Los Borbones y sus locuras

Los Borbones y sus locuras


2. Luis I: El maniaco, el breve y una reina del destape » Canción de fuego y castraciones en Madrid

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2. Luis I: El maniaco, el breve y una reina del destape

La diferencia entre resoplar, soplar o sufrir un soponcio es bastante viva. La joven Luisa Isabel resoplaba de tanto correr por los jardines de palacio, el viento soplaba haciendo nulo el camisón que cubría el cuerpo de la nueva reina de España y el suegro, por su parte, iba camino del soponcio ante el espectáculo que de pronto aleteaba ante él. La esposa de Luis I, nuevo monarca desde la inesperada abdicación de Felipe V a principios de 1724, acompañó a su marido a visitar a sus padres al refugio que habían construido en los bosques de Segovia, el Palacio Real de La Granja de San Ildefonso. Como era costumbre en la disoluta muchacha, montó el numerito al menor descuido de los cortesanos. Vestida con una finísima prenda interior, se dedicó a corretear hasta quedarse sin aliento sobre el paisaje de Felipe, al borde del síncope por ver mancillado su santuario. Estaba allí huyendo del pecado y el pecado había ido hasta él… Isabel de Farnesio comentó, apretando los dientes para que no se le escapara alguna barbaridad: «Hemos hecho una terrible adquisición». El problema era que las princesas no se podían devolver como si fueran un electrodoméstico estropeado.

Para entender cómo las extravagancias de un hombre con un grave desorden neurológico fueron reemplazadas por las de una adolescente caprichosa, grosera y dada a olvidarse la ropa interior por los rincones de palacio, hay que remontarse hasta el final de la guerra que Felipe V mantuvo con su primo el duque de Orleans. A modo de guinda del conflicto, el regente de Francia hizo casar a su hija con el heredero del reino de España, Luis, mientras la hija pequeña de Felipe se casaba con Luis XV de Francia. El intercambio de reinas se produjo el 9 de enero de 1722 en la Isla de los Faisanes, hoy el condominio más minúsculo del mundo, al estilo de los grandes acuerdos entre los dos países. La niña de cinco años, Marianita, lloró e intentó volverse con sus padres, ajena a los juegos políticos de los mayores. Desde Madrid no faltaron las críticas hacia la crueldad de que el acuerdo hubiera involucrado a menores de tan corta edad. La viruela, y solo la viruela, habría de poner orden en tanta injusticia.

Tras la derrota ante Francia, Felipe V entró en una fase de gran fervor religioso, tal vez su crisis de los cuarenta pero en versión regia. Le había costado veinte años templar sus nervios y dar forma a un gobernante eficaz y apasionado por la política internacional, tanto como se lo permitía su enfermedad. Por eso sorprendió tanto su súbita determinación de abdicar y retirarse del mundo, a finales de 1723, «para pensar en la muerte y solicitar mi salvación», como hiciese el depresivo Carlos V en Cuacos de Yuste siglos antes. Era aquella la última fase de su recogimiento y de un sentimiento de culpa por los errores de su vida. El monarca gustaba de flagelarse de forma semanal, en contra de la opinión de sus confesores. Irse de retiro espiritual equivalía a hacerse el máximo daño posible, suicidarse profesionalmente o incluso enterrarse en vida.

Ni el pueblo español ni los mentideros europeos se contentaron con la excusa religiosa, por lo que especularon con que Isabel y Felipe estaban preparando su equipaje, sí, pero para partir a Francia a arrebatar la regencia al usurpador de Orleans. Otros imaginaron, con más puntería, que la mente del rey ya no estaba para esos derroteros, y que era mejor una retirada a tiempo que una derrota en el peor momento. Todavía resultó más sorprendente que la reina Isabel, una hembra de látigo y cuero a ojos del pueblo, accediera a acompañar a su marido sin rechistar, cuando apenas sobrepasaba la treintena de edad.

El rey se imaginaba solitario en el campo como su abuelo en Versalles o el héroe literario de su infancia Telémaco, el hijo de Ulises, del que François Fénelon, tutor del francés, hizo una novela de aventuras aleccionadora. Con este fin se construyó un palacio de ensueño, más francés e italiano que español, sobre los mansos campos de Segovia. En contraste con el imponente monasterio panteón levantado por la anterior dinastía en El Escorial, el primer Borbón alzó un palacio versallesco rodeado de fuentes y de jardines donde los seguidores de Le Nôtre, diseñador de los parterres y frondas palaciegas de Versalles, tuvieron que adaptar las consignas de su maestro a un terreno desigual y pródigo en cortaduras y ribazos. Flores, ciervos y silencio era lo único que esperaba ya de la vida un faraón que cerraba desde dentro la tapa de su sarcófago. Si alguien quería algo de Felipe, que fuera a la ventanilla de su hijo, Luis I, nuevo gerente del Imperio español.

¡Está reina está muy loca!

Felipe abdicó con la seguridad de dejar a su espalda una familia amplia. A lo largo de su vida engendró ocho hijos que llegaron a edad adulta, de los cuales hasta cuatro ostentaron grandes coronas. Dos eran hijos de María Amelia de Saboya, Luis I y Fernando VI, ambos reyes de España. Y otros seis de Isabel de Farnesio, de los que Carlos fue soberano del reino de Dos Sicilias y posteriormente de España; Felipe, rey de Parma; Mariana Victoria de Borbón, consorte en Portugal; María Teresa, consorte en Francia; María Antonia Fernanda, consorte en Cerdeña; y Luis Antonio, cardenal arzobispo de Toledo hasta que se aburrió y cayó en la perdición de otro tipo de faldas. Ninguna otra progenie dio tantos reyes y consortes en la historia de la Monarquía Española como la de Felipe V, lo que permitió que los Borbones arraigaran en el país por largo tiempo y pusieran los cimientos a la frase «nunca digas que de este agua no beberé, ni este Borbón no es mi padre». O algo así.

Nacido en Madrid el 25 de agosto de 1707, Luis fue el primero en saltar al ruedo y demostrar de qué pasta estaba hecha la herencia Borbón. ¿Había heredado el ánimo o la melancolía de su padre? Llamado «el bien amado», «el liberal» o el «el rey silueta», por su brevedad, el joven accedió al trono con diecisiete años y una existencia discreta hasta entonces. Alto, de cuerpo delicado pero esbelto, de cabellos rubios como el oro y, aquí viene la pega, de rostro feo como un pato. Para ruina de la lindura, una nariz excesiva arruinaba el conjunto de lo que, por lo demás, era un príncipe encantador, un caballero listo para salvar princesas de torreones en llamas, aunque a él le iba a tocar más bien bailar con el dragón.

Los rumores cortesanos apuntaban a que Luis, un chico muy tímido, había crecido con poca salud y afecto, aislado acaso por su madrastra y tan abandonado que se temía que la primera enfermedad de importancia le despojaría de su hilo con la vida. Habladurías surgidas, sobre todo, del gran parecido físico entre María Luisa y su hijo, y del miedo a que el heredero del reino también padeciera de tuberculosis. Y, ciertamente, el entorno de mimos que le rodeaba mientras la saboyana vivió dejó paso a una etiqueta más fría, más burocrática, porque ni para un rey ni para un plebeyo es fácil criarse sin una madre. Isabel de Farnesio no pretendió serlo, pero tampoco fue una madrastra de cuento. Cuidó de Luis y contribuyó a dar forma a un maestro en el arte de agradar, de modo que se ganó muchas simpatías en la corte de su padre. La caza, el baile y los juegos de la pelota y del mallo (similar al cróquet inglés actual) ocuparon las inquietudes de su infancia.

Su primera responsabilidad dinástica llegó con su matrimonio con mademoiselle de Montpensier, Luisa Isabel de Orleans, hija del regente de Francia, celebrado en el Palacio Ducal de Lerma, propiedad de un noble antiborbón que no mostró el menor interés por el festejo. Luis contaba catorce primaveras y ella, doce, por lo que la consumación del matrimonio se aplazó hasta que Felipe V lo decidiera conveniente. De esta manera, en la noche de bodas tuvo lugar únicamente una pantomima del gusto francés en la que los adolescentes se acostaron sobre el lecho rodeados de cortesanos y familiares. Al cabo de un rato, se corrieron las cortinas de la cama, se cerró la función y, cuando todos los testigos se habían retirado, desalojaron del lugar al joven, que se marchó con la miel en los labios.

Los informes sobre los encantos, belleza y buena educación de Luisa Isabel prescribieron en cuanto cruzó la frontera. Su abuela paterna reconocía que ni ella ni su nieta habían derramado un sola lágrima en su despedida: «No puede decirse que sea fea: tiene los ojos bonitos, la piel blanca y fina, la nariz bien formada y la boca muy pequeña. Sin embargo, a pesar de todo esto, es la persona más desagradable que he conocido en mi vida; en todas sus acciones, bien hable, bien coma, bien beba, os impacienta». Los nobles que la custodiaron confirmaron cada palabra y cada coma de lo dicho por la abuela. Empezando por que no era una niña caritativa y comedida, sino caprichosa y rebelde. Su salud tampoco era buena, pues padecía una erisipela (una enfermedad infecciosa de la piel) y detrás de la oreja albergaba dos tumores de regular tamaño, síntomas que se vincularon a la licenciosa vida de su padre. Ya en Madrid, Luisa Isabel se ganó la enemistad de su suegra antes de deshacer siquiera el equipaje. Se negó a asistir a un baile especialmente deseado por Isabel de Farnesio, tan buena bailarina como su esposo, que suprimió la fiesta debido al desplante.

Cuando se descubrió la verdadera naturaleza de Luisa Isabel, muchos se preguntaron si en los Pirineos no se habría extraviado la auténtica princesa. Luis palideció y adelgazó de forma visible en los primeros meses de matrimonio, pero en esto, al menos, no se puede responsabilizar solo a las travesuras de Luisa Isabel, puesto que ni siquiera se permitía al matrimonio comer juntos. Felipe V se cuidó de que los hervores de la adolescencia no calentaran de más el ambiente cortesano y mantuvo un estricto régimen de visitas. Luis, de naturaleza rústica, se desfogó mientras tanto cazando y pescando. Hasta agosto de 1723, cuando el príncipe cumplió los dieciséis años, el rey no dio luz verde al coito. «Pasó el rey a la alcoba de su hijo y le mandó desnudarse en su presencia; la reina efectuó lo propio con la princesa y la hizo acostarse, tras lo cual Felipe V condujo a Luis al aposento de su alteza y lo metió en el lecho», explicó un diplomático en una crónica dirigida a los morbosos huéspedes de Versalles. Al día siguiente, el príncipe parecía satisfecho, la princesa, acalorada, y los reyes, muy alegres.

La feliz consumación del matrimonio no sirvió para cimentar la posterior vida en común de la pareja, sino para todo lo contrario: abrió la caja de truenos de todos los caprichos de Luisa Isabel. La joven se quejaba de lo poco que seguía coincidiendo con su marido, y no se le ocurrió otra forma de captar su atención que a través de chifladuras. Con su desdén logró el efecto opuesto en el príncipe. «A sus extravagancias, como jugar desnuda en los jardines de palacio; a su pereza, su desaseo y afición al vino; a sus demostraciones de ignorar al joven monarca, responde el alejamiento cada vez más patente de Luis hacia ella», anotó el embajador inglés. Solo la inesperada abdicación de Felipe V meses después pospuso la crisis matrimonial.

Mientras su padre se acomodaba en La Granja, el rey Luis I llegó a Madrid en loor de multitudes, que no olor de multitudes, aunque también había de eso entre las miles de almas que salieron a su paso. El partido español celebró el ascenso de un monarca nacido y criado en la península, así como la elección de nuevos ministros más aristocráticos y españoles. El joven conservaba fieles amigos de sus años mozos en los huertos del Buen Retiro. Sin embargo, Luis y el nuevo gobierno no tardaron en advertir que quien seguía tomando las decisiones importantes eran Isabel y Felipe desde Segovia. Como hiciera Luis XIV con él, Felipe supeditó las resoluciones de su hijo a que José de Grimaldo y sus hombres de confianza, también desde La Granja, dieran antes el visto bueno. Lo cual era todo un despropósito, si se tiene en cuenta que, según los diplomáticos más críticos, los mensajes de Madrid a La Granja tardaban en llegar tanto como de las Indias a Sevilla.

Que su padre jubilado y su madrastra le desacreditaran escondidos en un bosque era solo uno de los muchos problemas del rey. Su principal preocupación comenzaba y terminaba con el comportamiento de su esposa, hasta el extremo de que juró «preferir estar en galeras a vivir con una criatura que no observa ninguna conveniencia». Las escenas protagonizadas por Luisa Isabel no tienen gran valor histórico, y ni siquiera se puede separar la paja de lo que sucedió, pero resulta tragicómico imaginarse a Luis I, serio como un roble y cada vez más consumido, soportando la galería de groserías de su esposa.

Saint-Simon narra que, antes de regresar a París, quiso despedirse de la joven con tres reverencias. A la vista de que ella no respondía al cumplido, el embajador francés preguntó directamente a la joven si quería mandarle recado alguno a sus padres. Luisa Isabel miró al duque y le dedicó «un eructo estentóreo». Sin tiempo para transcribir el mensaje, el embajador recibió otro eructo tan ruidoso como el primero. Y luego un tercero, provocando las carcajadas del duque y de los presentes: «Toda la gravedad española quedó desconcertada, todo se desordenó; nada de reverencias: cada uno, torciéndose de risa, salió corriendo como pudo, sin que la princesa perdiese ni un átomo de su seriedad».

Un día, sin más, la reina se propuso enseñar su lencería por cada esquina del palacio. A las once de la mañana, tras su segundo almuerzo, emprendió una particular gira en ropa interior por las galerías. De vez en cuando aceleraba el paso, y se marcaba locas carreras consigo misma. Esa tarde se hizo guisar un pichón asado y luego se hinchó a comer rábanos para estupor del marqués de Santa Cruz, quien apuntó por escrito su asombro: «No sé cómo no revienta, pues por comer se zamparía hasta el ocre de los sobres». Se pasaba el día tragando y bebiendo como una cosaca, junto al grupo de lisonjeras camaristas, poco dóciles a las órdenes de la camarera mayor, que le reían las gracias y, según los textos más sensacionalistas, también le seguían otro tipo de juegos. No faltaron las acusaciones de que la reina había pervertido a varias de sus criadas, con las cuales «se entregaba a placeres sexuales» de todo tipo y condición.

Lujuria, gula, avaricia, pereza, ira, envidia, soberbia… la reina se esmeraba en que ningún pecado le resultara ajeno, sin que le desvelara que sus travesuras costaran la ruina a gente de su servicio. Cuentan que un día Luisa Isabel quedó atrapada en lo alto de un árbol cogiendo fruta del huerto de palacio. Había escogido de vestuario, fiel a su aversión por los tejidos, un traje ligero, sin medias ni enaguas. Lo cual complicó mucho la posterior operación de rescate para el mayordomo, el marqués de Magny, que acudió a sujetar la escalera ante los gritos de socorro de la reina. El noble contempló hasta el último lunar de la lozana monarca, sin opción de apartar la vista del trasero que bajaba, lento pero inexorablemente, hacia su cabeza. Luisa Isabel protestó porque el marqués la había ultrajado con su mirada, de modo que el mayordomo fue desterrado sin esperar a que explicara su versión de los hechos. Demasiado podía contar.

Los nobles españoles atribuyeron el comportamiento de Luisa Isabel a la degenerada vida en Versalles y a la mala sangre de su padre, el duque de Orleans. No obstante, la personalidad de la joven se cimentaba sobre una crianza cruel, más propia de una manada de hienas que de una familia aristocrática. Luisa Isabel fue la quinta hija del matrimonio del regente de Francia con María Francisca de Borbón, fruto bastardo pero legítimo de Luis XIV. La niña fue detestada desde que las cuarenta horas que se necesitaron para su parto finalizaron con una sonora decepción al confirmarse que no era un varón. Su condición de mujer motivó que el duque no mostrara interés siquiera en bautizarla. Con cuatro años fue aparcada en un convento de monjas, hasta que las pobres religiosas se cansaron de sus gamberradas y la devolvieron al Palais Royal para que viviera con el resto de sus hermanas. Solo recibió un nombre y los sacramentos, así como cierta atención, cuando se cerró su acuerdo matrimonial con el heredero español.

Todos estos desprecios provocaron en Luisa Isabel un trastorno límite de la personalidad, que se caracteriza primariamente por la inestabilidad emocional, el pensamiento polarizado y dicotómico y relaciones interpersonales caóticas. Sobrepasado por una enfermedad que no comprendía, Luis pidió ayuda a finales de junio a sus padres y, durante tres días, Felipe e Isabel observaron desde primera fila lo que era capaz de hacer la exhibicionista y extravagante reina. El rey jubilado habló seriamente con ella durante la visita a San Ildefonso. De loco a loca. Luisa Isabel escuchó con atención la reprimenda de su suegro y prometió cambiar en cuanto regresaran a Madrid, pero por un oído le entró y por el otro le salió.

La gota que colmó el vaso de hartazgo fue que la reina se desnudara y empleara su vestido para limpiar los cristales del salón durante una recepción pública. Luis escribió días después a su padre anunciando que no veía más remedio que encerrarla, «porque el mismo caso hace a lo que le dijo el rey, como si se tratara de un cochero».

La tarde del 4 de julio, la reina y sus camareras salieron a pasear en carroza por la Casa de Campo como acostumbraban cada día. A su vuelta a palacio fueron interceptadas por un escuadrón de la guardia de corps, cuyo oficial al mando se inclinó respetuosamente hacia la monarca y le entregó un oficio de Luis para nada respetuoso. Por orden del rey, se procedió a despachar al séquito de niñas pavas y se encerró a la reina en el Alcázar Real, en una situación que remitía a la reclusión de Juana «la Loca» o a la del hijo de Felipe II, el príncipe Carlos, en el mismo palacio madrileño escogido para Luisa Isabel. Claro que la locura de la reina no llegaba a tanto, por lo que se esperaba que una semana aislada bastaría para que su conducta no siguiera dañando su salud y a su augusto carácter. La soltaron en cuanto juró que iba a comportarse ante el rey, quien la abrazó y la subió a su carroza. Si cumplió o no esta vez con su palabra resulta difícil de determinar, puesto que la loca sucesión de acontecimientos se juntó con otra tragedia inesperada ese mismo verano.

Luis enfermó de viruela el 14 de agosto, sufriendo fiebres y delirios. No ayudó a salvar el edificio que la salud del rey chico nunca hubiera sido rocosa. Falleció antes de que terminara agosto, siete meses y medio después de que comenzara su reinado, el más breve de la historia española, si no se cuenta el gobierno iure uxoris (por el derecho de su mujer) de Felipe I de Castilla. Se da la curiosa coincidencia de que un almanaque de la época, firmado por el escritor, sacerdote, médico y matemático Torres Villarroel, pronosticó tiempo antes para ese día palabras negras: «Se muda el teatro en salón regio. Muertes de repente que provienen de sofocaciones del corazón y algunas fiebres sinocales con delirio».

La esposa de Luis no se separó de su lecho ni un instante, lo que le costó contraer también la enfermedad, que en su caso no resultó mortal. A pesar de ello, Felipe e Isabel no mostraron la menor clemencia hacia la joven, un auténtico estorbo ahora que el odioso duque de Orleans se encontraba criando malvas. El regente galo murió casi en las mismas fechas en las que Felipe V abdicó, según se dijo debido al peso, no del poder, sino de un cuerpo cada vez más abundante y de unos vicios cada vez más tóxicos. Falleció por una apoplejía fulminante a los cuarenta y nueve años, cuando se le contaban más amantes que títulos en Francia, lo que no era una cifra baja.

Luisa Isabel conservaba derecho a una pensión y a un palacio, pero sus suegros no pretendían financiar sus despilfarros. Vestida de luto a perpetuidad, la joven fue apartada por completo de la corte. Felipe V preguntó en Versalles qué tal verían la posibilidad de que se fuera a vivir a París, con sus seres supuestamente más queridos. La respuesta, aunque afirmativa, no pudo ofender más al rey español. Luis XV aceptó hacerse cargo de su pariente y de parte de sus gastos, junto a lo que sugería que su prometida, Marianita, aún de nueve años, volviera también a España. La mocedad de la niña, que crecía demasiado lento para lo que exigían los ritmos de la política, ponía en peligro la sucesión en Francia, de modo que las dos jóvenes fueron, otra vez, intercambiadas en la frontera hacia mayo de 1725.

La viuda alegre tampoco halló acomodo en su país. Residió un tiempo en el castillo de Vincennes, y luego se trasladó a París, donde vivió relegada, enferma y empobrecida, reclamando el pago de la pensión que le correspondía como reina viuda y solicitando la ayuda de la familia real española. Murió en el palacio de Luxemburgo, en 1742, cuando todavía no había cumplido treinta y dos años.

Felipe e Isabel se tomaron como un desaire el regreso de su hija, y en represalia rompieron el compromiso del infante Carlos con otra de las hijas del duque de Orleans, mademoiselle de Beaujolais, a la que enviaron a Francia de una patada. Ojo por ojo, e hija por hija… el lanzamiento de infantas a discreción derivó en represalias económicas y diplomáticas contra el país natal del rey, cada vez más aborrecido por el matrimonio. En clave de humor se cuenta que Isabel convenció un día a su esposo de que firmara una orden para expulsar a todos los franceses de España. El rey accedió y, tras una breve reflexión, dio instrucciones a sus criados de que sacaran todos sus efectos personales de palacio para empaquetarlos. Con los baúles en la puerta, la reina interrogó a Felipe sobre el motivo de aquella mudanza, a lo que él respondió muy serio:

—¿No habéis dicho que todos los franceses debían partir de España? Pues yo soy francés y estoy preparándolo todo para irme.

El retorno del rey maníaco

El rey comprobó por el rabillo del ojo que su esposa ya no estaba en la habitación. Podía dejar de hacerse el dormido y, al fin, limpiarse con la manga la baba que desde hace veinte minutos se desparramaba entre la almohada y su regia boca. Con un camisón para dormir que no dejaba nada a la imaginación, se levantó apresurado y garabateó con tinta en un papel que llevaba escondiendo días. No tenía mucho tiempo si quería llevar a cabo su plan, del que dependía el futuro del reino. Escribió lo más rápido que pudo y salió a los pasillos de palacio en busca del hombre idóneo, uno de los pocos mayordomos en los que podía aún confiar. Felipe le dio la nota arrugada, sin más instrucción que llevarla cuanto antes al Consejo de Castilla, cuya reunión diaria se celebraba también en el Alcázar.

El mayordomo cumplió la tarea con eficiencia, pero, justo en el momento en el que el consejo leía el contenido del papel, irrumpió en la sala como una corriente violenta un noble enviado por la reina. A tiempo de romper el papel en el que Felipe V renunciaba, con la caligrafía de un maníaco, una vez más a la corona. La reina tendría que jurar algún día que todo eso había ocurrido. Aquel 28 de junio de 1728, cuatro años después de comenzar el segunda reinado de Felipe V, sucedió el enésimo intento del monarca de abdicar tras su retorno a Madrid. Otro escalón de una locura que parecía no tener techo desde que había abandonado La Granja. Porque, como bien dice la coletilla cinematográfica, segundas partes rara vez son buenas.

Antes de morir, Luis I nombró a su padre, y no a su hermano Fernando, de once años, su heredero universal. Lo que retornaba a la misma casilla de salida a Felipe V solo un año después de su renuncia, como si lo que hubiera lanzado por los aires fuera un bumerán y no la corona. El primer obstáculo que debió sortear el retorno del rey fue de carácter legal: una vez se abdica no hay marcha atrás. Isabel encontró un apaño legal debajo de las piedras, bendecido incluso por el papa y por una junta de teólogos y juristas, que fue contestado por el partido español, pronto rebautizado fernandino, con una nueva campaña de panfletos y rimas: «De este preñado, ¿qué monstruoso parto podemos esperar, paisanos míos?». Guijarros en comparación con el hueso más duro de roer. Una vez vencidas las objeciones legales y religiosas, quedaba la difícil tarea de convencer a Felipe de que abandonara su oasis.

El monarca estaba encantado con su vida como jubilado, siendo sus principales ocupaciones la caza, jugar al billar y dar paseos hasta el anochecer. Pero no eran de la misma opinión el resto de criados y diplomáticos que le acompañaron o viajaron en algún momento hasta La Granja.

El duque de Tessé definió el lugar como «el más bárbaro e incómodo del mundo», mientras la reina confesaba a cuantos le visitaban su hartura por vivir en un «desierto» lleno de «ciervos y aburrimiento», lo que era decir bastante para una cazadora contumaz como ella. Isabel desplegó todo su poder de persuasión para convencer al rey de que no había otra solución que abandonar aquel «pastel de nieve». Fernando era demasiado niño para reinar, lo que hubiera obligado igualmente a que su padre encabezara la regencia. Mejor ser rey, que ser regente en su propio reino.

El cuerpo del monarca accedió finalmente a ir a Madrid tras el fallecimiento de Luis I, aunque no está tan claro dónde habitó su cabeza. ¿En Madrid? ¿En La Granja? ¿O tal vez en París? El amor odio hacia Francia marcó los primeros años de este segundo reinado de Felipe V, que seguía obsesionado con la humillación sufrida por los galos en 1719. Los reyes autorizaron al holandés Juan Guillermo Ripperdá, un político pirueta aupado por Alberoni, a que cerrara con el emperador austriaco una alianza contra Inglaterra y Francia. Según sostuvo el enviado Borbón tras su viaje a Viena, el emperador Carlos VI estaba dispuesto a renunciar a sus pretensiones sobre el Imperio español e incluso a ayudar a Felipe a arrebatar Menorca y Gibraltar a Gran Bretaña. Ripperdá presumía de que tenía a su amigo Habsburgo comiendo de su mano. Todo aquello sonaba glorioso para los intereses de Isabel, salvo porque el holandés era un mentiroso patológico.

Ripperdá fue colmado de cargos y honores por su trabajo, hasta alcanzar en poco tiempo más poder del soñado por Alberoni o el pobre Grimaldo, enfermo y viejo, que fue el gran damnificado por el ascenso del holandés. Para los ministros desplazados era más «Ripper-quita» que «Ripper-da», si bien su estrella se apagó antes de que los envidiosos tuvieran tiempo de pensar un mote más ingenioso. Pronto se descubrió que las cláusulas firmadas con Viena eran imposibles de cumplir o simples fantasías, lo que sumado a la amenaza de una guerra con Gran Bretaña llevó a Isabel y Felipe a destituirlo. Cuanto más alto sube, más baje cae. La estrella holandesa se refugió, para mayor escarnio, en la embajada británica, hasta que fue detenido allí en mayo de 1726 y encarcelado en el Alcázar de Segovia, tradicional prisión para los más ilustres enemigos de la corona. El favorito escapó quince meses después con ayuda de su amante y huyó a Inglaterra y luego a África. Fiel a su tradición de tornarse de religión según el soberano que le pagara, se especula con que abrazó el Islam y se movió como Mahoma por su casa por territorio marroquí, al menos hasta que se vio implicado en nuevas intrigas.

Después de la estéril alianza con Viena, los reyes viraron otra vez a la asociación con Versalles, sin quitar ojo a la delicada salud del rey de Francia. Entre Felipe V y su sobrino Luis XV se desarrolló una tétrica relación. Cuanto más cerca de la muerte estaba Luis, mejor y más vivo se encontraba Felipe; y, en cuanto se recuperaba el joven, caía de nuevo en picado la salud del rey español. Esta simbiosis empezó a repetirse a partir del otoño de 1726, cuando un achaque de su sobrino provocó el ascenso y caída del ánimo del rey en un resplandor cegador. Tras saltar literalmente de su cama, el monarca envió agentes a Francia a saber de cuántos apoyos dispondría para su coronación en caso de morir su sobrino. Cuando esos mismos agentes le avisaron de la feliz recuperación del adolescente, el Borbón español cayó a plomo sobre su lecho.

Creyó morirse, y no precisamente de risa, derivando su naufragio en un cuerpo regio, varado siguiendo la terminología marítima, que permanecía horas y horas tumbado mirando al techo y sin pronunciar palabra. Movía los labios, sí, pero sin emitir ningún sonido. A veces se llevaba los dedos a la boca, quién sabe si para cerciorarse de que seguía ahí el orificio bucal. Quería ser a cualquier precio rey de Francia porque «allí hay más grandeza», según explicó dos años después cuando Luis XV contrajo también la viruela. Cualquier médico con conocimientos mínimos de geopolítica habría prescrito como remedio que el rey español se alejara hasta del champán o de cualquier cosa que tuviera impresa una flor de lis. Los asuntos concernientes a su país natal le alteraban más que ninguna otra cosa, tal vez porque en su demencia solo el pasado le provocaba ya mariposas en el estómago.

Mientras lidiaba más mal que bien con la enfermedad de su marido, Isabel de Farnesio concretó en noviembre de 1729 el Tratado de Sevilla, un acuerdo precisamente con Francia y Gran Bretaña que, además de enterrar el hacha de guerra, abrió la puerta a que los Borbones españoles recuperaran al fin sus territorios en Italia. No sin dificultad, la reina presionó para que su hijo, el infante Carlos, tomara el Ducado de Parma, Plasencia y Guastalla a la muerte sin herederos del último Farnesio. Años después, los Borbones españoles usarían este ducado como moneda de cambio para obtener el reino de las Dos Sicilias, esto es, Sicilia y Nápoles. Así se saldó parte de la deuda abierta en Utrecht.

Felipe apenas pudo participar en las reclamaciones por las que llevaba toda su vida combatiendo debido a sus vapores, que ya venían más de lo que se iban. Se negaba a ver a sus ministros durante semanas, y recibía a los emisarios con silencios sepulcrales, a excepción de algún gesto aleatorio y de alguna desconcertante sonrisa soltada sin ton ni son. No hablaba porque se sentía de algún modo culpable por reasumir el trono, y «la manera más segura de no reinar, es no hablar», argumentaba en su locura. Había ya en palacio paredes más habladoras que aquel Felipe V, pero ninguna tan imprevisible. Una noche de verano, el rey se montó en su carroza estando en Aranjuez y ordenó al cochero que le llevara a Madrid, donde entró a las siete de la mañana ante el asombro del pueblo.

Ningún otro rey hizo tanto para que en el Imperio español siguiera sin ponerse nunca el sol como Felipe V, aunque no fue a base de extender sus posesiones, sino a través de unos horarios extremos. Invertir el orden del día y de la noche se convirtió en su nueva y aterradora costumbre. Se levantaba al mediodía, celebraba los despachos a las tres de la madrugada, cenaba sobre las cinco y dormía después del amanecer. Algunos días apenas conciliaba una hora de sueño, mientras su esposa se contentaba con una media de tres. El embajador inglés expresó la opinión de todos: «Parece que intenta vivir sin dormir».

Una madrugada escapó a hurtadillas de palacio vestido únicamente con su camisa de dormir. La reina corrió tras él y, superada en velocidad por aquel perturbado, ordenó a los guardias que placaran al rey, sin dispararle o hacerle daño, a poder ser. Tras aquella fuga, la monarca cambió las cerraduras y redobló la vigilancia. No era extraño ver a Isabel con arañazos y hematomas a consecuencia de las discusiones con su esposo, que terminaban casi a diario en agresiones. Ella lo soportaba con paciencia y entrega, sin conceder que el resto viera su cansancio o su descontento. El marqués de la Paz se asombraba en una carta privada de que aquella mujer conservara «en toda su robustez la parte preciosa de su salud, que toda es menester para resistir a tan continuada inquietud».

El destino de Isabel era doblemente cruel. Desde fuera parecía que la reina lo decidía todo, pero en la intimidad sufría la testarudez de su marido, obcecado en abdicar y en no firmar nuevos decretos (se empleaba la estampilla oficial en su lugar). Los silencios del monarca en las audiencias obligaban a Isabel a llevar la voz cantante, aunque en verdad tuviera que medir cada palabra para que el rey no se rompiera los dientes de tanto apretarlos en señal de oposición. Isabel intentaba hacerle entrar en razón, pero él no veía la razón en ningún lado. Desde fuera, el pueblo y la nobleza vislumbraban solo a una mujer autoritaria empeñada en asegurar para su hijo Carlos alguna porción de Italia, sin advertir, o querer entender, que los planes italianos obedecían tanto a Isabel como a Felipe. Maltratada, sacrificada y encima vilipendiada. «Los españoles no me quieren, pero también yo los aborrezco», se contentaba ella ante las sátiras más mezquinas.

Las alucinaciones y los temores removieron el cóctel de aquel real manicomio. Felipe pensaba con frecuencia que estaba muerto, que solo era un fantasma molesto que arrastraba sus cadenas; y en cierta ocasión se sintió que era una rana o más bien un sapo… Un rey anfibio al que, tal vez si se le besaba, se convertiría en un hermoso príncipe, pero cuyo olor a alcantarilla no invitó nunca a resolver el misterio. Algún aristócrata hubo que en los besamanos se perdió entre el gentío para evitar acercarse al rey.

Entre sus obsesiones más recurrentes estaba que el duque de Orleans, fallecido hacía años, y sus esbirros querían envenenarlo mediante una camisa chorreante de toxinas, como algunos habían denunciado durante la Guerra de Sucesión. Hasta el extremo de que solo se ponía las camisas que Isabel hubiera usado ya antes, luciendo a menudo femeninos adornos bajo varias capas de otras prendas más rudas.

Fue en vano convencer al rey de que se cambiara la ropa sucia con motivo de la visita de un representante británico a Cádiz. Él se negó por patriotismo y por su orgullo de león hispánico, aunque todo sonó, más bien, a excusa de mal pagador: «Los ingleses nunca conseguirán que haga algo que yo no quiera hacer».

El rápido deterioro en la salud de Felipe plantea la cuestión de cómo pudo reinar aún por dos décadas más en ese estado. Sin noción del tiempo ni el espacio en el que reinaba. La explicación más sencilla está en que, aparte de la excepcional gobernante que fue Isabel, la salud del monarca se asemejaba a la de una bombilla apunto de fundirse. Bastaba en ocasiones un golpe para mantener centrada la luz o apagarla por completo. Felipe despertaba cada vez que el rey de Francia sufría un estornudo, del mismo modo que su mente clareaba cuando había cuestiones importantes sobre la mesa. Como poseído, pasaba en un chasquido de ser una momia mal vendada a un estado febril, casi anfetamínico, donde quería llevar a cabo todos sus planes en los siguientes minutos. A base de esta euforia intermitente, al menos, ganó tiempo.

Sevilla tiene un color especial

No está claro si Isabel improvisó desesperada o más bien formaba parte de un plan para tranquilizar la mente de su marido. Lo importante es que funcionó. A principios del año 1729, la reina se llevó al rey a Andalucía con la excusa de un pequeño viaje, y entre palmas y siestas estuvieron allí cinco años. El cambio de aires estabilizó la salud mental de Felipe a costa de estirar al máximo la generosidad de las ciudades que le alojaron en ese tiempo. Sevilla, de pronto, se convirtió en la sede de la corte y de las casas reales, mientras el gobierno permanecía en Madrid bajo el control de José Patiño, secretario de Estado y hombre fuerte de la reina.

Las autoridades sevillanas fueron avisadas solo diez días antes de la llegada en tromba de 85 coches, 400 calesas y 600 criados. Toda una invasión que dejó boquiabiertos, y con agujeros en los bolsillos, a los sevillanos. Según un derecho medieval vigente, la corte debía ser alojada libre de cargos incluso en casas particulares. No suponía un problema para una estancia breve —así pensaron muchos—, pero eso fue antes de que el rey llevara al extremo la figura del amigo gorrón que viene a pasar un par de días y, al cabo de una semana, está aún en calzoncillos tomando ganchitos y una cerveza en medio del salón.

La visita puso patas arriba la hacienda sevillana, que debió pedir prestado dinero para hacer frente a los gastos de alojar a tanta gente y de reformar sus calles y sus infraestructuras. Bendito problema para una ciudad que venía quejándose de haber caído en la intrascendencia en los últimos tiempos. Durante doscientos años, Sevilla había albergado la sede de la Casa de Contratación de Indias, que regulaba las relaciones mercantiles, científicas y judiciales con el Nuevo Mundo. La urbe se transformó en ese periodo en una metrópolis donde se hablaban decenas de idiomas, se comerciaba día y noche y residían grandes figuras como Cervantes, Garcilaso, Lope de Vega, Murillo, Velázquez o Zurbarán. Sin embargo, este «asombro del orbe» jamás se recuperó de una serie de epidemias que diezmaron a su población a mediados del siglo XVII, lo que sumado a la subida de los impuestos y a la mala disposición del Guadalquivir para la navegación provocó que los comerciantes empezaran a desplazar sus negocios a Cádiz. Por Real Orden de 12 de mayo de 1717, Felipe V autorizó el traslado de la Casa de Contratación a la Tacita de Plata, a pesar de las protestas y reclamaciones de las autoridades sevillanas.

Aquello fue el golpe de gracia para Sevilla, que tardaría décadas en recuperar la normalidad tras el paso de la peste. Por eso la llegada del rey no fue del todo mal recibida y supuso un último suspiro de gloria antes de que Sevilla se convirtiera en una localidad poblada pero muy provinciana en el siglo XIX. No se pudo decir lo mismo del resto de ciudades andaluzas por las que se movieron Felipe e Isabel como Borbón por su casa, dado que el itinerario se iba improvisando para mantener entretenido al rey. La deflagración de la visita real podía alcanzar cualquier lado, en cualquier momento.

A Felipe le gustó Sevilla y se olvidó de su enfermedad y de los asuntos oficiales pescando, cazando y holgazaneando. Así un tiempo. Cada vez que el rey se acordaba de su querido San Ildefonso, la reina salía al paso y le preparaba nuevos viajes. Para Isabel, encinta de su hija María Antonia, recorrer Andalucía fue un calvario físico y un sacrificio de escaso valor. El rey anfibio volvió a las andadas a finales de verano. Empezó a vagar por el Alcázar de Sevilla, un edificio mudéjar que Pedro el Cruel redecoró para su concubina, como un fantasma, boca abierta, lengua fuera y con las piernas hinchadas como morcillas, repitiendo en francés «yo soy quien manda». Su aspecto era siniestro, que no diestro, con un torrente de pelo creciéndole bajo la peluca, y con las uñas de los pies tan largas y afiliadas que apenas podía caminar. No salía de palacio y su única pasión se limitaba a la pesca, ya no en el río, en el mar o en un estanque, sino frente a un cuenco de agua rebosante de peces. Así pasaba las horas muertas, que eran la mayoría.

Los atracones del rey, seguidos de vomitonas, derivaron en sonoras vicisitudes que él, sin hacer caso a los médicos, a los que denominaba «esos locos», trataba con grandes cantidades de teriaca, un poderoso antídoto que con frecuencia incluía opio y carne de víbora. No era raro encontrar puñados de tabaco y de esta sustancia en sus bolsillos. Pero, dado que sus indisposiciones no mejoraron ni con esas, Felipe se diagnosticó una infección intestinal como demostraba la sangre hallada en sus heces. O más bien la que los galenos se empeñaban en ocultar a la vista, según el monarca, para fastidiarle. Y es que cuando el rey inspeccionó con minuciosidad sus propias heces sin encontrar rastro de sangre, sospechó automáticamente de que «los locos» de los médicos la habían quitado antes. ¿Antes de qué? ¿De la evacuación? ¿De comer?

Patiño, medio gallego, medio italiano, ejecutó en Madrid las directrices de los reyes durante el lustro andaluz. A él se le debe la modernización de la Armada, la introducción de guardacostas en las costas de América y posteriormente la conquista de Orán, considerada por Felipe como su mayor logro personal. «Perspicaz, ingenioso, trabajador y desinteresado», en palabras del embajador veneciano, tampoco a Patiño le resultaba fácil el trato con el rey, que en su costumbre de irritar a todo su entorno cambiaba los papeles de orden cuando su ministro no miraba o jugaba al escondite sin su permiso. Sin olvidar que el ministro también recibió alguna que otra somanta de golpes por parte de Felipe.

Fueron los guardacostas introducidos por Patiño los que caldearon las relaciones con Gran Bretaña cuando el Imperio español parecía renacer de sus cenizas. En 1732, el barco inglés Rebeca, perteneciente a un contrabandista de dudosa calaña, valga la redundancia, fue confiscado en aguas caribeñas por el guardacostas La Isabela. Según la versión del contrabandista de nombre Robert Jenkins, el capitán del barco español, Juan de León Fandiño, de ánimo bravo, le cortó una oreja como represalia al tiempo que afirmó: «Ve y dile a tu rey que lo mismo le haré si a lo mismo se atreve».

Nunca quedó claro si Jenkins perdió su oreja de ese modo o en una de las muchas reyertas que se producían en las tabernas de Jamaica, o si incluso conservaba a su muerte ambas en su sitio, como comentó el primer ministro Robert Walpole al examinar su cadáver. A decir verdad, la oreja era lo de menos. El supuesto desorejado conservó en un frasco ese trocito de él más de siete años, hasta que pudo exhibirlo ante el Parlamento británico como prueba de la naturaleza cruel de los españoles. Pidió venganza y el gobierno de Robert Walpole le complació con una guerra para resolver las cuentas pendientes entre ambos.

En el Tratado de Utrecht Gran Bretaña no solo se había asegurado la posesión del Peñón de Gibraltar y Menorca, también una serie de ventajas comerciales en América. Durante un plazo de treinta años, la empresa South Sea Company estuvo autorizada a llevar 4800 esclavos anuales a Río de la Plata a cambio de ceder a la corona española un 25 por ciento de las ganancias. Los británicos podían enviar, además, una vez al año a la América española un buque llamado «navío de permiso» para comerciar libremente. En este sentido, la Marina española se reservó el derecho a inspeccionar los barcos británicos que se acercaban a las costas americanas, lo que según los británicos dio pie a abusos como el de la oreja cortada a Jenkins.

En una hábil maniobra política, Walpole, que en ningún momento había querido la guerra, se contentó con encomendar a uno de sus adversarios políticos, el belicoso Edward Vernon, muy popular en el Parlamento, la operación más arriesgada en el Caribe español. El vicealmirante Vernon se puso así al frente de la flota más grande que había cruzado nunca el Atlántico. Conquistó Portobelo con facilidad, y se dirigió a Cartagena de Indias, puerto de entrada a América. Allí le estaban esperando Blas de Lezo, un marino cojo, tuerto y manco, y el virrey Sebastián Eslava, a cargo de una defensa que se convirtió en tumba de la prepotencia británica. Aquella derrota fue la acción más importante de la Guerra del Asiento, aparte de la andadura de George Anson por el Pacífico. Con más propaganda que gloria, Anson capturó el fuerte de Paita, tomó el galeón de Manila y, en 1744, regresó a Londres cruzando el Cabo de Buena Esperanza. Los trovadores británicos se encargaron de maquillar su pobre botín.

La paz tras una guerra tan costosa para ambos bandos se firmó mediante el Tratado de Aquisgrán en 1748, ya en el siguiente reinado, cuando en Inglaterra vivían más preocupados por los estragos del desmesurado consumo de ginebra (bebida que se tomaba con el pretexto de remedio a la malaria) que por la oreja de un fulano. El Imperio español salió como el vencedor moral, si se tiene en cuenta que casi todas las tierras conquistadas retornaron a quienes las gobernaban antes de la guerra, aunque la impresión no fue así en la península. La economía sufrió años de recesión, mientras el rey parpadeaba en su demencia, únicamente achicada con guerras, conflictos y agitación. Ni para Francia, ni para Inglaterra, ni para Patiño, ni para Isabel de Farnesio era plato de buen gusto negociar con el testarudo Felipe. «La reina quiere la paz, pero al rey le gustan las batallas y nosotros tenemos que complacerle», sintetizó Patiño.

Había demasiadas cosas que se hacían solo para sofocar al desequilibrado de Felipe. Una gélida noche sevillana, el rey se levantó de madrugada y abrió una ventana de par en par. Su esposa, que llevaba todo el día trabajando, se despertó y protestó por el frío. Los reyes iniciaron una discusión tan elevada que acudieron los criados a poner paz. Felipe admitió un acuerdo de mínimos tras mucho esfuerzo:

—Muy bien, cerrad una mitad de la ventana para la reina y dejad la otra mitad abierta para mí.

Hacía tiempo que Sevilla ya no ejercía de efecto placebo en la salud del monarca.

Canción de fuego y castraciones en Madrid

¿Pueden soñar acaso los reyes locos con ovejas polacas? Un hecho totalmente ajeno a España despertó de su pesadilla sevillana a Felipe. En febrero de 1733 murió el rey de Polonia, Augusto II, de manera que se abrió el abanico de candidatos a reinar en esta monarquía electiva. El monarca Borbón caviló un plan para colocar a alguno de sus hijos en el trono de Varsovia. Como si cinco años no fueran nada, tomó de nuevo las riendas del gobierno y, en una decisión súbita, decidió irse de Sevilla como había llegado: rápido y sin avisar. La corte se desplazó a Madrid en una nube de confusión y desorden.

La idea de un español reinando en Polonia carecía de sentido, pero sirvió, al menos, para ver al rey alegre y explosivo organizando la ofensiva. Es más, jamás reinaría ninguno de sus hijos allí, ni tampoco mucho tiempo el candidato de los Borbones franceses, con los que Felipe V cerró una alianza contra Austria. Sin embargo, la guerra en Polonia supuso nuevos avances en Italia para el rey de España, quien celebró la recuperación de estas posesiones con un mastodóntico desfile de soldados en los campos de San Ildefonso. El rey había vuelto a casa.

A Isabel le costó Dios y ayuda que el palacio segoviano fuera relegado a residencia de campo. Mientras esperaba a que finalizara la remodelación del Alcázar de Madrid, sede del gobierno, la familia real se estableció en el Palacio del Buen Retiro, cuyos jardines evocaban al rey los lugares de su infancia. De ahí que ninguno de sus miembros estuviera presente cuando el pintor predilecto del monarca, ciego como un topo, fuera acusado de iniciar una tragedia en Madrid. En la Nochebuena de 1734, un misterioso fuego brotó del corazón del Alcázar, el castillo medieval que la dinastía de los Austrias había reconvertido en palacio residencial. El incendio se originó en el aposento del pintor francés Jean Ranc, contratado por Felipe V para retratar a su familia y para decorar ese mismo palacio que tanto desagradaba a la nueva dinastía. El fuego y el hollín no formaban, en todo caso, parte de esos planes ornamentales.

Un grupo de mozos a cargo de Jean Ranc prendieron por accidente uno de los cortinajes de la estancia, y así empezó la tragedia. A las doce y cuarto de la noche, los soldados dieron la alerta para evacuar el edificio, y los monjes del convento cercano de San Gil repicaron las campanas. La gente no hizo mucho caso, imaginando que era la llamada para la Misa del Gallo. Cuando los monjes y los centinelas consiguieron organizar un grupo de rescate, lo primero que hicieron fue despertar a los dormidos y sacar a las familias. El patrimonio artístico hubo de esperar. Uno de los cerrajeros reales, apellidado Flores, entró en la Capilla Real y cargó con los objetos de valor que pudo. Los cerrajeros actuaron con mucha cautela para evitar saqueos o extravíos.

Cuando el fuego se extendió hacia el Salón Grande, donde cientos de cuadros cubrían las paredes, los escasos valientes arrancaron de sus marcos los lienzos situados en la parte baja, pues no había escalera a mano, y los arrojaron por las ventanas. Entre los cuadros que volaron como aviones de papel hacia su salvación se encontraban Las Meninas, de Velázquez, y el retrato ecuestre de Carlos V en Mühlberg, del pintor veneciano Tiziano, fatalmente oscurecido por el humo en la zona inferior.

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