Los argonautas

Los argonautas


XI

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XI

Al detenerse el trasatlántico, después de tantos días de marcha, una sensación de extrañeza pareció circular por todo él, desde la quilla a lo alto de los mástiles.

Fue poco después de la salida del sol, y todos los pasajeros, aun los menos madrugadores, despertaron casi a un tiempo, con el mismo sobresalto del que experimenta una dificultad repentina en sus órganos respiratorios.

Habituados al suave balanceo de la cama, al movimiento de péndulo de las ropas colgantes, al desnivel alternativo del piso, al escurrimiento de los objetos sobre mesas y sillas, como algo natural de esta existencia oceánica, sintieron todos cierta angustia viendo entrar cuanto les rodeaba en rígida inmovilidad. El oído, acostumbrado al roce incesante de las espumas en los costados del buque, al estremecimiento de la atmósfera cortada por el impulso de la marcha, al lejano zumbido de las máquinas extendiendo su vibración por los muros y tabiques del gigantesco vaso de acero, acogía ahora con extrañeza este silencio repentino, absoluto, abrumador, como si el buque flotase en la nada.

Adivinábase la presencia, más allá de los tragaluces de los camarotes, de algo extraordinario. El aire era menos puro, sin emanaciones salinas, con bocanadas de agua en reposo que olían a marisco en descomposición, y junto con esto un lejano perfume de selva brava.

Corrió la gente a las cubiertas casi a medio vestir, y sus ojos, habituados al infinito azul, tropezaron rudamente con la visión de las tierras inmediatas, costas negras cubiertas hasta la cima de bosques lustrosos, de un verde tierno, como si acabase de lavarlos la lluvia.

A ambos lados del buque alzábanse las montañas que guardan la entrada de la bahía de Río Janeiro. A popa, el mar libre quedaba casi oculto detrás de unas islas peñascosas con faros en sus cumbres. Frente a la proa, la bahía enorme estaba enmascarada por el avance de pequeños cabos que parecían cerrar el paso.

Contemplaba la gente el paisaje con la avidez de un descubridor que tras larga navegación alcanza una tierra desconocida, admirando la frondosidad de los bosques tropicales, la forma original de las montañas, todas ellas de bizarros contornos. Parecían bocetos de una estatuaria monstruosa derramados junto al Océano, restos del jugueteo de unas manos gigantescas que se hubiesen entretenido en amasar tierras y rocas. Unas alturas eran cónicas, de regular esbeltez; otras evocaban la imagen de una nariz colosal, de una frente con pestañas, de un mentón voluntarioso.

Estos perfiles se prestaban a diversas combinaciones imaginativas, como las nubes de una puesta de sol. Algunos pasajeros conocedores de la bahía enseñaban a los demás «el hombre que duerme»: una sucesión de cumbres y mesetas que en su conjunto imitan el contorno de un gigante entregado al sueño, con la cara en alto.

Semejantes por sus formas al titubeante ensayo de una Naturaleza en estado de infantilidad o a las primeras intentonas artísticas de un cerebro primitivo, estas montañas eran de un basalto negruzco, que traía a la memoria la corteza rugosa de la higuera o la dura piel del elefante. Entre los bloques, allí donde se había amontonado un poco de humus, elevábase triunfador el bosque tropical, compacta masa de intensa verdura —rayada de blanco por los troncos de los árboles— que invadía todas las pendientes, desde las riberas, en cuyas rocas peinaba el mar sus espumas, hasta las cumbres, rematadas por torres de vigía y baluartes fortificados.

El cocotero y la palmera daban al paisaje un tono de exotismo para la mirada de los europeos. Acostumbrados al pino parasol de las bahías mediterráneas y a los abetos de los puertos del Norte, saludaban con entusiasmo esta vegetación exuberante, que evocaba en su memoria antiguas lecturas de viajes, hazañas de aventureros, chozas de bambú, saltos de fieras, bailes de negros. Era América tal como la habían soñado: al fin iban a sentar el pie en el nuevo continente… Y el plátano grácil, coronado por el amplio surtidor de sus hojas barnizadas, extendíase por todo el paisaje, formando grupos en torno de las blancas construcciones de la playa, remontando los caminos en doble fila, tendiéndose sobre las mesetas en apretados bosques, festoneando las cumbres con la esbeltez de su tallo, que le hacía destacarse sobre el cielo lo mismo que el estallido de un cohete verde.

El vapor permaneció inmóvil algún tiempo, esperando la llegada del práctico. Nadie alcanzaba a ver la ciudad, oculta detrás de los repliegues del terreno. Una neblina roja flotando a ras del agua ensombrecía el último término de la bahía enorme, comparable a un mar interior oprimido entre montañas.

Los que habían presenciado poco antes la salida del sol, recordaban admirados el espectáculo. Era un astro de monstruosas proporciones, hasta parecer distinto al del otro hemisferio, inflamado al rojo blanco y que lo incendió todo con su presencia: aguas, tierras y cielo. La aparición había sido rápida, fulminante, sin el anuncio de nubecillas rosadas ni gradaciones de luz, sin asomar poco a poco su esfera, como en los amaneceres del viejo mundo. Se había roto el horizonte en llamas lo mismo que en una explosión, surgiendo el astro cielo arriba, cual un proyectil inflamado, para no detenerse hasta que su reflejo trazó una ancha faja de resplandor sobre las aguas de la bahía. Y de esta faja, que ondulaba como el galope de un rebaño luminoso, escapábanse fragmentos de oro al encuentro del buque, se deslizaban por sus flancos y huían entre las espumas de las hélices, puestas de nuevo en movimiento.

Brillaban los peñascos de basalto, semejantes a bloques de metal; centelleaban, cual si fuesen proyectores eléctricos, los tejados y los vidrios de las casas de la playa; los bosques despedían luz: cada hoja era un espejo. Los remates de las torres y los mástiles de los buques anclados en la bahía serpenteaban como espadas ígneas por encima de la niebla.

Avanzó el Goethe con majestuosa lentitud, partiendo las aguas de fuego, deslizándose ante las pendientes boscosas, cuyo verdor estaba interrumpido a trechos por unas fortificaciones viejas, de teatral inutilidad. Las baterías modernas, ocultas en el suelo, apenas si se delataban por las gibas de sus cúpulas movibles.

Las magnificencias interiores de la bahía iban desarrollándose ante la muchedumbre agolpada en las bordas del trasatlántico. Aparecían entre los cabos de basalto coronados de vegetación extensas playas con pueblecitos de color rosa y torres de iglesia blancas, rematadas por una cúpula de azulejos. Estas construcciones, que recordaban por sus formas la originaria arquitectura portuguesa, adquirían un aspecto criollo con el adorno del cocotero, el banano y otras plantas tropicales formando bosques en torno de ellas.

Una ciudad flotante pareció surgir del fondo de la bahía según avanzaba el Goethe, elevando sobre la inmensa copa azul las líneas obscuras de sus chimeneas, mástiles y cascos. Eran construcciones monstruosas erizadas de cañones, acorazados de color verdoso ligeros avisos, buques mercantes de todas las banderas. Por las calles y encrucijadas de esta urbe flotante que descansaba sobre sus anclas pasaban y repasaban, diminutos y movedizos como insectos acuáticos, botes y lanchas de diversos colores, con penachos de humo, velas izadas, o moviéndose solos, sin un propulsor visible.

Comenzaron a verse fragmentos de la gran ciudad. El núcleo principal ocultábanlo unas colinas, pero por detrás de ellas asomaron, cual blancos tentáculos, los bulevares vecinos al mar, las luengas barriadas que la ponen en contacto con los pueblos inmediatos. Frente a Río Janeiro, en la ribera opuesta de la bahía, alzábase otra ciudad blanca, Nictheroy. Enviábanse las dos, por encima de la enorme extensión azul, el centelleo de sus techumbres y vidrieras, convertidas por el sol en placas de fuego. Unos vapores iguales a casas flotantes iban de una a otra orilla, estableciendo la comunicación entre ambas poblaciones.

Así como avanzaba el trasatlántico, parecían despegarse de las costas jardines enteros con vistosas construcciones; colinas que sustentaban cuarteles y fuertes; pedazos de roca lisa sobre cuyo lomo de elefante se redondeaban las cúpulas de una batería. Eran islas separadas de la tierra firme por estrechos canales. En otros sitios se introducía el mar tierra adentro, formando hermosas ensenadas con paseos frondosos y blancos palacios en sus bordes. Desde el buque alcanzábase a ver el paso veloz de los automóviles por estas riberas.

Los pasajeros conocedores de la ciudad iban señalando en las montañas más abruptas unos rosarios de hormigas que rampaban entre la obscura vegetación: tranvías funiculares, de una pendiente casi vertical; vagones colgantes que escalaban las cumbres de bizarras formas, puntiagudas como agujas, corcovadas cual una joroba gigantesca, enhiestas y finas lo mismo que un minarete o un hierro de lanza.

Iba aproximándose el Goethe a la ciudad. Apareció ésta detrás de dos islas coronadas de palmeras, avanzando sus primeras casas entre pequeñas colinas en forma de panes de azúcar. Las construcciones destacaban sus fachadas de un rojo veneciano o amarillas sobre la masa obscura de los jardines. Navegaba el trasatlántico en aguas pobladas de reflejos. Los buques y los edificios se reproducían invertidos en su profundidad. Ondulaban en este espejo los mástiles y las arboledas, como serpientes de varios colores. El Goethe, al avanzar, rompía en mil pedazos este mundo fantástico, y los fragmentos de buques y casas alejábanse en los repliegues de las temblonas aguas, sobre las cuales aleteaban las gaviotas.

Rompió a tocar la música del trasatlántico una marcha de belicosa trompetería. Los pasajeros del castillo central admiraban los esplendores de la bahía. La muchedumbre emigrante, amontonada en la proa y la popa, gritaba sin saber por qué, deseando exteriorizar su alegría, saludando con una explosión de vítores, bramidos y silbidos a los buques inmóviles que quedaban atrás del Goethe. Y en las cubiertas de estas naves, los tripulantes, arremangados, interrumpían las faenas de la limpieza para responder al popular saludo con un griterío idéntico. En torno al trasatlántico comenzó a evolucionar un enjambre de vaporcitos y lanchas automóviles con gentes ansiosas de subir a su cubierta. Cruzábanse entre ellas y los de arriba gritos de saludo, agitaciones de pañuelos.

Se despedían los compañeros de viaje con generosos ofrecimientos, a pesar de que unos y otros tenían la certeza de no verse más. Cambiábanse tarjetas con profusión. Los caballeros brasileños besaban las manos de las damas, inclinándose por última vez con solemne cortesía. Ofrecían sus casas en remotos lugares del interior, y los que continuaban el viaje sonreían agradecidos, cual si pensasen hacerles una visita dentro de breve plazo.

Todos se habían vestido trajes de calle, lo mismo los que se quedaban en Río Janeiro que los que seguían la navegación. Estos últimos eran los más impacientes por bajar a tierra. Tenían las horas contadas para visitar la ciudad, y el retraso del buque en acercarse al muelle era acogido por algunas mujeres con pataleos de impaciencia, como si temiesen no desembarcar a tiempo y que la mágica urbe de belleza tropical se desvaneciese de pronto.

Así como el trasatlántico avanzaba tierra adentro, cada vez con mayor lentitud, hacíase sentir un calor húmedo, asfixiante. Ya no soplaba la brisa del Océano libre, aumentada por la velocidad de la marcha. El buque, casi inmóvil, caldeábase con la temperatura de aquel pedazo de mar encerrado entre montañas. Y todos pensaban en lo que sería este calor cuando bajasen a tierra. Los cuellos almidonados y brillantes empezaban a reblandecerse; las manos enguantadas sufrían el tormento del encierro. Muchos empezaban a arrepentirse de su afán de acicalamiento, que les había hecho sustituir los blancos trajes de a bordo con otros más elegantes pero calurosos.

Ojeda encontró a Nélida que venía en busca de él; pero una Nélida casi desconocida, con gran sombrero cargado de flores y un traje vistoso. Era la primera vez que la veía así. Le gustaba más la otra, la de la cabeza descubierta, la blusa blanca o el kimono suelto. Encontraba ahora en ella un aire torpe de burguesilla endomingada.

Pero la joven, sin adivinar estos pensamientos, aprovechó el desorden de la cubierta para repetir una vez más su seducción. Si Fernando quería, aún era tiempo. Guardaba ella en un bolso pendiente de la diestra su dinero, sus alhajillas, todo lo de algún valor que podía servir para la fuga. Él no tenía más que ordenar que echasen su equipaje a tierra: Nélida abandonaría gustosa el suyo. Les era fácil escabullirse en la confusión del desembarco.

Ojeda, en vez de contestar afirmativamente, parecía compadecerse de ella, con la misma conmiseración que si fuese una enferma. ¡Ah, cabeza loca!… Bastante la había hablado en la noche anterior para hacerla comprender lo absurdo de su proposición. Luego se había marchado cabizbaja, sin invitarle a que la siguiese a su camarote y sin mostrar deseos de ir al suyo, con visible mal humor, pero convencida en apariencia. Y ahora, después de una noche de reflexión, tornaba con las mismas proposiciones, como si en su pensamiento movedizo no pudiese abrir surco el consejo ajeno.

—Si tú no quieres —insistió ella con enfurruñamiento—, si te niegas a acompañarme, huiré sola. No te necesito: empiezo a conocerte. Un egoísta… como todos.

Exaltándose con sus propias palabras, le miró hostilmente y aproximó su rostro a él, como si le costase trabajo emitir la voz, enronquecida de pronto.

—No me quieres. No me has querido nunca. Te has burlado de mí… ¡Y yo que te creía distinto a los demás!… ¡Ah, si estuviésemos solos!… ¡Si estuviésemos solos!

Oprimió convulsivamente el puño de la sombrilla que le servía de apoyo, mientras un fulgor de acometividad pasaba por sus ojos. Resurgió en ella la educación de los primeros años. Era la niña de estancia, acostumbrada a presenciar las peleas de los peones y las crueles hazañas de su hermano.

Pero no tardó en arrepentirse de su cólera. Era demostrar tristeza y despecho por la negativa de aquel hombre. Prefirió reír, con una risa forzada, insolente, despectiva.

—Adiós. No me hables más; como si nunca nos hubiésemos conocido… La culpa la tengo yo, por haberte hecho caso.

El despecho la hizo olvidarse de quién había sido el primero en desear la aproximación. Ella sólo podía imaginarse a los hombres marchando suplicantes tras de sus pasos y diciendo la palabra inicial. Se apartó de Ojeda con gesto pensativo, buscando un insulto que conocía de muchos años antes, tal vez desde que aprendió a hablar, pero del cual no podía acordarse. De pronto, sonrió con pueril expresión de venganza. «¡Gallego!…». Y le volvió la espalda orgullosa de este saludo de despedida.

Fernando se encogió de hombros, satisfecho y molesto al mismo tiempo. Llegaba la deseada liquidación de su vida oceánica. Había bastado que el buque se aproximase a tierra, para que se rompiesen por sí solas todas las relaciones establecidas en el curso de la navegación. Nélida huía; la pobre Mina se ocultaba, como si experimentase mayor vergüenza que él; Maud apenas era un vago recuerdo…

Pasó la norteamericana varias veces junto a él, sin reparar en su persona, y hasta lo empujó en una de estas evoluciones. Iba trémula, de un costado a otro del buque, erguida dentro de un elegante vestido de viaje, flotando sobre su espalda un largo velo y agitando un pañuelito en la diestra. Sonreía a un bote automóvil que evolucionaba en torno al trasatlántico. En la popa de aquél estaba sentado un buen mozo con pantalones de franela blanca, sombrero de paja y una flor en la solapa de su americana azul. Ojeda lo reconoció, recordando la fotografía entrevista una vez: era míster Power.

Acababa de detenerse el buque, bajando su escala para recibir a los empleados del puerto encargados de revisar sus papeles. Aparecieron en las cubiertas varios marineros mulatos o blancos, pero todos por igual de obscura tez y extremadamente enjutos de carnes. Eran la escolta de los funcionarios del puerto. Saludaron éstos a la oficialidad del buque con grandes curvas de sus chapeos de paja, y entraron luego en el comedor, donde estaban extendidos los documentos entre botellas de cerveza hamburguesa.

Con estos brasileños subieron muchos de los que esperaban en los botes. Ojeda vio que Maud se abalanzaba hacia la escalera de los salones. Míster Power entró al mismo tiempo en la cubierta, con toda la lozanía de su atlética belleza, para recibir, conmovido y ruboroso, el abrazo violento de la señora, que casi se colgó de su cuello. Llovieron besos sobre su bigote recortado, besos ruidosos que a Fernando le pareció que iban dedicados a su persona con una intención maligna. Fingía no verle; estaba de espaldas a él, pero no por esto ignoraba su presencia.

«¡Esta mujer!… —exclamaba Ojeda mentalmente—. ¿Qué mal le he hecho yo? ¿Por qué ese deseo de hacerme rabiar, como si quisiera vengarse de algo?…».

Sorprendió una rápida mirada de ella, pero no pudo ver más. Mrs. Power tiraba de su marido. ¡Ah, su grandote, su grandote adorado! ¡Las cosas que tenía que contarle!… Y desaparecieron en apretado grupo, con dirección al camarote, como si a ella faltase el tiempo para dar sus noticias al hermoso hombretón que la seguía con ojos admirativos y sumisos.

Otra que se marchaba odiándole, pero sin quejas ni reclamaciones. ¡Adiós para siempre!… ¡Que fuese muy feliz!

La voz de Maltrana sonó detrás de él respondiendo a su pensamiento.

—No me negará usted que ha sido una escena tiernísima. ¡Qué manera de dar besos tiene esa señora!… Y el simpático mister tranquilo y dichoso, sin ocurrírsele que en uno de estos buques, en mitad del Océano, pueden suceder muchas cosas.

Vio iniciarse un gesto de desagrado en la cara de su amigo por la imprudencia de tales palabras, y se apresuró a cambiar de conversación, fijándose en «el hombre lúgubre», que estaba a pocos pasos de ellos contemplando la ciudad.

—Mírelo… tan tranquilo, como quien no teme nada. Pero toda su calma debe ser pura comedia; por dentro quisiera yo verle. Debe temer que le echen el guante de un momento a otro. Aquel bote de la Aduana con marineros y soldados viene seguramente por él… Siento mucho no presenciar la escena; resultará interesante la apertura del camarote misterioso… Pero el deber es el deber, y apenas toquemos en el muelle me lanzo a tierra con los míos.

Se contemplaba de los pies a los hombros, satisfecho de su aspecto, enfundado en un traje de lanilla negra, que le hacía sudar, ocultas las manos en guantes obscuros y sosteniendo en una de ellas un saquito de viaje.

No era este equipo el más cómodo para bajar a la calurosa ciudad de Río Janeiro; pero el honor, así como impone sus exigencias, tiene igualmente sus uniformes, y el juez supremo de un encuentro estaba obligado a presentarse con el ceremonial propio de su grave investidura. En el saquito de mano llevaba las dos armas que había podido juntar para el combate, después de largas rebuscas y comparaciones entre los revólveres de los pasajeros.

Los otros padrinos, que se veían mezclados en un duelo por vez primera, no le ayudaban en nada, alegando su ignorancia. Isidro, a última hora, dudaba de su trabajo. Tal vez resultase el encuentro algo en desacuerdo con las reglas; pero el tiempo apremiaba, sólo podían disponer de unas horas, y él había hecho todo lo que creía oportuno. La busca de lugar para el combate era lo que más le preocupaba en esta tierra desconocida. Unos muchachos argentinos, recordando sus paseos por Río Janeiro al ir a Europa, se ofrecían a guiarle a cambio de presenciar el duelo.

Algunos pasajeros, reparando en Maltrana y su fúnebre aspecto, le pedían noticias. ¿Pero decididamente iban a llevar adelante aquella locura?… La proximidad de la tierra parecía devolver el buen sentido a las gentes. Otros, que habían admirado el día anterior estos preparativos de muerte, se reían ahora de ellos. La mayoría no se acordaba del suceso. Toda su atención se concentraba en el deseo de pisar cuanto antes aquella tierra maravillosa, para comprar flores, comer frutas frescas y tomar asiento en un café de la Avenida Central, viendo caras nuevas.

Uno de los testigos, comerciante alemán, sentíase influenciado de pronto por la opinión de los más, y apelaba al buen sentido de aquel señor que hablaba en público con tanto éxito. «Señor Maltrana: ¿no era absurdo que dos hombres de bien como ellos se prestasen a esta niñada peligrosa?… ¿No estaban a tiempo para que los adversarios escuchasen una buena palabra?…». A él le obedecería su compatriota, representante de una casa honorable, que no podía comprometer su prestigio y sus muestrarios en locuras impropias de la seriedad comercial. Que el orador, con su poderosa labia, se encargase de convencer al belicoso barón.

Debían bajar juntos, pero solamente para almorzar en un buen hotel, dándose explicaciones a los postres los dos rivales; y él, por amor a la buena amistad y la concordia, iría hasta el sacrificio, pagando el champán a toda la compañía… Pero el señor Maltrana cerraba los oídos a tales intentos de seducción. Además, el belga no cejaba en su guerrera tenacidad.

Un joven argentino iba desde el día anterior detrás de Maltrana, participando con cierta admiración en sus preparativos, ayudándole en la busca de las armas, consultando a los camaradas que conocían los alrededores de Río Janeiro para escoger el lugar del combate. Nunca había presenciado duelos, y mostraba gran interés por ver uno de cerca.

Nacido en una provincia del interior, con la tez algo cobriza, las cejas en ángulo y el pelo duro y espeso, «el amigo Gómez», como le llamaba Isidro con su fraternal exuberancia, mostraba un entusiasmo reconcentrado al hablar de armas y peleas. Aunque vestía a la última moda, con minuciosa corrección, repitiendo los gestos y frases aprendidos durante un año de gran vida europea, este gentleman de tez amarillenta se ponía de color de ladrillo y le brillaban los ojos siempre que giraba la conversación sobre actos de valor, y escenas de muerte, como si resucitase en su sangre la acometividad de los abuelos españoles y de los abuelos indígenas, entreverados en luengos siglos de peleas.

Había oído muchos tiros y visto caer algunos cadáveres. Por tradiciones de familia se mezclaba allá en su provincia en las cosas de la política. Cada elección era una batalla. Los peones iban a votar en cuadrilla detrás de él con el revólver o el cuchillo al cinto. Insultaban los del gobierno: intervenía la policía en favor de éstos; descarga general de una parte y de otra; muertos que se desplomaban sobre la urna de la elección, balazos curados secretamente en un rancho apartado, sin intervención de médicos y de jueces… ¡y hasta la otra!… Él sabía con qué gestos mueren los hombres; pero desafío tal como aparece en comedias y novelas, no había visto ninguno, y sentía impacientes deseos de presenciar esta ceremonia mortal, respetándola de avance como algo misterioso, de imponente liturgia, digno de asombro cual todas las cosas extraordinarias que había admirado en Europa. Por esto agradecía los ademanes protectores de Maltrana, su promesa de llevarle con él para que presenciara el encuentro en lugar preferente, sin perder detalle.

Acabó de detenerse el Goethe junto a un amplio muelle lleno de gentío. Entre las familias que esperaban a los pasajeros, vestidas todas de colores claros y con sombreros de paja, destacábanse algunos grupos de cargadores negros, que eran objeto de admiración para los niños y criadas de a bordo. El muelle estaba cerrado por una verja, detrás de la cual formábanse en filas los automóviles de alquiler esperando a los desembarcantes. La Avenida Central abría en último término su amplia perspectiva, con edificios de diversos estilos rematados por torres puntiagudas, y aceras de pedernales blancos y negros formando mosaico.

Empujáronse los viajeros en las inmediaciones de la escala, que descansaba ya sobre el muelle. Todos querían salir a un tiempo, como si a sus espaldas se desarrollase un peligro, y apenas pisaban tierra llamábanse unos a otros, formando grupos. Caminaban con lentitud, cual si extrañasen el suelo firme, aceptando inmediatamente las ofertas de los guías y los conductores de automóviles.

Sentían un ansia de novedad, de verlo todo de una vez, como descubridores que acabasen de abordar a una tierra desconocida.

Disponían de poco tiempo. Junto a la escala, el mayordomo y los camareros repetían a los fugitivos que el buque iba a partir a las doce en punto: ni un minuto de retraso.

Ojeda se vio solo en el muelle. Casi todos los pasajeros estaban ya en la Avenida. Isidro había salido de los primeros, con la gravedad de un notario, vestido de negro, sin soltar el bolso, volviendo la cabeza para recontar su gente: los adversarios, los padrinos, «el amigo Gómez» en clase de protegido suyo y dos jóvenes argentinos agregados a la partida con el carácter de espectadores. Habían ocupado tres automóviles, saliendo en fila a toda velocidad, piloteados por Gómez, que señalaba el rumbo desde el pescante del primer vehículo. ¡A morir los caballeros!…

Aceptó Fernando los ofrecimientos de un chófer mulato, y fiado a su capricho, emprendió una excursión por Río Janeiro. Casi tendido en el automóvil contempló el desfile de calles y paseos, que volvían ahora a su memoria como vagas imágenes de viajes anteriores, pero con grandes reformas.

Corrió la Avenida, poco concurrida a aquella hora matinal. Sus preocupaciones de europeo le hicieron sentir extrañeza al ver junto a los negros mal pergeñados y las negras hinchadas, de jeta monstruosa, con un pañuelo arrollado sobre la cabeza crespa, otros de la misma raza vestidos elegantemente, moviendo con petulancia su bastón y con una flor en la solapa. Damas de idéntico color ostentaban las últimas modas de París, balanceando con orgullo las caderas y sus enormes vecindades, avanzando el belfo desdeñoso bajo el ala de un sombrero floreado.

Luego pasó por las avenidas de Bota Fuogo y Beira-Mar, viendo a un lado el terso azul de las ensenadas y al otro palacios y hoteles modernos con sus jardines de tropical vegetación, en los que predominaba la hoja ancha y abaniqueante. De vez en cuando abríanse en estas masas de construcciones recientes calles angostas con una doble fila de palmeras. Extendían sus plumajes a una altura tres o cuatro veces mayor que la de los edificios, rectas como los fusteles de una columnata, alineadas lo mismo que una tropa de soldados viejos, y ofreciendo en el fondo la rápida visión de un palacete de láctea blancura.

Otras veces era una iglesia la que aparecía igualmente blanca, de una alba intensidad, sólo comparable a la de la espuma, con caperuza de tejas verdes y azules, y en torno de ella gráciles palmeras y rosales gigantescos.

Fernando, ante estos vestigios de la época del Imperio, evocaba en su imaginación el típico caballero del Brasil tradicional, tal como lo había visto en libros y grabados: galante en sus maneras, sentimental y poético como un lusitano, la cara enjuta y pálida, con ancha perilla, sudando bajo la levita negra y el cilindro lustroso del sombrero de copa, un quitasol bajo el brazo y unos pantalones blancos de hilo por toda concesión al clima de su país esplendoroso.

El automóvil lo llevó hasta una playa a través de desfiladeros y túneles perforados en el basalto, después de los cuales reaparecía el caserío. Siguió caminos abiertos en cornisa entre la bahía luminosa y unas pendientes casi verticales cubiertas de bosques de un verde metálico. Atravesó suburbios poblados por gente de raza africana, en los cuales el sonido de la trompa hacía asomar a las puertas unas negras enormes, tetudas, encorvadas por el volumen de sus vientres colgantes, y hacía correr tras de las ruedas un sinnúmero de pequeños diablos desnudos, con la cabeza como una bola de estopa aceitosa, y ostentando en mitad de su abdomen el ombligo en relieve igual a un botón.

Pasó Ojeda mucho rato en el Jardín Botánico, admirando las gigantescas palmeras. Resquebrajadas por una larga vida, sonoras al golpe lo mismo que columnas huecas, iban saltando cual escamas de vejez los ramajes secos y las cortezas, con un estrépito agrandado por la altura del desplome. La proximidad de una montaña, cerrando el paso a toda brisa, hacía más intenso el calor.

Huyó sudoroso de este invernáculo, y otra vez le llevó el automóvil a la Avenida como si diese por agotadas las novedades de la ciudad. El chófer hablaba de los hermosos alrededores, se ofrecía para llevarle a Tijuca, ponderando la maravillosa frondosidad de sus bosques.

En la terraza de un café se agitó una sombrilla con movimientos de saludo. Luego, dos personas abandonaron una mesa, corriendo hacia el automóvil, que se detuvo instantáneamente. Eran Nélida y su hermano.

Sonrió ella a Fernando, como si nada hubiese ocurrido entre los dos, acariciándole con sus ojos. El hermano experimentó una rápida simpatía por Ojeda a verle en automóvil, y sonrió igualmente, alabando el buen aspecto del vehículo. Se contenía para no saltar al pescante tomando asiento al lado del conductor.

Nélida se lamentó de la pesadez de sus padres. Imposible ver nada con estos viejos. Habían dado un rápido paseo por la ciudad, y allí estaban, en la terraza del café, agobiados por el calor, hablando de volverse al buque, sin fuerzas para emprender una nueva excursión. Y ella y su hermano protestaban, ansiosos de verlo todo.

—Llévanos contigo —murmuró al oído de Fernando.

Y sin esperar su aprobación, dio algunos pasos hacia el café para hablar con sus padres, pero sin acercarse a ellos. «Papá, mamá: nos vamos con el doctor Ojeda». Tampoco se tomó el trabajo de escuchar su respuesta. Dio un empujón al hermano. «Anda, zonzo; trépate en el automóvil al lado del chófer». Y mientras el «zonzo» la obedecía, ella se sentó junto a su amante. Partió el vehículo a toda velocidad, sin que ninguno de ellos pudiese oír las recomendaciones que hacía la madre, incorporada en su asiento.

Ojeda no sabía adónde ir, y consultó a Nélida. «A un sitio lindo», repitió ésta varias veces. Y el chófer, como si después de tales palabras fuese imposible una equivocación, emprendió el camino de Tijuca.

Ella tomó una mano del amante entre las suyas, y al recostarse en el asiento casi descansó la cabeza en su hombro. Mostrábase arrepentida de su escena en el buque pocas horas antes. Fernando conocía su carácter; debía perdonarla. Y con este deseo de perdón, faltó poco para que lo besase en plena calle.

Pasaban junto a ellos otros automóviles descubiertos con pasajeros del Goethe. Parecía haberse multiplicado su número prodigiosamente al fraccionarse en grupos. Casi todos los vehículos que rodaban a aquella hora por la ciudad estaban ocupados por ellos. Se les veía igualmente en los tranvías o estacionados en las puertas de tiendas y cafés. Saludábanse con espontáneo gozo, manoteando y gritando cual si fuesen compatriotas que se tropezaban después de larga ausencia.

Alarmado Fernando por estos encuentros, recomendó a la joven cierta prudencia en su actitud. Podían verlos: después serían los comentarios en el buque. Además, señalaba al hermano, sentado a dos pasos de ellos, mostrándoles la espalda, mientras intentaba asombrar al chófer con su vasta erudición en marcas de automóviles. Pero Nélida levantó los hombros. ¡Lo que le importaba aquel tonto! ¡Ojalá arreglase Dios las cosas de modo que cayese del asiento y las ruedas lo convirtiesen en papilla!…

Luego apretaba la mano de Fernando con más fuerza, mirándose en sus ojos.

—Viejito mío, di que me perdonas… ¡Ay, si tú quisieras!, ¡si tú quisieras!

Otra vez despertó en ella el deseo de la fuga. Hablaba de esto sin recato, como si el hermano no pudiese oírla. Aquel infeliz no existía para ella: lo despreciaba. Y sin embargo, por una contradicción de su carácter, sentía a la vez gran miedo pensando en lo que podría decir cuando llegase a Buenos Aires.

Aún estaban a tiempo. Ella imploraba la conformidad de Fernando poniendo unos ojos suplicantes. Abandonarían al hermano con cualquier pretexto, y éste se volvería al buque con sus padres, cansado de esperar.

Pero Ojeda acogió tales proposiciones con una sonrisa de conmiseración. Era una loca: inútil todo esfuerzo para disuadirla. Ella apeló entonces a las lágrimas, último recurso femenil; y Fernando, para distraerla, comenzó a ensalzar la belleza del paisaje. Interrumpía sus desesperadas reflexiones con llamamientos para que fijase los ojos en la tupida arboleda y la maravillosa vista de la bahía. El remedio fue eficaz.

—¡No me quieres, me has engañado! —gemía Nélida—. Me dejas ir al encuentro de mi hermano. Tú serás responsable de lo que ocurra.

Y cuando más afligida parecía, la vista de un arroyuelo entre las peñas, de un árbol enorme, o del mar lejano ofreciéndose a través de la columnata de troncos, la hacían incorporarse en su asiento a impulsos del entusiasmo y sonreír, complacida, mientras unas lágrimas retrasadas se desplomaban de sus párpados, enrojeciendo su nariz.

El automóvil había dejado atrás los suburbios de Río Janeiro. Subía por un camino tortuoso, entre bosques, hacia el poblado de Boa Vista, y a cada revuelta agrandábase el panorama y era más fresco el viento.

A un lado de la pendiente extendía la montaña su rápido declive de rocas obscuras, de una rugosidad paquidérmica. El humus fecundo, la temperatura tropical, la humedad que manaba por todas partes, habían cubierto estas laderas de prodigiosa vegetación.

Surgía de la tierra amontonada entre los bloques negros, de las grietas y oquedades de la piedra, como si ésta tuviese en aquel paisaje maravilloso un poder de fecundidad. Estos árboles, de un verde obscuro, eran de hojas charoladas, sin la más tenue veladura de polvo, cual si estuviesen recién lavados. Sus troncos no alcanzaban un diámetro grande, más bien parecían gráciles y débiles por su recta esbeltez y su altura enorme. La humedad que refrescaba continuamente sus raíces les hacía crecer apretados como los tallos de la hierba. El ansia de recibir la caricia del sol impulsábalos hacia arriba atropelladamente, pugnando por sobrepasarse unos a otros. Eran a modo de hebras de una inmensa cabellera verde.

La fuerza vital de cada árbol expandíase en línea recta, sin encontrar espacio suficiente para ensancharse en tal aglomeración. Los troncos, esbeltos y altísimos, tenían en su remate una copa reducida, pero su enorme cantidad formaba una compacta masa verde, una bóveda que mantenía al suelo en perpetua sombra. Al filtrarse los rayos de sol por el caparazón de hojas, llegaban a la tierra húmeda como varillas de oro atravesando oblicuamente la penumbra del subterráneo.

En esta semiobscuridad movíanse insectos de alas vistosas; correteaban escarabajos de colores; desarrollaban su serpenteo los hilos de agua rezumados por la piedra, uniéndose en arroyos que descendían rumorosos por los bordes del camino. Sobre la masa uniforme del bosque elevaban las palmeras sus alminares empenachados. Algunos troncos faltos de hojas cubríanse de colgantes pabellones de fibras, semejantes a vestiduras que cayesen en andrajos.

Al otro lado del camino, por entre la empalizada de los troncos y las copas de los árboles crecidos en la pendiente, mostrábanse a cada revuelta la ciudad y la bahía. Las masas de techumbres rojas y pardas estaban igualadas por la distancia. Avenidas y calles formaban un entrecruzamiento regular de blancas cintas. Notábase en ellas el movimiento humano como un tenue hormigueo. A trechos lo cortaba el rápido deslizamiento de algunos puntos brillantes: automóviles y tranvías. Emergían muchas torres sobre este caserío: unas, albas o rosadas, con caperuzas de tejas de colores; otras, de férreo y puntiagudo casquete, con paredes de cemento. Y sirviendo de fondo al panorama, la enorme y tranquila copa de la bahía, con su terso azul moteado de buques, orlada de blancos pueblecitos y encerrada entre montañas negras de perfiles casi humanos.

El chófer iba mostrando con patriótico orgullo las nuevas bellezas que ofrecía el paisaje a cada vuelta de su volante. Daba nombres a las aglomeraciones de caseríos y a los picos gibosos de las cumbres. Hablaba de las bellezas de Tijuca, que aún estaban por ver: la Cascatinha, una caída de agua más allá del Alto de Boa Vista; la Cascada Grande; la Mesa do Imperador, las Grutas de Agaziz, la «Gruta de Pablo y Virginia».

Nélida palmoteó de entusiasmo al oír el último nombre. Quería ver cuanto antes este lugar. Recordaba vagamente un libro que había leído con el mismo título. Era una historia de amor, y esto bastaba para excitar su curiosidad.

—Vamos a ver en seguida lo de Pablo y Virginia —exigió con su ímpetu de niña caprichosa—. Debe ser muy lindo… Yo no sabía que eran de este país.

Llegó el automóvil al Alto de Boa Vista, extensa plaza limitada por el bosque y unas casas bajas, con jardines en el centro y un kiosco de conciertos. Volvió el vehículo a sumirse en la penumbra de la arboleda por un camino estrecho y pendiente. La vegetación era más densa, más salvaje, aglomerándose en los declives de barrancos y precipicios. Pasaba el camino de una altura a otra sobre puentes de un solo arco. El ruido del automóvil hacía correr vertiginosamente sobre sus cuatro patas a extraños roedores que tomaban el sol junto a la ruta. En la maleza adivinábase un misterioso rebullimiento de animales ocultos que escapaban despavoridos, tronchando ramas secas y haciendo llover hojas.

Cerca de la Cascatinha, al pasar una revuelta del camino solitario, vieron tres automóviles parados, y cerca de ellos un ir y venir de hombres. Ojeda presintió inmediatamente quiénes eran éstos, al mismo tiempo que el hermano de Nélida creía reconocerlos, llamándolos por sus nombres.

Se habían tropezado con Maltrana y su tropa. Iban a caer en pleno desafío. Fernando se puso de pie, gritando imperiosamente al chófer para que retrocediese. Tuvo que imponer su voluntad a los dos acompañantes, que parecían entusiasmados por el encuentro. Los agarró del brazo para que no saltasen a tierra mientras el chófer evolucionaba penosamente en el estrecho camino dando la vuelta.

El hermano quiso reunirse con sus amigos, como si en esta soledad pudiesen hacerle algún obsequio. Nélida miraba ansiosamente, temblándole de emoción las alillas de la nariz. ¡Qué interesante!… ¡Ver cómo se peleaban los hombres!… ¡Y tal vez alguno de los dos quedase herido!… Hablaba de esto como de un hermoso espectáculo que iba a perder por culpa de Ojeda. No se le ocurrió por un momento que ella podía ser la causa original de este suceso.

Intentó hacer frente a Fernando. Protestaba de sus imposiciones, y le habló de usted, para dar mayor dureza a su protesta.

—Quiero ver todo Tijuca; quiero ir adonde vivieron Pablo y Virginia. Acuérdese de su promesa: un hombre debe tener palabra.

Él contestó que el buque partía a las doce, y la visita a todo el bosque necesitaba muchas horas. En cuanto a Pablo y Virginia, ni eran del Brasil ni la gruta tenía de ellos otra cosa que el nombre.

—Yo quiero verlos… —repitió Nélida—. Eso lo dice usted por engañarme. No me da la gana de volver a la ciudad.

Pero Ojeda se acordó oportunamente del mercado de Río Janeiro, donde estaban a la venta toda especie de animales de los que produce el trópico: monos de diverso pelaje, loros parleros, vistosos papagayos. La ofreció un regalo para someterla a la obediencia: podía escoger entre estas maravillas de la fauna brasileña. Y bastó tal promesa para que, olvidando a los que dejaba a su espalda, volviese al amoroso tuteo.

—¿De veras, mi viejo?… ¿Vas a regalarme un monito pequeño… así… así? —y achicando la distancia entre ambas manos, se imaginaba un simio de inverosímil pequeñez—. ¿No te parece mejor un loro de los que hablan?… ¿Dices que me regalarás las dos cosas?… ¡Ah, mi viejito rico… mi negro!

Y como estaban en pleno bosque, se fue sobre Ojeda, besándolo a espaldas del hermano.

La rápida aparición del automóvil en las inmediaciones de la Cascatinha había producido cierta alarma en Maltrana y sus compañeros. El testigo pacificador, que tanto había rogado a Isidro para impedir el lance, sintió gran miedo y no menor contento al notar la llegada del automóvil. Sin duda era la policía, que, avisada por alguien del buque, venía a sorprenderlos. Y lo mismo pensaron los demás.

Por esto cuando el automóvil dio la vuelta, alejándose, desearon todos finalizar el acto cuanto antes, evitándose una sorpresa que consideraban inminente.

Llevaban dos horas de vagar por los alrededores de Río Janeiro. Los jóvenes argentinos que guiaban a la comitiva habían indicado varios lugares adecuados para el encuentro. Llegaban a ellos, y siempre les salían al paso transeúntes molestos, o veían próximas algunas casas que parecían vomitar niños y perros atraídos por la presencia de los automóviles.

Un chófer, sin adivinar cuál era el propósito de los viajeros, había propuesto la excursión a Tijuca. Y después de pasado el Alto de Boa Vista, al rodar en pleno bosque, les había seducido el bello panorama de la Cascatinha.

—Aquí —ordenó Isidro con su autoridad indiscutible—. Jamás se habrá efectuado un desafío con tan hermoso telón de fondo. ¡Lástima que no venga con nosotros un operador cinematográfico! ¡Qué cinta pierde el mundo!…

Apartábase la ladera de la vecindad del camino, formando un exiguo valle. La roca aparecía entre los árboles cortada verticalmente, y desde lo más alto de ella desplomábase una masa de agua chocando con las puntas salientes del basalto. Hervía esta agua en varias caídas con blancos espumarajos. El menudo polvo que levantaban sus burbujeos tomaba los reflejos del iris bajo la luz del sol. Ennegrecidas y sudorosas las piedras por la humedad, brillaban cual si fuesen bloques metálicos. La vegetación tropical movía las anchas manos de sus hojas goteantes.

Hundíase la cascada en una pequeña laguna, corriendo después, espumosa y susurrante, por los pendientes canalizos entre las peñas. La vegetación enmarañada y las rocas sueltas sólo dejaban descubierto y accesible un reducido espacio de suelo desigual.

Maltrana pensó en las dificultades que ofrecía este terreno para el combate, pero le sedujo su belleza y no quiso ir más lejos. ¿Dónde encontrar decoración más interesante para una muerte posible? Había que elevar la voz, pues el choque de las aguas dominaba todos los otros ruidos. Era a modo de los trémolos orquestales que dan en el teatro un realce conmovedor a palabras y gestos. Isidro se sintió más grande en este ambiente húmedo y sonoro. El bosque inmóvil parecía contemplarlo con sus mil ojos verdes, entre asombrado y curioso.

Comenzó a dar órdenes a los otros padrinos, que lo seguían como los neófitos siguen al gran sacerdote de un culto nuevo. «¡Que se retirasen los automóviles un poco más allá de la cascada! No convenía que los conductores presenciasen el acto».

Y Maltrana fue obedecido. Los chóferes hicieron retroceder sus carruajes; pero luego, con las manos a la espalda, fingiendo distracción, volvieron socarronamente al mismo sitio, ganosos de saber en qué iba a parar este misterio.

Con el mismo éxito se libró de otro testigo importuno: un chicuelo obscuro de color, desnudo de piernas y con gran sombrero de paja, que al ver llegar la comitiva se apresuró a salir de un toldo de cañas, limpiando un vaso en un arroyo y ofreciéndolo después lleno de agua hasta los bordes.

Era el espíritu guardador de la cascada. Bajo su sombrajo, sobre una mesita, tenía varios botes de cristal con azucarillos y otros dulces, ennegrecidos y acartonados por el tiempo. Pasaba las horas en absoluta soledad, contemplando el revoloteo de los pájaros de colores en las frondosidades inmediatas, extrayendo melodías del monótono canturreo de las aguas, hablando tal vez con el pensamiento a las náyades de la Cascatinha, que le mostraban en su gracioso rebullir sus grupas de blanca espuma y aterciopelado iris.

—Toma, «menino», y márchate de aquí.

Maltrana hizo que uno de los testigos le diera unas monedas para que se fuese, y además le llamó «menino» —lo único que sabía de portugués—, con lo cual creyó halagarlo.

Pero el «menino» se guardó los cuartos, y en vez de marcharse se pegó a él, como si adivinase la importancia de su persona. Y ya no pudo moverse sin encontrar ante su paso al mulatillo con el sombrero echado atrás, elevando sus ojos hasta los de él, bebiendo con la mirada sus palabras y sus gestos, como si estuviese en presencia de un prestidigitador y no quisiera perder detalle.

Se resignó Isidro a estas desobediencias, vulgares tropiezos de la realidad… Pero había que proceder con rapidez. ¡Adelante!

Midió a grandes zancadas un espacio de veinte metros, que era el convenido en un papel que llevaba en la mano. Un poco mayor resultaba la distancia marcada por sus pasos. Pero era él quien había propuesto los veinte metros, y con el mismo derecho podía medir treinta o cuarenta si le daba la gana… Un detalle sin importancia. ¡Adelante también!

Después de fijar con una rama el sitio de cada adversario, se hizo atrás, contemplando el terreno como un artista que abarca su obra en conjunto. Resultaba algo desigual. Uno de los dos iba a quedar muy en alto, con el vientre casi al nivel de la cabeza de su contrincante. Pero había de conformarse con los defectos del terreno: las circunstancias no permitían gran minuciosidad en los preparativos. Un detalle igualmente baladí. ¡Adelante otra vez!

Sólo entonces volvió la cabeza, fijándose en sus compañeros. A un lado estaban los padrinos, que seguían sus operaciones con respetuoso silencio, no osando aportar a ellas su ignorancia perturbadora. Más allá, con discreta separación, los dos enemigos, que se volvían la espalda, muy ocupados en seguir la caída de las aguas o el revoloteo de los pájaros sobre las copas de los árboles.

El amigo Gómez, con su curiosidad ávida de trágicos sucesos, le había seguido en estos preparativos. Tras de él iba el mulatillo, abriendo los ojos cada vez con mayor asombro al no comprender nada de tales brujerías. Los dos jóvenes argentinos agregados a la expedición se habían subido a la cumbre de una roca, y allí estaban sentados con las piernas colgantes. Abajo podían verlo todo igualmente, pero ellos se consideraban simples espectadores, y habían querido ocupar un lugar de preferencia, un palco, en vez de permanecer mezclados con los artistas.

Sorteó Maltrana, echando una moneda en alto, el lugar de cada uno de los combatientes. Luego los acompañó a sus respectivos sitios con una gravedad fúnebre. Él los apreciaba mucho, «¡mis queridos amigos!», pero en lances tales desaparece el afecto, y sólo habla el deber, el terrible deber.

Al tener a cada uno en su puesto, lo palpaba minuciosamente, extrayendo de sus ropas la cartera, el monedero, las llaves, los papeles, todo lo que pudiera ser un obstáculo para la bala mortal. A continuación le abrochaba la chaqueta, le subía el cuello, para que el blanco de la camisa no sirviese de punto de mira, los manoseaba a los dos cariñosamente, lo mismo que una madre manosea a sus niños antes de enviarlos al paseo. Pero su bondad no iba más allá del tacto. En cambio, ¡la mirada autoritaria y cruel!… ¡la voz, que parecía un esquilón fúnebre al formular sus pavorosas recomendaciones!…

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