Los Borbones y sus locuras

Los Borbones y sus locuras


Introducción

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Introducción

La película más célebre sobre la Mafia no es un relato sobre la Cosa Nostra o el crimen organizado. El Padrino, de Francis Ford Coppola, es la épica historia de una familia que lucha contra todo y contra todos por su supervivencia. Es la historia más universal, la primogénita, la única desde que el mundo es mundo, ya se llame el patriarca de la saga Michael Corleone, Nicolás Románov o Felipe de Borbón; y lo mismo si usan armas, cabezas de caballo, armadas invencibles o doblones de oro. El prisma nacionalista nos ha hecho creer que la aventura de los Austrias, los Borbones o los Saboya es la misma que la de España, como si los intereses de una familia pudieran ser los mismos que los de todo un país. Como si la sangre no fuera más espesa que la nacionalidad.

Érase una vez una familia francesa que vivía apacible y feliz (más o menos) en un palacio llamado Versalles. Cierto día, uno de los nietos se mudó a Madrid y se coronó rey del mayor imperio conocido. A partir de entonces la vida no fue fácil ni para él ni para sus descendientes. Esta es la crónica familiar de un adolescente obligado a reinar a pesar de su melancolía, de un heredero desquiciado por la soledad, de mujeres que solo existían para tener hijos, de la caída del primer productor porno de España, de príncipes que traicionaron con ligereza a sus padres y de súbditos con una paciencia infinita. Érase que se era la locura de los Borbones en España.

En el siglo XVIII, el trastorno familiar fue de carne y hueso, gritos que erizaban la piel y seres humanos que se retorcían. Felipe V sufrió síndrome bipolar, su nuera Luisa Isabel de Orleans mostró los rasgos de un trastorno límite de la personalidad y Fernando VI acabó en un oscuro castillo comiéndose sus heces. En el siglo XIX, la demencia se respiraba en palacio, aunque ya no estuviera en la sangre sí lo estaba en la forma de actuar, en lo que los liberales denominaron «las locuras de palacio». Los cinco últimos Borbones que reinaron antes de la proclamación de la Segunda República conocieron a su manera el sabor del exilio por sus dificultades para adaptarse a los nuevos tiempos. Carlos IV fue obligado a abdicar por su heredero, cuyo reinado fue un generoso baño de sangre. Su hija, insensata por naturaleza y educación, vio su trono amenazado por su tío y, finalmente, por su propio afán pirómano. Tras ser expulsada la dinastía de España, a Alfonso XII se le permitió volver bajo la condición inexcusable de que no se acercara a los fogones o, como expresó Isabel II con contundencia: «Hijo mío, no hagas locuras». Alfonso XIII desobedeció esa regla y acabó quemado.

En 1805, la esposa de uno de los generales de Napoleón, madame Junot, anunció con solemnidad que «todos los soberanos legítimos» eran «o locos o idiotas». La amplia lista de reyes con problemas mentales y lo accidentado que fue el devenir de las monarquías del entorno español parecen darle la razón. Francia tuvo tres dinastías en pocas décadas, cuatro reyes en un mismo verano y va hoy por su quinta república. Los estados de Alemania e Italia ni siquiera existían, como quien dice, hasta hace dos telediarios. Sus monarquías al final resultaron tan efímeras como frágiles. La reina británica más emblemática, Victoria, acabó su vida siendo una de las mujeres más ricas del planeta y, además, con las mismas jaquecas que sus pares a la hora de distinguir dónde terminaba lo público y dónde lo privado. Ni siquiera Inglaterra, tan gozosa de su historia, está para dar lecciones reales.

Tal vez el mejor resumen es que la locura y la idiotez son una constante en todas las facetas de la vida. En todas las dinastías, en todas las familias… Por cada decisión acertada en política o en un campo de batalla hay tres desacertadas. Detrás de cada gol o canasta hay al menos cinco tiros fallidos. La historia de la humanidad es la de unos animales que tropiezan una y otra vez en la misma piedra, con el agravante, en el caso de los reyes, de que muchos son obligados a reinar a pesar de sus enfermedades o de su incapacidad manifiesta. A diferencia de otros dirigentes que son votados o que simplemente se abren paso a codazos para llegar al poder, los monarcas no tienen que hacer absolutamente nada para recibir la corona. Algunos, como Carlos II de España o Jorge III del Reino Unido, que hoy en día requerirían atención diaria hasta para ir al baño, ni siquiera tuvieron otro remedio. Han sido enfermos mentales, niños que tenían que abandonar sus estudios para reinar o ancianos que se querían jubilar los que, más de una vez, han debido ceñir las coronas más poderosas del mundo a su pesar y al de sus súbditos.

La tradición regia ha evitado que la sangre azul se limpiara con matrimonios entre reyes y vasallos. Los propios monarcas cavaron su tumba por mantener su pureza. La endogamia enterró a los Habsburgo españoles en toneladas de genes recesivos y terminó por ahogar la fertilidad de la dinastía. Pocas casas reales, y menos los Borbones, aprendieron alguna lección con la tragedia de los Habsburgo. Los matrimonios entre primos hermanos fueron una feliz costumbre para mantener unidas a las diferentes ramas. La porfiria variegata y la hemofilia nunca abandonaron del todo a las grandes casas europeas gracias a sus esfuerzos. La locura tampoco.

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