Los argonautas

Los argonautas


III

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III

Después del almuerzo, los pasajeros del Goethe oyeron sonar a proa la banda de música, con la lejanía soñolienta que infunde la inmensidad del Océano a todas las vibraciones.

—Van a vacunar a los de tercera —dijo Maltrana, siempre enterado de lo que ocurría en el buque.

Estaban aún frente a la isla, costeando sus rugosas montañas, pétreo oleaje de antiguas erupciones llegadas hasta el mar. Bajaban por las laderas, como ovejas en tropel, blancas viviendas, medio ocultas algunas de ellas en los repliegues sombreados de verde. Por encima de las cumbres iba pasando la caperuza nevada del Teide como una cabeza curiosa, ocultándose o apareciendo, según el buque marchaba cerca o lejos de la costa.

Maltrana no podía mantenerse tranquilo en el jardín de invierno mientras tomaba el café con Fernando. Ocurría a bordo algo extraordinario sin que él lo presenciase.

—¿Le parece que vayamos a ver la gente de tercera?… Debe ser interesante.

Descendieron las escaleras de dos pisos, y saliendo del castillo central viéronse en la explanada de proa, al pie del palo trinquete. Bajo el gran toldo que sombreaba este espacio aglomerábase el hedor sudoroso de una muchedumbre. El médico del buque y varios ayudantes, todos con blusas blancas, ocupaban el centro junto a una mesa cargada de botiquines. Y al son de la música pasaban los emigrantes en interminable fila, todos con un brazo descubierto que presentaba a la lancera del vacunador. El primer oficial, secundado por los ayudantes de la comisaría, organizaba el desfile, cuidando de que todos, después de arremangarse el brazo, presentasen con la otra mano el papel de su pasaje.

El acto de la vacunación era a la vez un recuento. Al partir de Tenerife, última escala del viejo mundo, empezaba el gran viaje; nadie había de entrar en el buque hasta América, y la comisaría necesitaba conocer el número de las gentes que iban a bordo. Los marineros recorrían los sollados, los obscuros pasadizos, las bodegas, hasta los más apartados rincones, en busca de viajeros ocultos empujando a los fugitivos que pretendían evitarse esta operación.

Los oficiales alemanes llamaban a cada momento para dar sus órdenes a un empleado de la comisaría, hombre grueso y de bigotes canos que se expresaba en distintos idiomas, pasando de uno a otro con asombrosa facilidad. Maltrana y él se saludaron afectuosamente.

—Ése es don Carmelo —dijo Ojeda—, un compatriota nuestro. Habla todas las lenguas de Europa; además el árabe, y creo que un poco de japonés. Y con toda su sabiduría aquí le tiene usted ganando unos cuantos marcos, sin otra satisfacción que ostentar una gorra de uniforme y que los emigrantes le llamen oficial. Le busco todos los días en su despacho, que está abajo, siempre con la luz encendida, y charlamos de lo que ocurre en el buque. ¡Qué hombre! Ahí donde le ve, hizo sus estudios en Málaga, él solito, yendo por el puerto de barco en barco y diciendo a todo marino que encontraba aburrido: «Vamos a echar un párrafo en su idioma, compañero».

Mientras hablaba Isidro de la mujer y los hijos de su amigo, andaluces trasplantados a Hamburgo, y de las escaseces pecuniarias de éste, que le obligaban a buscar entre los pasajeros ricos uno que quisiera entretener los ocios de la travesía estudiando idiomas, don Carmelo gritó con el acento de su tierra:

—¡Too Dios con er papé en la mano!, ¡que se vea bien!

Y repetía la orden en italiano, en francés, en portugués y en árabe.

Habían desfilado los hombres, y eran ahora las mujeres, con una escolta de chiquillos, las que se iban presentando a recibir la vacunación. Pasaban ante el médico brazos membrudos con la blancura y la firmeza de la carne septentrional; brazos grasosos en los que se hundían los dedos de los operadores; brazos de redondez ambarina, semejantes a los de las mujeres de Tiziano, pero que ostentaban en su parte alta un obscuro triángulo de roñosa suciedad.

Luchaban al destaparse las mujeres con las mangas de la camisola o de la gruesa elástica, y en este forcejeo se les abría el pecho, mostrando escapularios y medallas sobre las flacideces de la maternidad. Las hembras árabes, morenas y huesosas, iban casi desnudas bajo sus barones rayados; las gruesas napolitanas, de cabello revuelto y ojos de brasa, devolvían al corpiño con tranquilo impudor las saltonas exuberancias surgidas al desabrocharse; las castellanas angulosas de pelo aceitoso y retinto, peinadas como vírgenes prerrafaelistas, cubrían prontamente su brazo con triples forros y se alejaban ruborizadas, moviendo la corta y bailarinesca balumba de sus zagalejos trasudados. Unos chiquillos berreaban agarrándose a sus madres, trémulos de pavor al ver las blusas blancas de los operadores; otros, con el sombrero en el cogote y mostrando la sonrisa marfileña de sus dientes de lobo, se disputaban por quién avanzaría primero el brazo, como si aquello fuese una fiesta.

Maltrana explicaba a su amigo el orden en que iban divididos los emigrantes. La proa era para «los latinos»: españoles, italianos, portugueses, franceses, árabes, judíos del Mediodía y hasta egipcios. Nadie podía adivinar el latinismo de estas últimas gentes; pero así los había encasillado la comisaría. En la parte de popa se aglomeraban otras naciones: alemanes, rusos y judíos, muchos judíos de diversas procedencias, polacos, galitzianos, rutenos, moscovitas y balcánicos, cocinando aparte, según las preocupaciones y ritos de su religión. Los israelitas llevaban carne sacrificada por los rabinos de Hamburgo. La bulliciosa latinidad gozaba el privilegio sobre las otras castas de beber vino en las comidas dos veces por semana y tomar chocolate al amanecer otras dos veces, en vez del café habitual.

Las lamentaciones de don Carmelo, que juraba para él solo con grandes aspavientos, interrumpieron a Maltrana.

—¡Mardita sea mi arma! Ya me extrañaba yo que hisiésemos er viaje sin sorpresas. ¡Pero camará, que no haya medio de librarse de esa gente!…

Cambió algunas palabras en alemán con el primer oficial y luego gritó a unos camareros españoles que estaban al servicio de «los latinos»:

—A ve esos güenos mozos; ¡tráiganlos pa acá!

Avanzaron seis jóvenes, con la cabeza descubierta, las ropas haraposas y los pies metidos en zapatos rotos o alpargatas deshilachadas.

—¿De moo que no tenéis pasaje y os habéis metió aquí de polisones sin má ni má, como si esto juese la casa e toos? ¿Y creéis que esto va a quear ansí?… Tú, ¿de ónde eres?

Y los seis polisones fueron contestando al interrogatorio de don Carmelo. Uno era de Tenerife y los restantes procedían de Andalucía y Galicia. Se habían introducido ocultamente en varios buques, que los echaron en tierra al llegar a Canarias. ¡Y a buscar de nuevo un escondrijo en la bodega de otro barco!… Así pensaban llegar, fuese como fuese, adonde se habían propuesto. Los seis querían ir a Buenos Aires; y como bestias humildes, resignadas de antemano a los golpes que creían merecer, bajaban la cabeza contentos con su desgracia si lograban alcanzar el término del viaje.

Don Carmelo habló en voz baja con el primer oficial.

—Está bien —dijo solemnemente—. Pero como aquí nadie viene sin pasaje y el buque no pué retroceer por vosotros, vais a golveros nadando a Tenerife. La isla está allí cerquita.

Y señalaba la costa que se veía en lontananza, entre la borda del buque y el filo del toldo. El oficial se acariciaba impasible la barba rubia mientras el intérprete traducía sus órdenes. Las mujeres abrían los ojos con asombro y terror.

—Que pongan una escaleriya pa que sartén con más fasiliá —ordenó don Carmelo.

Los camareros le obedecieron, colocando una pequeña escalera contra la borda, mientras el intérprete repetía la orden. «¡Al agua, muchachos! E un remojonsito na más».

Los polisones de más edad seguían con la cabeza baja, entre incrédulos y aterrados, dudando de que esta orden pudiese ser cierta pero dudando igualmente de que todo fuese una burla, habituados a durezas y castigos en los buques que les habían servido de refugio. Uno que era casi un niño se atrevió a mirar por encima de la borda, apreciando con ojos de espanto la distancia enorme que se extendía entre el buque y la costa.

—¡Yo no quiero!… ¡No quiero morir!… ¡Yo quiero ir a Buenos Aires! ¡Madre!… ¡Mamita!…

Y se echó al suelo gimiendo, agitando las piernas para repeler a los que se acercasen. Comenzaron a partir suspiros y exclamaciones de los grupos de mujeres. Don Carmelo miró al primer oficial que seguía acariciándose la barba.

—Güeno, niños; será pá más tarde. A la noche os iréis nadando. Mientras tanto, que os vacunen, y luego comeréis… A ver unos pantalones viejos pa estos güenos mozos; no es caso de que vayan enseñando las vergüensas al pasaje… Pero queda convenido ¿eh, niños? a la noche os marcharéis nadando.

Súbitamente tranquilizados, los polisones se dejaron llevar por los marineros, que los empujaban rudamente, acogiendo este trato con humildad y agradecimiento.

—Hay que ser enérgico —dijo don Carmelo a los dos amigos poniendo un gesto feroz—. Si no fuese así, too er buque se llenaria de gente sin pasaje. Cuatro van a ir a las máquinas; siempre hasen farta fogoneros; y los dos más pequeños ayudarán a la limpiesa de las cubiertas. Podíamos desembarcarlos en Río Janeiro. Pero er comandante es güeno, y de seguro que los yevaremos hasta Buenos Aires. Los tunantes van a salirse con la suya.

La música continuaba sonando y se reanudó el desfile de los brazos arremangados ante el grupo de blusas blancas.

Ojeda estaba impresionado por la escena anterior. Creía oír aún los gemidos del mozuelo pataleando en la cubierta: «¡Yo no quiero morir! ¡Yo quiero ir a Buenos Aires!…». El vagabundo de los puertos tenía la misma ilusión que él y casi todos los que habitaban las cubiertas superiores. Dormitando entre los fardos y barricas de un muelle, había visto también a la diosa alada y sin cabeza; había sentido la caricia de la esperanza. Y allá marchaban todos, afrontando la nostalgia del recuerdo o las necesidades del presente; revueltos, confundidos, igualados por la ilusión común… ¡Buenos Aires! ¡Qué magia poderosa la de este nombre, que hacía correr a los miserables, como ratones hambrientos, para ocultarse en las entrañas de los buques!…

Se impacientó Maltrana ante la monotonía del desfile.

—Después de éstos vacunarán a los de popa: gente menos limpia y presentable que «los latinos», con largas melenas y gabanes de piel de carnero. Arriba estaremos mejor.

Y subieron a lo más alto del buque, a la cubierta de los botes, buscando la sombra de un toldo y dos sillones libres para descansar en la soledad azul impregnada de luz. La mayoría del pasaje prefería quedarse abajo, refugiada en la suave penumbra de la cubierta de paseo.

Maltrana saludó a una señora que leía tendida en un largo sillón, la espalda sobre un cojín, mostrando entre la flor nívea y rizada de su faldamenta el arranque de unas piernas enfundadas en seda blanca y los altos tacones de los zapatos. Fernando, advertido por el codo del compañero, se fijó en sus cabellos, de un rubio obscuro, recogidos en forma de casco; en sus ojos claros y temblones como gotas de agua marina, que se elevaron unos instantes del libro para mirarle con tranquila fijeza; en el color blanco de su cuello, una blancura de miga de pan ligeramente dorada por el sol y la brisa del mar.

—Es la yanqui, la señora que come cerca de nuestra mesa —murmuró Isidro—. Habla con poca gente; apenas se saluda con algunas viejas de a bordo; rehúye el trato de los demás… Yo soy el único hombre con quien cambia el saludo, pero cuando intento hablarla finge que no me entiende… Y sin embargo, adivino en ella un carácter alegre y varonil: debe ser un agradable compañero; no hay más que ver con qué gracia sonríe. ¡Qué hoyuelos tan cucos se le forman junto a la boca!, ¡cómo se le aterciopelan los ojos!… Pero no hay confianza todavía entre las gentes de a bordo; parece que estamos todos de visita.

Sentáronse a alguna distancia de la norteamericana y ésta volvió a bajar los ojos sobre el libro, ladeándose en su sillón para ignorar la presencia de los recién llegados.

Tenían ante ellos el azul del Océano, liso, denso, sin una arruga y en el fondo, por la parte de popa, un triángulo de sombra que empañaba el horizonte, una especie de nube gris y piramidal, que era la isla… Calma absoluta… Sentados en mitad de la cubierta, no alcanzaban a ver las espumas que la velocidad de la marcha arremolinaba contra los flancos del buque. Desde esta altura sus ojos abarcaban únicamente el segundo término, o sea el mar inmóvil, que parecía cubierto de una costra diáfana y transparente, una costra de vidrio reflejando el azul denso y pastoso de la profundidad. A no ser por las vedijas negras que se escapaban de la chimenea, para quedar flotando en la calma bochornosa de la tarde, se hubiese podido creer que el buque no marchaba… Y la isla siempre a la vista, como los países encantados de las leyendas, que parecen avanzar detrás de los pasos del que huye.

Un silencio de sesteo extendía su paz abrumadora sobre la cubierta inundada de luz. Bajo los toldos se percibían leves ronquidos, acompasadas respiraciones, dorsos vueltos al exterior sobre las sillas largas, cabezas incrustadas en almohadas o descansando sobre el respaldo, con los ojos entornados y la boca abierta a la frescura de la sombra. Crujía el piso en los lugares caldeados, bajo el paso tardo de algún transeúnte. Subían los ecos de la música, lejanos, adormecidos, como si surgiesen de las profundidades del mar. Venían del otro lado de la chimenea gritos de niños y choques de maderas, revelando los diversos incidentes de un juego deportivo. El sol de la tarde incendiaba todo el Poniente con su lluvia cegadora.

—¿Por qué llamarían a esto el «Mar Tenebroso»? —dijo Maltrana, que no podía permanecer callado largo tiempo.

Estas palabras despertaron en los dos el recuerdo de antiguas lecturas. Ojeda pensó en su drama poético de los conquistadores cuya preparación le había obligado a estudiar la epopeya de los navegantes que descubrieron las tierras vírgenes. Isidro se acordó de los trabajos realizados en su época de mercenario de la literatura, cuando andaba a caza de notas en bibliotecas y archivos para la confección de un libro que firmaría luego cierto personaje ansioso de entrar en una Academia.

—Siempre es tenebroso lo que ignoramos —contestó Ojeda—. Una nube en el horizonte o varios días sin sol bastaron para llamar Tenebroso un mar en el que se avanzaba con indecisión, temiendo las sorpresas del misterio y el perder de vista las costas. Yo confieso que la geografía del Mar Tenebroso antes de que la brújula hiciera posibles las largas exploraciones, es una geografía que me encanta y rejuvenece: algo así como esos cuentos de hadas que nos deleitan como un perfume de flores marchitas al evocar las primeras impresiones de la niñez.

Y los dos enumeraron en su animada conversación todos los intentos de los hombres, desde remotos siglos, por romper el misterio del Mar Tenebroso.

Los nautas cartagineses bajaban hacia el Sur por las costas de África, trayendo, después de un periplo de varios años, colmillos de elefantes que suspendían de los templos, adornos vistosos, pellejos de hombres peludos y con rabo que debieron ser envolturas de grandes orangutanes. Y tal valor concedía el Senado a tales descubrimientos, que guardaba como un secreto de Estado la ruta de los navegantes, viendo en las tierras lejanas un seguro refugio para su pueblo si una guerra infortunada hacía necesaria la expatriación.

En este mar de tinieblas, más allá de las columnas de Hércules, habían colocado Homero y Hesiodo el Eliseo, morada de los bienaventurados, las Gorgonas, tierra de eterna primavera, y las Hespérides, con sus manzanas de oro, guardadas por un dragón de fuego. Luego eran los navegantes árabes los que se lanzaban en el mar de las tinieblas, y sus geógrafos poblaban el misterio de las soledades marinas con poéticas invenciones, aderezando los descubrimientos lo mismo que un cuento de Las mil y una noches. El emir Edrisi hablaba de las islas de Uac-uac, último término del mundo en el siglo XII por la parte de Oriente: islas tan abundantes en riquezas, que los monos y los perros llevaban collares de oro. Un árbol, del que había grandes bosques, daba su nombre a las islas; el uac-uac, llamado así porque gritaba o ladraba con iguales sonidos a todo el que ponía por vez primera el pie en el archipiélago. Y este árbol tenía en la extremidad de sus ramas, primero, abundantes flores, y luego en vez de frutas, hermosas muchachas, beldades vírgenes, que podían ser objeto de exportación para los harenes.

Por el Occidente habían avanzado los hermanos Almagrurinos, ocho moros vecinos de Lisboa, que mucho antes de 1147 —año en que los musulmanes fueron expulsados de la ciudad— juntaron las provisiones necesarias para un largo viaje, «no queriendo volver sin penetrar hasta el extremo del Mar Tenebroso». Así descubrían la isla de «los carneros amargos» y la isla de «los hombres rojos», pero se vieron obligados a tornar a Lisboa faltos de víveres, ya que no podían comer por su mal sabor los carneros de las tierras descubiertas. En cuanto a los hombres rojos, eran de gran estatura, piel rojiza y «cabellera no espesa, pero larga hasta los hombros»; rasgos que hicieron pensar a muchos si los hermanos Almagrurinos habrían llegado a tocar efectivamente en alguna isla oriental de América.

Al mismo tiempo que la geografía árabe hacía surgir tierras del Mar Tenebroso, la leyenda cristiana lo poblaba con islas no menos maravillosas. Cuando los moros invadían la Península derrotando al rey Roderico, una muchedumbre de cristianos, llevando a su frente a siete obispos, se había embarcado, para huir Océano adentro hasta dar con una isla en la que fundaba siete ciudades. Muchos navegantes portugueses, arrebatados por la tempestad, habían ido a parar a esta isla, donde eran magníficamente tratados por gentes que hablaban su mismo idioma y tenían iglesias. Pero así que intentaban volver a su tierra, se oponían los habitantes, deseosos de que se guardase secreta la existencia de la «Isla de las Siete Ciudades». Unos que habían logrado regresar enseñaban arenas de aquellas playas, que eran de oro casi puro. Pero al armarse nuevas expediciones para ir a su descubrimiento, jamás acertaban éstas con el camino.

Otra isla, la de San Brandán, o San Borombón, ocupaba a las gentes de mar durante varios siglos; isla fantasma que todos veían y en la que nadie llegaba a poner el pie. San Brandán, abad escocés del siglo VI, que llegó a dirigir tres mil monjes, se embarcaba con su discípulo San Maclovio para explorar el Océano en busca de unas islas que poseían las delicias del Paraíso y estaban habitadas por infieles. Durante la navegación, un día de Navidad, el santo ruega a Dios que le permita descubrir tierra donde desembarcar para decir su misa con la debida pompa, e inmediatamente surge una isla ante las espumas que levanta su galera. Terminados los oficios divinos, cuando San Borombón vuelve al barco con sus acólitos, la tierra se sumerge instantáneamente en las aguas. Era una ballena monstruosa que por mandato del Señor se había prestado a este servicio.

Después de vagar años enteros por el Océano desembarcan en una isla, y encuentran, tendido en un sepulcro, el cadáver de un gigante. Los dos santos monjes lo resucitan, tienen con él pláticas interesantes, y tan razonable y bien educado se muestra, que acaba por convertirse al cristianismo y lo bautizan. Pero a los quince días el gigante se cansa de la vida, desea la muerte para gozar de las ventajas de su conversión entrando en el cielo, y solicita permiso cortésmente para morirse otra vez, petición razonable a la que acceden los santos. Y desde entonces ningún mortal logra penetrar en la isla de San Borombón. Algunos marineros de las Canarias la ven de muy cerca en sus navegaciones; los hay que llegan a amarrar sus bateles en los árboles de la orilla, entre restos de buques cubiertos de arena; pero siempre surge una tempestad inesperada, un temblor de tierra, y el mar los arroja lejos. Y pasan siglos y siglos sin que nadie ponga el pie en sus playas. Los habitantes de Tenerife la veían claramente en ciertas épocas del año y se presentaban a las autoridades cientos de testigos declarando su configuración: dos grandes montañas con un valle verde en el centro.

—América estaba descubierta por entero —dijo Ojeda— cuando todavía enviaban los vecinos de Tenerife expediciones a su costa, por estas aguas, en busca de la famosa tierra de San Borombón. Y la isla, que se dejaba ver perfectamente desde lo alto de las montañas, difuminábase en el horizonte y acababa por perderse cuando alguien iba a su encuentro en un buque. Hubo muchas expediciones, unas pagadas por los regidores de la isla, otras de particulares, pero todas sin éxito; y la gente, cada vez más convencida de la existencia de San Borombón, achacaba estos fracasos a la impericia de los expedicionarios antes que renunciar al encanto de lo maravilloso. Casi todos los mapas de la época situaban esta isla en las inmediaciones de las Canarias, y ochenta años antes de la independencia de las colonias, cuando la América española iba ya pensando en declararse mayor de edad, todavía salió de Tenerife una expedición mandada por un caballero respetable, y como se trataba de una empresa misteriosa, iban dos frailes en su buque. Algunos creían que esta isla fantasma era el lugar del Paraíso terrenal donde viven en bienaventuranza eterna Elías y Enoch… La santa poesía se aprovecha siempre de las ficciones populares, y por esto el Tasso, al encantar al caballero Rinaldo en los mágicos jardines de Armida, los coloca en una isla de las Canarias, recordando sin duda la tradición de la de San Borombón.

Luego los dos amigos hablaron de la Atlántida, tierra sorbida por las convulsiones del lecho del Océano y que sólo había dejado como recuerdo de su existencia una tradición de poderosos gigantes en diversas teogonías: Hércules batiendo sus columnas entre España y África y juntando dos mares; Dhoulcarnain (El de los dos cuernos) y Chidr (El personaje verde), héroes de la fábula árabe inspirada en las tradiciones fenicias, abriendo un canal entre el Mar Tenebroso, o sea el Atlántico, y el Mar Damasceno, el Mediterráneo.

La ciencia helénica había adivinado a través de las poéticas ficciones la verdadera forma del planeta. En los primeros tiempos era la tierra un disco que flotaba sobre las aguas del río Océano, ligeramente inclinado hacia el Sur por el peso de la abundante vegetación del trópico. Pero los pitagóricos sustituían esta hipótesis con la afirmación de la esfericidad del planeta, y después de esto no había que hacer grandes esfuerzos para imaginarse la posibilidad de navegar desde el extremo de Europa, o sea desde España, a las costas orientales de Asia, siguiendo el rumbo de Occidente. Aristóteles y Estrabón hablaban de un «solo mar que bañaba a la vez las costas opuestas de los dos continentes», añadiendo que en muy pocos días podía ir un buque desde las columnas de Hércules a la parte más oriental de Asia.

Estas ideas se conservaban y propagaban a través de la Edad Media entre los hombres de estudio. Muchos Padres de la Iglesia siguieron considerando la tierra como una superficie plana, con arreglo a la fantástica geografía del monje bizantino Cosmas Indicopleustes, pero en conventos y universidades se transmitían pequeños grupos las tradiciones de la antigüedad, las doctrinas de Aristóteles, comentadas y difundidas por los árabes de España, los rabinos arabizantes, Alberto el Grande y otros sabios cristianos. La geografía de Ptolomeo era admitida por los hombres cultos.

Preocupaba el continente asiático a la Europa medieval, puesta en contacto con él por las invasiones de los musulmanes y las expediciones de los cruzados. Se conocían por relatos antiguos las conquistas de Alejandro hasta el Ganges y las correrías de algunos procónsules romanos, pero quedaba una parte del continente misteriosa y desconocida: el Asia ultra-Ganges, la más grande y la más rica.

El lujo de las cortes europeas hacía cada vez más necesarios los productos de la India, traídos por las caravanas a través de las áridas mesetas asiáticas: las especierías, el marfil y la seda. Los sacerdotes budistas y cristianos, por religioso proselitismo, realizaban atrevidos viajes que iban ensanchando el horizonte geográfico y el de las ideas. Con la llegada de las caravanas se difundían las asombrosas noticias del reino del Preste Juan y las maravillas de las ciudades de mármol y oro, enormes como naciones, que se levantaban junto a los ríos del Catay o en las islas de Cipango. Pisanos, venecianos y genoveses, aprovechadores de la brújula inventada por los árabes, iban en busca de los productos del Asia siguiendo el mar Rojo o cruzando el mar Caspio. Osados aventureros escribían con espíritu romanesco el relato de sus largos años de aventuras, y los viajes de Marco Polo y Nicolás Conti interesaban como un libro de caballerías.

El entusiasmo religioso hablaba de embajadas dirigidas a los papas por el Preste Juan o el Gran Kan de la Tartaria, poderosos señores que desde el fondo de sus palacios querían entrar en relación con la cristiandad y convertirse a la verdadera fe. Pero las embajadas quedábanse siempre en el camino, y únicamente llegaba como disperso algún europeo renegado que iba describiendo las maravillas de las ciudades asiáticas con una exuberancia que enardecía las imaginaciones. La lectura de los libros santos hacía revivir en los doctores cristianos la memoria de las ricas tierras del Asia oriental. Se recordaban las flotas enviadas por Salomón al monte Sopora, que otros llamaban Ofir y algunos creían ser la isla de Trapobana. Las naos del sabio rey, después de tres años, volvían cargadas de oro, plata, piedras preciosas, pavones y colmillos de elefantes. San Isidoro afirmaba que la isla Trapobana «hervía de perlas y elefantes, y que en ella el oro era más fino, los elefantes más grandes y las margaritas y perlas más preciosas que en la India». Junto a la Trapobana había dos islas, la de Chrise, que era toda de oro, y la de Argyra, toda de plata. Estas islas de montañas preciosas estaban pobladas de hormigas grandes como perros y venenosas como grifos, que sacaban con sus patas el oro de la tierra y hacían bolas, abandonándolas en la playa. Los marinos de Salomón aguardaban mar afuera a que las bestias se alejasen en busca de comida, y entonces desembarcaban, y con gran prisa iban cargando las bolas de oro, para hacer al día siguiente la misma operación.

Llegar a la India, ponerse en contacto con sus riquezas, apoderarse de sus pedrerías y sus especias de exótico perfume, entrar en la ciudad de Quinsay, urbe monstruosa de treinta y cinco leguas de ámbito con «doscientos puentes de mármol, sobre gruesas columnas de extraña magnificencia», fue el ensueño con que empezó su vida el siglo XV, para no finalizar hasta haberlo realizado.

La parte de Europa más avanzada en el Océano, la península Ibérica, era el lugar de partida de todas las intentonas para descubrir la ruta misteriosa de la India por Oriente y por Occidente. El contacto con los árabes españoles había acostumbrado a sus navegantes al uso de la brújula, impulsándolos a apartarse de las costas. Los marinos portugueses, gallegos y cántabros comerciaban con las Islas Británicas y las repúblicas anseáticas del Báltico; los marinos catalanes y mallorquines, rivales de los italianos en el comercio de Oriente, usaban cartas de navegar desde mediados del siglo XIII. Las Ordenanzas de Aragón disponían que cada galera llevase dos cartas marinas, cuando los demás buques de la cristiandad navegaban sin otros rumbos que el instinto y la costumbre. Raimundo Lulio hablaba de la fabricación en Mallorca de instrumentos náuticos, groseros sin duda, pero asombrosos para aquella época, los cuales servían para determinar el tiempo y la altura del Polo a bordo de las naves. Un marino catalán, Jaime Ferrer, avanzando en el Mar Tenebroso, llegó a Río de Oro, cinco grados más al Sur del cabo Non, que los portugueses, ochenta y seis años después, creyeron ser los primeros en haberlo doblado.

El infante don Enrique de Portugal, gran protector de descubrimientos, fundaba en el Algarbe la Academia de Sagres para los estudios geográficos, y los individuos de ella, viejos navegantes y médicos hebreos aficionados a la cosmografía, elegían como presidente a un piloto catalán, maese Jacobo de Mallorca. Españoles y portugueses, al explorar las costas de África o arriesgarse Océano adentro, se establecían en las islas, que eran como puestos avanzados en esta guerra tenaz con el misterio del Mar Tenebroso. El Archipiélago de las Canarias, las islas, de los Azores, Madeira y Cabo Verde, convertíanse en lugares de parada y descanso para los nautas atrevidos y al mismo tiempo en lugares de observación para los que soñaban con nuevas expediciones. El misterio del Océano los retenía allí, y se casaban con isleñas hijas de europeos, constituyendo nuevas familias de marinos.

Eran los pobladores de aquellas islas a modo de los ejércitos destacados largos años en una frontera, que acaban por crear ciudades y producir generaciones aparte. El Mar Tenebroso, violado por estos intrusos en su huraña soledad, iba librándoles a regañadientes, poco a poco, el secreto de sus lejanos horizontes inexplorados. En los hogares isleños se hablaba de los hallazgos que hacía todo navegante que por tomar vientos mejores se alejaba de las islas conocidas. Martín Vicente recogía en su navío un «madero labrado por artificio y a lo que juzgaba no con hierro» luego de haber venteado durante muchos días el poniente. Pero Correa casado con una cuñada de Colón, encontraba en la isla de Puerto Santo un madero labrado en la misma forma, además de varias cañas tan gruesas, «que en un cañuto de ellas podían caber tres azumbres de agua o de vino».

Los vecinos de la islas de los Azores, siempre que soplaban recios vientos de Poniente o Noroeste encontraban en sus playas grandes pinos arrastrados por las olas. En la isla de las Flores, una de este archipiélago, «había echado la mar dos cuerpos de hombres muertos que parecían tener las caras muy anchas y de otro gesto que tienen los cristianos». También se hablaba de que en las cercanías de la isla habían aparecido ciertas almadías con casas movedizas, embarcaciones extrañas que no podían hundirse y que al ser arrastradas por una tempestad habían perdido tal vez sus tripulantes.

Un Antonio Leme, habitante de Madera, corriendo con su barco un mal tiempo hacia Poniente, juraba haber divisado tres islas; otro vecino de Madera enviaba peticiones al rey de Portugal para que le diese una nave, con la que descubriría una isla que afirmaba haber visto todos los años en determinadas épocas. Y en las Canarias, así como en las Azores, también veían los habitantes tierras nuevas que surgían en el horizonte al llegar ciertos meses, y que para el vulgo eran las de las tradiciones marítimas: la isla de las Siete Ciudades y la de San Borombón, pintadas por algunos cartógrafos en sus mapas con los títulos de «Antilla» y «Mano de Satán». Los de mayores conocimientos explicaban con arreglo a los escritores antiguos, la naturaleza de estas tierras tan pronto visibles como ocultas y que frecuentemente cambiaban de lugar. Plinio había hablado de enormes arboledas del Septentrión que el mar socava, y como son de grandes raíces, flotan sobre las olas y de lejos parecen islas. Séneca había descrito la naturaleza de ciertas tierras de la India, que por ser de piedra liviana y esponjosa van sobrenadando en el Océano.

La Antilla salía al encuentro de los marinos extraviados por la tempestad, dando lugar con su rápida aparición a nuevas expediciones. Diego Detiene, patrón de carabela, que llevaba como piloto a un Pedro de Velasco, vecino de Palos, salía de la isla de Fayal cuarenta años antes de los descubrimientos de Colón, y avanzando cientos de leguas mar adentro, encontraba indicios de tierra; pero a fines de agosto había de retroceder, temiendo la proximidad del invierno. Vicente Díaz, piloto de Tavira, realizaba otra expedición hacia Poniente, pero había de volverse por la escasez de sus provisiones. Otros navegantes salían a la descubierta de estas islas ocultas, y nadie volvía a saber de ellos.

Se hablaba mucho de un piloto que había conseguido pisar las tierras ignotas. Unos le consideraban vizcaíno, de los que hacían comercio con Francia e Inglaterra; otros portugués, que navega de Lisboa a la Mina; los más le tenían por andaluz y le llamaban Alonso Sánchez de Huelva. Una tempestad había sorprendido barco entre Canarias y Madera, llevándolo hasta una gran isla, que se creyó luego fuese la de Santo Domingo. Desembarcó Sánchez tomó la altura, hizo agua y leña, y volvió hacia las tierras conocidas; pero tan penoso fue el viaje, que murieron de hambre y cansancio doce hombres de los diez y siete que formaban su tripulación, y los cinco restantes llegaron en tal estado a las Azores, que fallecieron al poco tiempo. Esto ocurría en 1484, ocho años antes del descubrimiento de las Indias. Cuando las primeras expediciones españolas desembarcaron en las costas de Cuba, sus naturales, en frecuente comunicación con los de la isla Española o Santo Domingo, les hablaron de otros hombres blancos y barbudos que algún tiempo antes habían llegado sobre una nave.

—Gente interesante la que se reunía en estas islas avanzadas del Mar Tenebroso —dijo Maltrana—. Navegantes ávidos de novedad, hombres de estudio que a la vez eran hombres de acción, sentíanse atraídos todos ellos por el misterio del Océano. Luego de navegar desde los hielos de la isla de Thule al puerto de San Jorge de la Mina (donde los lusitanos hacían acopio de negros para venderlos en Lisboa), acababan por establecerse en los archipiélagos portugueses o españoles, sin que nadie supiese gran cosa de su existencia anterior. Se parecían a los aventureros de vida novelesca y obscura que en nuestros tiempos viven en las minas del África del Sur, en las praderas de Australia, en el Oeste de los Estados Unidos o en las pampas de la Argentina, vagabundos cuya verdadera nacionalidad se ignora, que llevan con ellos un ensueño, una energía latente, y se introducen por medio del matrimonio en familias poderosas que les ayudan, acabando por triunfar. Después de la victoria ocultan aún con más cuidado su origen, amontonando sobre él testimonios contradictorios e inverosímiles.

—En las Azores —dijo Ojeda— vivió durante diez y seis años, casado con una hija del gobernador de Fayal, el cosmógrafo Martín Behaín, constructor del primer globo terrestre que se conoce, y el cual es considerado por unos caballero bohemio de raza eslava, por otros noble portugués dado a las aventuras, y por los más, simple mercader de paños nacido en Nuremberg. Y al mismo tiempo, casado con una hija de Muñiz de Pelestrelo, antiguo gobernador de la isla de Puerto Santo, vivía otro aventurero, navegante en diversos mares y de obscuro pasado, un tal Cristóbal Colón…

—Usted que ha estudiado las cosas de aquella época, amigo Ojeda —preguntó Maltrana—, ¿cómo ve al famoso Almirante?…

—Le advierto que yo tengo una opinión muy personal. Siento por él una simpatía de clase: era un poeta. En su libro de Las Profecías se han encontrado versos mediocres, pero ingenuos, que indudablemente son de él. Adoro su imaginación, que infunde a muchos de sus actos cierto carácter poético; su amor a lo maravilloso, su religiosidad extremada de marinero metido en teologías, que le hace decir cosas heréticas sin saberlo y le impulsa a escoger libros religiosos poco aceptados… Admiro su coraje, su tenacidad para realizar un ensueño. Y lo que en él me inspira más afecto es que no fue un verdadero hombre de ciencia, frío y lógico, de los que usan la razón como único instrumento y desdeñan las otras facultades, sino un intuitivo, de más fantasía que estudios, semejante a Edison y a otros inventores de nuestra época, que tampoco son verdaderos hombres de ciencia y saltan del absurdo a la verdad, produciendo sus obras por adivinación, lo mismo que los artistas… Este hombre extraordinario y misterioso lo veo lleno de contradicciones y complejidades como un héroe de novela moderna; y lo prueba el hecho de que, transcurridos cuatro siglos, todavía se discute sobre su persona y no se sabe con certeza su origen.

—Yo odio el Colón convencional fabricado por el vulgo —dijo Isidro—. Ese Colón que ven todos, lo mismo que en las estatuas y los cuadros, con el capotillo forrado de pieles, una mano en la esfera terrestre (que conocía menos que cualquier escolar de nuestra época) y con la otra señalando a Poniente, como quien dice: «Allá está América; la veo y voy a ir por ella…». Y Colón murió sin enterarse de que las tierras descubiertas eran un mundo nuevo y desconocido; diciendo en su carta al Papa que había explorado trescientas leguas de la costa de Asia y la isla de Cipango, con otras muchas a su alrededor… Las trescientas leguas asiáticas eran las costas atlánticas de la América Central, y Cipango (o sea el Japón) la isla de Santo Domingo. Él fue quien menos valor científico dio al descubrimiento, viendo en sus viajes una simple empresa política y comercial. De la novedad de las tierras encontradas no tuvo la menor sospecha: eran para él las costas orientales de Asia, la India ultra-Ganges, y por esto las bautizó con el nombre de Indias. Y en la carta en que daba cuenta del primer descubrimiento a su amigo y protector Luis Santángel, ministro de Hacienda de la corona de Aragón y judío converso, declaraba que de las tierras descubiertas «habían hablado otros muchos antes que él, pero por conjetura y sin alegar de vista», refiriéndose a los viajeros que habían hablado y escrito sobre los misterios de Asia.

La contemplación del mar y la calma de la tarde incitaron a los dos amigos a seguir allí, continuando su plática, en la que evocaban pasadas lecturas, interrumpiéndose muchas veces el uno al otro para añadir un nuevo dato.

Colón había encontrado el resumen de toda la ciencia de su época en el tratado De imagine mundi, del cardenal Pedro de Aliaco, teólogo, matemático, cosmógrafo, astrólogo, y uno de los que asistieron al Concilio de Constanza, donde fue quemado Juan Huss. El ejemplar De imagine mundi le acompañaba en todos sus viajes. Las Casas había visto este libro, ya ajado y cubierto de anotaciones en los últimos años de Colón. Éste encontraba reunido en la obra de Aliaco todo lo que podía animarle en su propósito de pasar al Asia por breve camino navegando hacia Occidente. Las afirmaciones de Aristóteles y su comentador Averroes, y las de Séneca daban todas ellas por segura la posibilidad de llegar en pocos días con viento favorable desde el extremo más avanzado de España a la India. La escasa distancia entre los dos extremos del mundo conocido afirmábala igualmente el cardenal con el testimonio de Plinio, que da a la India una grandeza desmesurada, la tercera parte del mundo habitado, con ciento diez y ocho naciones; de modo que Asia ocupaba todo el mar Pacífico, todo el Atlántico, y avanzaba hacia Europa, llenando parte de la América.

Oponíanse a esto otras doctrinas, afirmando que en el planeta era más el espacio ocupado por el mar que el de la tierra firme; pero Colón, como todos los que se sienten poseídos de una idea fija desechaba lo que no parecía de acuerdo con su opinión, rebuscando nuevos y extraños argumentos para afirmarla. Él desenterró —dándole el valor de un libro santo— el Apocalipsis de Esdras, judío visionario del siglo primero que vivía fuera de Palestina. Y apoyándose en Esdras, que afirmaba que seis partes del mundo están en seco y sólo la séptima la ocupan los mares, todavía, poco antes de morir, cuando llevaba hechos tres viajes de descubrimiento, escribía Colón a los Reyes Católicos: «Digo que el mundo no es tan grande como dice el vulgo, y el conjunto de ello es seis partes y la séptima solamente cubierta de agua».

También en los libros sagrados y en la literatura clásica encontraba argumentos en su apoyo. Unos versos de la tragedia Medea, de Séneca, eran para él profecía indiscutible. «Vendrán los días —dice el coro— en que el Océano aflojará sus lazos y surgirá una nueva tierra, y un marinero semejante a Tifis, el que guió a Jasón, será el descubridor, y ya no aparecerá la isla de Thule como la última de las tierras». Buscaba apoyo igualmente en el Antiguo Testamento, interpretando obscuras palabras de Isaías; y al dar cuenta de su descubierta, decía que con ella se habían cumplido simplemente las predicciones de aquel profeta.

Su misticismo fantaseador y la convicción de que las tierras nuevas encontradas por él tocaban con el Oriente asiático le impulsaban a dar por realizados los más bizarros descubrimientos. En la costa de Venezuela, al notar en el Océano la gran extensión de agua dulce de la desembocadura del Orinoco, declaraba este río «uno de los cuatro que bañan el Paraíso terrenal». Y para dar emplazamiento al Paraíso, que, según sus autores favoritos, está situado en la cumbre de una gran montaña, escribía a los Reyes Católicos afirmando que «el mundo no es redondo en la forma que dicen los antiguos, sino en la forma de una pera, que es toda muy redonda, salvo allí donde tiene el pezón, que es lo más alto; o como quien tiene una pelota muy redonda y encima de ella coloca una teta de mujer, y esta parte del pezón es la más alta y más propincua al cielo». El pezón del mundo estaba en la costa de Paria, cerca del Orinoco, y en esta altura inaccesible vivían Elías y Enoch esperando el Juicio final.

Las arenas de oro encontradas en La Española le hacían adivinar el verdadero nombre de esta isla. Era la Cipango de Marco Polo y de los viajeros asiáticos; pero antes había sido la tierra de Ofir, adonde Salomón enviaba sus navíos.

En todas sus cartas, el deseo de riquezas y la esperanza de encontrarlas mezclábanse con un entusiasmo religioso por sus viajes, que iban a proporcionar a la Iglesia la conquista de millones de almas perdidas en la idolatría. «El oro es bueno, Señora —escribía a la reina—; y tal es su poder, que saca las almas del Purgatorio y las lleva al Paraíso». Y a la vez que ingenuamente exponía esta impiedad, deseaba reunir mucho oro para armar un ejército a su costa de cien mil infantes y diez mil caballos, con el cual prometía al Papa rescatar el Santo Sepulcro del poder de los infieles y contener el avance de los turcos. Cuando al final se convencía de que el oro no era abundante y costaba mucho de acopiar, proponía, para la obra santa de la conquista de Jerusalén, establecer un comercio de esclavos indios en la Península, tráfico que podía dar una ganancia anual de cuarenta millones de maravedíes. Y a continuación enviaba las primeras muestras de indígenas al mercado de Sevilla.

—Todo era extraordinario y contradictorio en aquel hombre —dijo Ojeda—. Se nota en él ese desequilibrio que, según parece, es condición de los genios.

—Aún es más misterioso su origen —contestó Maltrana—, biógrafos e historiadores llevan cuatro siglos disputando sobre los diversos lugares de su nacimiento en el señorío de Génova. Algunos hasta le creen gallego, nacido en Pontevedra, y se fundan en que en la época de su nacimiento existían familias de marineros en aquella costa llamados unos Colón y otros Fonterrosa (los dos apellidos del Almirante), y todos ellos, según parece, de origen judío. Yo doy poca importancia en la vida de un hombre al lugar de su nacimiento. Cada uno nace donde puede, donde le dejan nacer, y esto nada significa en la formación de nuestro carácter.

—Así es. Nuestra patria verdadera está allí donde esbozamos el alma, donde aprendemos a hablar, a coordinar las ideas por medio del lenguaje y nos moldeamos en una tradición.

—Recuerde, amigo Ojeda, los documentos que nos quedan del Almirante. No hay un solo escrito en italiano; ni la más insignificante palabra de su idioma natal se escapa en ellos; siempre usa el latín o el castellano, y al castellano le llama «nuestro romance». Él, tan aficionado a las citas literarias y los versos, nunca menciona un autor de la rica literatura italiana, que parece ignorar. Américo Vespucio, que era de Italia, saca a colación, en sus relaciones geográficas, al Dante y a Petrarca. Colón cita únicamente a los autores de la antigüedad: «el Aristóteles», Plinio, Séneca, etc., y con ellos los árabes españoles, San Isidoro, el rey Alfonso y muchos rabinos hispanos, en cuyas doctrinas parece muy versado. Este genovés ilustre, cuando escribe a Micer Nicolao Oderigo, embajador de Génova en España, le escribe en castellano, como escribía a todos, cuando no usaba el latín. Muchos años antes, al planear en Lisboa su empresa de descubierta, se dirige a Toscanelli, el anciano cosmógrafo florentino, para conocer nuevos datos de la ciencia de entonces que le afirmasen en sus propósitos. No se sabe qué dijo en la carta de petición; lo natural era recomendarse a su benevolencia como compatriota, y sin embargo, Toscanelli, el famoso «Paulo físico», cuando le contesta desde su tierra enviándole el plano geográfico que tanto le valió para los descubrimientos, da a entender que lo cree portugués y le habla del esforzado valor de los navegantes de su país… Alegan muchos, para justificar ese desconocimiento del italiano, tan extraordinario en un genovés, que Colón salió de su patria a los catorce años para no volver más. ¿Pero el idioma natal puede olvidarse tan por completo cuando se le ha hablado hasta los catorce años?…

—A mí tampoco me apasiona el lugar de su nacimiento —dijo Ojeda—. Ya he dicho que el hombre es del país donde se forma y cuya lengua habla. Me interesa la persona más que la cuna… Pero tenemos el testimonio del mismo Colón, que no deja lugar a dudas. En sus cartas, en la institución del mayorazgo para su descendencia, en su testamento, en todo papel que escribe en los últimos años, muestra cierto interés en hacer saber que es de Génova, como si adivinase las objeciones de la posteridad sobre su origen.

—Lo dice hartas veces —interrumpió Isidro maliciosamente—, lo repite con sobrada insistencia, para creer en su sinceridad. Exhibe la condición de ligur, pero no añade lo más mínimo sobre sus ascendientes o la parentela que indudablemente le quedaría en Italia. La única vez que menciona familia, es para dar a entender de un modo velado que bien pudiera ser pariente de los Colombos, famosos almirantes de Génova. En esta declaración ven algunos el secreto de su genovesismo. El vagabundo Colón y Fonterrosa, marino gallego, portugués, judío o lo que fuese, pudo ver grandes ventajas en este parentesco por la semejanza de apellido, y más aún si deseaba ocultar su origen en una época en que el cristianismo pegaba duro sobre los de raza hebraica y preparaba su expulsión de muchas naciones. Se ha demostrado que es puramente ilusorio este parentesco con los Colombos almirantes, y falsos también los relatos de los combates de su mocedad en las galeras genovesas frente al puerto de Lisboa, así como su milagrosa salvación sobre un madero. ¿Por qué no podría serlo igualmente el genovesismo de ese italiano que ignora su lengua y no se acuerda de cómo es su país, pues jamás lo alude para compararlo con las tierras descubiertas?…

—Ciertamente, fue un hombre enigmático. Su vida se asemeja a esas montañas altísimas que reciben en la cumbre los rayos del sol, mientras abajo los valles y laderas están en la sombra. Sabemos de él con certeza a partir de sus cincuenta y seis años, cuando emprende el primer viaje: los ocho años anteriores pasados en la Corte de España solicitando apoyo están en la penumbra; los de su vida en Portugal aún son más inciertos, y todo el resto, hasta el nacimiento, queda envuelto en una obscuridad absoluta, que se ha prestado y se prestará a las hipótesis más diversas. Su existencia en España es un misterio. ¿Desde cuándo vivió en ella?… Los biógrafos lo hacen pasar únicamente por Andalucía y Castilla en sus tiempos de solicitante; y sin embargo, Colón, siendo viejo, contaba a Las Casas cómo le habían servido de apoyo en sus planes ciertas pláticas con Pedro Velasco, un marinero que había hecho grandes navegaciones, y al que conoció en Murcia.

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