura con una gran inquietud de conciencia. ¿Qué hacer ahora?…

¡Pobre Mina! Ella había sido la primera en darse cuenta de la tristeza y el desaliento que habían seguido a su delirio amoroso. Al despertar y serenarse, un gesto suyo de resignación, un adiós humilde, habían dado a entender a Fernando que no se hacía ilusiones acerca del porvenir. Todo estaba concluido. Y cuanto él le dijese por restablecer el pasado sería piadosa mentira, falsedad galante para enmascarar su decepción.

En el resto de la tarde habían evitado encontrarse otra vez: ella como arrepentida de su debilidad, él con remordimiento. Luego de la comida, mientras Fernando quedaba solo en el paseo, con visible propósito de aislarse de todos, Mina emprendió con el pequeño Karl el descenso al camarote, para no volver a mostrarse hasta el día siguiente. Aquella noche ¡ay! no iba a ser de ensueños…

«Muy bien, señor Ojeda… Has hecho infeliz por unos días a una pobre mujer que no ha cometido otro delito que el de amarte un poco. Por un capricho de tu deseo, la has hecho convencerse una vez más de su miseria física, que ella tenía olvidada… Y de todo esto has sacado un remordimiento y la vergüenza de tener que mentir, de tener que ocultarte. No quisiste hacer caso de sus indicaciones y brusqueaste su resistencia. ¡Muy bien!… Te has portado como un caballero».

Cuando estaba más ensimismado, formulando mentalmente estos reproches, oyó una voz de mujer junto a él y vio que un bulto se interponía entre sus ojos medio cerrados y las estrellas del cielo movible extendido sobre el borde de la baranda y el filo del techo.

—¡Siempre solito, siempre pensando!… Tal vez está usted haciendo algunos versos lindos.

Fernando se incorporó a impulsos de la sorpresa más aún que de la cortesía. Era Nélida la que le hablaba. Lo primero que alcanzó a ver fue su boca, de un rosa húmedo, con los dientes agudos, luminosos; la boca de tigresa admirada por Isidro, que le sonreía cual si pretendiese atraerlo.

Turbado por la inesperada presencia, no supo qué decir. Ella agradeció con una sonrisa esta confusión, considerándola como un homenaje a su bizarra hermosura, que hacía perder la calma a los hombres más graves.

—¡Siempre solito!… —volvió a repetir—. Usted no quiere ser mi amigo… Le he mirado muchas veces, le he hablado… y nada.

Encogíase humildemente, como si esta pretendida indiferencia de Fernando —de la que él no se había percatado nunca— le causase gran dolor.

—Y el caso es que yo tengo que pedirle una cosa… Deseo que me escriba algo; dos versos nada más: su firma. Quiero conservar un recuerdo para que mis amigas sepan que he viajado con el señor Ojeda, un poeta de España. Todas las niñas tienen algo de usted: una postal, un verso lindo en el abanico. Y yo no tengo nada… Diga, señor, ¿es que le soy antipática?

Mientras hablaba se había sentado en un sillón al lado de Fernando. Al principio mantúvose erguida; pero lentamente se recostó, hasta quedar con las piernas horizontales, mostrando su adorable bulto a través de la angosta falda.

Ojeda acogió su petición con un apresuramiento galante, balbuceando aún por la sorpresa. Escribiría todo un poema, si esto podía darla placer… Sentíase muy honrado con su petición. ¿Tenía un álbum?… No; ella no había pensado en adquirir este volumen, que mostraban con orgullo muchas señoritas de a bordo. Pero le pediría al comisario del buque un cuadernillo en blanco de apuntaciones o un simple pedazo de papel. Lo que le interesaba era el recuerdo. Y al mismo tiempo daba a entender ingenuamente con sus ojos que se había aproximado a él por entablar conversación más que por el interés que pudieran inspirarle los versos.

Continuó Fernando sus excusas. Nunca la había mirado con indiferencia. Ella era la alegría del buque; la mujer más hermosa e interesante: estaba dispuesto a declararlo en verso. Pero ¿cómo acercarse viéndola secuestrada por sus adoradores, defendida por aquella escolta feroz, que a su vez parecía fraccionada y enemistada por los celos?

—¡Ah, mis adoradores! —exclamó ella riendo—. No me hable de ellos; estoy harta… Le advierto, señor, que yo detesto a los muchachos. ¡Gente egoísta e insufrible! Me gustan más los hombres serios y de cierta edad. Saben querer mejor; rodean a una mujer de mayores atenciones.

Y miraba audazmente a Fernando con ojos de provocación, para que no tuviese dudas sobre la persona a la que iban dirigidos tales elogios.

Se había incorporado Ojeda en su asiento para mirarla también con atrevida fijeza. Un perfume de carne joven, de frescura tentadora, parecía envolverla. No era la dulzura marchita de la alemana ni el esplendor de fruto maduro de Mrs. Power. Hasta la imagen de Teri, que se agitaba en su memoria como un remordimiento, perdió algo de su belleza al ser comparada con esta muchacha… Era un hermoso animal exuberante de vida, de fuerza voluptuosa, que iba derramando generosamente los encantos de su primavera. Algunas veces perdía el sonriente aplomo de su amoralidad; parecía dudar con cierto miedo, pero después seguía adelante con mayor ímpetu, guiada por sus impulsos.

Y esta criatura bella e inconsciente, sin más regla de voluntad que el instinto, venía de pronto hacia él por un capricho inexplicable. ¡Dulces sorpresas de la existencia!… No era posible dudar. Bastaba ver sus ojos fijos en él con un ardor de pasión, dilatándose cual si quisieran absorber su imagen; su boca de frescura insolente y esplendorosa escarlata estremeciéndose con un bostezo amoroso, sintiendo repentinos abrasamientos que hacían salir la lengua de su encierro para pasearse por los labios; sus dientes de devoradora que parecían temblar con el fulgor de un acero pronto a hundirse en la carne… No podía explicarse esta buena fortuna; pero era indiscutible que Nélida, abandonando a su tropa de adoradores, se aproximaba a él, que no había hecho esfuerzo alguno por atraerla. Y despertaba en Ojeda el orgullo sexual que duerme en el fondo de todo hombre; la fatuidad masculina, que se considera irresistible con sólo una mirada o una palabra de femenil aprobación; la fe ciega en el propio valer, que acepta como naturales y lógicas todas las aproximaciones, por inverosímiles que sean.

Recordó Ojeda cuanto había oído contar de las travesuras de Nélida, disculpándolas por adelantado. Tal vez habría en ellas mucho de exageración. Las gentes de a bordo, siempre desocupadas, mentían grandemente. Y aunque todo lo que contaban fuese cierto… ¿qué había de censurable en que él marchase sin compromisos por el mismo camino que otros habían frecuentado antes? «El mar era… el mar». Estaban aislados del mundo, en medio de la soledad, como si la vida hubiese concluido en el resto del planeta, olvidados de sus leyes y preocupaciones. Cuando volviese a tierra recobraría el fardo de sus compromisos y antiguos afectos. Esta juventud de carne primaveral y firme como la pulpa verde, y con un perfume semejante al de los jardines después del rocío, era un regalo de la buena suerte para compensarlo de su desilusión de aquella tarde. ¡A vivir!…

Se inclinaba hacia ella como si no la oyese bien, y Nélida, por su parte, descansó un brazo en el sillón de Fernando, gozosa de sentir su epidermis en casual contacto con una de sus manos. Hablábanse sin mirar a los que transcurrían junto a ellos, sin reparar en sus ojeadas de sorpresa y sus cuchicheos de comentario. Algunas matronas se erguían dignas y austeras, volviendo los ojos por no verles, pero al llegar a la otra banda del paseo lanzaban la noticia, una gran noticia para la gente ansiosa de novedades.

—¿No saben ustedes?… Nélida, esa loca, ha abandonado a su escolta y está con el doctor español, el amigo de Maltranita. ¡Pobre hombre!

Las niñas, que admiraban y temían a Nélida como la personificación del pecado, se tocaban con el codo al pasar ante ellos.

—Una nueva conquista… Ahora ha caído ese señor tan serio que hace versos… y no baila. ¡Qué Nélida!…

Ella, con su fina observación femenil, se daba cuenta del revoloteo de los curiosos y sentía orgullo por este escándalo, que pasaba inadvertido para Ojeda.

Lo único que notó éste fue la familiaridad cada vez más grande con que le trataba Nélida. No se habían cruzado entre ellos verdaderas palabras de amor. Sólo había osado él algunas galanterías de las que no comprometen, pero la joven le hablaba ya lo mismo que a un amante.

Tenía una confianza absoluta en su poder sobre los hombres. Le bastaba colocar la mirada en uno de ellos para considerarlo suyo, sin molestarse en consultar su aprobación. Era el centro de la vida en aquel pedazo de mundo que flotaba sobre el Océano, y todo el sexo masculino debía girar en torno de su persona. Aquel a quien ella hiciese un gesto, un leve llamamiento, tenía que venir forzosamente a arrodillarse a sus pies. Y satisfecha de este poder de seducción que nadie osaba resistir, seguía hablando con Fernando y se justificaba de las ligerezas de su pasado, de las cuales no le había pedido él cuenta alguna.

Era muy desgraciada —y al decir esto acentuó con asombrosa facilidad el brillo lacrimoso de sus ojos—. Tenía un novio en Berlín que ansiaba casarse con ella, pero los negocios de papá habían roto de pronto su dicha obligándola a embarcarse. ¡Qué infortunio el suyo! ¡Y ella que amaba a este novio con toda su alma!…

Ojeda arriesgó tímidamente algunas observaciones. ¿Y el otro alemán que pasaba a bordo por pariente suyo? ¿Y el belga y los demás amigos?… Pero Nélida le contestó sin el más leve indicio de cortedad. Éstos le servían para divertirse. Era joven: aún no había cumplido diez y ocho años. La vida es corta y hay que aprovecharla. Nada le importaban las murmuraciones; todo se arreglaría al fin casándose, y ella estaba segura de encontrar en América un marido tan pronto como lo creyese necesario. Uno de la tierra no, porque todos en aquel país eran a la antigua, celosos, feroces, intratables en sus preocupaciones. Algún gringo, algún extranjero tentado por su belleza y la fortuna de papá. Y al decir esto sonreía de un modo cínico.

«Esta muchacha es loca —pensó Ojeda, asombrado por la rapidez con que se sucedían en ella las impresiones y la franqueza con que exponía su amoralidad—. ¡Una loca adorable!».

Como si repentinamente se arrepintiese de su cinismo, tomó Nélida una expresión melancólica. No pensaba hablar más con aquellos jóvenes que la asediaban a todas horas. Estaba aburrida de sus peleas y rivalidades; no le inspiraban interés. Faltaba algo en su vida, sin que ella se diese cuenta de lo que pudiera ser. Tal vez por eso había cometido tantas ligerezas y travesuras en el buque. Pero aquella misma noche había adivinado de pronto cuál era su deseo, qué es lo que le faltaba para sentirse dichosa. Y al decir esto, envolvió a Fernando en una mirada hambrienta.

«¡Qué loca!», siguió pensando él, mientras experimentaba la satisfacción del orgullo.

Dudaba un poco de la sinceridad de sus palabras y gestos. Tal vez este acercamiento no era más que un capricho de su carácter tornadizo. Pero aun así, sentía halagada su vanidad, y no dudó un instante en aprovecharse de la aproximación.

Nélida continuó explicando el pasado. Desde que vio a Fernando por primera vez, frente a Tenerife, no había podido olvidarle… Esperaba que se aproximase, pero él se mantenía siempre aparte, y la rutina social no permite que la mujer inicie ciertas cosas. Luego había sufrido mucho viéndole con ciertas mujeres —y la atrevida muchacha tomaba un aire pudibundo al recordar los amoríos de él en el buque—. Odiaba a la señora norteamericana, tan estirada y orgullosa, que nunca había contestado a sus saludos; odiaba también a aquella fea mal trajeada que iba con él en los últimos días. Esta amistad era indudablemente por reírse, ¿verdad?… ¡Un hombre como él exhibiéndose al lado de una pobre madre de familia!… Y al experimentar tales contrariedades había visto Nélida con claridad que era Fernando lo que ella deseaba.

Muchas veces había preguntado por él a su amigo Isidro, queriendo conocer detalles de su existencia anterior. Maltrana podía decirle el interés que le inspiraban todas sus cosas; cómo ella, que no ponía atención en la vida de los demás —pues bastante tenía con los asuntos propios—, había sido la primera en enterarse de su intriga con Mrs. Power, y cómo había protestado después al verle exhibiéndose junto a aquella verdosa mal pergeñada.

En este momento pasó Isidro junto a ellos por cuarta o quinta vez, mirando, tosiendo, haciendo esfuerzos para que Ojeda reparase en él y le diese motivo de intervenir en la conversación. Nélida le llamó.

—Acérquese, Maltrana. ¿Cómo le va?… Diga si no es cierto que yo le he preguntado muchas veces por este señor… diga si no me he quejado porque su amigo me miraba con cierta antipatía y parecía huir de mí.

Isidro se inclinó con una gravedad cómica. Exacto. Él lo afirmaba con toda clase de juramentos. Y al decir esto, sus ojos iban hacia Fernando, gozándose en su asombro por esta aventura inesperada. ¡Ah, varón digno de envidia!…

—¡Nélida!… ¡Nélida!

Era un llamamiento imperioso de su madre, asomada a la puerta del fumadero. Como de costumbre, dejó que se repitiera muchas veces sin prestar atención; hasta que al fin abandonó, refunfuñando, su asiento.

—¡Señora odiosa!… De seguro que no es nada que valga la pena… Alguna intriga de ésos para molestarme porque estoy con usted.

«Ésos» eran los adoradores, que vagaban desorientados por la cubierta desde que Nélida había huido de su compañía. Les había visto pasar repetidas veces ante ella, hablando en alta voz para atraer su atención, fingiendo luego que contemplaban el mar mientras aguzaban el oído queriendo sorprender algunas palabras de su diálogo… Iba a decirles a estos importunos lo que merecían por sus tenaces persecuciones y por mezclar a mamá en sus asuntos. ¡Qué atrevimientos se permitían sin derecho alguno!…

Cuando empezaba a alejarse con aire belicoso, se detuvo, volviendo sobre sus pasos.

—Espéreme aquí, Ojeda… No se vaya; ahora mismo vuelvo… Piense que me dará un disgusto si no le encuentro. Ya lo sabe… ¡quietecito!

Y le amenazó sonriente, moviendo el índice de su diestra. Al quedar solos Fernando y Maltrana, éste rompió a reír.

—Muy bien, ilustre amigo. Flojo escándalo han dado ustedes esta noche. No se habla en el buque de otra cosa.

El aludido hizo un gesto de extrañeza y asombro. Escándalo, ¿por qué?… Una simple conversación, como tantas otras que se desarrollaban en la cubierta a la hora del concierto.

—Es que la niña tiene su fama muy bien ganada. Y usted también empieza a gozar la suya, en vista de ciertos hechos recientes. Por eso al verles juntos de pronto, cuando hasta ahora no habían cruzado dos palabras, todos suponen un sinnúmero de cosas.

Y Maltrana imitó los gestos de escándalo de las señoras: «Un hombre tan serio y distinguido… siempre con sus libros o escribiendo… y de pronto se lanzaba a “flirtear” sin recato alguno… ¡Hasta con Nélida, que casi podía ser hija suya!… Fíese usted de los hombres. ¡Todos iguales!».

Ojeda se excusó. Él no había hecho nada para aproximarse a esta muchacha. Era ella la que lo había buscado de pronto, sin motivo visible.

—Así es —dijo Isidro—. Hace tiempo le predije lo que iba a ocurrir. Ya que usted no iba a ella, ella vendría a usted… Y ha venido: estaba yo seguro de ello.

Fernando hizo un gesto interrogante: «¿Y por qué?…».

—Vaya usted a saber… Ante todo, esa muchacha es medio loca: ya se habrá usted dado cuenta. Luego, la contrariedad de no verse buscada, su orgullo sublevado al notar que no conseguía su atención. A usted lo consideran buen mozo las matronas más austeras, y lo que es mejor aún, figura como el más «distinguido» entre los hombres serios de a bordo. Tiene también su poquito de leyenda misteriosa. Le suponen grandes amores en el viejo mundo, relaciones con duquesas, princesas o ¡qué se yo más!… En fin, con damas que llevan coronas bordadas hasta en las ropas más interiores, lo mismo que las heroínas de ciertas novelas. ¡Figúrese qué bocado magnífico y tentador para nuestra hermosa tigresa!

Fernando rio de este prestigio novelesco que le suponía su amigo.

—Además, usted ha empezado a distinguirse en los últimos días como un rival de Nélida en punto a escandalizar a las buenas gentes. Sus «flirteos» casi han llamado tanto la atención como los de esa muchacha. Ella y usted son los dos primeros amorosos de a bordo. Y Nélida no puede sufrir rivalidad alguna… ¡Un hombre que se distingue por sus amoríos y no se digna fijar los ojos en ella, que se considera la mujer más hermosa del buque!… No ha necesitado más para correr hacia usted.

Isidro había seguido de cerca la rápida transformación de Nélida. Hacía dos días que le hablaba a cada momento de su amigo con gran interés, preguntándole por su vida anterior. Aquella noche, después de la comida, se había peleado con los jóvenes de su banda en el jardín de invierno, sin saber por qué. Luego, en las cercanías del fumadero, nueva discusión, terminada con una ruptura insultante.

Los admiradores se habían alejado de ella, puestos de acuerdo con maligna solidaridad. Estaban seguros de que al verse sola, en el aislamiento en que la habían dejado las mujeres por sus travesuras anteriores, volvería a buscarlos forzosamente, por tedio y ansia de diversión. Pero Nélida había aprovechado este abandono para ir al encuentro de Ojeda, y ahora los adoradores, chasqueados por el fracaso, no sabían qué inventar para atraérsela.

—Ellos, sin duda, han sugerido a la madre su reciente llamada. Le habrán hablado del escándalo que da Nélida al exhibirse al lado de usted, y la mulatona, que desea reducir a su hija, sin saber cómo, les ha hecho caso.

Mostrábase optimista Maltrana, felicitando a su amigo por su buena suerte. ¡Cosa hecha! Aquella loca podía considerarla como suya. La familia no debía inspirarle inquietud; lo peligroso era la banda, todos aquellos jóvenes habituados al trato de Nélida, unos como amigos, en espera de algo mejor, otros en continua rivalidad, pero satisfechos de la parte de posesión que consideraban ahora en peligro.

Iban a indignarse al ver que un hombre serio, de mayor edad que ellos y que jamás había intervenido en sus fiestas, se llevaba el objeto de sus alegrías. ¡Ojo, Fernando! Había que mirar con cierto cuidado a esta juventud insolente, de varias nacionalidades, que no tenía motivo para guardarle respeto.

—La niña va a caer sobre usted como un fardo pesado. En tierra se resisten mejor estas cosas; aquí tendrá que aguantarla a todas horas. Ha perdido su trato con las mujeres; las más atrevidas sólo la saludan con un movimiento de labios, y al faltarle la sociedad de su banda, se refugiará en usted… ¡Afortunadamente, me tiene a mí, que puedo aligerarle de este peso!…

Apareció Nélida en la puerta del fumadero, mirando hacia el lugar donde estaban los dos amigos. Al ver a Ojeda inmóvil en su sillón, movió la cabeza con gesto aprobativo. Muy bien. Así le quería: obediente.

Mientras ella se aproximaba, Isidro se marchó.

—Hasta luego… Comprendo que estorbo. ¡Buena suerte!

Recobró su asiento Nélida vibrante y nerviosa, golpeando con el abanico un brazo del sillón. ¡Ah, su madre! ¡Aquella mulata antipática, a la que en nada se parecía! Siempre coartando su libertad, siempre con miedo a lo que diría la gente y hablando de virtud. ¡Y si ella repitiese lo que había oído a ciertas criadas viejas traídas de América, que servían a su madre desde el principio de su matrimonio!… La insufrible señora abusaba de su silencio riñéndola en nombre de la moral: una cosa excelente para la edad de ella, pero falta de significación y de utilidad para los verdes años de Nélida.

Se había peleado con la madre porque pretendía llevarla inmediatamente al camarote con el pretexto de que eran las once. Insultó luego en voz baja a los antiguos adoradores, que rondaban cerca de las dos para gozarse en su obra, y sin aguardar contestación había volado otra vez hacia Fernando.

—Si usted lo desea, me retiraré —dijo éste—. Yo no quiero que sufra molestias por mi culpa.

Ella se indignó, como si le propusiese algo contra su honor. Debía permanecer al lado suyo, ahora más que antes. Bastaba que le ordenasen una cosa, para ansiar con irresistible deseo todo lo contrario. ¡Ay, si no temiese estorbar a papá, que estaba jugando al poker con unos amigos! Sería suficiente una palabra suya para que interviniese con toda su autoridad, dejándola triunfante sobre la madre desesperada… Iban a tener que separarse dentro de unos instantes.

—Verá usted cómo llega el zonzo de mi hermano con la orden de que me vaya a dormir… Y tendré que obedecer a esa señora por no dar un escándalo. ¡Qué rabia!

Ojeda pensó con cierta inquietud en las complicaciones y contrariedades que iban a alterar su plácida existencia por obra de esta mujer. Habría de ganarse la simpatía de aquella señora cobriza, luchando además con la mala intención de los de la banda… Y todo ello por un resultado problemático, pues no estaba seguro de que en adelante se mostrase del mismo humor esta muchacha caprichosa y mudable.

Iba a arriesgar una proposición que significase algo positivo, a solicitar una promesa de verse al otro día en lugar menos público que la cubierta de paseo, cuando ella le miró imperiosamente y dijo en voz queda:

—A las doce… Le espero a las doce.

¿A las doce de qué?… ¿Dónde debía estar a las doce?… Nélida pareció impacientarse, al mismo tiempo que sonreía con cierta compasión. ¡Y afirmaban todos que Ojeda tenía talento!… A las doce de aquella noche; y en cuanto a lugar para verse, su camarote. ¿Cuál otro podía ser? Ella le esperaría con la puerta entornada. ¡Qué torpes eran los hombres!…

Así, con sencillez, sin dar importancia alguna a sus indicaciones. Cuando él titubeaba antes de formular una proposición, rebuscando palabras para hacerla más suave, ella había salido a su encuentro, abriéndole el camino rudamente.

Fernando movió la cabeza con gravedad, lo mismo que si se tratase de un lance de honor. Muy bien; a las doce llegaría puntualmente. Nélida dio detalles de su instalación. Ocupaba sola un pequeño camarote; en otro inmediato estaba su hermano; más allá sus padres, en uno más grande. Vería luz en la puerta entreabierta. No tenía más que llegar cautelosamente, arañar la madera… Pero se detuvo en sus indicaciones.

—¡Ya llega ese imbécil!… ¡La orden para ir a dormir!

El imbécil era el hermano, que se presentó saludando a Ojeda con voz balbuciente, mirándolo como a un personaje importante que inspira respeto y poca simpatía.

Nélida, al ponerse de pie, se desperezó con voluptuosa expansión.

Parecía más alta, como si su cuerpo se dilatase de los talones a la nuca con el serpenteo nervioso que corría por él.

—Buenas noches, señor… Encantada de las cosas lindas que me ha dicho. No olvide los versos.

La vio alejarse al lado del hermano, que trotaba, no pudiendo seguir sus pasos largos. La satisfacción de una nueva conquista, la inquietud de algo desconocido que iba a revelarse en breve, el orgullo de desobedecer a todos imponiendo su capricho, enardecían la briosa juventud de Nélida, dando nueva frescura a su animalidad triunfante y majestuosa.

Paseó Ojeda por la cubierta para entretenerse hasta la hora de la cita. ¿En qué día estaba?… Miércoles nada más. Era el mismo día en que había entrado por primera vez en el camarote de la Eichelberger. ¡Y él se imaginaba que iba transcurrido mucho tiempo, días y días, semanas, meses, desde esta aventura triste!

Las horas se deslizaban a bordo de un modo irregular, con una celeridad loca o una monotonía interminable, según eran los sucesos. Sólo habían transcurrido unas pocas, y otra vez iba a bajar cautelosamente al interior del buque en busca de una mujer en la que no pensaba poco antes. Si alguien le hubiese anunciado esto por la mañana, al levantarse, habría reído incrédulamente. Contaba con los dedos, para reconstituir en su memoria los sucesos de los últimos días. El domingo, víspera del paso de la línea, Maud. El lunes, la derrota y la burla que le hacían odioso el recuerdo de Mrs. Power. Al otro día, Mina, la melancólica, que había prolongado su dulce encantamiento hasta la tarde del día presente. Y ahora, Nélida, que venía hacia él contra toda lógica, cuando menos podía esperarlo; Nélida, «la de la boca de tigresa —como decía Maltrana en su afición a los apodos homéricos—, la de los ojos de antílope y la carne primaveral».

En cuatro días tres amores… La vida de a bordo quería borrar con la rapidez de los hechos la monótona languidez de su ambiente. En tierra, donde las personas, por más que se busquen, pasan al día muchas horas sin verse, habría necesitado cuatro meses, o tal vez más, para llegar a este resultado. Aquí todo era fácil, gracias al hacinamiento y el tedio de tantos seres distintos y contradictorios, obligados a convivir como las infinitas especies del arca diluviana.

Cerca de las doce cesó Ojeda en sus paseos. Deseaba bajar a la penúltima cubierta sin ser advertido. A estas horas podía llamar la atención verle en las profundidades del buque, a él, que tenía su camarote en el mismo piso del comedor. Las recomendaciones de Isidro le hicieron pensar con cierta inquietud en los jóvenes de la banda. Parecía disuelta esta noche al faltarle la presencia de la señorita Kasper, que era en ella el eje central, el polo de atracción. Algunos de sus individuos estaban diseminados en las mesas del fumadero, siguiendo las partidas de poker. Dos marchaban por la cubierta, y a Fernando le llamó la atención la frecuencia de sus encuentros, como si no le perdiesen de vista.

Aprovechó un momento en que estaba desierto el paseo para deslizarse por una escalera. Bajó dos pisos sin encontrar a nadie. Luego avanzó por un pasadizo, de puntillas sobre la tupida alfombra roja con grandes redondeles, en cuyo centro se ostentaba el nombre del buque. De algunas puertas surgían furiosos ronquidos. Creyó que sonaban detrás de él leves roces, como si alguien le siguiese. Se imaginó ver unas cabezas que le atisbaban asomadas a una esquina del corredor y que de pronto se ocultaron. Pero ya no podía retroceder, y siguió adelante, mirando los números de los camarotes.

La puerta estaba entreabierta, y antes de que él llegase se marcó en su estrecho rectángulo de luz la arrogante figura de Nélida. Iba vestida simplemente con un kimono azul, el mismo que Fernando le había visto comprar en Tenerife. Unos brazos blancos y fuertes, completamente desnudos y que esparcían un perfume de carne fresca recién lavada, salieron al encuentro de él, agarrándose a su pecho como tentáculos irresistibles.

—¡Entra, tonto! —ordenó imperiosamente con voz enronquecida al notar su vacilación—. Ésos andan por ahí… pero no importa. ¡Entra, no pierdas tiempo!

Y tiró de él rudamente, lo mismo que en las callejuelas de muchos puertos tiran de la marinería ebria brazos desnudos con adornos de latón surgiendo de ciertas casas.

Poco después de la salida del sol, despertó Ojeda en su lecho. Sonaba la música en el inmediato corredor, junto a la puerta del camarote. «Hoy es domingo», pensó, en la torpeza del despertar. Pero una extrañeza repentina disipó las últimas brumas de su sueño. Hizo un rápido cálculo de días. No, no era domingo. Además, la música sonaba alegremente una especie de diana de caballería que no podía confundirse con el solemne coral luterano. A continuación de esta diana, una polca saltona con locas cabriolas de clarinete, y luego se retiraron los músicos. «Debe ser una alborada en honor de alguno de los alemanes vecinos míos. Cualquiera diría que era para mí». Y Ojeda volvió a dormirse.

Dos horas después, mientras se vestía, quiso saber el motivo de esta música, preguntando al camarero que entraba con un jarro de agua caliente. El steward contestó rehuyendo sus ojos. Era un obsequio al pasajero de al lado, un alemán que pasaba las noches jugando en el café hasta que apagaban las luces. Sin duda, los amigos le habían dedicado esta alborada por ser su cumpleaños. Y vagó bajo su recortado bigote una sonrisa de servidor discreto que piensa en la hora de la propina y miente por no molestar al señor.

Arriba, en el paseo, el primero que le salió al encuentro fue Maltrana.

—¿Ha oído usted la música? —preguntó con cierto misterio.

Ojeda quiso mostrar que estaba bien enterado. Sí; era en honor de un vecino suyo que celebraba su cumpleaños.

—No, Fernando; la música era para usted… Cosas de esos chicos, que están furiosos por la traición de Nélida. Una ironía pesada y roma como sus zapatos.

Había sorprendido a primera hora las conversaciones de algunos de la banda, que comentaban con orgullo lo ingenioso de su burla. Al espiar a Ojeda en la noche anterior y enterarse de su buena suerte, habían tenido un conciliábulo en el fumadero, despertando después al jefe de la música para encargarle esta alborada. Era una felicitación que le dirigían los antiguos amigos de Nélida.

En el primer momento tuvo Fernando un arrebato de cólera. ¡A él con musiquitas!… Sentía deseos de insultar a todos aquellos jóvenes, con la temeridad que comunica a todo hombre un amor nuevo. Pero Isidro rio de su indignación. ¿Qué había de malo en aquello?… Podían seguir dedicándole obsequios de tal clase, si era su gusto, mientras él continuaba tranquilamente en el goce de su buena aventura. Con música, ciertas cosas resultan mejor… Y Fernando acabó por reír igualmente de una broma torpe que ridiculizaba a sus autores.

Maltrana le habló luego de Nélida. Debía sentir impaciencia por encontrarse con él. Media hora antes la había visto en el paseo mirando a todas partes, como si lo buscase. Ni siquiera había hecho sus arreglos matinales.

—Iba como si se hubiese vestido a toda prisa, y con la melena alborotada. Debe haber vuelto a su camarote para adecentarse un poco. Tiene hambre de verle. Pero ¿qué diabólico secreto es el suyo, Ojeda, para obtener tales éxitos? Debía comunicarlo a los amigos…

La proximidad de Nélida le hizo callar. Venía ahora la joven muy distinta de como la había visto Isidro poco tiempo antes. Sus crenchas cortas aparecían rizadas; acababa de vestirse un traje nuevo; se movía con menudos pasos empinada sobre altos tacones; adivinábase en toda ella una preocupación por embellecerse y agradar. Su rostro, bajo una capa reciente de polvos, parecía alargado, con leves oquedades en las mejillas, rastros sin duda de emociones debilitantes. Un círculo de sombra orlaba sus ojos, agrandándolos.

Cuando tomó la mano de Fernando la retuvo largo rato, mientras fijaba en él una mirada interrogante… ¿Contento? Él sonrió con la gratitud de un buen recuerdo, satisfecho a la vez de esta ansiedad de la joven por conocer el estado de su ánimo.

Adivinando Isidro lo inoportuno de su presencia, alejóse sin despedirse de ellos. Nélida, al verse sola, se aproximó más a su amante con un impulso de entusiasmo.

—¡Mi rey! ¡Mi dios!… ¡Mi… hombre!

Y faltó poco para que lo besase en plena cubierta. Él se dejaba adorar con un orgullo de varón satisfecho de su persona. Acordábase de Mrs. Power, comparándola con Nélida. Ésta, al menos, conocía la gratitud…

Pasearon juntos con imperturbable tranquilidad. Ella mostraba un visible deseo de espantar a las gentes con su atrevimiento, de enterar a todos de esta nueva aventura, que parecía enorgullecerla. Pasaron ante «el banco de los pingüinos» y ante sus vecinas «las potencias hostiles», con repentino malestar de Ojeda, que deseaba retroceder, pero no se atrevía a decirlo. Afortunadamente, a aquella hora sólo había unas pocas señoras, que fingieron no verles, y luego, a sus espaldas, se miraron con el ceño fruncido y moviendo la cabeza. «¡Qué escándalo!…».

Luego pasaron ante Isidro, que hablaba con Zurita de espaldas al mar. El doctor los siguió con un gesto de cómica admiración.

—Compañero, ¡y qué valiente es su paisano! Cada día con una… ¡y a su edad! Porque él no es ningún mocito… ¡Ah, gallego tigre!…

En las inmediaciones del fumadero estaban sentados unos cuantos de la banda, y al verles venir cambiaron miradas y toses. Ojeda se irguió arrogante, cual si presintiera un peligro. Pasó mirándolos con ojos de provocación, pero todos parecieron ocupados de pronto en importantes reflexiones que les hacían bajar la frente, y no se fijaron en él. Nélida, con un ligero temblor, mezcla de miedo y de placer, se agarraba convulsivamente a su brazo.

Fernando sonrió: mejor era así. ¡Si alguien hubiese osado la menor burla!… Y ella le escuchaba con asombro y satisfacción. ¿Habría sido capaz de pelearse por ella?… ¿Lo mismo que en las novelas o en el teatro?

Y como él contestase afirmativamente, sin jactancia, con sencillez, Nélida casi le saltó al cuello.

—¡Mi rey!… ¡Mi hombre!… ¡Lástima que estemos aquí! ¡Ay, qué beso te pierdes!

Encontráronse con el señor Kasper, que los acogió con toda la bondad de su rostro patriarcal. «Papá… papá». Su hija le besaba las barbas venerables, insistiendo en esta caricia con un runruneo de gata amorosa. El padre miró a Fernando con ojos dulces y protectores, como si un presentimiento le hiciese adivinar la realidad y lo considerase ya de la familia. El señor Kasper, que hasta entonces sólo había cambiado con Ojeda algunas palabras de cortesía, le habló con familiar confianza, haciendo elogios de su niña. «¡Esta Nélida!… Algo traviesa. No quiere obedecer a mamá… Pero es un ángel, un verdadero ángel». Y acariciaba sus cortos cabellos con una mano temblona de emoción.

Se habían sentado en un banco, colocándose ella entre los dos. ¡Qué felicidad!… Su padre a un lado, y al otro su hombre. Así deseaba quedar para siempre, mirándose en los ojos de Fernando, oyendo la voz del señor Kasper, una voz de predicador evangélico, que, a impulsos de la costumbre, pasó de los afectos de familia a hablar de negocios.

Daba consejos a Ojeda, demostrando gran interés por su porvenir. Bastaba que fuese amigo de la niña para que él considerase sus asuntos como propios. Debía proceder con mucha cautela en el Nuevo Mundo. Los negocios buenos eran abundantes, pero también las gentes sin conciencia que estaban a la espera de los recién llegados para abusar de su ignorancia. Él sabía que Fernando llevaba capitales para emprender allá algo importante. Maltrana le había hablado de esto. Y por afecto nada más, le ofrecía la ayuda de sus conocimientos para cuando llegasen a Buenos Aires… Porque él esperaba que su amistad no se limitaría a un simple conocimiento de viaje: tenía la esperanza de que en tierra aún serían más amigos.

—¡Quién sabe, señor, si llegaremos a hacer algo juntos! Yo tengo allá…

Y comenzó la exposición de una de las muchas empresas que, según él, le habían arrancado de su tranquilo retiro de Europa, no porque necesitase trabajar, sino porque era lastimoso permitir que se perdiesen negocios tan estupendos.

Nélida, casi de espaldas a su padre, no dejaba que Fernando le oyese con atención. Fijos sus ojos en los de él, buscaba al mismo tiempo una de sus manos, y llevándola detrás de su talle, la oprimía con invisibles apretones. A ella no le interesaban los negocios; podía hablar papá con su voz reposada y musical todo lo que quisiera: no le oía; a ella sólo le interesaba lo suyo. Y movió los labios sin emitir la voz, indicando con marcadas contracciones el mudo silabeo. Ojeda la entendió.

—¡Dueño mío!… ¡Mi dios!… ¡Te amo!

La mano oculta apoyaba estas palabras con fuertes estrujamientos.

Un amigo de Kasper vino a sacarle de la infructuosa predicación, libertando a sus distraídos oyentes. Le esperaban en el fumadero para empezar la partida matinal de poker.

—Hasta luego, señor. Los amigos me reclaman. Tiempo nos queda para hablar de estas cosas.

Y sonrió por última vez a Ojeda, como si contemplase en él un socio futuro de las grandes empresas ofrecidas generosamente.

Al verse libres los dos amantes de su verbosidad serena e inagotable, huyeron del banco, continuando el paseo. Hablaban de subir a la cubierta de los botes, cuando una voz los detuvo sonando a sus espaldas. «Nélida… Nélida…». Ahora era la madre la que salía a su encuentro para hacerla varias recomendaciones sin importancia. Fernando adivinó un pretexto para aproximarse a él. «¡Buen día, señor!». Sus ojos brillantes y húmedos de llama andina acompañaron el saludo con una mirada de atracción. Y sin saber cómo, se vio Ojeda otra vez formando parte de la familia Kasper bajo las miradas protectoras de la mestiza.

Se apoyaron en una barandilla frente al mar. Nélida mostrábase inquieta y displiciente, como si para ella fuese un tormento permanecer al lado de su madre. Por detrás de la cabeza de ésta hacía señas a Fernando; le hablaba con el movimiento silencioso de sus labios. «Vámonos: déjala». Pero él no podía obedecer, retenido por las palabras amables y las miradas de la señora, que se enfrascaba en un elogio de las cualidades de su hija.

—Es un poco loquilla y no hace caso del «qué dirán» de las gentes. Pero aparte de esto, muy hacendosa, ¿sabe, señor?… Y el día de mañana, cuando se case y siente la cabeza, será una excelente madre de familia. Crea que el marido que se la lleve no se arrepentirá.

Y miró a Fernando con ojos interrogantes, cual si le ofreciese esta dicha perpetua esperando ver en su rostro una sonrisa de agradecimiento.

Nélida, a espaldas de ella, continuaba su mímica. Estos elogios a sus facultades de dueña de casa y el deseo de verla madre de familia la hacían encogerse de hombros y contraer el rostro con gestos de repugnancia. «Vámonos —siguió diciendo mudamente—. No la oigas más».

La madre los dejó en libertad, adivinando de pronto lo inoportuno de su presencia.

—Sigan ustedes su paseo. Las viejas estorbamos siempre a los jóvenes.

Dijo esto con un aire de madre benévola y cariñosa, como si bendijese con los ojos la unión que veía en lontananza.

Al alejarse, Nélida intentó excusarla, avergonzada de sus expansiones maternales.

—No hagas caso. Es una señora a la antigua; una india. Todo lo arregla con matrimonio: todos sus pensamientos van a parar a lo mismo. Apenas me ve con un hombre, cree que debo casarme con él… Casarse, ¡qué vulgaridad!, ¡qué grosería!… ¿Quién piensa en eso?…

Y su protesta contra el matrimonio era realmente ingenua, como si le propusiesen algo que le inspiraba escándalo y horror.

El único de la familia que se mantuvo lejos de ellos en toda la mañana fue el hermano. Ojeda le era antipático: prefería a los de la banda. Su seriedad y sus años le inspiraban respeto. Además, tenía la convicción de que aquel señor jamás le convidaría a champán y cigarros, como los otros. Por esto, a pesar del ejemplo de sus padres, se mantuvo apartado del intruso que venía de repente a perturbar su vida.

Después del almuerzo, cuando Fernando tomaba café con Maltrana en el jardín de invierno, pasó Mrs. Power, saludándolo con un ligero movimiento de cabeza, sin la más leve emoción. Ojeda la miró también con indiferencia. Su figura arrogante apenas despertaba en él una remota vibración. Era como un libro olvidado que se encuentra de pronto y evoca la memoria de una lectura que produjo deleite, pero cuyo texto apenas puede recordarse.

Vio ascender luego por la escalinata a Mina llevando al pequeño Karl de la mano. El niño le miró, extrañándose de que no fuese hacia ellos lo mismo que antes. Pero la madre siguió su camino tirando de él, sin volver la cabeza, con la mirada perdida para no tropezarse con los ojos de Fernando. Un ligero rubor coloreaba su palidez verdosa: rubor de timidez, de arrepentimiento, de malos recuerdos.

La noticia de su amistad con la señorita Kasper había circulado por el buque con la rapidez que una vida ociosa y murmuradora comunicaba a todos las informaciones. Además, ella exhibía con orgullo su nueva conquista, y tal alarde tranquilizaba a Mrs. Power, que veía borrarse con él definitivamente todos los recuerdos. También alejaba a Mina, temerosa de la insolencia de Nélida. Unas cuantas horas de atrevida exhibición habían bastado para librar a Fernando de sus amoríos anteriores. La muchacha establecía el vacío en torno de ella. Todas las mujeres parecían temer la impetuosidad de este hermoso animal humano exhuberante de fuerza y juventud.

No tardó Ojeda en verla aparecer. Había hecho poco antes una rápida aparición en el jardín de invierno, pero huyó al notar que su titulado pariente el alemán y el barón belga ocupaban la misma mesa de sus padres, con un visible deseo de aproximarse a ella. Después de breve eclipse asomó el rostro a una ventana inmediata al lugar donde estaban Fernando y su amigo. El mudo movimiento de sus labios fue para aquél un lenguaje claro. «Ven…». Y al salir la encontró en la curva del paseo que él llamaba «el rincón de los besos».

Nélida le hablaba con una expresión autoritaria. Él era su dueño… su dios; pero debía obedecerla en todo. Aproximábase la hora de la siesta. En el jardín de invierno se abrían muchas bocas con bostezos de pereza. Las gentes deslizábanse discretamente hacia sus camarotes. Sonaban ronquidos en las sillas largas del paseo. Los duros varones, insensibles al voluptuoso aniquilamiento tropical, dirigíanse hacia la popa en busca de las tertulias del fumadero para reanimar su actividad. Sentíanse repelidos por el silencio y la calma que lentamente se iban esparciendo por la cubierta del buque, como si ésta fuese un claustro de convento a la hora de la siesta.

—Baja, dueño mío, ¿me oyes?… No tienes más que arañar la puerta. Yo abriré inmediatamente.

Le miraba con sus ojos enormes y ávidos, que parecían querer devorarle. La punta de su lengua asomaba como un pétalo de rosa entre los labios súbitamente abrasados. Arremolinadas por la brisa, aleteaban en torno de su frente las cortas melenas, dando a su cara un aspecto diablesco.

Ojeda experimentó cierto asombro. ¡Bajar al camarote!… ¡Tan pronto! Empezaba a inspirarle miedo esta lozanía esplendorosa y audaz de insaciables deseos. Pero tuvo buen cuidado de disimular su inquietud por orgullo sexual. «Dentro de media hora —repitió ella—. Mi dios… ya lo sabes». Muy bien; no faltaría. Y ella se fue con la satisfacción de que dejaba a sus espaldas un hombre feliz.

Bajó Fernando con las mismas precauciones de la noche anterior, pero esta vez no pudo notar detrás de sus pasos el atisbo del espionaje. Y cuando llevaba mucho tiempo en el camarote de Nélida sobrevino la más penosa de sus aventuras de a bordo: una escena ridícula, de la que se acordaba luego con cierto malestar, temiendo que el burlón Maltrana llegase a enterarse de ella alguna vez.

Golpes repetidos en la puerta, y la voz gangosa del hermano de Nélida, una voz que balbuceaba más que de costumbre por el temblor de la cólera: «¡Abre… abre!». Empujaba la puerta como si quisiera echarla abajo. Por un resto de prudencia habló a través del ojo de la cerradura: «Abre: tienes un hombre en la “cabina”… Se lo voy a decir a papá».

Nélida no se inmutó, como si estuviese habituada a tales escenas. Su cólera fue más grande que su miedo. Mascullaba palabras de furia contra el hermano imbécil. ¿Y no habría una buena alma que lo matase, para quedar ella tranquila?… Adivinó que eran sus antiguos amigos los que por despecho enviaban al hermano delator, luego de revelarle la presencia de Ojeda en el camarote.

—Métete ahí —ordenó imperiosamente, mientras reparaba el desorden de sus ropas ligeras.

Vacilaba él, no pudiendo adivinar el lugar señalado. ¿Dónde quería que se escondiese en aquella pieza tan pequeña?… Pero la muchacha le empujó rudamente, mientras seguían los repiqueteos en la puerta y las voces temblonas y amenazantes.

El doctor Ojeda, como lo llamaban para mayor honor muchos pasajeros, tuvo que agacharse y doblarse a impulsos de Nélida, y acabó por introducir su respetable personalidad debajo de un diván de exigua altura. Luego la joven colocó ante él, formando barricada, una maleta, un saco de ropa sucia y una gran caja de sombreros.

Fernando creyó morir entre la alfombra y los muelles del diván incrustados en su espalda. El calor era sofocante en este encierro, lejos del ventilador y de la brisa que entraba por el tragaluz. Apenas quedó acoplado en tal in pace, sintió que le dolían todas las articulaciones y que su pecho se aplastaba contra el entarimado como si fuese a romperse. Una cólera homicida se apoderó de él. ¡Ah, no! ¡No seguiría allí! Esto sólo podían resistirlo aquellos muchachos de la banda, a los que indudablemente habría escondido ella otras veces de igual modo. Iba a salir, aunque tuviese que matar al imbécil.

Pero no fue necesario. ¡Bueno estaba poniendo Nélida al hermanito!… Al abrir la puerta, lo agarró de un brazo, haciéndolo entrar a empellones. ¡Hasta cuándo se proponía molestarla con sus necedades!… Estaba en lo mejor de su sueño y venía a interrumpírselo con sus historias disparatadas. «Mira bien, zonzo… Abre los ojos, animal… ¿Dónde está el hombre, idiota?…». Y lo zarandeaba, iracunda, mientras el muchacho abría desmesuradamente sus ojos mirando a todos lados, y especialmente al vacío debajo de la cama, como si sólo allí pudiera ocultarse un intruso.

La convicción de su derrota le hizo bajar la cabeza tristemente. Los amigos se habían burlado de él: era una broma de las suyas. Y cuando, confesándose vencido, quiso ganar la puerta, su buena hermana no le dejó partir con tanta facilidad. Primeramente, al abandonar su brazo, le soltó dos buenos pellizcos retorcidos, y luego, junto a la salida, una bofetada sonora: «Para que me molestes otra vez». Quiso el muchacho devolver en igual forma este saludo de despedida, pero al bajar la mano sólo encontró la puerta que se cerraba de golpe y casi le aplastó los dedos.

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