Los Borbones y sus locuras

Los Borbones y sus locuras


3. Fernando VI: Que se mueran los reyes feos » Comieron perdices, pero no fueron felices

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3. Fernando VI: Que se mueran los reyes feos

El compromiso entre el futuro rey de España y la hija del rey de Portugal devino en una ridícula guerra por ver qué reino la tenía más grande, en lo que a lujo y ostentación se refería. El primero en disparar fue el embajador español, que acudió a Lisboa en una carroza tan descomunal que hubo que ampliar los arcos de acceso al palacio de Juan V. Herido en su orgullo, el luso respondió enviando a Badajoz, lugar elegido para la boda, una comitiva real de setenta y siete canónigos y un número desmesurado de soldados. Y solo era el principio. Los españoles talaron mil quinientos árboles para la construcción de los estrados sobre el río Caya, mientras el concejo de Badajoz, ciudad pobre y olvidada, estiraba su presupuesto para un programa de festejos sin igual en su historia.

La elección de Badajoz y de este río para el encuentro entre los príncipes obedecía al simbolismo de ser aquella la última ciudad en la ruta hacia Lisboa, y porque allí venían produciéndose otros intercambios entre infantes desde tiempos medievales. Nadie reparó, sin embargo, en lo poco propicio de celebrar la amistad con los portugueses en una urbe que estos habían bombardeado con saña durante cinco días en la Guerra de Sucesión. Verse rodeados por 6000 soldados de cada país trajo a la mente de los extremeños de todo menos alegría.

Bárbara de Braganza, la novia, se presentó en el río tan rebozada de oro, perlas y brillantes que elevó otro escalón los fastos. Ni siquiera una fuerte ventisca pudo empañar la dicha de los presentes. Los miembros de ambas cortes estaban exultantes con la desembocadura de tantos preparativos, todos a excepción del novio, que no escondió su desencanto al intuir lo poco agraciada que era la portuguesa bajo todas esas capas de artificios. Fernando miró desconcertado el rostro de la princesa, su boca enorme, sus carrillos mofletudos, sus ojitos diminutos y su talla voluminosa, temiendo que quitarle la ropa solo agravaría el problema. Ahora comprendía por qué al embajador español no le dejaron ver en público a la joven, y por qué conseguir un retrato realista había sido más complicado que hallar abstinencia en Versalles. Según recabó este mismo diplomático, la joven «ha quedado muy mal tratada después de las viruelas y tanto que afirma haber dicho su padre que solo sentía hubiese de salir del reino cosa fea». Fernando nunca terminó de hacerse a la cara de su esposa, que era fea de rebaba, fea de campeonato, a pesar de que tampoco pudo acostumbrarse a vivir más sin ella.

El escaso atractivo de la nueva princesa de Asturias y sus innumerables problemas médicos se incluyeron en la lista de agravios con la que Isabel de Farnesio, La Leona, pretendía achicar la figura de su hijastro Fernando y, con ello, agrandar la del resto de sus hijos. En la corte muchos vieron en el enlace con la hija del rey vecino un premio de consolación para el futuro soberano de España, mientras los hijos de Isabel se casaban con princesas brillantes de la constelación europea. Incluso se afirmó que la elección respondía a la mala salud de la familia real lusa, con la esperanza puesta en que la joven no tuviera hijos o murieran pronto, como de hecho ocurrió. Habría que aclarar a estos voceros que la paz con el reino vecino no era cosa menor, pues alejaba a Portugal de los ingleses y hacía soñar a muchos con una reunificación ibérica, aparte de que no está escrito en ninguna parte que la fealdad sea un delito.

Si de verdad Farnesio urdió un agravio tan retorcido, pronto habría de tirarse de los pelos al descubrir que Bárbara era culta, astuta y un millón de veces más despierta que su marido. Conocía, aparte del portugués, el español, el francés, el italiano, el alemán y el latín. Fernando, en cambio, aunque era en lo físico muy parecido a su padre, todo lo que portaba de hermoso lo tenía de limitado a nivel intelectual. Su confesor, el padre Rávago, aseguraba que «se aflige con papeles largos», a modo de eufemismo para no llamar tonto de capirote a su regia figura. Su carácter introvertido y melancólico no ayudaba a disimular sus defectos. El joven había sentido desde la niñez un vacío que cubrió la rolliza Bárbara, hacia la que desarrolló una relación de dependencia. La temprana muerte de su madre y de sus dos hermanos dejó a Fernando solo en el mundo con un padre loco, una ristra de hermanastros con los que no terminó de congeniar y una madrastra que muy pronto le catalogó como un obstáculo para los intereses de sus hijos.

Tras el breve reinado de Luis I, el partido españolista defendió que debía ser Fernando quien asumiera la corona, lo que le ganó irremediablemente la enemistad de su madrastra. Sus vínculos con la familia de su esposa portuguesa agravaron la amenaza que suponía el príncipe a ojos de la Leona, quien orilló a Bárbara y a Fernando con discreción, a pesar de que el joven no alimentó conjura alguna contra su padre, ni desde dentro ni desde fuera de España. No era hombre para guardar secretos, aparte de que veneraba a su progenitor. A una edad en la que los jóvenes no distinguen dar cuerda al culo de rascarse el reloj de la muñeca, el príncipe no dejó de informar a los reyes cada vez que era invitado a alguna intriga en Madrid. Isabel de Farnesio no dejó, a su vez, de aprovechar la ingenuidad del joven en su beneficio.

El joven príncipe fue asumiendo responsabilidades de Estado debido a las crisis de salud de su padre. Hacia 1731, Fernando entró en un consejo gobernante cuando Felipe dejó de responder a los estímulos y los médicos creyeron estar asistiendo a los últimos días de su vida. Sin embargo, al recuperarse de forma milagrosa el rey loco señaló como enemigo a su heredero, por su compadreo con la familia real portuguesa durante la enfermedad. Las acusaciones contra el príncipe de Asturias eran injustas, si bien respondían a la gravedad de las conspiraciones que revoloteaban en torno a su figura. Ese mismo año fue encarcelado el marqués de Tabuérniga por pretender proclamar rey a Fernando desde Portugal. Los príncipes fueron apartados de la vida familiar y se restringieron sus apariciones públicas y sus contactos con embajadores extranjeros. Los coloquiantes Perico y Marica plasmaron en unos versos la opinión generalizada sobre el aislamiento de los príncipes:

Dentro de palacio

tan solos se encuentran

que no hay quien les sirva

vianda a la mesa;

y así a sí se asisten

y así solos cenan,

solos se desnudan

y solos se acuestan.

Fernando lloró desconcertado por esta humillación, al tiempo que la fría Bárbara, con pulso más firme, protestó ante su padre por los desprecios. Las repercusiones se volvieron contra la infanta Marianita, que había cambiado de aires tras su mal trago en Versalles. La hija mayor de Isabel se había comprometido con el heredero portugués y vivía en Lisboa, luego de que se disipara la posibilidad de casarla con el zar de Rusia. Se libró así de hospedarse en una corte tan lujuriosa o más que la francesa. El que podía haber sido su marido, el zar Pedro II, había pasado sus primeros años apartado de la corte. Una vez en el trono, el monarca, de once años, se resarció de las privaciones a base de litros de vodka y un festín palaciego que incluía indistintamente carne o pescado. Su vida se apagó debido a la viruela antes de que se tomara en serio su título, justo el día que estaba previsto que se casara con la hija de su tutor, la princesa Catalina Dolgorúkova. Ni ella ni Marianita hubieran podido conquistar el corazón del zar, que siempre perteneció a su tía, la despampanante Isabel Petrovna (futura emperatriz Isabel I), definida por muchos como la Venus rusa, y por el embajador español, el duque de Liria, como «una belleza sin par como no he visto otra».

En fin, que Marianita esquivó un triste destino moscovita casándose con el futuro José I de Portugal, junto al que tuvo cuatro hijas, pero no se salvó de las desavenencias del oficio de reina consorte, figura concebida para parir y callar. Se tuvo que casar con un hombre que le doblaba la edad, y sufrir en sus carnes la guerra fría entre sus padres y Juan V. El conflicto alcanzó su máxima efervescencia cuando Felipe V amenazó con bombardear el palacio real portugués. Según el embajador francés, cuando le advirtieron de que si destruía el lugar era probable que matara también a su hija, el monarca español afinó su plan: «Pues la haré salir antes».

La revancha de los españoles

Conforme la salud de Felipe V iba deshojando sus pétalos, cada vez más miradas se giraron hacia el marginado Fernando, cuya torpeza y carácter impulsivo hacían temer lo peor a Isabel de Farnesio. «Tiene la cabeza mala», decretó la reina sobre los arranques de ira de su hijastro. La Leona jugó durante años con fuego y, al final, se quemó. A la muerte de su padre, Fernando accedió al trono en el verano de 1746 y apartó de un zarpazo a su madrastra y a todos sus partidarios. Los rumores apuntaron a que, en previsión de años de vacas flacas, la Farnesio había guardado oro bajo el palacio de La Granja, que fue el elegante destierro que concedió el rey para la viuda.

Isabel recorrió el Palacio del Buen Retiro de arriba abajo antes de abandonarlo. Habitación por habitación, pasillo por pasillo… como queriendo memorizar aquello que no esperaba ver más. Enlutada y de gesto rígido, la mujer más poderosa de España durante los últimos treinta años escenificó su caída en lo que, según su antiguo enemigo el obispo de Rennes, se antojaba «un ser vivo que asiste a su propio entierro». De nada sirvió repartir dinero entre los agitadores habituales para que gritaran «vivas a la reina». Aun flanqueada por un coro de palmeros, o igual por una orquesta sinfónica, aquella procesión emanaba tristeza y patetismo. La viuda se trasladó durante un tiempo junto con sus hijos Luis Antonio y María Antonia al Palacio del Duque de Osuna, situado en la zona de la actual Plaza de España de Madrid, una casona noble, llamada de los Afligidos por albergar a tantos caídos en desgracia. No obstante, su magnetismo para las conspiraciones provocó que, un año después, en agosto de 1747, Fernando VI la remitiera definitivamente a aquel palacio segoviano que La Leona había calificado tantas veces como un «desierto», donde no había a nadie a quien mandar, más que las ardillas. Tanto lo odiaba que se hizo construir otro edificio, el de Riofrío, muy cerca de allí, pero con un estilo similar al de Madrid.

La transición, esta sin tricornios ni elefantes blancos, resultó triste pero sin traumas. Ningún noble pudo sentirse humillado. De los hijos de Farnesio no tuvo que preocuparse el rey porque varios ya habían asumido coronas en el extranjero o, en el caso del cardenal arzobispo Luis Antonio, flotaba inerte en un océano de ociosidad. El segundo en la línea de sucesión, Carlos, era el flamante rey de Nápoles y Sicilia, cuyos retos eran demasiado grandes para atender a lo que ocurriera en la península. Lo cual no quita que pensara, como muchos, que Fernando no iba a poder contener sus vapores por siempre: «Pienso que esto le durará toda la vida, pues todo el mal está en la imaginación, de la cual es más difícil curarle que del cuerpo».

Felipe de Parma, «el adorado Pippo» de Farnesio, también compartía con Carlos y con media Europa la seguridad de que la locura acabaría dominando a Fernando, con la salvedad de que él dependía por completo de aquel demente para mantener sus dominios italianos. Y es que la posibilidad de regresar a España horrorizaba a Pippo, hombre frívolo y alegre, que además aparcó en Madrid durante diez años a su insufrible esposa, la francesa Luisa Isabel, apodada la Sarnosa por sus erupciones en la piel. En compañía de su camarera mayor, la marquesa de Lede, llamada la Chocha, la francesa logró irritar hasta al último de los cortesanos. Felipe I, fundador de la rama Borbón-Parma, procuraría disimular su altivez hacia su hermano ante el peligro de que le empaquetara a la Sarnosa y a la Chocha en el primer barco hacia Italia.

Plato de comer aparte era la infanta María Antonia, que residió un tiempo con los reyes a modo de caballo de Troya de Isabel de Farnesio. A la espera de contraer matrimonio con el príncipe de Saboya, la joven se entretuvo fingiendo cortesía con su hermano Fernando y su cuñada, aunque por privado los ponía a caer de un burro y no dudaba en llamarlos «él» y «ella» en las cartas dirigidas a su madre, algo insólito en un miembro de la real familia del siglo XVIII. Comportándose como una niña malcriada, hablaba de su vida en la corte rodeada de lujos como si fuera un presidio y chismorreaba con su madre sobre la mala salud de Bárbara, «pues está de tal modo que cualquier cosa le hace mal y le descompone y es el retrato del licenciado vidriera la pobre».

Comentario cicatero e impropio de una infanta, pues los problemas respiratorios de la reina no eran cosa de broma, pero que refleja con la referencia al licenciado vidriera de las Novelas ejemplares de Cervantes que María Antonia tenía ciertas lecturas en su haber y, no menos importante, que la obra del Manco de Lepanto había vuelto a las bibliotecas de los selectos. No porque la hubieran colocado allí los intelectuales españoles, sino porque nuevas ediciones en francés e inglés del Quijote a finales del siglo XVII contribuyeron a redescubrir el Siglo de Oro más allá de las fronteras españolas. Como ocurrió después con Calderón de la Barca y la fascinación de los románticos alemanes por el teatro barroco, hubo de venir alguien de fuera para que los españoles comprendieran el valor de su literatura.

Ahora sí. Con la retirada de los afligidos comenzó el reinado del menos Borbón de los Borbones. La propaganda regia quiso presentar el carácter taciturno de Fernando como un rasgo propio del eslabón perdido entre los Habsburgo y los Borbones, un rey plenamente español en el sentido que lo habían sido Fernando el Católico o Felipe II. En el titulado por Ortega y Gasset como «siglo menos español», emergió un monarca nacido y criado en el país, con escaso interés por lo que ocurriera en Italia y acaso América. Que además se rodeó de ministros y cargos oriundos de la península Ibérica, en contraste con la era francesa de su padre o la italiana de su madrastra.

Esta discreta personalidad del rey y la ausencia de grandes gestas militares hacen, sin embargo, que el reinado sea menospreciado como la antesala del de Carlos III, un paréntesis para coger aire tras la angustia que caracterizó al de Felipe V. El equivalente en la dinastía de los Austrias a llamar a unos mayores y a otros menores, para ensalzar a unos y desmerecer a otros, se resolvió con los Borbones atribuyendo a Carlos muchos de los éxitos de su hermanastro. Porque lo cierto es que ya con Fernando prendieron en España las ideas ilustradas, floreció el mejor teatro de Europa, se desarrollaron nuevas técnicas agrícolas, se completó la reconstrucción de la Armada, se aseó la economía y se ganó prestigio internacional con un periodo de paz que no surgía de la necesidad, sino de la convicción de que ni Francia ni Inglaterra resultaban socios fiables a largo plazo. Y todo ello en cuestión de una década.

Fernando fue un rey débil e hipocondríaco, tardo en reflejos y hosco con sus servidores, pero nunca se despreocupó del gobierno y siempre procuró la felicidad de sus súbditos. Su esposa aportó la lucidez política que a él le faltaba para mantener el equilibrio entre los partidos palaciegos. En el extranjero se proclamaba con maldad que no era Fernando quien sucedía a Felipe, sino Bárbara a Isabel, lo que albergaba tanta verdad como mentira. Al igual que Isabel y Felipe, Bárbara y Fernando formaban un equipo dependiente el uno del otro. Ni uno ni otro funcionaban por separado. Rey y reina pusieron, a su vez, las riendas del país en manos de dos hombres de extraordinario talento, dos ministros que no podían ser más distintos entre sí.

José de Carvajal y Lancaster, encargado de los asuntos exteriores, era rancio en el trato, incapaz de fingimientos, poco dado a fiestas, de una vasta cultura clásica y representante de los grandes españoles. Él mismo reconocía que era hombre esquivo con los saraos: «Mi modo de disputar es asperísimo y echó a perder mi razón si logro tenerla. En fin, tengo mil defectos». Su lema de puertas para fuera consistió en «paz con Inglaterra y guerra con nadie». Sobre Francia, que había incumplido todos los pactos entre Borbones hasta entonces, Carvajal impuso un cordón sanitario con el beneplácito de Fernando, igualmente dolido por la ambigüedad de sus familiares, mientras procuraba acercarse a Inglaterra. Esperaba que la neutralidad permitiría retornar a una monarquía humanista, más austera, menos influenciada por las modas europeas.

La rigidez de este ministro contrastaba con la forma de ser del otro hombre fuerte del reinado, Zenón de Somodevilla y Bengoechea, I marqués de Ensenada, que supo enmascarar sus orígenes plebeyos con una personalidad vibrante. Este auténtico encantador de víboras se deslizaba como la seda en la farándula y, con la ayuda de Farinelli, que supo reinventarse con el cambio del reinado, bombardeó a los reyes con opulencia, lujo, fiestas y toda clase de ocurrencias para convencerles de la tamaña empresa que tenían en sus manos.

El noble riojano también apostaba por una política de neutralidad, aunque en su caso lo hacía a la espera de un plan mayor. Como máximo encargado de la Marina española y de la Hacienda, optimizó las arcas públicas, rompió la dependencia con el caudal de las Indias y financió en secreto una armada con la que aplastar a los ingleses en el futuro. Para obtener la tecnología necesaria, el marqués destinó a varios oficiales de la Marina al extranjero, entre ellos al mítico Jorge Juan (el primero en demostrar que la Tierra está achatada en los polos) y Antonio de Ulloa (descubridor del platino), ejemplos de científicos ilustrados y, una cosa no quita a la otra, espías al servicio de la corona. Sus «hallazgos» en Londres permitieron formar aquella nueva flota, al tiempo que sus innovaciones repercutían en la esfera civil.

Esa desmedida ambición de Ensenada, que terminaría por comerse al resto de piezas del tablero, le condujo a la perdición, como no cabe otro desenlace para las cerillas con picor en la cabeza. Lo más curioso del asunto es que, a pesar de una hostilidad nada secreta y de sus enormes discrepancias, no fue Carvajal quien provocó su caída, sino todo lo contrario. Ensenada había promocionado al cargo a Carvajal, cuya sangre portuguesa hizo el resto con respecto al favor de la reina, de tal manera que el estricto noble nunca olvidó lo mucho que le debía al marqués de la farándula, desmarcándose de las conspiraciones en su contra. O dicho de otro modo: prefiriendo no ser él quien chafara la música a los reyes.

«El ganado está cansado»

Fernando y su esposa gozaron de gran popularidad durante su reinado, entre otras cosas porque los españoles estaban deseando amar a alguien tras el mal trago de tener a un rey que podía morderte si no le acariciabas de forma adecuada el hocico. De Barcelona a Lima se celebró su llegada al trono con una efusividad que asombró a Bárbara, porque «este pueblo está fuera de sí de contento». En una muestra de la diversidad cultural del Imperio, la Ciudad de México bailó con el ascenso de Fernando «resonando a un tiempo castañuelas de españoles, sonajas de mulatos, bandurrias de mestizos, ayacaxtles de indios y zambra de negros».

Sobre la exaltación del pueblo navarro, el padre Isla, fernandino declarado, describió en términos grandilocuentes los actos y el desfile de autoridades: «Se retiraron los Señores Diputados a sus casas, no a comer ni a descansar; porque su comidilla es saborearse en todo lo que sepa a amor al rey, y su descanso es fatigarse gloriosamente en el servicio de Su Majestad». Los mismos que agradecieron al principio a Isla el panegírico le señalaron luego, entre panfletos y puños en alto, la puerta de salida al percatarse de que aquellos halagos eran fruto de la retranca del jesuita. A favor de la posibilidad de que se estuviera riendo de ellos juega el hecho de que el sacerdote ni siquiera estuvo ese día en Pamplona.

Ajeno al retintín del religioso, el rey era la más dichosa de las criaturas en aquel reino que soñaba con rememorar gestas imperiales. El chico huidizo y apocado desapareció en pro de un Fernando risueño y activo, capaz de bailar más y mejor que nadie en palacio. Como su padre, el nuevo monarca era un excelente bailarín, hasta el punto de que el embajador británico, Benjamín Keene, le dirigió en una ocasión un cumplido por su habilidad moviendo el esqueleto. Él contestó que «el ganado está cansado», en referencia a que había agotado a todas las señoras en edad de agitarse. Su otra gran afición era la caza, tanto la mayor como la menor. Cuando cazaba lobos (animal temido desde tiempos inmemoriales) ofrecía doce misas, a las ánimas, por cada uno de los lobos capturados, en señal de agradecimiento por su puntería o, tal vez, para exculpar su alma.

Cazaba, comía e incluso cantaba, junto a su querido Farinelli, como si efectivamente supiera que iba a vivir poco. El castrato añadió a sus tareas como cantante personal de los reyes la de decorador de interiores y promotor de todo tipo de conciertos y representaciones. La música italiana de Farinelli y del compositor Domenico Scarlatti se mezcló con la guitarra española para poner los acordes a un reinado que se caracterizó por las celebraciones palaciegas y el fomento de las artes de la mano de Ensenada.

El monarca no era muy aficionado a los toros, pero se avino a que el pueblo celebrara estos festejos por su popularidad, al igual que aceptó su padre, que había prohibido en un primer lugar las corridas y tuvo que levantar la orden en 1725, con su segunda exaltación al trono. Fernando VI introdujo limitaciones para atenuar los riesgos de la fiesta y para que los nobles a caballo cedieran su sitio en las plazas a figuras llanas. El desarrollo de espectáculos taurinos en cosos cerrados con asientos, largo anhelo de los aficionados, llegó durante este reinado, así como la irrupción de Nicolasa Escamilla «la Pajuelera», una mujer soltera que, «con el permiso de su padre», manejaba el caballo «con gran lucimiento y destreza», según se anunciaba. La Pajuelera sufrió toda clase de insultos y oprobios en la plaza por ser mujer, si bien fue inmortalizada años después por Francisco de Goya en sus grabados de «La Tauromaquia».

La organización de muchas de estas fiestas regias y populares, sin embargo, se topaba con el abismo abierto entre el mundo rural y el urbano. No fueron pocas las ciudades de provincias que ni siquiera podían responder con salvas a las celebraciones oficiales, porque literalmente no había artillería en sus polvorines. El marqués de El Cairo, al estilo de Gila, recomendaba ante la escasez hacer en el futuro cañones de cartón, bombas de papel y «bayonetas y sables de madera para que no hagan tanto daño». El socarrón padre Isla, por su parte, se congratulaba del logro fernandino de que «no caen los puentes, pues no los hay». No le faltaba razón. La corona pagaba los festejos y reformaba las infraestructuras allí por donde iba, pero lo cierto es que Fernando no fue un rey que se desplazara muy lejos, no más allá de sus palacios. La red de caminos siguió pendiente de una buena inversión hasta el siguiente reinado.

Lo mismo ocurría con la distancia entre pobres y ricos. Mientras se avivaba la luz de la monarquía, se enturbiaba más, si cabe, la del mundo del hampa y los bajos fondos. Ensenada aseguraba que había tantas prostitutas en Madrid que se necesitaría una cárcel «mayor que el cuartel de la guardia de corps» para internarlas a todas. La proliferación de vagabundos y gentes de mal vivir en las ciudades colocó a los gitanos como la cabeza de turco del incremento de la delincuencia. A ojos de la población y de las autoridades, la forma de vida de esta etnia suponía un desafío a las leyes contra el nomadismo, que desde tiempo de los Reyes Católicos obligaban a las gentes a que se avecinaran en las ciudades y permitían castigar a los jóvenes que vagabundeaban con penas de cárcel y de alistamiento forzoso. Una pragmática de los Reyes Católicos en 1499 afirmaba:

Mandamos a los egipcianos que andan vagando por nuestros reinos y señoríos… que vivan por oficios conocidos… o tomen vivienda de señores a quien sirvan… Si fueren hallados o tomados, sin oficio, sin señores, juntos… que den a cada uno cien azotes por la primera vez y los destierren perpetuamente de estos reinos, y por la segunda vez que les corten las orejas, y estén en la cadena y los tomen a desterrar como dicho es…

La legislación contra los egipcianos se endureció en 1745 con una real cédula que amplió la pena de muerte, reservada hasta entonces a los gitanos «acuadrillados» sorprendidos con armas de fuego, también a los «encontrados con armas o sin ellas fuera de los términos de su vecindario». «Sea lícito hacer sobre ellos armas y quitarlos la vida», apuntaba el texto. No conforme con ello, en el cénit de su poder, Ensenada puso en marcha una redada para «exterminar tan malvada raza», como definía a esta etnia en sus cartas, a pesar de los informes que le aseguraban que, para entonces, la mayoría de los gitanos ya estaba avecindada y en proceso de integrarse en sus comunidades.

El riojano convenció a Fernando VI de su particular solución final: «Luego que se concluya la reducción de la caballería, se dispondrá la extinción de los gitanos». El plan consistiría en censar primero a los gitanos y, tras localizarlos en cada uno de los pueblos, apresarlos en un mismo día a una misma hora a lo largo y ancho de la península. Se pretendía así separar maridos y mujeres para «impedir la generación», es decir, separar hombres y mujeres para que no procrearan. Además, los niños mayores de siete años serían apartados de sus madres para ser enviados con los hombres.

Fernando VI autorizó la redada en el verano de 1749, cuando en un mismo día fueron recluidos unos 9000 gitanos. Muchos consiguieron escabullirse a través de la protección de nobles y eclesiásticos, mientras otros plantaron resistencias armadas o se dieron a la fuga por los montes. Ensenada pidió intensificar la persecución de los huidos, pero el hacinamiento en las casas de misericordia y lo inminente de los motines frustraron sus planes. Ni siquiera él sabía qué hacer con los gitanos una vez apresados: ¿obligarlos a trabajar en obras y oficios públicos a perpetuidad? ¿Expulsarlos del país? ¿Llevarlos a América para que, como muchos defendían, fueran asimilados por los indios? Al final rectificó, pero no resolvió el problema generado por su reclusión.

Hubo que esperar hasta 1763, con el ascenso al trono de Carlos III, para que llegara una compensación legal a la situación de los gitanos en forma de indulto general. La resistencia de los gitanos presos, que se negaron en su mayoría a trabajar en los arsenales, y el coste económico de las operaciones disuadieron a las siguientes generaciones de ministros de recurrir a nuevas redadas, aunque no faltaron otros ministros reformadores, como el conde de Aranda, que siguieron defendiendo la «aniquilación» de esta etnia años después como método para curar los problemas de la nación.

El marqués de En-sí-nada

Los reyes vivieron dentro de una cámara sellada, lejos de la pobreza, de los egipcianos y del polvorín diplomático que suponía no salirse de la neutralidad. Lo cual no significa que Fernando y Bárbara fueran inhumanos o crueles con su pueblo, de hecho la respuesta frente a los problemas de hambruna del año 1750 en Andalucía resultó ejemplar, sobre todo si se compara con el despotismo francés. El rey no dudó en abrir el erario para paliar el azote del hambre. No en vano, Ensenada sabía que el rey se fatigaba en general con las malas noticias, así que se limitaba a no dárselas o a ir con la solución ya prevista en el otro bolsillo para que se fuera a cazar cuanto antes. Este sainete funcionó con la complicidad de la reina, de Farinelli y del padre Rávago, confesor del rey, pero se vino abajo ante lo mucho que terminó siendo lo que desconocía el monarca sobre su propio reino.

La primera perturbación en la paz fernandina se notó con el empeoramiento de la salud de la reina a partir de 1751. Ni los más lujosos trajes y joyas lograron embellecer el físico de Bárbara, sumida en una carrera armamentística por ganar volumen a base de una dieta con muchos caldos y aún más carnes. Cogía la carroza a la menor ocasión, y rara vez acompañaba a su marido en sus largas sesiones de caza hasta el atardecer. «Yo ya no valgo para nada, estoy muy pesada y vieja», escribió a su padre aquella anciana de treinta y seis años. El asma crónico de la reina le provocaba tos seca, respiración fatigosa, ahogos y sustos cada vez más graves. Las purgas, las sangrías e incluso el empleo de drogas exóticas como el guayaco, la zarzaparrilla, el cacao o la raíz china rebotaban como si tal cosa en el cuerpo enfermo de Bárbara.

El remedio que más temía con diferencia era la flebotomía con sanguijuelas, que los médicos aplicaban de forma indiscriminada en todos los rincones del cuerpo humano, incluidas las posaderas con el fin de aliviar el vientre. Hoy, las sanguijuelas «hirudo medicinales» siguen utilizándose dadas las propiedades anestésicas, analgésicas y anticoagulantes de la saliva de estos animales, previa advertencia de que si se extrae demasiada sangre y no se introduce nada a cambio se puede causar más perjuicio que beneficio en el paciente. En 1748 le fueron practicadas en los tobillos de la reina dos veces diarias este método, extrayéndole hasta medio litro de sangre. Demasiado incluso para la obesa reina.

Barbara prefería no quejarse en exceso de este tormento, a sabiendas de que había cosas más desagradables que las sanguijuelas en la botica de los reyes. Consta la presencia en la Real Botica de abundante enjundia humana (grasa), la cual era usada como un fármaco milagro para muchos males reumáticos, y a la vez para ninguno, pues no se han podido acreditar sus supuestos beneficios terapéuticos. No interesa, en cualquier caso, tanto el para qué se prescribía como el cómo se obtenía esta sustancia, lo que ha dado pie a un sinfín de obras literarias y a la figura folclórica del sacamantecas, un hombre del saco que mata, sobre todo, a mujeres y niños, para extraerles las mantecas y hacer ungüentos curativos y jabones.

Este personaje utilizado para asustar a los niños cobró protagonismo en la prensa del siglo XIX porque varios asesinos reales trazaron similitudes con él. Uno de los más famosos fue Manuel Blanco Romasanta, un gallego que juraba sentirse empujado por sus ancestrales instintos a actuar como un hombre lobo, cortejar a víctimas tiernas y, después, matarlas para extraer de sus cuerpos las mantecas con cuyo comercio obtenía pingües beneficios. Se creía que la grasa humana era un fantástico cosmético.

La reina estaba cada vez más gorda e insana, aunque bien maquillada, y el rey, a pesar de todo, más enamorado. Como buen hipocondríaco, respondía a los achaques de su esposa con los vapores de su padre, que empezó a sufrir cada vez con más frecuencia. Había días que se negaba a salir de la cama y hablar siquiera con sus ministros. Rávago expresó el temor de todos a principios de 1750: «Conservar al amo para que no haga presto lo que su padre, aunque habrá de hacerlo algún día, según adolece de hipocondría, la que da lugar a la razón». Todos los implicados eran conscientes de que jugaban con nitroglicerina.

Eso sin olvidar que el matrimonio no daba herederos, lo que proporcionó tantas especulaciones sobre la esterilidad de la reina como insinuaciones de que la pólvora del rey estaba mojada. El embajador francés informó a su corte de que las erecciones de Fernando eran tan vivas como inofensivas: «Carece de algo muy esencial, de lo que con artificio se quita en Italia a quienes se desea que figuren en una capilla de música; de modo que hay en él muchos resplandores, pero sin llamas capaces para la generación». Que nadie se atreviera a certificar que la culpa era de la enfermiza esposa, que solía ser la excusa recurrente, da cierto crédito a la teoría sobre la esterilidad del monarca derivada de una posible criptorquidia (faltaba algún testículo por bajar) o de una impotencia coeundi que le dificultaba la erección.

Los planes secretos de Ensenada avanzaron entretanto a buen ritmo. Su reforma de las tributaciones para hacer los impuestos más proporcionados dispuso los recursos para alimentar a la Armada que estaba formando contra Inglaterra. Mientras se dejaba querer por Francia, lo justo para no despertar sospechas, disimulaba con los ingleses sus ambiciones recurriendo a un tono apocado, de manera que en Londres creyeran que la reconstrucción de la Marina estaba empantanada, que los barcos españoles seguían siendo grandes y pocos maniobrables y que faltaban gentes de mar. Mentiras cada vez más difíciles de ocultar, ante lo cual solo cupo firmar algunos tratados comerciales que, en la práctica, beneficiaban a los británicos, cuya aspiración final era quebrar el monopolio comercial de los españoles en América. O, lo que es mismo, sustituir el español por el suyo.

La seriedad de Carvajal en el exterior cimentó esa neutralidad hispánica a través de un acercamiento a Portugal e Inglaterra. El equilibrio se rompió cuando Ensenada se entrometió en las competencias de Carvajal, como bien se plasmó en el Tratado de Aranjuez de 1752, acuerdo pensado para poner orden en Italia y que no pudo disgustar más a los hermanos del rey. El riojano negoció a discreción este acuerdo con el reino de Hungría y Bohemia y el reino de Cerdeña, ganándose con ello la desconfianza del encargado de exteriores y del propio Fernando, que sospechaba que se le estaban enseñando los nones y escondiendo los pares. Carvajal sostuvo a Ensenada en el cargo, a pesar de todo, porque sabía que era insustituible.

Hubo que esperar a la llegada de un diplomático francés más indiscreto que un pavo real maquillado de mimo a Madrid para hacer saltar por los aires a Ensenada. En medio de un ambiente de espionaje y baja diplomacia, Francia e Inglaterra trataron por todos los medios de arrastrar a España a lo que más tarde se llamó la Guerra de los Siete Años, con una variedad de escenarios que, a las bravas, afectó de forma indirecta a los intereses fernandinos. El duque de Duras, embajador francés entrometido e imprudente, arribó al país con el objetivo de comprar voluntades y vencer los reparos para una alianza con Francia. Sin hacer caso al comentario de sus superiores de «que los españoles son lentos por naturaleza», interpretó las vagas promesas que le dio Ensenada y el resto de ministros como compromisos adquiridos, pese a que se destinaban las mismas palabras a los ingleses, y se puso a pregonarlo por todo lo alto. El resultado fue lo contrario a una alianza. El descaro francés reveló los planes militares del marqués en el peor momento, aún a la mitad de su desarrollo, con casi un centenar de buques de guerra preparados para forzar un casus belli contra los ingleses.

Con el pretexto de que los británicos avanzaban sin control por Honduras, Ensenada, pronto «En sí nada», preparaba un ataque preventivo contra todas las embarcaciones de este país en el Caribe, algo así como un día de la purga contra la Royal Navy. Sin tiempo de que Ensenada le explicara sus intenciones, el rey se enfureció al conocer que su favorito iba a lanzar un golpe de aquel calibre en su nombre, en el de un rey que había hecho de la paz su razón de gobierno y que incluso alardeaba de que el nombre Fernando venía de la voz gótica Frede, que significa paz en lenguas germánicas. La traición de Ensenada llegó además en el peor momento para el rey y para el reino. A partir de 1753, sus locuras se habían descontrolado, con hábitos nocturnos semejantes a los de su padre y unos vapores que a duras penas contenía ya el equipo formado por la reina, Farinelli y su confesor.

El 8 de abril de 1754 un derrame cerebral quitó a Carvajal de en medio. Le sustituyó en el cargo Ricardo Wall, un viejo militar, austero, de gran envergadura y sangre irlandesa… esto es, más inclinado a Inglaterra que el propio Carvajal. Fulminado su último soporte, Ensenada se vio sin apoyos para exponer al rey la idea de ir a la guerra, al tiempo que sospechaba que Wall y el embajador inglés Keene se habían conjurado para forzar su caída. Un antiguo amigo suyo, el duque de Huéscar (pronto duque de Alba), se tornó su peor enemigo y se encargó de predisponer el oído del monarca para las peores acusaciones contra el marqués.

Huéscar, hijo de un austracista declarado, era una amenaza de mucha enjundia. Desde su puesto de mayordomo real, el aristócrata desnudaba al rey, le despertaba y le acompañaba de caza. Ningún otro cortesano o servidor estaba tan próximo a él, lo que, por cierto, recuerda una de las mayores ironías de aquel tiempo: puede que los aristócratas tuvieran en sus aposentos una legión de criados en nómina, pero de cara al monarca se pegaban ellos por el honor de retirarle el orinal y ejercer, en todo su esplendor, como sus mayordomos. Décadas antes, la vilipendiada princesa de Ursinos explicaba así en qué consistía su labor como camarera mayor:

Dígale que soy yo la que tiene el honor de recibir la ropa del rey cuando se acuesta y de entregársela con las zapatillas al levantarse. Todas las noches, cuando el rey entra en el cuarto de la reina, el conde de Benavente me carga con la espalda de su majestad, un orinal y una lámpara, que suelo verter sobre mi traje. ¡Ridículo! Jamás el rey se levantaría si yo no acudiese a descorrerle la cortina, y sería un sacrilegio que otro que no fuera yo entrase en el cuarto de la reina cuando los dos se hallan en el lecho.

Y se encendieron las luces de palacio

Ensenada percibió tanta antipatía del rey como para presentar la dimisión antes del verano de ese año, decisión que rechazó Fernando, quien, aunque no lo soportaba, se sentía sobrepasado por la idea de perder el mismo año a Carvajal y al marqués. O tal vez le pudieron las ganas de conocer su último truco palaciego. La madre de todas las celebraciones con las que el riojano entretuvo a los reyes se celebró el 13 de junio, el día del Corpus. Tras años de preparativos junto a Farinelli, Ensenada presentó a los reyes la Escuadra del Tajo, una gigantesca flota en miniatura para que Bárbara navegara con sus músicos y acompañantes por las aguas de Aranjuez.

Entre fuegos artificiales, luminarias, cañonazos y salvas, emergió la escuadra de quince barcos (otros tantos estaban en cola), 124 remos, cuarenta cañones y una tripulación fija de 150 hombres. En los días de fiesta se otearon hasta 60 000 luces en torno a Aranjuez. Los reyes y los embajadores se asombraron ante tal espectáculo, que, además de requerir la construcción de un embarcadero, diques y un cuartel para los marinos, supuso abrir anchos paseos junto al río con miles de árboles plantados para la ocasión. Fernando gozó de su juguete nuevo durante una semana. El rey iba embarcado junto a Ensenada, que a veces cogía el timón, listo para poner tierra allí donde sus ojeadores y monteros preparaban presas para que las abatiera.

El culmen de las representaciones regias españolas únicamente sirvió de epílogo a la etapa de Ensenada como amo y señor de la corte. Menos de un mes después del Corpus, el 14 de julio, el marqués supo que la reina le había retirado el favor. Keene, Wall y Huéscar consumaron la conjura, seis días después, cuando se presentaron ante el rey con pruebas de que el marqués seguía adelante con sus planes en Honduras, así como una carta de los ingleses protestando por el inminente ataque. Ese día Ensenada había estado esperando en Madrid para despachar con el rey, que llegó al anochecer y le pidió que se retirara debido a las altas horas. Estaba demasiado cansado para soportar al marqués. Sin embargo, Fernando descubrió que el día no había acabado cuando halló en su habitación a Wall y Huéscar con las nuevas. El semblante del monarca se tornó sombrío al descubrir que su país estaba al borde de la guerra sin él haberlo advertido.

Ensenada se retiró a su casa en la calle del Barquillo, desde donde contempló la llegada de los soldados del rey sobre la media noche. Se hizo el dormido para aparentar la calma que ya no tenía, pues temía que alguien pudiera salir herido si se resistía. La verdad es que no era el marqués de esa clase de nervio, al contrario, asumió con serenidad su caída y su destierro a Granada, cuya similitud con su apodo más sombrío, «En sí nada», hizo las delicias de los pasquines. Con su enemigo en fuera de juego, Keene celebró el destierro del noble como una victoria personal y de su país: «No se construirán más buques en España». La Armada española perdió vigor, ante la caída en desgracia de ilustres ensenadistas, entre ellos Jorge Juan y Antonio de Ulloa, pero no abandonó ya en ese siglo su importancia en el tablero mundial. Cuando desapareció Jorge Juan, sus avanzadas técnicas fueron desechadas en favor del tipo de construcción naval francesa, mucho más atrasado pero defendida por los nuevos ministros.

El ánimo de Fernando jamás se repuso de la caída de Ensenada. Distante y serio, Wall no suavizaba ningún detalle al despachar con aquel rey de mecha corta, cuyas «peloteras» cada vez alcanzaban más dramatismo. Tampoco era el irlandés nacido en Francia hombre de la energía de Ensenada, ni podía contar a su lado con alguien de la altura y desinterés de Carvajal. El antiguo militar, de sesenta años, se vio muy pronto sobrepasado por tener que asumir tantas responsabilidades políticas, además de encargarse de la diversión de los reyes y la interminable búsqueda de nuevos regalos. No le ayudaban a descargar estas tareas ni Farinelli ni Rávago, que mantuvieron sus cargos a pesar de su amistad con Ensenada, al tiempo que Huéscar daba un paso atrás y el rey mostraba, de repente, síntomas de arrepentimiento. Tan pronto maldecía al marqués como juraba a Wall que aquel había sido el mejor ministro a su servicio, y que le habían engañado para derribarlo.

El gobierno que se formó en torno a Wall parecía sacado del Cretácico: viejos, achacosos y desmotivados aristócratas que habían vivido con toda seguridad momentos mejores. A excepción del conde de Valparaíso, al frente de Hacienda, y Sebastián Eslava, con la misión de reformar la infantería española, los ministros no prestaron auxilio alguno a Wall para que no se cortara las venas. El irlandés se quejaba de que en los Consejos de Estado se hablaba mucho y se decidía poco. No se fiaba de la mayoría del gobierno, sospechando con motivo que aún había muchos ensenadistas rezagados.

Y desde luego, saber que el marqués riojano vivía como un maharajá en su destierro granadino no calmaba su desconfianza. El que debía ejercer como su carcelero, el presidente de la Chancillería de Granada, cayó prendido de los encantos de Ensenada y no dejó de invitarle a juegos de naipes, comidas y tertulias. A finales de 1757 se trasladó con toda su parsimonia al Puerto de Santa María, donde haría de padrino de boda de su nuevo guardián, el general Villalba, y cazaría patos con el también caído Jorge Juan.

Mientras el riojano reía a gusto en el sur, palmas y pescadito mediante, el gobierno de Wall estaba más constreñido que la cintura de la reina. Sebastián Eslava, viejo enemigo y superior de Blas de Lezo en la defensa de Cartagena de Indias, se convirtió a sus setenta y dos años en la nueva diana de los ataques británicos, que le apodaron «el Chocho» por su firmeza a la hora de defender los intereses españoles en América. Con la Guerra de los Siete Años en marcha, los agentes franceses e ingleses ofrecieron incluso dar a Fernando Menorca o Gibraltar a cambio de que entraran en una alianza. Cuando el monarca insistió en la neutralidad, espías y diplomáticos recogieron sus bártulos y abandonaron con indiferencia el país. Les bastaba con que no se uniera al bando contrario.

Aunque España no quisiera ir la guerra, tampoco podía evitar que la guerra fuera a ella. Los corsarios británicos aprovecharon el conflicto para hostigar a los buques españoles con la excusa de que algunos estaban a nombre de armadores franceses o contaban con tripulación de este país. Wall y Eslava se batieron en protestas y pleitos con Londres para que frenara la sangría de ataques a sus barcos y la sigilosa expansión británica en Honduras, que el irlandés definió como «una usurpación de nuestros dominios». Lo mismo que Ensenada trataba de remediar desde hace un lustro se destapó en cosa de meses. En el verano de 1758 buena parte de la flota vasca pesquera fue apresada por los británicos cuando se dirigía a Terranova.

Wall se convenció de que aquello no merecía la pena. Tanta jaqueca no estaba pagada ni con carrozas de oro, ni acaso con una tarde de palmas con el marqués en el Puerto. Si no llevó hasta el final su dimisión fue, simple y llanamente, porque los acontecimientos en la corte se desmadraron. A lo largo del año 1757 los médicos de la reina alertaron de que la pésima salud de Bárbara había entrado en una fase terminal. No porque los ahogamientos y los catarros hubieran empeorado, sino por la aparición de un cáncer de útero que invadió de tumores el abdomen de la portuguesa. En las calles de Madrid corrió el rumor de que tenía las entrañas atestadas de gusanos, lo que no era cierto, pero sí que presentaba bultos en la región del hígado de la «magnitud de un huevo» y en las ingles «tumores del tamaño de un puño», en palabras de sus médicos. Bárbara empezó a sufrir grandes dolores en el vientre, mientras Fernando se sumía en la melancolía. Tras el último paseo veneciano en Aranjuez ese verano, Farinelli anotó en su diario unas palabras que sonaron a fin de una era: «Fue esta la mejor noche de todas».

1758 transcurrió ante la certeza de que la vida de Bárbara, y con ella la felicidad del rey, perecerían más pronto que tarde. Al intuir la muerte de Bárbara, Isabel de Farnesio, desde su desierto segoviano, disparó hacia la corte al cardenal infante don Luis Antonio, su particular arma de destrucción masiva, con el objeto de consolar al rey y, de paso, deslizarle por debajo de la mesa la opción de que se casara con una de las nietas de la italiana. Por supuesto, la irrupción del extraño infante en Aranjuez tuvo más de mal augurio que de ánimo para el rey. Keene describió al infante como si se hubiera fugado de la jaula de un circo: «Un personaje torpe, que desdice de su origen, vestido de cardenal, con profusión de encajes de puntillas […]. Te sorprenderías de ver a esta eminencia», anotó sobre un clérigo que en los cuadros aparece con un capelo que apenas cubre un pelo largo e indomable. En 1754 había renunciado a su condición de clérigo porque, según explicó, «aspiraba a una mayor tranquilidad de su espíritu y seguridad de su conciencia», eufemismo de que quería copular sin remordimiento, pero no así a la estupenda pensión anual que le garantizaban las rentas del Arzobispado de Toledo.

Aunque los galenos desahuciaron a Bárbara a finales de julio, la pobre reina todavía agonizó otro mes hasta que la parca acudió a reclamar aquel cuerpo «pesado como un mármol». Los restos de la portuguesa fueron enterrados en el convento de las Salesas Reales, fundado por ella una década antes, donde también acabarían pronto los huesos de su marido. El pueblo había amado a la reina como jamás lo hizo con Isabel de Farnesio y, sin embargo, su testamento manchó para siempre su reputación.

El grueso de su herencia, formada por siete millones de reales, cayó en manos de su hermano el rey de Portugal, mientras que a Fernando solo le legó algunas joyas menores. Regresaron así a la corte lusa, entonces acaudalada por las minas recién descubiertas de oro y plata en Brasil, una fabulosa colección de joyas. La sátira española se ensañó con aquella codicia póstuma de la reina: «Bárbaramente comió, bárbaramente cagó, bárbaramente testó». Las críticas salpicaron pronto a Farinelli, «el Capón», y al mismísimo rey, al que se le acusaba de pusilánime y lunático. El monarca respondió a las sátiras con la peor campaña de imagen que se recuerda en la historia de la monarquía.

Comieron perdices, pero no fueron felices

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