Los Borbones y sus locuras

Los Borbones y sus locuras


9. Alfonso XII: Reina rápido y deja un bonito cadáver » «Un viento de la sierra que corta los cojones»

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9. Alfonso XII: Reina rápido y deja un bonito cadáver

El palacio parisino de Castilla recobró durante unas horas la brillantez y el lujo de las grandes ocasiones. En el enésimo giro de su vida, la reina exiliada de España decidió por sorpresa que iba a abdicar la corona en beneficio de su único hijo varón, Alfonso XII, llamado así en honor a los antiguos y magnos reyes castellanos. La plana mayor de los monárquicos exiliados asistió el 25 de junio de 1870 a este solemne ritual, con la única salvedad del rey consorte, que pidió un emolumento muy alto por su presencia. Los expertos en protocolo cuidaron cada detalle de una ceremonia que buscaba romper con el pasado e impulsar la nueva generación de Borbones hacia el futuro.

La propia Isabel, vestida de color rosa, insistió en que una vez firmada la abdicación se debía besar solo la mano a su hijo y, en todo caso, a ella en segundo lugar, nunca antes. Sin embargo, la soberana, buena conocedora de las artimañas del protocolo, se colocó iniciado el besamanos a la izquierda de su heredero adolescente, enfundado en una levita negra, para obligar a los presentes a besar su mano antes que la del nuevo rey de España. Su padrastro, Fernando Muñoz, resumió con enorme resonancia la travesura de Isabel: «He aquí una reina que concluye como ha vivido: no sabiéndose jamás la verdad y haciendo lo contrario de lo que dice».

El desbarajuste de aquel acto de abdicación tan inesperado como trascendental no compitió, en cualquier caso, en la lista de desastrosos rituales protocolarios que copaba en casi todas sus categorías la Monarquía Inglesa. En las antípodas del proverbial gusto por la ceremonia que se les atribuye hoy, durante años los reyes británicos no dejaron de meter la pata cuando intentaban codearse con sus homólogos de Viena, París o San Petersburgo. Como señalan los historiadores Eric Hobsbawm y Terence Ranger en su obra ya clásica La invención de la tradición, por mucho que se esforzaran los actos oficiales ingleses durante el siglo XIX oscilaban siempre entre la farsa y el fiasco.

Durante el funeral de la princesa Carlota en 1817 fue muy evidente que los responsables de las pompas fúnebres estaban borrachos perdidos. A la muerte del duque de York, diez años después, la capilla de Windsor estaba tan húmeda e insalubre que buena parte de los asistentes se constipó, entre ellos el arzobispo de Londres, que falleció debido a la enfermedad. En la coronación de Jorge IV hubo que contratar a luchadores profesionales para que pusieran paz en el Westminster Hall entre invitados tan ilustres como camorristas. El propio Jorge, vestido suntuosamente, «parecía demasiado gordo para producir un buen efecto, de hecho parecía más un elefante que un ser humano». Durante el funeral del gran mamífero, su heredero Guillermo IV no paró de hablar y se marchó aburrido antes de que acabara el acto. «Nunca habíamos visto a un conjunto de personas tan grosero, ordinario y mal dirigido», dio cuenta el periódico The Times.

La coronación de Guillermo IV, que aborrecía el ceremonial, fue bautizada como «la media-coronación» debido a su brevedad. Su funeral, al contrario, fue tan largo y tedioso que los asistentes empezaron a reír y charlar frente al ataúd. De la reina Victoria se improvisó por completo el acto de coronación, con el clero perdido en medio de la ceremonia, el coro desafinado y los cortesanos charlando de forma distendida como si hicieran cola en la frutería. Solo a finales de siglo, la corona británica empezó a tomarse en serio su papel como símbolo de una tradición inmemorable.

Cada uno en su casa y Dios en la de todos

Bajo la protección del emperador Napoleón III y de su esposa Eugenia de Montijo, Isabel se instaló en 1868 en el castillo de Pau, la cuna de los Borbones que había visto nacer a Enrique IV de Francia, y luego se compró el pequeño palacio Basilewski, que la española rebautizó como de Castilla, situado en el número 19 de la Avenida Kléber. Su marido, Francisco de Asís, apenas llegó a poner un pie en dicha residencia y prefirió vivir con su secretario consorte Meneses a las afueras de París. Rey y reina acordaron su separación legal tras un intenso rifirrafe, si bien Paquito no renunció a seguir chantajeando a su esposa para quedarse con todos sus ingresos económicos e imponer sus derechos dinásticos y familiares a los de ella.

Por su apoyo durante la separación, Napoleón III pidió a Isabel en 1870 que renunciara a la corona y facilitara la restauración de su casa. El francés mostró un repentino interés en España, toda vez que la guerra fría entre Francia y Prusia se había extendido también a la península Ibérica, donde Leopoldo de Hohenzollern, de la familia real prusiana, se postuló para sustituir a los Borbones en esas fechas. Napoleón hizo todo lo que estuvo en su mano para torpedear esta posibilidad, lo que incluía colocar a Alfonso XII en la lanzadera de su reinado.

Las razones de Isabel para abdicar en ese momento, y no en otro, fueron simplemente que el casero lo había demandado y ella obedeció porque así se había comprometido por escrito con Napoleón a cambio de que las manos de su marido siguieran lejos de su dinero y no faltara la comida en la mesa. Por no hablar de sus motivos personales. Cuando su madre le reprochó furiosa una decisión inesperada, Isabel confesó el alivio que suponía para ella ceder la corona: «Hace veintidós años que no he vivido más que de pasteles y entre pasteles y estoy ya cansada de esta vida». Lo de pastelear no era por lo mucho que le gustaba devorar dulces, sino como referencia a intrigar y malmeter.

En París, algunos de los depuestos Borbones españoles e italianos compartieron penalidades y frágiles planes para recuperar sus reinos. Desde la entrada de Felipe V en España, había descendientes suyos dirigiendo varias casas en las posesiones del Imperio en Italia. La rama Borbón-Parma pasó del Ducado de Parma a la Toscana hasta desaparecer luego del mapa con las sucesivas olas liberales y la de los nacionalistas italianos, que extinguieron su poder cuando gobernaba Roberto I de Parma. Más compactos aguantaron los Borbones de Nápoles hasta la unificación de Italia a mediados del siglo XIX.

El pintoresco revolucionario Giuseppe Garibaldi invadió este territorio al frente de un grupo de voluntarios escaso y mal equipado, pero que supo tocar las teclas exactas para revolver a la población contra los Borbones. El reino de Dos Sicilias se hundió con rapidez, abriendo el camino a la unificación de la bota de Europa bajo el dominio de la monarquía piamontesa de Víctor Manuel II, durante mucho tiempo considerado un bicho raro por el resto de monarcas europeos y hasta excomulgado por el papa. En marzo de 1861 se proclamó el reino de Italia y el último Borbón de Nápoles, Francisco II de las Dos Sicilias, acabó su vida deambulando entre Austria, Baviera y Francia.

Lo paradójico del asunto es que el dirigente que había cobijado a estos exiliados en París y que había orquestado la abdicación de Isabel, el emperador Napoleón III, se vio obligado a renunciar a su propia corona solo tres meses después del acto. Como un caballero errante al que imponen horario de oficinista y una casa en las afueras con jardín e hipoteca, al emperador galo lo descabalgó en septiembre de 1870 el ejército prusiano en los campos de Sedán, donde fue hecho prisionero junto a decenas de miles de soldados franceses.

El canciller Otto von Bismarck, artífice de la unificación alemana, tuvo oportunidad de charlar con su ilustre prisionero en una casa desvencijada donde por iniciativa propia se alojó Napoleón a la espera de reunirse con el rey Guillermo de Prusia. Ambos se trataron con cortesía y hasta respeto, a pesar de que el canciller, de porte aristocrático, labios fruncidos y un insolente monóculo en la esquina del ojo, solía gastar en una sola conversación más cantidad de ironía y mordacidad que algunos urólogos en toda su vida. El posterior encuentro de Napoleón con Guillermo fue bastante más tenso y, si bien no es cierto que le dio de cenar sesos de asno al francés, como cuenta la tradición, sí parece que el prusiano se decantaba por fusilar allí mismo al dirigente que por su irresponsabilidad había causado la muerte de tantos hombres. Al final se convenció de que el emperador depuesto, que pasaría el resto de su vida en el exilio, ya había tenido suficiente castigo a su glotonería de gloria.

Finalizado un largo asedio sobre París y un levantamiento popular que inició una nueva república, el rey prusiano se proclamó soberano del Imperio alemán en el Salón de los Espejos de Versalles. Sobre las cenizas del Imperio francés nació otro gigante que habría de encender una y otra vez cerillas alrededor del polvorín de Europa. Lo que pocas veces se recuerda es que fue el primer Napoleón, el conquistador, quien agitó el nacionalismo alemán a través de la Confederación del Rhin y quien contribuyó así a poner la semilla del país que, medio siglo después, destrozaría al imperio de su sobrino Napoleón III. Consecuencias a largo plazo de soluciones pensadas a corto plazo.

Si los Borbones habían imaginado que Francia, su cuna, iba a ser el oasis de su jubilación estaban muy equivocados. Ni España, ni Francia, ni Europa han sido nunca océanos de calma. Sin su principal valedor, los miembros de la dinastía se dispersaron hacia otros destinos durante la incursión prusiana. Para la familia de Isabel, aquella huida acrecentó de forma perpetua las divisiones entre sus partes. Unos hicieron su camino al andar, pero otros, como la reina depuesta, volvieron a París a vivir y, sobre todo, a morir. Isabel pasó el resto de su vida prácticamente encerrada en su palacio, tomando alguna vez chocolate con sus amigas al caer la tarde en algún café y convocando tertulias hasta la madrugada.

Como recuerda la historiadora Isabel Burdiel en su magistral biografía de la reina, en esos años actuó como una exiliada de manual, sin interés por la ciudad ni por aprender el idioma ni por relacionarse con los franceses. Cada domingo, lloviera, hiciera sol o brotaran barricadas en la ciudad, en esa residencia se servía un cocido madrileño. El Palacio de Castilla se fue vaciando poco a poco de generales, políticos y cortesanos y llenándose de espectros. Más siniestro, más impresionante, Isabel pereció en sus paredes sin que el hecho de que se le permitiera volver de forma escalonada a España supusiera consuelo alguno. En esos viajes casi clandestinos, ella se sentía una «vagabunda» en su tierra y no la madre del rey.

Amantes y estafadores de medio pelo que le prometían devolverla al trono siguieron cortejándola y convirtiéndola en una apestada para una parte de los Borbones. La nobleza francesa la rehuía, y la familia de su hijo Alfonso evitó su compañía siempre que pudo. Uno de los extravagantes personajes que se aferró al palacio parisino de Isabel se llamaba Joseph Haltmann, un judío húngaro de sempiternos y largos bigotes, descrito por una de las hijas de la reina como alguien «que lo mismo podía haber sido camarero que artista de circo o músico ambulante». Este rufián encargado de organizar el programa diario, preparar las cenas y recibir a los invitados, algunos tan escandalosos como el pretendiente carlista, era tan zalamero con la monarca como hostil luego con el resto de cortesanos, a los que amedrentaba con sus muecas anacrónicas.

Días antes de su muerte en 1904 por una afección respiratoria, la Isabelona recibió a la emperatriz depuesta Eugenia de Montijo, ya viuda de Napoleón III. La reina estaba resfriada, pero parece ser que fue su afán por presentarse delante de su vieja amiga en todo su esplendor, sin el mantón de Manila que le había prescrito el médico (y su modista), lo que hizo penetrar por las rendijas de su amplio cuerpo al viento frío y, en su caso, mortal del Sena. «Siento en el pecho una cosa rara. Voy a desmayarme» fueron sus últimas palabras tras semanas renqueando.

Que competir con Eugenia le costara hasta la vida suena a anécdota inyectada en moralina, pero describe muy bien la extraña relación que mantuvieron a lo largo de las décadas la reina de España y aquella emperatriz de Francia nacida en Granada.

Un temblor en Granada

Eugenia María Guzmán, conocida como Eugenia de Montijo por el título paterno, nació durante un terremoto en Granada, siendo una noble castiza y segundona, y murió noventa y cuatro años después en el palacio madrileño de Liria como emperatriz viuda y depuesta de Francia cuando del temblor causado por su vida se percibían ya solo pequeñas réplicas. Esta imponente joven con idiomas y visión europea no era excesivamente culta, pero disfrutaba de una impresionante belleza, una elegancia innata y una personalidad tan atractiva como rebelde, rebeldemente chispeante. El novelista Juan Valera, una de las celebridades que orbitaba por el ambiente familiar de los Montijo, describió a los veinte años a la aristócrata con una mezcla de amor y aversión:

Es una diabólica muchacha que, con una coquetería infantil, chilla, alborota y hace todas las travesuras de un chiquillo de seis años, siendo al mismo tiempo la más fashionable señorita de esta villa y corte y tan poco corta de genio y tan mandoncita, tan aficionada a los ejercicios gimnásticos y al incienso de los caballeros buenos mozos y, finalmente, tan adorablemente mal educada, que casi-casi se puede asegurar que su futuro esposo será mártir de esta criatura celestial, nobiliaria y sobre todo riquísima.

El mártir de Eugenia no fue otro que un Bonaparte. En el año 1850, prolegómeno de que Napoleón III iniciara el Segundo Imperio francés, Eugenia y el estadista se conocieron en una recepción en la casa de la princesa Matilde Bonaparte. El príncipe-presidente se prendió de una muchacha de mucho ingenio y más sentido común. Tanto que, frente a aquel enamorado que le sacaba un porrón de años, concretamente dieciocho, la española resistió el cortejo y exigió que si quería una dosis de Montijo debía ser mediante matrimonio. Cuando dos años después se proclamó emperador, Carlos Luis Napoleón no tardó ni un mes en casarse con la noble granadina. Varios miembros de su dinastía le reprocharon, como Matilde Bonaparte, la prima con la que también estuvo a punto de desposarse, que «uno se acuesta con una señorita Montijo, no se casa con ella».

Las luchas de poder en la familia Bonaparte darían no para un libro sino para varios tomos de una enciclopedia bíblica y, desde luego, para toda una temporada de Juego de tronos con más sexo y mala baba. El padre de Matilde, Jerónimo Bonaparte, hermano menor de Napoleón I, avivó los rumores atronadores de que el último emperador de Francia era de sangre bastarda: «¡No tiene usted nada de Napoleón!», le espetó el tío. «Desgraciadamente sí, tengo su familia», le contestó el emperador con un corte que todavía se puede escuchar en los Campos Elíseos.

Lástima que también eso fuera en parte postizo. Un estudio científico comparando el ADN de Napoleón I y el de su sobrino en 2014 confirmó la sospecha que sobrevoló el Palacio de Las Tullerías durante todo el Segundo Imperio: no hay vínculo sanguíneo entre ambos. A falta de más pruebas, se puede especular para justificar este hecho con que o Napoleón III no era hijo de Luis, rey de Holanda, por lo que su madre, Hortensia de Beauharnais, hija de la emperatriz Josefina, habría engañado a su marido; o bien que el propio Luis no fue hijo de Charles Bonaparte, por lo que su madre María Letizia no lo habría concebido dentro del matrimonio. En ambos casos correría sangre bastarda por sus venas y cuernos por las cabezas de los padres.

Inmune a la gresca diaria entre los Bonaparte, Eugenia desplegó sobre la corte imperial un lujo y un refinamiento desmedido, con un ligero toque español, arroz con leche incluido, que rememoraron peligrosamente los tiempos del Antiguo Régimen en un país que se movía o a golpe de revoluciones o a base de esplendores imperiales. Parece que no había punto intermedio. El trazado del París moderno cobró forma en este reinado donde la corte correspondió, en grandeza, con mascaradas fastuosas, estrenos de ópera que marcaron época y con los emperadores pasando parte del verano en la ciudad balneario de Biarritz, en el País Vasco francés. No obstante, el pueblo llano nunca conectó del todo con esa extranjera que gozaba de gran ascendencia política sobre su marido y que de forma despectiva llamaban «la española», pero que también dedicaba gran parte de su agenda diaria a obras de la beneficencia visitando suburbios, hospitales y orfanatos.

En 1858, un revolucionario italiano llamado Felice Orsini, hijo de un antiguo oficial de Napoleón Bonaparte, intentó asesinar con un tipo de bomba que hoy lleva su apellido a los monarcas cuando acudían al teatro Rue Le Peletier, el precursor de la ópera Garnier. A pesar de que murieron varias personas y un centenar resultaron heridas, incluido Orsini, los emperadores salieron ilesos y continuaron hacia el teatro sin perder la compostura ni percibir, cual héroe de acción del cine de los noventa, la llamarada a su espalda. El conato de magnicidio incrementó la popularidad de Napoleón y de Eugenia durante un tiempo. Solo uno.

Las infidelidades de Napoleón deterioraron el matrimonio y llevaron a la noble española a abandonar una temporada a su marido. Con todo, fue la derrota contra Prusia y la salida de ambos del país en dirección a Inglaterra lo que cercenó el matrimonio. Él murió el 9 de enero de 1873, a los sesenta y cinco años de edad, dejando a la española en una desabrigada casa de campo británica al frente del indomable partido bonapartista y, sobre todo, a cargo del único hijo de ambos. Del matrimonio había nacido el príncipe imperial Eugenio Luis tras un par de abortos y, cuenta el anecdotario, después de que la reina británica Victoria le aconsejara a la española que utilizara ciertas posturas que «vendrán muy bien para tu posterior embarazo… por qué no te pones estos cojines de esta manera en tus lumbares y así a lo mejor tienes suerte».

Para desgracia de aquella esforzada madre, Eugenio Luis perdió la vida el 1 de junio de 1879 en Ulundi, Sudáfrica, durante la épica guerra —así lo refleja el cine británico— sostenida por el mejor y más moderno ejército del mundo contra los zulúes, guerreros en taparrabos armados con lanzas y piedras. El joven de veintitrés años iba armado con la espada de Napoleón I cuando los zulúes le mataron a lanzadas. Eugenia nunca llegó a reponerse de su muerte y hasta quiso visitar el lugar donde falleció. Una vez convencida de que no había camino de vuelta, tomó la determinación de vestir cuarenta años de riguroso negro y de desentenderse de la política.

En sus visitas a Isabel II en París apenas quedaban ya visos de la rivalidad soterrada del pasado. Eugenia confesaba de joven que no tenía amigas de su edad y de su entorno «pues las chicas madrileñas son tan tontas que solo saben hablar de moda, además de que se critican las unas a las otras». Y exactamente eso era la reina de España, una madrileña sin mucho contenido. Si en público el trato era afectivo entre ambas mujeres, luego Isabel deslizaba comentarios mordaces contra esa elegante y estilizada emperatriz a la que con sorna llamaba «doña Eugenia». El orgullo Borbón y la envidia le impedían en su fuero interno tratar de tú a tú a quien, hasta hace nada, era una hija segundona de la nobleza patria. Solo el exilio estrechó los lazos entre ambas.

Alfonso XII, un triunfo personal

El nacimiento de Alfonso XII, en 1847, fue considerado por Isabel II un triunfo personal. El único varón de sus cinco hijos que llegó a edad adulta mostró una buena constitución y un porvenir esperanzador para la dinastía. Cuestión aparte fue determinar quién era el padre de la criatura. Isabel insistió en llamar Francisco al bebé en un intento desesperado de unir al menos su nombre al consorte, lo cual fue automáticamente descartado por ser una ocurrencia cruel y fuera de lugar. La cronología sexual apunta inmisericordemente como padre al militar Enrique Puigmoltó, moreno de piel y pálido de tez; y, de hecho, al muchacho los republicanos le llamarían el «Puigmoltejo» para recordarle que solo era mitad Borbón. El valenciano había sido ya invitado a abandonar la corte cuando se produjo el nacimiento de su probable vástago, del que solo conservaría su primera cuna, enviada por la reina junto a una nota cariñosa de despedida.

Lo gracioso es que Alfonso desde muy infante se interesó más por lo castrense que por la aritmética o la filosofía. «Mi mayor placer sería estar a caballo asistiendo a batallas y batiéndome yo mismo», llegó a declarar un rey al que, años después, casi capturarían los carlistas en la ermita de San Cristóbal de Lácar por exponerse demasiado al combate. Su plan de estudios, mucho más cuidado que el de su madre, conjugaba materias teóricas con ejercicios físicos propios de quien debía saber tanto de política como del ejército, que en esa España eran dos elementos abrazados de forma salvaje. La venganza de los Borbones contra los militares que se inmiscuían sin recato en la corte y en el Parlamento consistió en crear su propio espadón, un rey soldado respetado en la milicia y que ostentaría el mando supremo del ejército. No era lo mismo para los militares revolverse contra un monarca civil que contra un capitán general.

Alfonso se desvió, sin embargo, en otras facetas de quienes deseaban esculpir a un príncipe de escaparate. El heredero no era muy adicto a los estudios teóricos, aunque dominó con facilidad el francés, el inglés y el alemán. La camarilla clerical procuró que la educación religiosa rezumara por cada poro del muchacho, quien, incluso después de haber sido apadrinado en su nacimiento por el papa Pío IX, anotó que no era creyente en un documento personal con apenas veinte años. Sería con diferencia el miembro de la familia menos piadoso.

El exilio curtió el carácter del príncipe de Asturias y le recordó lo frágil que era la posición de los reyes constitucionales que abusan de sus competencias. También le permitió alejarse de la viciada educación palaciega. Alfonso completó sus estudios en Viena, París y la Academia Militar de Sandhurst, institución británica de disciplina terrible. Conocer ambientes tan variados como el autoritarismo paternal del emperador austriaco o el parlamentarismo británico le dio una visión de conjunto y alimentó una inteligencia ya de por sí despierta. Desde joven gozaba de una memoria fuera de lo común y rara vez olvidaba un rostro.

El duque de Sesto se encargó de perfilar a este rey liberal, culto, saludable, católico, soldado y bien educado, aunque ya se vería que lo de católico y saludable eran componentes de atrezo. El ilustre aristócrata puso el dinero, la amistad con Antonio Cánovas del Castillo y las decisiones clave para que los Borbones recuperaran su reino, además de ejercer como mentor, amigo y padre espiritual del futuro Alfonso XII. Sesto había sido uno de los mejores alcaldes de Madrid y el más preocupado de que la ciudad contara con una red eficiente de alcantarillado. No dudó en combatir el cólera y otras epidemias desde la primera línea de fuego, hasta el punto de que a la muerte de su madre por esta enfermedad vivió atormentado por la sospecha de que sus frecuentes visitas a los hospitales hubieran trasladado la infección a su hogar.

El cariño que guardaba la gente a este caballero de escasa estatura y andar curvado le permitió, incluso en los días revolucionarios más violentos, conservar su posición privilegiada en la capital al tiempo que en Francia moldeaba al heredero Borbón. El palacio de Alcañices, propiedad del duque, se elevó como un islote borbónico desde donde la idea del retorno de la familia cobró fuerza entre la aristocracia. Allí se organizó el motín de las mantillas, the ladies revolution, que dijo el embajador británico, y otros desafíos más simbólicos que físicos instigados por la elegante Sofía Troubetzkoy, una princesa rusa de incierto origen, algunos dicen que hija del zar Nicolás I, casada en segundas nupcias con el duque alfonsino. La exquisita rusa convocó durante varias tardes del marzo de 1871 a un grupo de damas afines a la causa Borbón, subidas en sus carruajes, para que pasearan por la Castellana ataviadas de peineta de teja, una flor de lis visible y con la españolísima mantilla.

Era la manera de la aristocracia de manifestar el rechazo hacia las costumbres foráneas y hacia toda dinastía que no fuera Borbón. Los rivales de los alfonsinos contrarrestaron al día siguiente el desfile con unos coches ocupados con «mujeres que, naturalmente, no salían de ningún convento», como diría el instigador del plan, vestidas de mantillas blancas y peinetas muy altas, muy empingorotadas.

Las señoritas que representaron esta farsa fueron una dependienta, dos turistas francesas y otras jóvenes de dudosa reputación. A ellas les acompañaban unos caballeros que, vestidos de majos, con patillas y cigarros enormes, reproducían la españolidad del vestido masculino en su versión satírica. Uno de ellos portaba un disfraz en el que se podía reconocer perfectamente al duque de Sesto, cuyas abundantes patillas y perilla quevedesca eran inconfundibles.

Ser alfonsino en ese momento se había convertido en una postura revolucionaria y no exenta de riesgos. El conde de Benalúa, presente en Alcañices, recuerda en sus memorias que una noche Sofía recibió un texto anónimo que amenazaba con que si no cesaban las tertulias explotaría la casa, lo que de verdad ocurrió, en pequeña escala, quince días más tarde, al estallar un artefacto colocado en una reja del piso bajo de las ventanas que daban al Paseo del Prado. Por supuesto que la noble moscovita, fría como el témpano, no se amedrentó por el ruido y siguió con su pulso contra saboyanos, republicanos y quienes se terciara.

La otra pata de la Restauración Borbónica no fue otra que la de Antonio Cánovas del Castillo, hasta entonces un político conservador tirando a discreto que habría de allanar el terreno creando «mucha opinión en favor de Alfonso» con «calma, serenidad, paciencia, tanto como perseverancia y energía».

Convencido de la dificultad de una convivencia pacífica en España, el malagueño de orígenes humildes apostaba por un sistema que controlara el poder de forma rígida, congregando en pocas voces al mayor número de voluntades posible. El discurso de este jurista e historiador sonó a coro angelical entre la burguesía agraria e industrial que vivía con estupor los experimentos políticos que los revolucionarios desplegaron tras la salida de los Borbones. Todos ellos, en cualquier caso, debieron esperar a que la fruta española estuviera lo bastante madura antes de recogerla.

Mientras tanto en España…

La Revolución del 68 fue el primer tumulto que acabó sin un rey sentado en el trono de España, al menos de forma inmediata. Los símbolos reales fueron atacados y mancillados en cualquiera de sus formas a la salida de los Borbones. En 1870, un grupo de antimonárquicos abrió varias tumbas de reyes españoles en El Escorial a modo de ejercicio de transparencia con la ciudadanía. Una de las tumbas regias profanadas fue la del emperador Carlos V, que estaba bellamente conservada, como bien retrataron varios dibujantes aprovechando la coyuntura. Los excursionistas pudieron ver la tumba abierta, y delante de ella, sobre un andamio construido ad hoc, un ataúd cuya tapa había sido sustituida por un cristal para evitar que la gente restregara la mano con la negrida faz del cadáver.

Uno de los visitantes se aprovechó del espíritu dialogante de los custodios de tan macabra atracción lúdica para sobornarlos y obtener un trozo del monarca. Un vigilante arrancó una de las falanges de la momia y se lo entregó al aristócrata. Está documentado que el fragmento del Habsburgo estuvo en posesión del marqués de Miraflores varias décadas, hasta que la marquesa viuda de Martorell se lo envió al rey Alfonso XIII el 31 de mayo de 1912. Se excusaba la viuda triste en que el trozo de meñique había llegado a su familia de «un modo totalmente involuntario» y que ellos no habían «empleado medio alguno para adquirirlo».

La Revolución Gloriosa agujereó la dignidad real y colocó a la política española en un torbellino de sobresaltos y disparates. Juan Prim, el general Serrano y otros viejos idealistas atiborrados de buenos deseos asumieron la batuta de este nuevo tiempo donde, tras establecer la monarquía constitucional como forma de gobierno y poner en marcha una batería de medidas progresistas, se inició la búsqueda de un cándido que ciñera la corona. Preguntado en el Congreso por el regreso de la casa Borbón, Prim apostó por una respuesta nada ambigua: «Nunca, nunca, nunca». Él era partidario de importar alguna dinastía que, a poder ser, no fuera muy ajena, consciente de lo que le había sucedido a Maximiliano I de México por echarse demasiado tabasco en su cabeza austriaca.

El impulso primigenio del gobierno provisional fue el de una unión ibérica en la figura de Luis I de Portugal, y solo cuando se desechó esta opción se sondeó a Leopoldo de Hohenzollern, un pariente católico de la familia real prusiana que, para fino lazo ibérico, estaba casado con una portuguesa. Ni Leopoldo ni Guillermo I de Prusia se mostraron a favor de estas ambiciones, pero Bismarck convenció a ambos de que la oportunidad no era el trono envenenado de España, sino el hecho de presentar combate a Napoleón III. Francia y Prusia se enzarzaron en la guerra de dimes y diretes que Bismarck tanto deseaba, mientras los españoles contemplaban resignados que, en verdad, ni a unos ni a otros les interesaba su trono. Algunos casi lo agradecieron dado el trabalenguas que suponía el apellido del alemán para los españoles, que con guasa le bautizaron con el nombre de Leopoldo «Ole-Ole Si Me Eligen».

La renuncia de los Hohenzollern abrió el abanico a otros candidatos menos elevados. El general Serrano se desesperó ante tanta mediocridad: «¡Encontrar a un rey democrático en Europa es tan difícil como encontrar un ateo en el cielo!». Tras el rechazo del duque de Génova, Prim se inclinó por el segundo hijo de Víctor Manuel de Italia, Amadeo de Saboya, cuyo constitucionalismo estaba fuera de toda duda. El individuo en cuestión se caracterizaba por su carácter liberal, su catolicismo moderado y su personalidad templada, el bálsamo que necesitaba el país. Amadeo, veterano de guerra y conocido por su arrojo, había viajado por toda Europa y hasta conocía España, lugar en el que había hallado a mujeres «tan hermosas o más que las de mi país». Tal vez por ello no se retrasó ni un segundo en confirmar su disposición a reinar allí si así lo decidía el Congreso de los Diputados. En la votación para elegir al rey se manifestaron a favor de Amadeo ciento noventa y un diputados, sesenta votaron por la república federal, ocho por el general Espartero, solo dos por Alfonso XII y veintisiete por el duque de Montpensier, marido de Luisa Fernanda de Borbón.

Si no cosechó más votos Montpensier fue porque los planes de toda una vida se los llevó a la tumba su máximo enemigo en el peor momento. Una enorme mancha en una trayectoria pretendidamente impoluta. El matrimonio de la hermana pequeña de Isabel II y el hijo del primer y último rey de Francia de la dinastía Orleans había sido todo lo ejemplar que no lo fue el de la reina. Tanto en su hogar francés como luego en su corte paralela establecida en Sevilla la pareja sufragó el trabajo de artistas franceses e ingleses de primer nivel, lo que convirtió el Palacio de San Telmo, a orillas del Guadalquivir, en un templo del arte. El francés trabajó con discreción en la tarea de capturar algún trono para su familia. La primera oportunidad surgió al otro lado del Atlántico, donde en Ecuador se ofrecieron a establecer un reino erigido sobre la figura de la infanta española.

El general Juan José Flores, un caudillo sudamericano que se había visto obligado a exiliarse a Europa, organizó en 1846 junto a María Cristina un plan para enviar al general irlandés Ricardo Wright al frente de una fuerza de mercenarios y de varios batallones españoles a invadir Ecuador. El plan consistía en crear un reino, bajo el protectorado de España, encabezado por Luisa Fernanda y su marido. Pero, cuando todo parecía listo para la operación, las gestiones de los embajadores iberoamericanos forzaron al gobierno británico a confiscar las naves que se congregaban en Inglaterra e iniciar un juicio contra los responsables de la empresa. La inestabilidad política en España y la caída de los Orleans poco después en Francia dieron el golpe final al proyecto de Flores.

Ya establecido en Sevilla, el matrimonio Montpensier participó muy poco en las cuestiones cortesanas, de manera que estaban tan ociosos, la madre de todos los vicios, que no les quedó más remedio que fabricar hijos al ritmo que brotan los champiñones y conspirar contra la corona. La discreta y asustadiza Luisa Fernanda, de ojos oscuros y facciones más finas que las de su hermana, se enfrentó a Isabel II y le reprochó a finales de su reinado conducirse sin freno por «la senda de su perdición política y la de la dinastía». La reina, por su parte, le exigió a gritos que dejara de recibir en Sevilla a «los enemigos de nuestra casa y de mi trono» y que tensara la correa de su ambicioso marido. Poco después del bronco encuentro entre hermanas, la pareja fue desterrada y se marchó a vivir a París acusada de coquetear con la oposición. Desde allí aportaron dinero a la Revolución del 68 con la vaga esperanza de ocupar, si no el trono, sí un lugar preferente en el nuevo régimen.

Cuando los Borbones se disolvieron como banda reinante, el hijo de Orleans jugó a dos bandas: en Madrid se postuló, sin éxito, como monarca; y en París opositó a regente informal del joven Alfonso. No fue necesario en última instancia que ninguno de los dos bandos desmontara su actitud farisea, bastó para que cayera en desgracia un choque con don Enrique de Borbón, el hermano progresista y pendenciero de Francisco de Asís que tanta guerra había dado a Isabel. ¡Ay, esa bendita familia!

Don Enrique acusó en un artículo de prensa a Montpensier de oportunista, truhan e «hinchado pastelero francés» (equivalente de intrigante). El francés mandó al infante español una carta para que se retractara: «Muy Sr. Mío. Adjunto es un papel en el cual aparece su nombre. Espero que se sirva V. decirme si lo ha escrito y si está dispuesto a responder de él». A lo que el destinatario respondió con otra misiva de este tenor: «Muy Sr. Mío: El papel que me ha remitido y le devuelvo adjunto, está escrito por mí y por consiguiente respondo de él». Empatadas las posturas, solo cabía resolver el lance con un duelo. En la época no era infrecuente que ministros, diputados, militares, periodistas, escritores y aristócratas se batieran en este tipo de combates para determinar quién era capaz de recibir menos agujeros y cuchillas en el cuerpo. No así que lo hicieran dos infantes de España.

Borbón y Orleans celebraron su duelo el 12 de marzo de 1870 en la Dehesa de Carabanchel. Ambas familias llevaban dos siglos puenteándose y metiéndose el dedo en el ojo, si bien la cita era más un calentón entre individuos particulares que una batalla entre dinastías hermanas. Le tocó disparar primero al duque de Montpensier, que erró el tiro, aunque también falló don Enrique. El honor ya estaba a salvo, pero al contrario que en otros duelos que se consideraban así resueltos, los protagonistas habían establecido que seguirían disparando hasta que se hiciera sangre.

El segundo proyectil del francés impactó justo en la frente de su adversario, un infante de España por nacimiento y no por matrimonio como él. El escándalo traspasó las fronteras españolas e invalidó por completo los ya de por sí escasos apoyos de Orleans para reinar en España. Aunque permaneció un mes en prisión, el ególatra Montpensier no fue condenado por la muerte de Enrique y pudo comprobar en persona cómo su duende le había abandonado. Su momentum había pasado. El oprobio había caído sobre su estirpe. Adiós a sus opciones de hacerse con una corona.

Si bien los duelos entre las élites eran el pan de cada día, no resultaba habitual que terminaran con un cadáver en el suelo. Cuando eran a pistola, se evitaban daños graves poniendo una carga ligera de pólvora y estableciendo distancias largas, y si era a espada bastaba que brotara sangre para parar. Según el historiador Miguel Martorell, entre 1870 y 1930 solo se registraron media docena de muertes por estos lances y prácticamente ningún duelista pasó por prisión, dado que, pese a estar prohibidos y condenados por la Iglesia, eran juzgados por caballeros de honor.

Es más, el código de Justicia Militar preveía la formación de tribunales de oficiales que podían expulsar a un compañero del ejército si no defendía su honor y, con ello, su autoridad. De ahí que militares y guardias civiles fueran habituales en estas citas. Tras una carga de la Guardia Civil contra una manifestación republicana hacia 1904, el escritor Vicente Blasco Ibáñez dijo en el Congreso de los Diputados que le gustaría vérselas con el «tenientillo» que mandó aquella operación, por lo que un grupo de oficiales de este cuerpo sorteó quién se batiría en duelo con el valenciano para cerrarle la boca.

El autor de Los cuatro jinetes del Apocalipsis, obra con un éxito desmedido fuera de España, salvó la vida en un duelo porque la bala que le disparó el agente de la Benemérita dio contra la hebilla de su cinturón. En 1863 fue el varias veces ministro Juan Bautista Topete, gran tirador en sable y con pistola, el que defendió el honor de la Armada de una serie de críticas del poeta Ramón de Campoamor. Lo vergonzoso es que fue el hombre de letras quien se impuso en el duelo a sable con el hombre de armas. Campoamor acabó hiriendo en la frente a Topete, que con el rostro ensangrentado resultó desarmado. El bravo marino exclamó con rabia:

—¡Condenación! ¿Qué dirán mis compañeros?

Campoamor se abrazó con Topete y desde entonces, como los gañanes que Goya pintó dándose garrotazos, una vez se calmaron, fueron grandes amigos.

El rey suicida de Saboya

Apenas había visibilidad en las heladas calles de Madrid. Un frenazo del vehículo que iba delante obligó al carruaje de Juan Prim a parar en seco a la altura de la calle del Turco. Era lo último que le faltaba a la tarde. El presidente del Gobierno estaba agotado y con los ojos lacrimosos tras detallar ese 27 de diciembre de 1870 en el Congreso de los Diputados los preparativos del inminente desembarco de Amadeo de Saboya, duque de Aosta, en Cartagena, y no necesitaba ya más sobresaltos para estar al borde de un ataque de nervios.

Sin tiempo de reaccionar al frenazo, dos grupos de hombres cubiertos con amplias capas se situaron en torno al coche y abrieron fuego con sus trabucos. Estupefacto, el asistente de Prim únicamente pudo gritar: «¡Mi general, cuidado!». El catalán se encogió en el asiento y pudo esquivar la primera ráfaga. Pero, casi al mismo tiempo, por la derecha se escucharon nuevos estruendos y una voz bronca: «¡Fuego, puñeta!… ¡Fuego!». El cochero arrancó a toda prisa y consiguió eludir una segunda patrulla de hombres apostada en la calle de Alcalá. El carruaje se marchó regando de sangre las calles vacías, la sola desierta llanura de la ciudad.

El político progresista que había desalojado a los Borbones del trono y elegido a Amadeo de Saboya en su lugar pereció dos días después en su casa por una infección en las heridas, una en un hombro y otra en el brazo. Si los malhechores que le dispararon estaban bajo sueldo del general Serrano, del duque de Montpensier, de los republicanos o de terratenientes cubanos es algo que ni un siglo y medio después se ha podido esclarecer por completo. Todos los dedos señalaron al diputado republicano y rico comerciante de vinos de Jerez José Paúl y Angulo, de ser, como poco, el autor material del crimen. Esa tarde en la sesión de las Cortes se había despedido de Prim con dotes adivinatorias: «Mi general, a cada cerdo le llega su San Martín». Ni él ni nadie fue condenado por este asesinato plagado de sombras que, sin embargo, alumbró de inmediato las evidentes consecuencias de que desapareciera el máximo valedor del régimen de los Saboya justo cuando este iba a echar a andar.

El fallecimiento de Prim el día anterior empañó la entrada triunfal de Amadeo I en su reino. Bajo una nevada que no cuajó en Madrid, premonición de lo que iba a ser su paso por España, el nuevo soberano acudió a la Basílica de la Almudena, donde se había instalado la capilla ardiente del presidente, y más tarde cabalgó al frente de la compañía de honores a dar sus condolencias a la viuda e hijos del general asesinado.

Quelle perte pour vous et pour moi! («¡Qué pérdida para ti y para mí!») —confesó a la viuda sin saber todavía cuánto iba a echar de menos a un amigo.

Amadeo parecía un soldado de plomo, ceñido en su uniforme y detrás de una frente espaciosa y algo prominente, como también lo era su mandíbula a modo de recuerdo de que los Saboya habían mezclado varias veces su sangre con los Habsburgo. Si la estampa era inmejorable, más sospechas había de lo que ocultaban sus ojos negros y su mirada inexpresiva, de sus dotes como gobernante y su formación cultural, que viniendo de Italia se daba por innata en cualquier individuo de la nobleza. Pronto descubrieron los españoles que en la educación de los príncipes es mejor, por si acaso, no dar nada por supuesto. En un paseo en carroza por Madrid, el secretario que lo acompañaba le indicó que pasaban cerca de la casa de Cervantes, a lo que él respondió sin inmutarse: «Aunque no haya venido a verme, iré pronto a saludarlo». Anécdota de nuevo más didáctica que posible, pero que, en efecto, apunta las pocas letras y menos luces de un rey que aceptó la empresa suicida de acampar por voluntad propia encima de un avispero donde ninguna de las avispas, fiel a su naturaleza, quiso concederle la menor oportunidad.

Ni siquiera Serrano se alineó de forma firme con Amadeo, hombre ahorrador en palabras y en simpatías. Desafiando la máxima de que no se pueden meter tantos gallos en un mismo corral, el regente Serrano invitó a los Borbones a regresar, a excepción de Isabel, a Madrid con la elección del nuevo rey. No aceptaron la propuesta al estimar que ya en la capital una parte esencial, casi unánime, de la nobleza hacía bastante por recordar a los Borbones. La lejanía ayudaba a que la imagen de la familia ganara enteros.

Marginado por la aristocracia, Amadeo se dedicó a nombrar duques y condes sin ton ni son, bajo el único criterio de que comulgaran con él y con su forma de comprender la monarquía sin fantasías ni excesos. Esta nobleza «haitiana», como la calificó con saña el partido alfonsino, vivió años de confrontación con la más casposa y borbónica. Solo entre el público femenino cosechó un aplauso unánime el nuevo monarca, todo un atleta, jinete y nadador bien dotado, y tan inclinado a las hijas de Eva como su padre. Su gusto por las españolas y su afición por la aventura fue una mezcla explosiva durante el tiempo en el que su esposa, la amable María Victoria dal Pozzo y della Cisterna, demoró su viaje debido a su avanzado estado de preñez.

El italiano se puso las botas en su etapa de Rodríguez por los cafés madrileños. Entre las más célebres conquistas del bizarro Amadeo estuvo la noble Victoria de Vinent y O’Neil, destacada alfonsina salvo en cuestiones de alcoba, y Adela de Larra, la hija del escritor romántico, que halló con seis años a su padre con los sesos desperdigados por el cuarto. Esta señorita de rostro agraciado y anchuras en su sitio gozaba de la merecida fama de ser la más hermosa hembra de Madrid, a pesar de que delante de sus orejas, desbordados los cauces naturales de su cabello, se extendían unas varoniles patillas que le ganaron el mote de dama de las patillas. Lo que cabría no olvidar es que en aquella época resultaba hasta sugestivo algo de mostacho en las mujeres, por no hablar del pelo que brotaba indómito en los rincones menos soleados.

A la nueva reina, procedente de la nobleza corsa, le tocó padecer en silencio las infidelidades de su marido. María Victoria dal Pozzo y della Cisterna, cuyos apellidos hicieron las delicias de los abundantes bromistas de la nación, fue ejemplar en su conducta con los más desfavorecidos. Entre sus fundaciones destacó una escuela y asilo para los hijos de las lavanderas que trabajan en la ribera del Manzanares y un hospicio para niños desamparados. Una de sus grandes amigas españolas fue Concepción Arenal, una católica de ideas liberales que no discutía el papel del hombre en la sociedad que le tocó vivir, pero eso no le frenó a la hora de reivindicar un papel más igualitario y respetuoso con las mujeres. Desafiando las restricciones, esta gallega acudió como oyente, disfrazada de hombre, a clases de derecho en la Universidad de Madrid y nunca dudó en colarse por puertas traseras en puestos y concursos que estaban reservados hasta entonces solo a los hombres. Mujeres como ella o la también gallega Emilia Pardo Bazán, impulsora del acceso femenino a la universidad, reclamaron su sitio en esas décadas de cambio.

Rechoncha, adinerada y con un moño más antiguo que Babilonia, cualquier parecido de esta escritora con el estereotipo de las sufragistas de la era victoriana, con banda morada y sombrero de ala, resulta pura coincidencia. Y, sin embargo, su vida y su obra fueron determinantes para conquistar nuevos espacios para las de su género. Ella misma vio cómo se le cerraban muchas puertas por ser mujer y que, hasta en tres ocasiones, la RAE rechazó su candidatura con crueles ataques por parte de eruditos como Menéndez Pelayo o Clarín, a los que no dejó de contestar con las críticas literarias más mordaces. Porque a doña Pardo Bazán o le querían estrangular o la querían hacer el amor. Sin término medio.

Con Blasco Ibáñez estuvo liada hasta que el escritor español más internacional la acusó de haberle robado el argumento de un cuento, que él pensaba escribir y le había contado a ella en un momento de gran intimidad. Con Pérez Galdós vivió una historia de amor igual de apasionada, con encuentros íntimos y clandestinos que incluyeron la pérdida de unas bragas, tamaño XL, en plena Castellana. «Por fortuna esa prenda no tenía la marca que llevan otras de su mismo género: una E coronada», presumió ella con desahogo. En una de las cartas picantes que se intercambiaron, Emilia le prometió al mejor cronista español de la historia que le haría añicos a besos:

Te aplastaré… Te morderé un carrillito, o tu hocico ilustre… Te como un pedazo de mejilla y una guía del bigote… Te daré a besar mi escultural geta gallega… Búscame casita, niño… Te beso un millón de veces el pelo, los ojos, la boca y el pescuezo.

Salvo en el sexo contrario, Amadeo I no encontró en el país ni alivio ni consuelo durante dos agónicos años donde, por si eran pocas las humillaciones de la aristocracia y las revueltas independentistas en Cuba, parió el carlismo su conflicto crepuscular. Porque puede que ninguna de las tres guerras carlistas volviera a ser tan sanguinaria ni extensa como la primera, pero eso no significa que algunas regiones concretas de España no la sufrieran con igual intensidad. La segunda aconteció tras el matrimonio de Isabel y Francisco, y la tercera con este reinado de Amadeo I al que nadie quería obedecer.

El pretendiente don Carlos Luis, ese que hacía algo de tilín a Francisco de Asís, murió en enero 1861, cuando había renunciado a sus derechos al trono y poco después se había retractado. Le sucedió su hermano Juan, al que la prensa carlista calificó de «demente», y que reconoció a Isabel II tras renunciar también a sus derechos carlistas. La patata caliente cayó en los brazos del hijo de Juan, don Carlos VII, que inició una estrategia para acceder al poder vía parlamentaria. Cuando fueron conscientes de que el carlismo no contaba con bastante apoyo social, volvieron a colocarse las boinas rojas y a echarse al campo a pelear en vez de a discutir.

La única manera de definir la reacción de Amadeo I frente a este desprendimiento de piedras en su riñón es como perplejidad absoluta. La misma que hubiera mostrado un bombero si le piden apagar con las manos las llamas del infierno. El rey descubrió poco a poco que había aceptado meterse, de forma voluntaria, untado en sardinas en un estanque de tiburones rojigualdos. O como él mismo lo definió: en «una jaula de grillos».

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