Los Borbones y sus locuras

Los Borbones y sus locuras


10. Alfonso XIII, un rey en cueros » La madre de todas las crisis

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10. Alfonso XIII, un rey en cueros

Alfonso aceptó a mediados de su reinado la invitación de una comisión de Las Hurdes, la región más atrasada de España, para conocer los problemas sanitarios de un lugar donde la gente dormía en primitivas viviendas sin chimenea ni ventanas y con puertas tan bajas que no entraría ni un hobbit. Sus consejeros le advirtieron de los peligros del paludismo y de la pobreza para la salud del soberano, quien, fiel a su coraje más que acreditado, hizo oídos sordos a argumentos tan endebles.

Acompañado de varios periodistas, de un ministro y del doctor Gregorio Marañón, Alfonso XIII llevó a cabo una excursión de cinco días a esta zona de Extremadura en el verano de 1922. La comitiva realizó parte del trayecto a caballo debido a lo impracticable de las carreteras y compartió estrecheces durante varias jornadas. La experiencia fue la propia de un pasaje del terror. Cuando el soberano entró en una de esas viviendas de pizarra donde dormían juntos animales y seres humanos, no pudo reprimirse al exclamar: «Es horroroso. Ya no puedo ver más».

El agotamiento hizo mella en los excursionistas. Para quitarse el olor a panteón familiar, Alfonso propuso que se bañaran todos desnudos en una charca, como hacían los lugareños. Se despojó de la ropa y se lanzó al agua para estupor de sus acompañantes. Nadie se atrevió a seguirle, salvo Marañón, que se bañó con unos calzoncillos lamentables que le llegaban hasta los tobillos. El monarca, ni corto ni perezoso (no hay por qué buscarle doble significado), orgulloso de su cuerpo regio, pidió al fotógrafo Pepe Campúa que inmortalizara el instante: «¡Ven Pajarito!, que vas a hacer una fotografía que no me ha hecho nunca tu padre».

La fotografía, con el rey desnudo y Marañón más tapado con su calzón largo que otros con un jersey de cuello cisne, sería incautada por la Gestapo a Manuel Azaña y entregada al régimen franquista años después. La rechifla no fue poca en los círculos republicanos. Justo en esos años, el nudismo había entrado en España de la mano del movimiento anarquista, la bestia negra del reinado, como crítica al sistema moral conservador del que la corona y la Iglesia eran los máximos exponentes. En un extenso artículo firmado en junio de 1931, el periodista y dramaturgo Adolfo Marsillach expuso con sarcasmo en las páginas de ABC las bondades del recién aterrizado «desnudismo»:

Por de pronto ya se han presentado en España casos fulminantes y agudos de desnudismo, sin que las autoridades hayan tomado medida alguna para combatir y evitar la difusión de la dolencia tan perjudicial para el comercio y las artes textiles […]. Nada más inocente que sus juegos. Bailan la sardana y danzas rítmicas; juegan a la comba y a las cuatro esquinas. Se había pensado en jugar al escondite, pero los sacerdotes del desnudismo se opusieron terminantemente por razones que comprenderá el lector. Sentados sobre el mullido césped descifran charadas y componen acrósticos virginales.

No es que Alfonso, al que la poesía virginal no solía rimarle, se hubiera integrado de buenas a primeras en las filas anarquistas, aunque compartiera con ellos el afán por dinamitar la Restauración y hasta cierto gusto por el caos. La razón por la que el rey creyó buena idea hacerse una foto con el pajarito al aire abrazado a uno de los grandes pensadores de su tiempo, republicano para más señas, es porque, como todo en su reinado, le pareció una buena idea y nadie se atrevió a decirle lo contrario.

El monarca que precedió a la Segunda República vivió su vida dentro de una urna de cristal, incapaz de comprender lo mucho que había cambiado la España que le entregó su madre. Lo que explica, en parte, cómo un soberano que empezó su reinado con la idea de regenerar de arriba a abajo el país lo acabó consagrando al Sagrado Corazón de Jesús en un acto repleto de reminiscencias del Antiguo Régimen. Y, desde luego, esclarece cómo un rey que se creía designado por Dios (él usaba el eufemismo, «por mandato de la historia») acabó perdiendo la corona por unas simples elecciones municipales donde, para mayor ridículo, el caciquismo seguía imperante en la mayor parte del territorio. La partida seguía amañada, y aun así la perdió.

La última regencia

Si el heredero del rey era hembra, la corona solía anunciarlo con catorce cañonazos, y si era varón, con veintiuno. Pocos bombardeos fueron tan celebrados en Madrid como los veintiuno que sonaron el 17 de mayo de 1886. La noticia de que del bebé póstumo de Alfonso XII colgaban dos orbes y un cetro sosegó los ánimos revueltos tras la inesperada muerte del rey. María Cristina, nombrada regente, disfrutó del periodo más estable de la Restauración. A pesar de su falta de experiencia, la austriaca ejerció su puesto con prudencia e inteligencia para mantener el equilibrio entre conservadores y liberales. Fue, sin desviarse, de Cánovas a Sagasta, y de Sagasta a Cánovas, guardando hasta el final sus órganos reproductivos bajo llave, como así le habría aconsejado su marido.

Claro que todo tiene su principio y su final. La Restauración dio sus primeros síntomas de agotamiento a finales del siglo XIX con el asesinato de su profeta. A los sesenta y nueve años, Cánovas del Castillo fue tiroteado en el balneario de Santa Águeda, del municipio de Mondragón, por un anarquista italiano llamado Michele Angiolillo, quien justificó su crimen en que el presidente había reprimido con dureza al movimiento anarquista en Barcelona. Los vínculos del italiano con independentistas cubanos y puertorriqueños, que anhelaban la separación de España, vaticinaron la terrible guerra que estaba por venir. No fue necesario asesinar también a Sagasta, el buen amigo de la regente se murió de enfermedad y agotamiento cuatro años después de presidir España durante el conflicto hispano-estadounidense de 1898, que supuso la pérdida de los territorios de ultramar de Cuba, Puerto Rico, Filipinas y Guam.

A las 21:40 horas del 15 de febrero de ese año, una llamarada sacudió la sección de proa del acorazado Maine en la bahía de La Habana, detonando cinco toneladas de cargas explosivas. Doscientos sesenta y cuatro marineros y dos oficiales murieron, doscientas sesenta y seis excusas para que Estados Unidos, aupada por la prensa amarillista, culpara a España de provocar la explosión. La guerra entre la potencia pujante y la débil escuadra duró un parpadeo. Entre la explosión del Maine y la destrucción de la mayor parte de la Armada española pasaron menos de tres meses. El rápido colapso del Imperio maltrecho y el hecho de que algunos de los mejores acorazados eludieran intervenir en la contienda aumentaron la impresión en la opinión pública de que se estaba asistiendo a una demolición controlada de unas colonias ingobernables. No obstante, si la guerra obedecía a un guion hubo desde luego un grupo de soldados a los que nadie avisó.

Una pequeña guarnición desplegada para combatir a los rebeldes filipinos quedó incomunicada en la pequeña población de Baler, en la costa oriental de la isla de Luzón. Los filipinos instaron una y otra vez a rendirse al oficial español, que harto de cantinelas aseguró que «la muerte es preferible a la deshonra». Hasta parte de la prensa española consideró imposible la defensa y calificó de «perturbado» y «amotinado» al teniente Martín Cerezo, quien ejerció al final el mando. Los treinta y tres supervivientes se rindieron tras casi un año de zumbidos de balas, enfermedades, hambre y una guerra psicológica que incluyó toda suerte de insultos y humillaciones.

Desde Manila fueron repatriados a Barcelona, donde se les recibió como a héroes. La prensa hizo borrón y cuenta nueva sobre lo anteriormente dicho y comparó a los defensores de Baler con los de Numancia. En la audiencia que les concedió la reina regente, Martín Cerezo afirmó que él únicamente había cumplido con su deber. «¡Ay, Martín!, si todos hubieran cumplido con su deber…», respondió María Cristina.

La derrota del 98 fue una sacudida moral, pero en el terreno económico resultó una oportunidad. El gobierno norteamericano permitió repatriar los capitales de Cuba y Puerto Rico, de modo que el dinero fresco impulsó la siderurgia moderna y la creación de bancos en España. Barcelona, Bilbao y unas pocas ciudades más absorbieron el desarrollo industrial en esas décadas. También tragaron con las tensiones sociales de un país donde dos tercios de su población seguían siendo campesinos y el resto, los obreros, se hacinaban en barrios cochambrosos para trabajar en jornadas de hasta doce horas. Mientras Barcelona se convertía en la capital mundial del anarquismo, parte de la burguesía catalana, cansada de que Madrid no les hiciera caso, empezó a coquetear con un nacionalismo todavía moderado.

El tedioso bipartidismo entre conservadores y liberales no solo frenó el acceso al poder de los partidos obreros y de los nacionalistas, también aumentó la corrupción y la ineficacia judicial y municipal a consecuencia del caciquismo. Con el anarquismo desbocado, la agricultura empantanada, una industria balbuceante y los partidos dinásticos en crisis, la España que iba a recibir Alfonso XIII se parecía a la de su padre lo que un poema de Neruda a una canción de reguetón.

El rey que debió encarar el desafío fue criado en un ambiente aislado y, así le contó a uno de sus hagiógrafos, rodeado de «tinieblas».

¡Hay un Habsburgo en mi coliflor!

Enclenque y cabezón, el niño Alfonso, siempre de aire fatalista, mostró la salud débil propia de un hijo de tuberculoso. Si bien no fue un prodigio de corpulencia, tampoco registró grandes dolencias durante su infancia entre algodones. María Cristina vigiló con lupa lo que comía, lo que vestía y lo que hacía el heredero del trono, al que la diversión le estaba medida con cuentagotas. La austriaca impuso los modos de la corte vienesa, la más anticuada del continente, y un protocolo arrancado de raíz de la liturgia religiosa. Para acompañar esta rigidez, la regente ordenó pintar todos los muebles de negro a modo de luto por su marido y restringió a un puñado de personas el acceso al príncipe. De alguna manera, Alfonso XIII se crio más como un Habsburgo que como un Borbón.

En el Palacio Real se cenaba cada día a las 19:30 horas, sin quiebra, en presencia de veinte personas entre cortesanos, nobles y militares, que medían cada palabra para jamás de los jamases decir lo que de verdad les venía a la cabeza. Su madre solía llamarlo Bubi (nene, en alemán), pero al resto de mortales no se les permitía otra fórmula para dirigirse al niño de teta que «señor» o «Vuestra Majestad». Cierto aristócrata osó llamarle en una ocasión Bubi, tras lo cual el monarca lo cortó por la mitad: «Para mamá soy Bubi, para ti soy el rey».

El protocolo de palacio imponía una de las etiquetas más enrevesadas de toda Europa. Quien asistía a una audiencia con el rey debía acudir vestido con levita, chistera y guantes. Al entrar a palacio, salvo que fuera grande de España, tenía que quitarse el sombrero y, alcanzada la antecámara, desnudar su mano derecha. Puro estriptis de complementos… Si tras la reverencia de rigor el monarca tendía con gracia el brazo, el visitante debía ofrecerle la mano desnuda y sujetar con la otra el sombrero y el guante. El mayor honor en estos casos era que el rey invitara al súbdito a sentarse sobre una incómoda banqueta baja, mientras él permanecía en una posición de mayor altura. La despedida era igual de humillante, pues el visitante debía cuadrarse de nuevo, hacer una reverencia y retirarse marcha atrás como un cangrejo para no dar la espalda al monarca.

Alfonso se tatuó la importancia de la distancia antes, siquiera, de aprender a ir solo al baño. Si bien su padre recibió una educación internacional, su hijo, que no conocía el frío del exilio, retornó a la formación casposa y solitaria que volvía a los reyes hedonistas y de cera, como Isabel II. La educación palaciega del príncipe fue excesivamente religiosa y militarizada, muy alejada del mundo moderno. Se seleccionó a un grupo de muchachos de su edad, hijos de aristócratas, para que desfilaran de forma regular con el rey en el patio de palacio con fusiles de madera y vestidos de soldaditos. Hasta en eso se le exigió que fuera más soldado-rey que rey-soldado.

La obsesión militar de los preceptores solo era superada en intensidad por el fervor católico de María Cristina, que una vez al mes celebraba en el interior del palacio una procesión. De la mano de la regente se eligió como confesor y maestro de Alfonso al muy erudito canónigo de Toledo José Fernández de la Montaña. Este hijo de carlistas era licenciado en derecho, historia y varias filologías, además de dominar más de una decena de lenguas entre vivas y muertas. Su currículo era tan impresionante como aterradoras sus ideas políticas. Se le permitió que estuviera en contra del darwinismo y de la teoría de la evolución, no así que defendiera en un artículo de El Siglo Futuro que todas las libertades humanas estaban «en principio condenadas por la autoridad suprema de la misma Iglesia de Dios». A la regente no le quedó más remedio que cesarle, con gran disgusto, como profesor de su hijo.

Como ejemplo de hasta qué punto fue mimado el rey se suele contar que María Cristina, dispuesta a quitarle hierro a la caída del primer diente, encargó al padre Luis Coloma, jesuita y novelista, que escribiera un cuento sobre el suceso para dotarlo de tintes fantásticos. Coloma desarrolló un relato de poco más de una decena de páginas protagonizado por el pequeño rey Buby I y el Ratoncito Pérez. La historia narra cómo el niño conoce a un roedor que se dedica a recolectar por la noche los dientes que guardan los madrileños bajo sus almohadas. Se da con frecuencia por hecho que la versión de Coloma fue el origen de la fábula del Ratoncito Pérez. Sin embargo, como mucho podría ser la que ha llegado a la actualidad o la más conocida, puesto que existen referencias anteriores a este personaje, probablemente, de origen francés.

El entorno familiar donde creció Alfonso estaba integrado casi en exclusiva por mujeres, entre ellas su madre, sus dos hermanas, que morirían jóvenes y siempre a la zaga del mimado heredero, y dos rebotadas hermanas de Alfonso XII, Isabel y Eulalia, que habían retornado por distintos vericuetos de sus aventuras matrimoniales. De Isabel la Chata, su sobrino adquirió la fea costumbre borbónica del tuteo y una campechanía que enmascaraba un clasismo desmedido. La infanta Isabel defendía que el heredero era soberano para hacer lo que le diera la real gana. Muy conocida es la anécdota de que ya siendo adolescente el rey ordenó a su tía la infanta Eulalia que se comiera una coliflor:

—No me gusta, no la he comido nunca —aclaró ella.

—Pues cómela ahora, quiero que la comas —replicó Alfonso.

La infanta Isabel habría intervenido entonces para quedar como la más pelota de las súbditas del rey de España:

—Cómela; lo quiere el rey y, puesto que él manda, hay que hacerlo.

Como en este tipo de anécdotas aleccionadoras, casi todos los papeles y palabras en ella están encajados con intención de captar la esencia de la corte. Isabel, más papista que el papa; María Cristina, tan elevada que ni interviene; Alfonso, tan autoritario como caprichoso; y Eulalia, tan díscola como cuenta su biografía. La llamada infanta descarrilada, viajera, rompedora de cadenas, terminó colisionando con ese sobrino suyo tan mandón. Casada con un hijo de los duques de Montpensier, Eulalia fue siempre la gran consentida de la familia, con una tendencia desbocada a la rebeldía y a un lenguaje excesivo.

Aunque el matrimonio concibió en pocos años tres hijos, de los que solo dos sobrevivieron, Eulalia y su primo acabaron como el rosario de la aurora cuando afloraron los instintos familiares. La infanta se separó legalmente de su marido, en 1911, y se afincó en la Ciudad de la Luz con su amante el conde Georges Jametel. Se trataba del primer divorcio en el seno de la familia real y, por supuesto, Alfonso XIII no se mostró nada satisfecho. La mala relación entre tía y sobrino se había gestado ya antes, cuando la infanta fue enviada en 1893 para representar a la corona en Cuba y Puerto Rico y, en medio de las revueltas independentistas, apareció vestida con los colores rojo, blanco y azul de la bandera de los insurrectos. El capitán general de Cuba, Alejandro Rodríguez Arias, sufrió varias lipotimias durante la visita y falleció antes de finalizar ese año en el que una miembro de la familia Borbón había resultado casi más sediciosa que el revolucionario José Martí.

Eulalia dedicó el resto de su vida a peregrinar por las cortes europeas como invitada ilustre, y a plasmar sus avanzadas ideas en un libro titulado Au fil de la vie que la prensa conservadora calificó de «atentatorio contra la religión, la monarquía, las buenas costumbres y el orden establecido». Más adelante publicaría otras obras sobre su vida, sobre los tópicos tan populares de «la España negra» y sobre el papel que debía ejercer la mujer en la sociedad. Alfonso XIII, harto de que aireara las intimidades de su corte, prohibió por una real orden la entrada de su tía en España durante varios años.

Llevarle la contraria al amo de palacio, al patriarca, era una empresa al alcance de unos pocos Borbones. Eulalia se atrevió y uno de sus hijos, el infante Luis, empujó el desafío hasta sus últimas consecuencias. Este amante de las fiestas y el derroche se perdió entre los últimos aullidos de la belle époque y los llamados «años locos». Del túnel reapareció notoriamente homosexual y con una salvaje adicción a la cocaína, droga que hasta entonces no se tenía por peligrosa e incluso consumían el papa León XIII, Thomas Edison o Julio Verne a través de una de las numerosas bebidas legales que contenían esta sustancia, entre ellas la Coca-Cola. El autoproclamado «rey de los maricas» sembró un reguero de escándalos por Europa, que incluyó su implicación en el asesinato de un marinero en París, en 1924, y su súbita expulsión de Francia.

Ni cuando su primo Alfonso XIII le retiró el título de infante de España, mitigó su mala conducta la oveja negra de la familia, que se casó con María Say, una millonaria francesa de setenta y tres años, con el único propósito de exprimir su fortuna y luego si te he visto no me acuerdo. En 1945, Luis moriría en el París ocupado por los nazis tras someterse a una ablación de testículos, probablemente como parte de un tratamiento contra el cáncer de próstata que sufría.

Reinar y, sobre todo, divertirse

Alfonso XIII recibió el trono cuatro años después del desastre colonial. Aún vivía Sagasta, pero por poco, y los nuevos líderes de los partidos dinásticos no estuvieron a la altura o directamente fueron liquidados en implacables atentados a la luz del día, como el de José Canalejas o el de Eduardo Dato. El rey se situó siempre por encima de los políticos y, aferrado a la creencia de que estaba mejor cualificado que ellos, tomó parte activa en las decisiones de Estado. En su Diario íntimo confesaba, probablemente bajo el dictado de otros, las preocupaciones que le atormentaban al inicio de su reinado:

Yo puedo ser un rey que se llene de gloria regenerando la patria… pero también puedo ser un rey que no gobierne, que sea gobernado por sus ministros y, por fin, puesto en la frontera.

En vez de reanimar el sistema, Alfonso aprovechó su debilidad y las amplias prerrogativas que le daba la Constitución de 1876, las cuales sus padres evitaron emplear y él, en cambio, sobreutilizó. Porque sí es cierto que el texto garantizaba al rey «conferir los empleos y conceder honores y distinciones de toda clase», también indicaba que ningún mandato real se podía llevar a efecto si no estaba refrendado antes por algún ministro, a los cuales siempre los trató como simples criados.

Despreciaba a los políticos de la nación tanto como reverenciaba a los militares, viendo en ellos tal vez la figura paterna y varonil que no alcanzó a conocer. Se negaba a firmar nombramientos que no le agradaban, anunció dimisiones de ministros antes de que los afectados lo supieran y retrasó algunas reformas que pudieran evolucionar el sistema hacia una democracia de verdad. El país necesitaba cambios urgentes porque estaba experimentando las tensiones del mundo moderno sin disfrutar de sus beneficios. La respuesta del monarca fue suministrar más anestesia.

Barcelona llevaba tres meses en Estado de guerra cuando el soldado-rey asumió la corona. Los choques entre anarquistas y militares eran como el canto de las cigarras en un caluroso verano. Con la policía y la Guardia Civil sin desarrollar, el ejército asumía las labores de orden público y sus capitanes generales estaban autorizados a someter a los civiles a la jurisdicción castrense y, llegado el caso, a suspender las garantías constitucionales. Sus mandos, amparados por el monarca, se sentían dueños del cotarro.

Alfonso trabajó, ya fuera consciente o inconscientemente, durante décadas para romper los engranajes de la Restauración, un sistema ideado por Cánovas para sedar los temperamentos españoles de cara a años más tranquilos. No en vano, encontrar estabilidad en un país europeo a principios del siglo XX resultó como buscar dientes a una gallina. España nunca pareció lista para una Constitución más democrática, y el rey hizo nulos esfuerzos por integrar a algunas de las fuerzas marginadas por el caciquismo. Sus alianzas con los catalanistas moderados fueron efímeras. A los socialistas les costó sudor y lágrimas ganar su primer escaño en 1910 y los anarquistas, que eran legión en Cataluña, fueron aplastados cada vez que osaron levantar algo la cabeza. En cuanto a los partidos dinásticos, el rey, lejos de renovarlos, se deleitó con su decadencia.

El caso es que Alfonso no era un prodigio de trabajo ni la persona más constante del mundo, lo que explica lo lenta que fue la erosión del sistema constitucional antes de que se partiera. Hubo pocos reyes con tantas aficiones y diversiones en su haber como el primer monarca Borbón que reinó en el siglo XX. La centuria del ocio y el deporte.

Fiel a las tradiciones familiares, Alfonso ya era aficionado a la caza a los nueve años y a lo largo de su vida viajó por varios países abatiendo animales exóticos con los que sus antepasados solo pudieron soñar. La gran novedad vino con la práctica del sport (que se decía entonces) a través de la vela, la gimnasia, el esquí, el tenis y hasta el polo, deporte que practicaba sobre todo con aristócratas británicos, entre ellos un joven oficial llamado Winston S. Churchill, y nobles españoles con los que parece ser que no dejó de morder la hierba. Entre 1913 y 1914 disputó cuarenta y ocho partidos, de los que solo ganó dieciocho.

Sobre su devoción por los automóviles se sabe que hacía auténticas cabriolas por el dios de la velocidad. En las Cortes se llegó a debatir si había que imponerle un límite de velocidad hasta que garantizara la sucesión. Igual de moderna era su predilección por la fotografía, la radio y el cine, para cuyo disfrute habilitó una sala en el Palacio Real que incluía alguna que otra sesión golfa. Además de comprar cintas guarras en el extranjero, el rey produjo a través de su amigo y consejero el conde de Romanones una serie de películas de contenido pornográfico de los hermanos Ricardo y Ramón Baños Martínez.

Entre 1922 y 1926, estos hermanos pioneros del cine se dedicaron a plasmar las fantasías del rey, que eran muchas y retorcidas, en una colección de la que solo se conservan unas pocas piezas. En 1987, el productor y coleccionista valenciano José Luis Rado rescató del olvido tres películas que había guardado un censor franquista en el convento valenciano donde era religioso. La primera de las tres, Consultorio de señoras, narra toda una serie de encuentros sexuales en la consulta de un ginecólogo. El Ministro, título de gran interés para Alfonso, se centra en la historia de un caballero que pide a su esposa que interceda ante un cargo del gobierno para que le coloque en la Administración. Mientras que El confesor muestra la trama de un sacerdote que mantiene relaciones sexuales con su ama y dos feligresas.

Los sótanos del rey

En clave de mito se cuenta que el público que vio una de las primeras producciones de los hermanos Lumière se asustó cuando un tren que aparecía en la grabación se aproximaba hacia la pantalla a gran velocidad. Varios espectadores abandonaron la proyección temiendo que les arrollara la locomotora, que es justo lo que le sucedió a Alfonso antes, durante y después de ver a todas esas mujeres practicando sexo en la pantalla. Salió ansioso en busca de amantes de verdad con las que recrear esas escenas que parecían arrollarle.

Llamar mujeriego a Alfonso XIII sería quedarse corto. Resultaría un oprobio para gente en comparación hasta comedida, como su padre Alfonso XII o el cantante Julio Iglesias. Como todo en su vida, el amor libre lo consumió a bocados y sin poner correa a su hipersexualidad. Bajo el nombre de monsieur Lamy pastoreó a varias mujeres hacia París, donde vivió encuentros tan tórridos como ruidosos. Y no se fue el rey al extranjero porque en Madrid faltaran vicios. En torno a 1890, el Diccionario Enciclopédico de Montaner y Simón cifraba en mil el número de prostitutas madrileñas que, hacia 1901, ya con las hormonas de Alfonso en ebullición, se había doblado. Un nuevo tipo de local, mezcla de café y de taberna, metió más rombos a la noche madrileña. Enrique Chicote, autor de «Cuando Fernando VII gastaba paletó», describe estos cafés cantantes como si al Jardín de las delicias de El Bosco le hubieran inyectado música flamenca en las venas:

En aquel salón de baile parecía que se daban cita los locos de todos los manicomios del mundo. Un ruido infernal de conversaciones en voz alta, de gritos estentóreos, de aullidos salvajes. Una nube de humo de tabaco del peor, que asfixiaba y ennegrecía los pulmones; un perfume que no era oriental precisamente, puesto que era producido por gentes ahítas de alcohol y esencias baratas; un montón de carne humana que se empujaba, se pisaba, saltaba, corría; de todo menos bailar, dominaban los movimientos epilépticos, obscenos, efecto de borracheras no disimuladas.

En la parte más tumultuosa de estos locales se pecaba con gran publicidad, mientras que en los sótanos se hacía con disimulo y, tal vez por ello, de forma más primitiva. De hacer caso a los rumores, a los sótanos de una de estas tabernas, la de Los Gabrieles, descendían no solo gentes de baja estofa, sino también periodistas, artistas, aristócratas y el propio Alfonso XIII para participar en noches que duraban varias lunas y donde reinaban, no los Borbones sino la promiscuidad. Hasta se cuenta que se hacían parodias eróticas toreando a mujeres desnudas.

A principios de siglo XX se levantó en la plaza del Carmen el Gran Kursaal, que era un frontón de día y una sala de variedades al estilo parisino de noche. Los madrileños más bohemios celebraron el salto de calidad de la mala vida con una sala que atrajo a artistas internacionales y dio cita a los más atrevidos espectáculos, entre ellos el cuplé, un estilo catalogado de pornográfico. El rey y la nobleza picotearon entre aquellas mujeres ambivalentes y fuera de lo común, como La Chelito, Raquel Meller o Consuelo Vello, la Fornarina. Pero quizás la historia de amor más novelesca fue la protagonizada por Anita Delgado, bailarina de cuplé que se casó con un marajá de la India gracias, según dicen, a los ardides celestinos de Pío Baroja y Valle-Inclán. La maharaní («gran reina») de Kapurthala se codeó con literatos, con aristócratas de los que duermen con levita de seda y con grandes pintores de la época como Julio Romero de Torres o Sorolla, que la retrataron hechizada por las fragancias orientales.

Por el Gran Kursaal pasó la excéntrica Mata Hari, bailarina de danzas eróticas, con fama merecida de mujer fatal y un velo de misterio con el que se cubrió para ejercer de espía durante la Primera Guerra Mundial. De la holandesa se han dicho auténticas burradas, quién sabe cuántas ciertas, como que dominaba de cabo a rabo el Kamasutra o que no se despojaba de su cache-seins metálico ni siquiera para hacer el amor desde que un amante, enardecido por la pasión, le había arrancado los pezones a mordiscos. La propia Mata Hari, hija de un sombrerero de provincias, era la principal forjadora de estas leyendas al interpretar toda su vida la personalidad de una danzarina hindú sagrada dedicada desde la pubertad a Siva, papel para el que se había documentado cuando vivió en Indonesia casada con un oficial del ejército colonial. Y también ella, que escandalizó a la belle époque con sus golpes de cintura, fue la responsable máxima de su perdición. La bailarina vio una vía fácil para conseguir dinero en un juego de espías y contraespías que terminó por superarla.

Un tribunal de guerra de Francia la condenó a muerte, en un juicio repleto de irregularidades, acusada de ser una agente doble y hasta triple durante el conflicto mundial. «¡Parbleu!, ¡esta dama sabe morir!», exclamó uno de los soldados que la ejecutaron el amanecer del 15 de octubre de 1917. No se amilanó ante los doce zuavos que formaron su pelotón de fusilamiento. Dicen que les lanzó un beso y hasta se abrió el abrigo negro que llevaba para mostrar de qué color era su carne. Uno de ellos cayó desmayado. Al igual que Alfonso XIII, a Mata Hari los uniformes le despertaban su lado más primitivo, aunque en su caso era una cuestión sexual, y en la del rey, la consecuencia de una educación oscura. «Siempre he amado a los militares. Prefiero estar con un militar cualquiera que con el banquero más rico de la ciudad», afirmaba la mujer fatal. Ante el tribunal que la juzgó trató de explicar que se acostaba con los militares por placer, no para sacarles información. Quizá fue la única vez que no mintió en su vida, pero no la creyeron. Nadie reclamó el cadáver de Mata Hari.

La mayoría de las damas nocturnas del rey entraba y salía con la misma presteza de la alcoba real. Gerard Noel, el biógrafo británico de la reina Victoria Eugenia, recordaba que Alfonso hacía el amor «igual que devoraba una merienda: sin gusto ni gracia, fatalmente como un patán. Ninguna mujer sensata repetiría la experiencia, aunque todas gustaban de probarla una vez». Lo anterior tenía una explicación: el rey padecía halitosis. La insensata esposa que padeció la pasión del monarca por los lupanares y a la que no le cupo más remedio que repetir con ese aliento fétido era inglesa, protestante y de costumbres algo modernas.

Cuando cumplió dieciocho años, una comisión del Congreso sugirió al rey que se casara. El monarca respondió que solo lo haría por amor (¡dichoso invento de las corrientes románticas!) y que buscaría a la candidata idónea durante sus frecuentes viajes. La reina madre le reclamaba que eligiera a una austriaca o germana de voz estridente y físico exuberante, de esas que pueden llevar una decena de jarras gigantes de cerveza en una mano y aún se les intuyen las pechugas. El monarca parecía, sin embargo, más interesado en las especies británicas y en emparentar con la que todavía era la primera potencia mundial.

Una boda y veintitrés funerales

Alfonso coincidió el 4 de junio de 1905 con la muy atractiva Victoria Patricia de Connaught, nieta de la reina Victoria, en una fiesta en Londres. El rey de España se prendió de sus encantos, pero ella, enamorada de otro, lo rechazó sin miramientos invocando la falta de atracción física. «¿De verdad soy tan feo?», preguntó el deprimido monarca al probar el sabor del rechazo. Era bastante poco agraciado, sí, y ni siquiera su bigote cómicamente arqueado a lo mosquetero iluminaba el retrato, pero la belleza era algo secundario para alguien con una personalidad tan abrumadora y tantos focos encima. La escritora Agatha Christie, la reina del misterio, reconocería en sus memorias que estuvo locamente enamorada de aquel llamativo caballero, al igual que Anita Loos, superdotada guionista en Hollywood de películas como Los caballeros las prefieren rubias, quien recordaba que «cuando era niña, mi héroe romántico había sido el juvenil rey de España, Alfonso».

Tras sacudirse el olor a fracaso, el monarca acudió en ese mismo viaje a una cena de gala en el Palacio de Buckingham, donde conoció a otra nieta de la reina Victoria, Victoria Eugenia de Battenberg, todavía más guapa, con un pelo rubio ceniza que casi parecía blanco, ojos azules y un rostro imperial. La joven que todos conocían como Ena estaba medio comprometida con un duque ruso y no tenía tratamiento de alteza real debido a que su abuelo paterno se había casado con una simple condesa. Impedimentos que no frenaron a Alfonso para iniciar el cortejo con la inglesa.

Ena no dudó en dejarse querer, aunque más tarde confesaría que a ella guapo tampoco le pareció. Sí «muy delgado, muy meridional, muy alegre, muy simpático». En España hubo cierta oposición a la boda, dada su condición protestante, su falta de estirpe y, sobre todo, por el temor a que la futura monarca hubiera heredado de su abuela Victoria la hemofilia, enfermedad muy poco conocida que provoca problemas en la coagulación de la sangre y se manifiesta por una persistencia de las hemorragias. Uno de los hijos de esta ilustre reina del Reino Unido, Leopoldo, murió desangrado en Cannes en 1884 tras herirse levemente en una rodilla.

Alfonso XIII decidió una vez más nadar a contracorriente. A principios de enero de 1906 se trasladó en automóvil a la Villa Mouriscot, la mansión de verano de la familia en Biarritz, y pidió formalmente la mano a Victoria Eugenia, a la que regaló un corazón de rubíes rodeado de brillantes. Ese y otros detalles de maestro de la seducción, como entregarle un naranjo cuajado de frutos en una maceta grande, conquistaron el corazón de carne de Ena, que aceptó las estrictas condiciones para su conversión al catolicismo.

Entre las frases que fue obligada a leer la nueva reina de España en un acto en el Palacio de Miramar (San Sebastián) las había tan duras como estas: «Yo siento grandemente haber faltado, en atención a que he sostenido y creído doctrinas opuestas a sus enseñanzas», «detesto y abjuro de todo error, herejía y secta contraria al decir de la Iglesia católica». Ena accedió sin problemas a este acto de rendición y practicó el catolicismo el resto de su vida, aunque, según su propia madre, en su corazón siguió siendo protestante y mantuvo «la incómoda sensación de haber traicionado la fe de su familia, de sus antepasados y amigos».

El rey de Inglaterra, Eduardo VII, ese adepto al cocido madrileño con el que el padre de Alfonso mantuvo muy buenos tratos, otorgó a su pariente el tratamiento de alteza real y el título de princesa de Gran Bretaña e Irlanda para sortear las restrictivas normas de Carlos III contra los matrimonios desiguales. Con vía libre para la boda, esta se celebró el 31 de mayo de ese mismo año en la iglesia de San Jerónimo de Madrid. El novio, vestido con el uniforme de gala de capitán general, esperó impaciente en el altar a la novia, que se retrasó treinta y cinco minutos hasta revelar su traje de satén blanco bordado en plata, salpicado de azucenas y azahares y con una cola de más de cuatro metros de largo.

Tras la ceremonia religiosa, el cortejo nupcial puso rumbo al Palacio Real, saludando a las miles de personas que se habían dado cita en las calles engalanadas hasta la indigestión. La comitiva formada por diecinueve carrozas reales, veintidós grandes de España y reyes procedentes de toda Europa pasaba por el número 88 de la calle Mayor cuando se escuchó un estruendo. Veintitrés personas, entre guardias y curiosos, murieron y un centenar resultaron heridas a causa de una bomba que un anarquista llamado Mateo Morral, algo miope, lanzó desde una ventana camuflada en un ramo de flores. La detonación se concentró sobre el lomo de uno de los caballos bayos que tiraban de la carroza real, circunstancia que acrecentó la fuerza de la explosión.

El príncipe de Gales criticó la seguridad española: «Creo que sus detectives son los peores del mundo». Mateo Morral, de porte distinguido y cortesía al hablar, había sido clasificado como «poco peligroso» por las fuerzas de seguridad. Pudo moverse con agilidad y hasta grabar sus planes para «ejecutar» al rey en la corteza de un árbol del Retiro. La única razón por la que no mató a la pareja fue porque no le acompañaron la puntería ni los testículos. En opinión de Francisco Pérez Abellán, experto en historia criminal, la bomba no se desvió en su trayectoria al chocar con el cable del tranvía o la pancarta que felicitaba a los reyes, como los informadores más mojigatos comunicaron, sino porque Morral, que llevaba un suspensorio para sujetar unos testículos inflamados como pelotas de tenis, trató de elevar el artefacto sobre su cabeza cuando sufrió un golpe en el escroto contra los barrotes del balcón, lo que le hizo perder el equilibrio.

El anarquista era el visionario hijo de un fabricante de Sabadell a quien su padre alejó de su lado por hostigar a las obreras. Cuando arrojó la bomba tenía inflamada la zona genital debido a las purgaciones para tratar una enfermedad venérea. El sexo loco y la noche madrileña, donde perfectamente se podía haber cruzado con Alfonso, le hicieron perder el tino, y la vida, porque al dejar vivo al rey quedó sentenciado. La policía le detuvo días después e, insinúan las malas lenguas, le suicidaron antes de que pudiera implicar a más gente.

Los cristales de la carroza real saltaron por los aires y la metralla de la bomba rompió el Collar de Carlos III que llevaba Alfonso. «No es nada, no es nada», tranquilizó el rey a todos, mientras ayudaba a Victoria Eugenia, que tenía el vestido de novia manchado de sangre, a pasar al coche de respeto entre entrañas de caballos y de humanos. Con mucho aplomo, el recién casado pidió que enviasen mensajes a su madre y a su suegra de que ambos estaban bien y dio instrucciones para que le llevaran «despacio, muy despacio, hacia palacio». De esta guisa se presentaron en una recepción, en honor a los muertos, que sustituyó por respeto al banquete. Todavía con el miedo en el cuerpo se comieron la tarta nupcial, tradición importada de Inglaterra por la novia, hecha con crema glacée y bizcocho y con un peso de trescientos kilos.

Detrás de su habitual gesto gélido, casi de rey pasmado, Alfonso demostró una vez más durante el atentado su carácter valiente. Bien sabía que los magnicidios formaban parte de los «gajes de su oficio» (sufrió cinco atentados en siete años) y que la dignidad era lo último de lo que podía prescindir un rey que, además, se las daba de soldado. Prácticamente un año antes de la boda roja había vivido de cerca la explosión de otra bomba cuando salía en coche descubierto de una función de gala en la ópera de París. Alfonso XIII se puso en pie el primero, preguntó si estaba herido al presidente de Francia, Émile Loubet, y trató de tranquilizar a los presentes con una de sus bromas: «Esto no ha sido más que un petardo». Si no cargó sable en mano contra los anarquistas responsables fue porque no le dejaron.

En 1913, un hombre emergió del público a entregar un papel al rey tras una jura de bandera en Madrid. Al monarca le gustaba atender aquellas peticiones de gente humilde, de manera que permitió al individuo aproximarse hacia él, pero se trataba de un anarquista catalán que, lo bastante cerca, sacó un revólver y realizó dos disparos sin dar en el blanco. El rey Action Man encabritó su caballo, Alarún, contra el terrorista, cuyo tercer disparo hirió de forma leve al animal. Pasados treinta segundos de infarto en los que el catalán fue neutralizado, Alfonso subió de nuevo a su caballo y se marchó entre los aplausos del gentío. Lo peor es que pensaba, por esas muestras de fervor, que el pueblo le adoraba. La burbuja de su vida era a prueba de bombas y balazos.

Lo que mal empieza peor acaba

«¿Para qué te he traído a este país? Fue un error. Nunca debiste venir aquí», le confesó el rey a su enamorada tras el atentado. El recibimiento sangriento continuó dos días después cuando Victoria Eugenia fue obligada a asistir a una corrida de toros a la que se negaron a ir el príncipe de Gales y la delegación británica. A la reina le horrorizó el espectáculo, pero no fue ni mucho menos la última vez que acudiría a una plaza de toros. En clave de humor se rumoreaba que a partir de ese día encargó unos prismáticos, bien desenfocados, para no ver nada cuando aparentaba verlo todo.

Adaptarse a España y a su suegra austriaca le costó una vida a la británica, que rompió algo con la pegajosa etiqueta de la corte y logró pequeñas victorias personales como imponer una comida familiar los domingos. Cuatro años de lloros tardó en conseguir que se sustituyeran las incómodas chimeneas por calefacción. Del mismo modo, a España también le costó adaptarse a esa reina suya tan moderna, que vestía falda a la moda frente a las rancias nobles patrias que seguían llevándola hasta los pies. Victoria Eugenia utilizaba maquillaje, tomaba el sol en la playa en traje de baño y estaba educada en la práctica de deportes como el golf, el tenis y el polo. Si a las más viejas del lugar todas estas costumbres les erizaban la peineta, a las aristócratas más jóvenes les pareció como si un unicornio con chaqueta de cuero hubiera entrado en escena. No dudaron en imitar las modas de esa reina tan rumbera.

Al igual que su marido, que fumaba compulsivamente desde los dieciséis años, raro era ver a Victoria Eugenia sin un cigarrillo en los dedos durante sus periodos de ocio. A ella le gustaban los pequeños cigarros habanos u holandeses, mientras que él prefería consumir el tabaco negro que se elaboraba en Canarias, por encima del francés, que le resultaba demasiado fuerte, y del rubio americano, al que nunca logró acostumbrarse. La reina demostró a las viejas y a las jóvenes que fumar también era cosa de damas, y no solo de mujeres casquivanas.

Desde el principio se hizo evidente que Victoria Eugenia y Alfonso, los tortolitos, eran más allá del humo del tabaco, dos personas muy distintas. Frente al desmesurado consumo de té de la reina, Alfonso tomaba chocolate con frecuencia y le gustaba tener siempre algún dulce que mojar con la bebida. Cuentan que durante una visita a Londres el español se reveló ante la sequedad local cuando su prometida le afeó que hubiera mojado una pasta en el té:

—Por Dios, Alfonso; en Inglaterra nadie moja una pasta en el té.

—¿Ah, no? Pues en España lo hace hasta el rey —contestó Alfonso.

En otra ocasión fue el rey quien, en compañía de otros españoles, reclamó a modo de arenga que los hijos del Cid presentaran armas:

—Españoles, ¡a mojar!

Eso de ir mojando el churro en los brebajes no era solo un problema culinario. La desagradable costumbre de Alfonso de arremolinarse con mujeres con las que no estaba casado quebró la confianza entre marido y mujer, pero no fue una cornamenta de la altura del Big Ben lo que distanció verdaderamente al matrimonio. Las enfermedades hicieron incompatible la felicidad en esa familia. La tragedia de sus hijos comenzó con el primogénito, bautizado Alfonso, que a los tres años recién cumplidos se dio un golpe con la cabeza contra una puerta y su abuela se extrañó de que la herida tardara en curarse. El general Alfredo Kindelán apunta, en sus memorias, no obstante, que ya durante la operación de fimosis que se le practicó siendo un bebé se había desencadenado una hemorragia bastante sospechosa.

Los médicos descubrieron que el menor portaba la terrible hemofilia de la familia de su madre. La enfermedad condicionó la existencia del heredero de la corona, siempre entre hospitales, al que el rey nunca accedió a incapacitar como tantas voces le reclamaban. A este príncipe rubio, alto y bien parecido le costaba levantarse de su silla y, asumiendo sus limitaciones, decidió vivir en el palacete de La Quinta cuidando cerdos y gallinas y probando con su crianza. Una vida sencilla que fue interrumpida cuando años después los Borbones fueron condenados al exilio.

El príncipe Alfonso fue trasladado en camilla a un sanatorio de Lausana para intentar curarle. Allí no le sanaron las venas, pero sí el corazón. Se enamoró en este centro de una hermosa cubana de origen español, Edelmira Sampedro, que, aunque estaba enferma del pecho, sabía pasarlo en grande en los establecimientos que salpimientan el Lago Leman. La pareja decidió casarse, a pesar de que la falta de sangre real de ella le impedía ser algún día reina. Ni siquiera con esas el rey exiliado, que se enteró por la prensa del compromiso, inhabilitó a su hijo. Este renunció a sus derechos sucesorios el 11 de junio de 1933 y se trasladó con su mujer cubana a vivir a París. Cuando el primogénito de Alfonso XIII sufrió una crisis, de esas que le atacaban con cierta frecuencia, La Pechunga (como la llamaba la familia real) huyó a Cuba en vista de que su marido necesitaba cuidados diarios para recuperar la movilidad de cintura para abajo.

Aún volvieron una segunda vez antes de que ella, que soñaba con ser una princesa y no una enfermera a tiempo completo, lo abandonara para siempre tras otra crisis de salud. Alfonso se casó y divorció igual de rápido con otra cubana, Marta Esther Rocafort, modelo de alta costura en Nueva York. Con ninguna de las dos tuvo descendencia. Su última conquista amorosa fue Mildred Gaydon, cigarrera de un club nocturno de Miami con la que planeaba casarse cuando Alfonso estampó su automóvil contra un poste de teléfono. La colisión le produjo una hemorragia interna y la muerte en un hospital de Miami. A su solitario entierro la única persona que envió flores fue su madre. ¡Ay, si los republicanos le hubieran dejado tranquilo criando cerdos!

Tampoco quiso nunca Alfonso XIII inhabilitar a su segundo hijo, el infante Jaime, llamado así como guiño al ilustre rey aragonés Jaime el Conquistador. El muchacho gozaba de buena salud y no padeció como su hermano mayor la hemofilia. Sin embargo, fue enviado con cuatro años a un sanatorio suizo al temerse que hubiera contraído la tuberculosis. A su regreso sufrió un violento dolor de oídos en el tren que obligó a los médicos a realizarle una trepanación con rotura de los huesos auditivos. El niño quedó sordo y casi mudo el resto de su vida, lo cual le invalidaba para reinar a ojos de la sociedad de la época. Hasta muchos años después su padre no tomó resolución alguna sobre su futuro. Solo días después de renunciar el príncipe Alfonso a la sucesión para casarse con su cubana despampanante, el rey y su círculo reclamaron a Jaime que siguiera el camino de su hermano. Así lo hizo. El joven se casó el 4 de marzo de 1935 con una noble italiana con la que tuvo dos hijos.

Los legitimistas franceses escogieron a Jaime como pretendiente al trono de Francia y jefe de la casa de Borbón. Extraño giro de los acotamientos al que el sordomudo, de carácter débil e infantil, respondió favorablemente, con signos, haciéndose llamar duque de Anjou, el título con el que Felipe V había recibido dos siglos antes la corona española, y tomando también los títulos carlistas. Ya junto a su segunda esposa, una cantante alemana de cabaret divorciada, don Jaime declaró inválida su renuncia al trono porque la había realizado bajo presión y se proclamó jefe de las ramas española y francesa. Los monárquicos españoles ignoraron su pataleta y se aglutinaron con el heredero bendecido por Alfonso XIII.

Los derechos al trono acabaron de rebote en brazos del infante don Juan, el tercer varón, al que el exilio le sorprendió realizando estudios náuticos. Suya fue la difícil misión de organizar el regreso de los Borbones a España. En su caso le acompañó la buena salud hasta su muerte en 1993, a punto de cumplir los ochenta años, aunque jamás consiguió ser coronado rey. Sí al menos su hijo Juan Carlos.

De los seis hijos de Alfonso XIII y Victoria Eugenia solo el primero y el último dieron síntomas de la temida hemofilia. Suficientes dramas para cubrir de lágrimas el Ebro. El pequeño Gonzalo, gran deportista a pesar de su enfermedad, estudiaba con brillantes notas para ingeniero agrónomo en Bélgica cuando, durante las vacaciones de verano de 1934, el coche donde iba y que conducía su hermana Beatriz chocó contra un árbol. El benjamín de los Borbones murió a los diecinueve años de las heridas agravadas por sus problemas a la hora de coagular la sangre.

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