Los Borbones y sus locuras

Los Borbones y sus locuras


4. Carlos III: Un cazador a un sopor pegado » La última presa del cazador

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4. Carlos III: Un cazador a un sopor pegado

Cada mañana lo mismo, cada tarde lo de ayer. Bajo el sonido abigarrado de las chicharras, el rey ahogó su vida entre hábitos férreos, las mismas caras y una diversión que se reducía a cazar, cazar y, si quedaba tiempo, cazar un rato más. No apreciaba el gusto por la música, ni por la lectura, ni por los bailes o los fandangos. El cuarto de los Borbones españoles solo era feliz entre perros, caballos y escopetas de caza, de las que era un experto coleccionista. Tenía una puntería prodigiosa, y un saco de paciencia. Cada día del año asistía a la misma cita, salvo en Semana Santa o fechas excepcionales en las que su cálido humor se agrietaba ligeramente. Podía hacerlo lloviendo o con un calor atroz. El viajero inglés Townsend aseguraba, con ironía, que «el tiempo no lo detiene jamás, porque no teme ni al trueno, ni al relámpago, ni al granizo, ni a la lluvia, ni a la nieve». Cuando había poca luz, cazaba con antorchas. Palomas en palacio, fochas en la Albufera valenciana, ciervos en Barcelona, oropéndolas en San Ildefonso, buitres en El Pardo, patos en el lago Patria o faisanes en Persano. Carlos III conocía los bosques de sus reinos mejor que sus ciudades.

Hubo quien calificó aquellas jornadas como cacerías mongolas, en el sentido más salvaje de la palabra. Para cada cacería se movilizaba a centenares de hombres y se compraban tierras a mansalva a los campesinos, cuyos cultivos colindantes debían permanecer yermos casi todo el año. Sin embargo, Carlos no era un depredador, sino alguien que amaba la naturaleza, que financió expediciones científicas, que protegió bosques y especies y que escapaba a la menor ocasión de los entornos urbanos. Porque ciertamente la caza era algo más que ocio para él. Según su primer biógrafo, el conde Fernán Gómez, el rey reconocía que «si muchos supieran lo poco que me divierto a veces en la caza, me compadecerían más de lo que podría envidiarme esta inocente diversión». Si le causaba bostezos, ¿por qué pasaba tantas horas allí? El soberano estaba convencido de que el ejercicio y una buena alimentación eran la única forma de combatir la hipocondría hereditaria de su familia, la misma que había atormentado a su padre y a su hermano. Al igual que la Fuerza en la familia Skywalker, la locura era intensa en los Borbones.

Como si fuera parte de una tira cómica, el mensajero que le dio la noticia sobre la muerte de su hermano Fernando encontró a Carlos cazando en la campiña napolitana. Así supo que sería el próximo rey de España. En su mente providencialista pensaba que el «dedo de Dios» le había colocado en el trono español para continuar con el programa de reformas que aún luchaba por aplicar en Nápoles y Sicilia tras casi treinta años de reinado. Por eso no dudó ni un segundo en embarcar hacia la península Ibérica, a pesar de los grandes peligros que allí acechaban y lo feliz que había sido en Italia. «No hago más que pensar en Italia y Nápoles, la ciudad la llevo dentro de mi corazón», confesó a su fiel consejero Bernardo Tanucci, el hombre que había guiado al rey por la senda de las reformas.

A mediodía del 7 de octubre de 1759, el monarca y parte de su familia partieron de Nápoles al frente de una escuadra de diecisiete navíos y cuatro fragatas. Sobre la cubierta del buque insignia, El Fénix, Carlos habría de recordar todo lo que dejaba atrás y todo lo que había logrado desde que había llegado a Italia siendo un mocoso sabiondo. El ojito derecho de Isabel de Farnesio había sido un hijo tierno, atento y curioso desde su infancia. Fascinado por la geometría, las matemáticas y la botánica, el infante se divertía fabricando con un torno objetos para su uso personal y montando y desmontando juguetes mecánicos. Se le educó en francés, pero sus cortesanos le hablaban en castellano y su madre en italiano, lo que vaticinaba su futuro internacional. Porque Carlos, cuyo nombre pretendió hilar con la anterior dinastía, no era ningún bastardo, como su madre recordaba a menudo, sino alguien llamado a recuperar para su casa los ducados maternos en Italia. Isabel así lo procuró, con más cabeza que corazón.

Se ha querido imaginar a los hijos de Isabel de Farnesio viviendo una niñez festiva, colmados de juguetes y de besos, en contraste con la soledad de los vástagos del anterior matrimonio, Luis y Fernando. Nada más lejos de lo que permitía la rígida etiqueta de la corte española, que no dispensaba grandes cariños ni para los hijos de Farnesio ni para los de Saboya. Ninguno de los infantes veía mucho a sus padres, que comían aparte y vivían por momentos en palacios distintos a los de ellos. Los monarcas aparecían delante de sus hijos como seres inaccesibles, casi sagrados.

Hermanos y hermanastros crecieron unidos por esta crianza desabrigada y la ausencia de amigos de verdad. Si bien la distancia cultivaría luego la discordia entre ambos, el príncipe Fernando mostró lo mucho que significaba para él su hermanastro cuando acudió a despedirlo el 23 de septiembre de 1731, el día que se marchó a Italia en busca de un trono incierto. Los hermanos se abrazaron emocionados, y Fernando le acompañó las tres primeras leguas del viaje en gesto fraternal. Felipe V, por su parte, le dio una larga charla, una espada de oro macizo y empuñadura con brillantes, la misma que le había entregado su abuelo antes de venir a España, y le deseó suerte en la difícil plaza italiana. ¡Ahí te las arregles! A solas, el muchacho se enjugó las lágrimas, cerró la puerta de la carroza y empezó a hablar con sus cortesanos de cosas indiferentes como si su mundo infantil no hubiera implosionado de golpe. Aun rodeado de una multitud de consejeros, se sentía la persona más sola del mundo. Pero sin duda fue Isabel la que peor digirió aquella ausencia: «Es un milagro de Dios que no cayera al suelo cuando os perdí, mi Dios me ayudó y pude arrastrarme en mi sillón cerca de la ventana desde donde vi pasar vuestra carroza».

A Italia viajó Carlos por los ducados de la familia Farnesio y, tras varios giros políticos inesperados, se quedó con lo que luego se llamaría el reino de Dos Sicilias, una corona que integraba Sicilia y Nápoles bajo un mismo monarca. El desembarco de un rey español tras la etapa austriaca fue bien recibido por la población italiana, lo cual no hizo desaparecer por arte de magia a los voceros que pedían cambios y una autonomía plena respecto a Madrid, París o Viena. El joven, de quince años, se abrió paso a golpe de espada entre tropas austriacas y partidarios del emperador, hasta ganarse cada uno de los 300 diamantes que formaban la corona que le correspondía como soberano del «reino más hermoso de Europa», en palabras de Federico II de Prusia. Con la ayuda de Tanucci, al que conoció en Pisa, y de los consejeros de su padre, el imberbe monarca salió bien parado del laberinto y de todos los vaticinios que anunciaban su fracaso. Durante su reinado, el monarca liberó sus dominios del vasallaje a otras potencias, incluido el papa, unificó las leyes y la Administración, combatió el bandidaje, mejoró el alumbrado y las infraestructuras y auspició las excavaciones de Pompeya, Herculano y Estabia, operaciones arqueológicas que contribuyeron a redescubrir la belleza de la antigua Roma y de Grecia en toda Europa.

Nápoles pasó de tres a cuatro millones de habitantes, situándose como una de las regiones más pobladas de Europa, mientras el poder del clero y de la nobleza italiana se vio ligeramente reducido. O al menos perfilado. Los barones eran intocables en las zonas rurales y ejercían la justicia civil y criminal sobre millones de súbditos como si fueran capos feudales. Sirva de ejemplo el caso del siciliano príncipe de Villafranca, quien, tras torturar a unos niños con hierro candente por haberse burlado de su carroza, que rebosaba de mal gusto, argumentó ante las quejas de los campesinos que tenía pleno derecho a actuar de tal modo, sin que los tribunales reales pudieran abrir la boca. Carlos logró limitar algunos de estos privilegios, de modo que suprimió la servidumbre y puso fin a la práctica de comprar el perdón judicial por un homicidio. Además, prohibió el tormento, medida que únicamente estaba prescrita en la muy civilizada Inglaterra.

Menos éxito tuvo su proyecto de readmitir a los judíos expulsados en el siglo XVI pensando que así impulsaría el comercio por arte de magia. Apenas volvieron un puñado de hijos de Yahvé, mientras la medida causaba el pánico entre los napolitanos a raíz de que en 1746, la sangre de San Genaro no se licuara en la catedral napolitana. Según la tradición todavía viva, cada año se coloca una ampolla del tamaño de una pera con sangre solidificada frente a la urna con los restos de este santo. El prodigio consiste en que esa sangre se vuelve líquida y aumenta su volumen con las oraciones de los asistentes. El año que esto no ocurre, como aquel, se considera de malos augurios. Desde muchos púlpitos se culpó del fallo a Carlos, apodado rex judaeroum, quien poco después debió expulsar a esta minoría de nuevo.

Faltaban muchas reformas por completar cuando Carlos embarcó en El Fénix con destino a su lugar natal, pero a partir de entonces sería tarea de su hijo Fernando llevarlas o no a cabo. El hombre que viajaba ahora a España había tropezado y se había levantado muchas veces en treinta años. Se había liberado poco a poco del control de sus padres. Había aprendido de sus errores y comprobado que hasta los reyes absolutistas tenían límites a su poder. El que viajaba a Madrid no era, por una vez, un advenedizo o un experimento político, sino un rey hecho y derecho, que a base de disciplina, buena memoria y calma a la hora de tomar decisiones suplía una inteligencia del montón. Justo porque se imaginaba sabio y conocía bien su nuevo reino, acometió su entrada triunfal por Barcelona en pos de cicatrizar viejas heridas.

La supresión de los fueros tras la Guerra de Sucesión se había olvidado ante la bonanza económica que registraba a mediados de siglo esta región de España. En la raya entre Aragón y Cataluña, aragoneses y catalanes combatieron a puñetazos por acompañar los primeros el carruaje real, hasta el punto de que debió mediar el rey para evitar una guerra civil en miniatura: unos a la izquierda, otros en la derecha y Dios en ambos lados. Los grandes comerciantes y los gremios de artesanos dispensaron un festivo recibimiento al soberano Borbón, quien contestó a la cortesía restableciendo algunos de los privilegios que su padre había retirado a los nobles catalanes. No así en lo respectivo al idioma catalán, cuyo uso prohibiría en 1768 para la Administración y los centros de enseñanza. Desde su pragmatismo reformista no entendía que el país invirtiera tantos esfuerzos en levantar una Torre de Babel.

El 9 de diciembre, a punto de acabar el año de su venida, Carlos y su familia pisaron Madrid bajo una lluvia torrencial. El agua reveló los remiendos de la capital en calles embarradas y tejados vertiendo cataratas. Una anciana de setenta y seis años, obesa y casi ciega, vestida de negro y con bastón, les salió al paso como una gárgola de pie frente al Palacio del Buen Retiro. La otrora poderosa Isabel de Farnesio, desterrada durante el reinado de Fernando VI, lloró ante su libertador. El hijo pródigo la había devuelto a la primera línea política para llevar las riendas del país en lo que él viajaba hasta allí. Su querido Carletto había permitido a la vieja leona que se vengara de los oprobios recibidos. Ni la madre ni el hijo pudieron contener el llanto al abrazarse treinta años después de su último beso.

A su padre le gustaba esconderse tras las cortinas, a Carlos, en las paredes de su palacio y en sus bosques. No celebró su entrada oficial en la ciudad hasta seis meses después. El rey recibió las llaves de Madrid y recorrió las calles engalanadas por un ayuntamiento sin dinero en las arcas, pero con mucho entusiasmo. El arquitecto Ventura Rodríguez organizó los desfiles cívicos y una serie de monumentos triunfales que, lejos de emocionar al monarca, le horrorizaron tanto como para destituirlo del cargo. Su estilo barroco no armonizaba con las reformas que el soberano preparaba. Porque, desde luego, muchas cosas iban a cambiar en España.

Los actos finalizaron con una austera ceremonia de juramento mutuo entre el rey y el reino. Recuerdo y advertencia, para Carlos, de que en los reinos españoles los soberanos no eran coronados sino proclamados, porque su legitimación no era divina, sino basada en un pacto tácito entre pueblo y rey. Las leyes eran anteriores a los reyes. O como el procurador burgalés Zumel explicó a Carlos de Gante dos siglos antes: «En verdad nuestro mercenario es (el rey), y por esta causa asaz sus súbditos le dan parte de sus frutos y ganancias suyas y le sirven con sus personas todas las veces que son llamados…».

Carletto, un rey cien por cien absolutista, no estaba para nada de acuerdo con aquella pantomima del pacto social y el rey mercenario. «El Amo» estaba ahí puesto por Dios, y solo él podía quitarle.

«Siempre derramamos al mismo tiempo»

Carlos viajó a Madrid custodiado por los de su sangre. Con él iban la mayoría de miembros de su numerosa familia, que encabezaba su queridísima esposa María Amalia, hija del duque de Sajonia y luego rey de Polonia, con la que ya llevaba casado más de dos décadas. Cuando alcanzó los veintiún años, el joven Carlos apremió a la corte madrileña para que le buscara una pareja adecuada y así se cortaran los rumores de que era un «melindre», flaco, enfermizo y tan descompuesto que al primer envite sexual se desarmaría. Tras descartar una larga lista de candidatas, entre ellas varias infantas francesas, los reyes padres eligieron a la sajona, de trece años, edad suficiente a ojos de aquella sociedad como para que el matrimonio fuera consumado al momento.

El 9 de mayo de 1738 se celebró la boda por poderes en el Palacio de Dresde, en Sajonia, pero hasta más de un mes después la pareja no se vio en persona. Carlos se fascinó por María Amalia, que, aunque no era especialmente armoniosa y tenía voz de urraca, gozaba de un carácter «afable y caritativo y tenía un excelente corazón». El monarca apreció que era «más hermosa que en el retrato» que le habían remitido, además de que poseía «el genio de un ángel». No aclaraba si más el de Gabriel o el de Lucifer…

Ella, por su parte, destacó las dotes amatorias de su marido: «Acaba de ser su Gracia la que ha bendecido mi vida». Pasaba de puntillas, sin embargo, por lo poco agraciado que era el físico de su consorte. Y es que la belleza de Carlos no correspondía con lo que se podía definir como varonil. Portaba unos labios pequeños, una cabeza ovalada y una nariz afilada y prolongada como una espada. Espigado y ancho de espaldas, su corta estatura restaba gravedad a su estampa. De mozo había sido muy rubio y blanco, pero las horas al sol cazando habían chamuscado su piel. El poeta inglés Thomas Gray llegó a proclamar, no sin razón, que rey y reina formaban «una de las parejas más feas del mundo».

Impacientes por conocer novedades, Felipe V e Isabel de Farnesio pidieron a su hijo que les contara si el matrimonio se había consumado ya y si la joven había resultado de su agrado. Se trataba de un asunto de primer orden, en tanto los reyes todavía no tenían ningún nieto. Carletto no dudó en contestar a la extraña demanda de sus padres con una minuciosa descripción de su desembarco sexual, previo aviso de que «a veces las jovencitas no son tan fáciles y yo tendría que ahorrar mis fuerzas con estos calores». El sumiso hijo explicó con pelos y señales su noche de bodas en un documento que se conserva hoy en el Archivo Histórico Nacional:

El día en que me reuní con ella en Portella, me puse primero con ella en la silla de postas donde hablamos amorosamente, hasta que llegamos a Fondi. Allí cenamos en nuestra misma silla y luego proseguimos nuestro viaje sosteniendo la misma conversación y llegamos a Gaeta algo tarde. Entre el tiempo que necesitó para desnudarse y despeinarse llegó la hora de la cena y no pude hacer nada, a pesar de que tenía muchas ganas. Nos acostamos a las nueve y temblábamos los dos pero empezamos a besarnos y enseguida estuve listo y empecé y al cabo de un cuarto de hora la rompí, y en esta ocasión no pudimos derramar ninguno de los dos; más tarde, a las tres de la mañana, volví a empezar y derramamos los dos al mismo tiempo y desde entonces hemos seguido así, dos veces por noche, excepto aquella noche en que debíamos venir aquí, que como tuvimos que levantarnos a las cuatro de la mañana solo pude hacerlo una vez y aseguro a VV. MM. que hubiese podido y podría hacerlo muchas más veces pero que me aguanto por las razones que VV. MM. me dieron y diré también a VV. MM. que siempre derramamos al mismo tiempo porque el uno espera al otro.

A los reyes de España les picaba no tanto la curiosidad por el talento sexual de su hijo como la preocupación porque los jóvenes disiparan su salud por un exceso de vicio. El obediente Carlos, de hábitos espartanos, prometió realizar el acto sexual solo una o dos veces entre el día y la noche para «no acabar derrengado», lo cual parece que cumplió con puntualidad borbónica dado el tropel de hijos que concibió el matrimonio. Trece zagales y zagalas, de los que solo la mitad llegaron a adultos y únicamente seis navegaron en 1759 hasta España. Lo primero que hizo Carlos al saber que sería el próximo rey de España fue inhabilitar a su primogénito, Felipe Pascual, un infante que moriría antes de los treinta años y que sufría síndrome de Down y fuertes ataques de epilepsia, además de que era incapaz de comunicarse. El rey lo consideraba un castigo de Dios por sus pecados y prefirió no llevarlo a Madrid para librarle de las habladurías. El siguiente en la línea sucesoria, el futuro Carlos IV, fue jurado como príncipe de Asturias por las Cortes, mientras el tercer vástago, Fernando, fue coronado en Nápoles como nuevo soberano y se quedó allí reinando.

De buen grado hubiera permanecido con él María Amalia de Sajonia, al que el cambio de Nápoles a Madrid le sentó como una ginebra servida en el desayuno. Madrid le pareció sucio, empobrecido y de colores apagados en contraste con su querido Nápoles, mientras que el Palacio del Buen Retiro (residencia provisional hasta que se terminara el Palacio Real) le resultaba destartalado e incómodo. «A Madrid le llaman Palestina, por la aridez de sus alrededores, y Babel de Occidente por las intrigas constantes a que se dedican sus damas», anotó la consorte, lamentando lo mucho que echaba de menos a «aquellos inútiles vasallos» de Nápoles. La nueva reina de España era de ánimo bronco, ideas conservadoras, accesos de ira e incapaz de morderse la lengua. Ni siquiera se contenía con su suegra: «Es necesario que yo diga alguna palabrita sobre la buena anciana. En Italia había formado un elevado concepto de ella, creía, como todo el mundo creía, que era una mujer de gran inteligencia, pero su trato nos ha hecho rectificar el concepto formado… En ella todo es apariencia».

El fuerte carácter de la alemana y el de la italiana colisionaron como no cabe otro desenlace entre los trasatlánticos y los icebergs, los trenes que comparten la misma vía, pero distinto sentido o los chistes malos y los funerales. En su gozosa inocencia, Carlos pidió a su mujer que dedicara un par de horas diarias a hacer compañía a su mimosa mamá, pero lo cierto es que Isabel de Farnesio, ni siquiera en su senectud o forrada en ganchillo, pasaba por una adorable ancianita. El olvido, los desprecios de su hijastro y los años habían limado el nervio sanguíneo de La Leona, quien dedicaba ahora sus batallas a recompensar con propinas a sus servidores donde antes lo hacía para conquistar o perder reinos enteros. Lo hacía, en cualquier caso, con la misma vehemencia que en el pasado.

Mientras que Isabel era perro tan ladrador como mordedor, Amalia era ladradora pero poco mordedora. La alemana no aspiraba a ser una reina gobernante como su suegra, pero sí procuraba guardarse cierta influencia política sobre el reino y sobre lo que ocurriera en la corte. Ver a su suegra medrando en las cosas del hogar le provocaba ataques de ira, día sí y día también. Ambas se intercambiaban pellizcos bajo la mesa, mientras un disperso Carlos sonreía por la dicha de ver juntas a las dos mujeres de su vida. Consciente de que el poder estaba en Madrid, Isabel se negó a retirarse definitivamente al campo a disfrutar de un aire menos viciado, como así se lo sugirieron su nuera y su hijo con cada vez más insistencia.

Muchos otros rivales, y más poderosos que María Amalia, habían intentado antes derrocar a La Leona. Tampoco la alemana lo conseguiría. La reina confiaba en que las reformas de su marido terminarían por conquistar la mayoría de los corazones españoles, del mismo modo que a «otros les hace venir cagaleras» en esta corte que «es una Babilonia». Pero ni a unos ni a otros conocería la reina, cuya mala salud le privó del porvenir. Casi cada año había dado a luz a un hijo para el monarca. Los partos y también sus malos hábitos le destrozaron el cuerpo. La reina y el rey eran fumadores de tabaco habano «del más fuerte», vicio que se había popularizado en Europa entre las clases altas. Solo para su consumo la monarca trajo en su equipaje a Madrid más de 110 kilos de tabaco. Y, al igual que su marido, a la sajona le fascinaban la naturaleza y los animales, entre ellos perros, monos tití y otras adorables alimañas que paseaban sueltas por palacio. La pareja ocupaban la mayor parte del tiempo pescando, cazando y montando a caballo. En una de esas jornadas al aire libre de Nápoles, se cayó de su montura con graves secuelas. Como un san Pablo con los huesos mellados, aquella caída del caballo cambió su vida, pero a peor.

El viaje a Madrid, los caminos empedrados del país y su melancolía por Italia agrietaron una salud en decadencia. «Para acostumbrarme a este país creo que no bastaría toda mi vida», lamentaba consciente de que no tendría tiempo de comprobarlo. Su proverbial mala uva se tornó en violencia explícita contra los criados, con gritos y golpes, mientras intuía cómo su cuerpo y su mente se marchitaban. Vómitos de sangre, dolores en un costado derivados del hígado y malestar óseo por la caída del caballo, vaticinaban el peor desenlace. El monarca se interesaba por la salud de su esposa en su alcoba cada día antes o después de los despachos, lo cual María Amalia le reprochaba porque debía invertir el tiempo en cuestiones más importantes, «pues la salud era asunto de Dios». Cuando la junta médica pidió llenar su cuarto con más huesos de santos que fármacos, se certificó que, efectivamente, el futuro de Amelia ya no era un asunto terrenal.

El 27 de septiembre de 1760 Dios resolvió la cuestión de la forma más dolorosa. A menos de doce meses de su llegada a España, falleció la reina, a los treinta y cinco años. El corazón de Carlos fue penetrado por el más extremo dolor. Cuentan que al conocer la noticia afirmó que era el primer disgusto que le daba en todo su matrimonio. La quería tanto que no volvió a intentar otro matrimonio ante los riesgos de introducir a una extraña en la familia y a los escasos beneficios que podía suponer otro enlace. La ristra de hijos del cuarto de los Borbones aseguraba la descendencia más allá de la duda. Otra cosa es que su dinastía reformista sobreviviera al terremoto que estaba por desatarse en Madrid.

Mi reino por un sombrero

Un mozo vestido con chambergo y capa ancha cruzaba ese día el Portillo de Antón Martín. Sorteaba brioso los nauseabundos charcos formados por el clásico «¡agua va!», orines lanzados desde los balcones, cuando los alguaciles del rey saltaron sobre el muchacho tijera en mano. Los agentes intentaron recortar las prendas al barberillo, en cumplimiento de una antigua prohibición contra el uso de la capa larga y los sombreros de ala ancha. El chaval se revolvió navaja en mano y pidió ayuda a gritos a un grupo de manolos, nombre con el que se conocía a los arrogantes y fieros vecinos de Lavapiés. Toda aquella fauna de animales castizos puso en fuga a los alguaciles municipales y contagió la violencia a miles de personas, que marchaban en ese momento a la Plaza Mayor para asistir a la procesión de las Palmas.

Aquel 23 de marzo de 1766, la marea popular rompió contra la Casa de las Siete Chimeneas, residencia del marqués de Esquilache, que salvó la vida al estar ausente y contar con tiempo suficiente para refugiarse en el Palacio Real. Allí el rey le recibió con absoluta serenidad, la misma que en verdad no conservaba. La casa de Esquilache fue asaltada, los muebles lanzados por la ventana («¡mueble va!»), las bodegas de vinos vaciadas y muerto un criado que ofreció resistencia. Parecida suerte corrió la casa, en la calle San Miguel, de Jerónimo Grimaldi, otro de los ministros de ascendencia italiana del monarca.

Al grito de: «¡Viva el sombrero redondo! ¡Viva España!», los madrileños enfurecidos se dedicaron a romper las farolas puestas por el arquitecto real Francisco Sabatini para alumbrar las calles, confluyendo al final la muchedumbre frente al palacio de Carlos III. El duque de Arcos, a la sazón jefe de la Guardia de Corps, convenció a los exaltados para que se dieran la vuelta a cambio de transmitir sus reclamaciones al rey. Aquello pospuso un día el problema, mientras los incidentes se replicaban en más de una treintena de municipios del país.

¿Todo un reino movilizado por sombreros y capas pasados de moda? Al menos esa era la excusa oficial. Un par de semanas antes del motín se firmó un decreto que conminaba a cumplir una vieja disposición que prohibía a los hombres llevar capas largas y sombreros anchos y redondos, al tiempo que invitaba a sustituirlos por capa corta y sombrero de tres picos. No era una medida nueva. Ni popular. Ni arbitraria. Las autoridades buscaban desde hacía décadas la forma de evitar el embozo de la identidad que estas prendas permitían a toda clase de malhechores en las ciudades.

El pueblo no lo interpretó así, sino como una imposición de modas extranjeras en un periodo donde habían proliferado los conocidos como petimetres: jóvenes pudientes, de gestos amanerados, que tras viajar a París y otras capitales europeas regresaban a España renegando de todo lo castizo y disfrazados, hasta las cejas, a la moda gala. Frente a estos hedonistas de lo foráneo, surgió la reacción popular de los majos, hombres groseros, bravucones e insolentes que defendían la tradición que representaban los sombreros anchos y las capas largas. Hasta parte de la nobleza asumiría más tarde esta moda de vestirse y acercarse a las clases populares en sus fiestas, bailes y costumbres.

Los majos encabezaron las protestas contra el decreto de Esquilache y taparon con sus extravagantes capas a los auténticos instigadores. Porque el asunto de la vestimenta solo era la punta de lanza de un creciente descontento por la subida de precios de alimentos básicos, la mala situación económica y, sobre todo, la intromisión de extranjeros en el gobierno. La revuelta estuvo planificada al detalle, con los ánimos caldeados al ritmo de los pasquines y capataces repartidos en los barrios para «dar uniformidad al alboroto». Se cuenta que un tal Tío Paco, de Lavapiés, se dedicaba a pagar a chicos pequeños, como el popular barberillo, para que gritaran contra las reformas del rey. El día que estalló el motín, esos barrios aparecieron repletos de otro espécimen de alborotador, individuos disfrazados con harapos y tiznados los rostros como carboneros, cuyas pulcras camisas interiores y sus medias de seda delataban a sueldo de quién estaban. A los nobles, clérigos y otros seres acaudalados que pusieron el oro y las cuadrillas para la bulla les importaba un pepino la longitud de las prendas de los españoles. Sí les inquietaba que las reformas del rey recortaran sus privilegios.

Sin cuidarse de no pisar demasiados callos, Carlos propuso a su desembarco poner a España a la altura administrativa y fiscal que, al menos en la práctica, exhibían los países vecinos. El año sin rey protagonizado por Fernando VI daba bastante margen de mejora a Carlos. O eso pensaban los nuevos inquilinos. El anterior reinado, a pesar de su brevedad, había colocado al Estado en la senda de las reformas y había legado un largo proceso de paz interna y externa. Las arcas estaban rebosantes de reales.

La paz fernandina demostró todo su tino cuando la anhelada entrada de España en la Guerra de los Siete Años, ya con Carlos, arrojó una serie de derrotas incontestables frente a las armas británicas. En menos de un año, la Pérfida Albión arrebató La Habana y Manila a España, aliada con una Francia en caída libre. El Imperio terminaría cediendo La Florida a Gran Bretaña para recuperar aquellas plazas, y Francia compensando a su maltrecho aliado con el caramelo envenenado de La Luisiana, territorio que los galos no estaban en condiciones de conservar.

Carlos bendijo, en parte, la obra de su hermanastro, el rey loco, cuando apenas modificó el gobierno heredado más allá de sustituir a los ministros jubilados y a los invisibles. Tras la firma de la paz con Inglaterra en 1763, Ricardo Wall convenció al rey, exagerando sus problemas de salud hasta rayar el sainete, para que le permitiera retirarse. Leopoldo de Gregorio, marqués de Esquilache, entró en escena como la gran estrella del nuevo ejecutivo en calidad de ministro de Hacienda, de la Guerra y de Justicia. El siciliano, de orígenes humildes, ascendió desde un puesto de asentador de víveres del ejército hasta convertirse en un ministro omnipresente con el cambio de reino. Bajo su impulso, comenzó un amplio programa de modernización en Madrid, que incluyó la limpieza, pavimentación y alumbrado público de las calles, la construcción de fosas sépticas y la creación de paseos y jardines. La solución para sacar la basura de la Villa no fue otra que transportarla en los mismos carros con los que se introducía la verdura, la fruta y los bastimentos. Comer y luego descomer… Se daba, asimismo, permiso a los alguaciles para entrar cada semana en las viviendas a comprobar que las casas estuvieran aseadas, y en caso contrario podían multar a los residentes.

Pero, sin duda, fue el peliagudo tema de la restricción de prendas el que sirvió de pólvora a los enemigos de Esquilache, que extendieron las coplas más crueles y ridiculizaron el resto de avances en la ciudad:

Yo, el gran Leopoldo Primero,

marqués de Esquilache Augusto,

rijo la España a mi gusto

y mando a Carlos Tercero.

Hago en los dos lo que quiero,

nada consulto ni informo,

al que es bueno le reformo

y a los pueblos aniquilo.

Y el buen Carlos, mi pupilo,

dice a todo: «Me conformo».

Carlos III restaba importancia a aquellas protestas diciendo que los españoles eran como «niños que lloran cuando les lavan la cara». Por eso no dejó de volcar más poder y cargos sobre el siciliano, que llegó a teniente general sin haber sujetado una lanza en su vida. Esa acumulación de puestos, su calidad de extranjero y la ostentosa vida que llevaba el ministro no ayudaron a acallar los murmullos entre la nobleza patria, cuyos miembros temían que la factura de las reformas la iban a tener que pagar ellos de su bolsillo. La poca discreción de su mujer, Pastora Paternó, una bella y pretendidamente sofisticada catalana, granjeaba a la pareja un tonel de envidias en cada fiesta y cada recepción palatina. Hubo incluso insinuaciones de que Pastora había encandilado al rey viudo, quien daba al marido cargos solo para decorar su cornamenta como si fuera un árbol de Navidad. Y, como resultaba poco convincente que el viejo y achacoso siciliano fuera el responsable de que cada poco la marquesa estuviera embarazada, se le atribuyó al soberano Borbón, por si acaso, la paternidad de varios de sus vástagos, tan bien colocados como Esquilache. Habladurías incompatibles con el riguroso carácter de Carlos, al que sin pruebas también se le vinculó con otras amantes como la mujer francesa de un grande de España o la condesa de Montealegre, madre de la primera española con título de doctor. Poco donde rascar… Ni de Felipe V, ni de Fernando VI, ni de Carlos III, ni de Carlos IV (salvo que se contabilice aquí la extraña amistad íntima con Godoy) se conoce amante alguna, en contra del mito de los pícaros Borbones.

Madrid amaneció igual de agitado el 24 de marzo. Los amotinados lincharon y quemaron a varios soldados de la Guardia Valona, mientras el resto de guardias reales permanecía impasible. Los madrileños aborrecían a este cuerpo de protección real compuesto por extranjeros, que un año antes había disparado contra la muchedumbre en la boda del príncipe de Asturias, causando una veintena de muertos por bayonetazos o ahogados en el estanque del Retiro cuando contemplaban los fuegos artificiales. El pueblo sediento de sangre exigía, a la vista de la pasividad del rey, exponer sus demandas frente a él. Mirar a los ojos al «amo» y decirle lo hartos que estaban de Esquilaches y otros petimetres.

El rey aparentó actuar como un día cualquiera. Se levantó a la hora acostumbrada, desayunó un gran chocolate con «mucha espuma», escuchó misa y despachó con sus consejeros. A falta de experiencia sobre cómo reaccionar ante este tipo de crisis, Carlos decidió calibrar el ánimo de los manifestantes desde el balcón central de palacio. Un fraile del convento de San Gil, el padre Cuenca, hizo las veces de representante de los amotinados con la guisa más teatral que pudo improvisar. Se ciñó en las sienes una corona de espinas, la cabeza cubierta de ceniza, una soga al cuello y un crucifijo en la mano para pedir, en nombre de los revoltosos, mantener la indumentaria española, desterrar a Esquilache, rebajar los precios de los alimentos básicos, suprimir la Guardia Valona, retirar las tropas de los cuarteles y cesar a los ministros extranjeros. Por si no fuera suficiente humillación hacia quien se creía colocado por Dios en el trono, los amotinados reclamaron también que fuera el propio monarca quien realizara la concesión de las demandas en público. «De no ser así, ardería Madrid entero», amenazaban.

Carlos se sintió ultrajado, pero, ante la agresividad de la muchedumbre, compareció dos veces desde los balcones reales confirmando con la cabeza cada una de las demandas leídas en público. Una especie de teleñeco mudo bajando y subiendo la cabeza. El día terminó con una procesión dedicada a la Virgen del Rosario organizada por los dominicos para celebrar el acuerdo. Parecía un final feliz, o al menos un final, pero Carlos partió dando un portazo aquella misma noche hacia el Palacio de Aranjuez. Lo hizo a escondidas y en contra de la opinión de su madre, que más sabía por demonio que por vieja pelleja. Isabel de Farnesio aconsejaba aguantar a toda costa en Madrid para no revolver las cosas o mostrar más debilidad. Y, en efecto, lo único que consiguió la precipitada marcha fue caldear de nuevo al pueblo.

El Martes Santo la muchedumbre volvió a salir a las calles para exigir el regreso de Carlos y su familia. El presidente del Consejo de Castilla, Diego de Rojas, transmitió a la muchedumbre que el rey no iba a retornar por un tiempo. Fue entonces, más por aburrimiento que por convicción, cuando terminó el Motín de Esquilache, que registró un balance de cuarenta muertos, la mitad soldados y la otro mitad amotinados.

El motín que pagaron los hijos de san Ignacio

El rey se tomó su tiempo antes de regresar. En su particular travesía por el desierto hasta meditó trasladar la capitalidad a Sevilla o Valencia a modo de castigo. Durante ocho meses, Carlos y sus consejeros prepararon a fuego lento su venganza contra los que consideraban culpables del motín. Aparte de sustituir a Rojas, demasiado blando con los amotinados, y acuartelar en Madrid a 15 000 soldados, el rey priorizó restablecer su reputación sobre todas las cosas antes de poner un pie en la capital.

El elegido para ser el nuevo presidente del Consejo de Castilla fue el conde de Aranda, dos veces grande de España, rico propietario con una larga trayectoria militar y tal bagaje cultural que Voltaire calculó que «con media docena de hombres como él, España quedaría regenerada». Este gigante político, antipático y de malas pulgas a ojos del monarca, era un reformista moderado, hostil a la presencia en cargos de responsabilidad de italianos, a los que desdeñaba porque «no saben pronunciar bien cuerno, cebolla y ajo», pero extremadamente leal a la corona. Él mismo reconocía lo gruñón que podía ser: «Dirás que yo tengo un carácter detestable, que desprecio lo que otros hacen, que soy enemigo de todos, que no creo exista mejor parecer que el mío, que soy imperioso, insoportable».

Los Borbones recurrieron a él cada vez que necesitaron a alguien de acción, tras lo cual solían guardarlo de nuevo en la armería, bajo cinco candados, hasta la siguiente crisis. Discutiendo un día el rey y el conde, ambos se descorcharon unas cuantas verdades:

—Aranda, eres más terco que una mula manchega —le recriminó Carlos.

—Perdone, señor; pero yo conozco algún otro más terco que yo.

—¿Quién?

—La augusta y sacra majestad el rey de España y de sus Indias —replicó el ministro.

Aranda intercedió para que la gran nobleza titulada, el alto clero y los gremios mayores y menores reclamaran por escrito la vuelta del soberano y declararan las concesiones ilegales. Solo entonces regresó el rey pródigo, el cual prometió mantener las principales concesiones al pueblo, a excepción de la supresión del libre comercio de trigo al estimar que tal medida iba a funcionar a largo plazo para bajar precios y finiquitar el chantaje periódico que los grandes propietarios hacían a las ciudades. Sin renunciar al reformismo ilustrado, Carlos retornó a varias casillas anteriores para contentar a la opinión pública, entre otras cosas ordenando partir a Esquilache hacia el exilio. Mientras abandonaba el país, el siciliano caviló entre dientes sobre la ingratitud de los españoles: «Merecería que me hiciesen una estatua, y en lugar de esto me ha tratado tan indignamente». Tras muchos lloros consiguió la embajada de Venecia en 1772, la cual conservaría hasta su muerte una década después.

En Nápoles y Sicilia, Carlos había sido criticado por colocar a españoles en cargos de poder; en España, lo era por hacer lo mismo con italianos. Se sentía dolido por aquel rechazo a sus reformas, que apreciaba necesarias para salvar al país. No culpaba del motín al pueblo, sino a parte del clero, a los grandes propietarios, a las guerras internas entre reformistas y a los elementos más conservadores de la nobleza. La muerte de su madre durante su ausencia de Madrid convirtió su revancha contra ellos en algo personal. Isabel de Farnesio, oronda como un plato de lentejas, acompañó a disgusto a la familia real a Aranjuez, para lo cual fue necesario ensanchar esa noche las puertas de la capital debido a lo aparatoso de su carroza. Sepultada por su peso y su edad, ya no volvería a Madrid.

Los ministros del rey tomaron medidas contra varios nobles que habían jugado a dos bandas en la algarada. Se interpretó la ambigua actitud de Ensenada, cuya figura se hinchó ante las voces de un grupo de nobles que le proponía como sustituto de Esquilache, como una prueba de conspiración y de un merecido destierro a Medina del Campo. Otros tantos nobles dieron con sus huesos en prisión por razones similares. En cuanto a la clerecía, quienes pagaron el pato fueron los jesuitas, a los que ya en su etapa italiana el rey había percibido como un obstáculo al progreso. Bien conocía que los jesuitas habían ejercido de confesores de los grandes reyes españoles y franceses, en un intento de sacar partido a lo que Carlos III definió con su mítica frase «quien tiene la conciencia del rey tiene el poder». Porque, ya se sabe, a los confesores los carga el Diablo.

El fiscal Pedro Rodríguez de Campomanes, un declarado antijesuita, encontró evidencias de la participación de algunos miembros de la Compañía en la revuelta y las empleó para acusar —«con frases sueltas, hablillas y chismes»— a toda la orden de embaucar al rey y planear independizar Paraguay valiéndose de la cortina de humo. Los conocidos como golillas —no confundir con los que te pueden rayar el coche si no les das una propina por ayudarte a aparcar— eran un grupo de reformistas en el gobierno Borbón, llamados así con sorna por la gola que utilizaban como alzacuellos. Campomanes representaba mejor que nadie a estos leguleyos procedentes de la baja nobleza, universitarios de formación, absolutistas y centralistas, que hacían de contrapeso a los «aragoneses» de Aranda y compañía. Ni que decir que el monarca prefería a los primeros y compartía con ellos el recelo hacia los jesuitas.

El rey aprovechó las endebles acusaciones para repetir lo mismo que Francia y Portugal habían hecho recientemente a un grupo religioso que representaba la máxima oposición al regalismo. Carlos III firmó la Pragmática Sanción, un año después del motín, que dictaba la expulsión de los jesuitas de todos los dominios de la corona de España, incluyendo los de Ultramar, y decretaba la incautación del patrimonio que la orden tenía en el Imperio. Veintiocho de los cuarenta y dos obispos españoles bendijeron el ataque frontal contra una orden que monopolizaba la educación y se valía de una disciplina y una cohesión interna que provocaba el recelo de otros elementos eclesiásticos. Con gran sigilo, en la madrugada del 2 de abril de 1767 las tropas reales acudieron a las 146 casas de los jesuitas y les comunicaron la orden de expulsión. Fueron deportados de España 2641 miembros y de las Indias 2630, aunque a todos ellos se les asignó una pensión vitalicia para que no pasaran hambre.

Como el resto de ilustrados, los golillas veían claro que los jesuitas eran un freno a la modernidad en Europa y al otro lado del charco, si bien ninguno planeó cómo iban a reemplazar el valioso trabajo de la Compañía en América. La Administración española se devanaría los sesos, sin hallar respuesta, intentando tapar los agujeros en los miles de kilómetros de frontera y de territorios en difícil proceso de asimilación donde los religiosos llevaban a cabo labores educativas y de evangelización. «Las repúblicas de indios», gestionadas por jesuitas y protegidas por el Derecho de Indias, estaban mal vistas en Europa, porque se antojaban demasiado autónomas, pero su desaparición se reveló una catástrofe humanitaria. Pueblos abandonados, talleres artesanos destruidos, campos de cultivo desiertos y tribus enteras que desaparecieron a las pocas generaciones…

En las misiones de Moxos (Bolivia), una treintena de etnias vivía en paz con las panzas llenas y con tal maestría en producción de música barroca que el experto Piotr Nawrot ha elevado la zona a uno de los centros musicales de su tiempo: «Lo que hoy es Viena, Berlín y París, antes era Chiquitos, Moxos y Guaraníes». La expulsión de la Compañía terminó con todo ese desarrollo y condenó a la marginación a miles de indios. Durante el posterior auge de la explotación cauchera, comenzaron las huidas masivas de estos pueblos al corazón de la selva, abandonando sus casas y sus posesiones, no así sus partituras, sus motetes, sus cancioneros, sus violines, sus óperas. La sublime música barroca les acompañó en su descenso a los confines.

La guerra de Carlos contra la Compañía de Jesús continuó tras su salida de España. El papa Clemente XIII resistió las presiones de los monarcas europeos que pedían la supresión total, pero la elección de Clemente XIV, conocido por su poca simpatía por la orden, sirvió en bandeja la posibilidad de acabar por completo con los jesuitas. A otro ilustre golilla, José Moñino, futuro conde de Floridablanca y ministro de confianza del rey, le fue encomendada la tarea de convencer al pontífice de que tomara una resolución definitiva, lo cual consiguió en agosto de 1773. Clemente XIV promulgó el breve Dominus ac Redemptor, donde suprimía la Compañía de Jesús y decretaba la conversión de los jesuitas en miembros del clero secular. Carlos dio las gracias al papa «por haber arrancado de raíz el origen de las discordias, de los odios y de las persecuciones que destruían la unión y la caridad cristiana, borrado de la faz de la Tierra una hidratación tan venenosa como la Compañía de Jesús».

El rey tampoco olvidó que la crisis de 1766 coincidió, a su vez, con una delicada situación económica tras la derrota española en la Guerra de los Siete años. La revancha contra Inglaterra se hizo aguardar casi una década. El rey de España meditó durante largo tiempo sobre si su reino debía intervenir, como Francia, a favor de la rebelión de las Trece Colonias, territorio que estaba harto de las restricciones económicas y la asfixiante vigilancia militar con la que Inglaterra se aseguraba su control. Su ejército permanente de 100 000 hombres, pagado por los colonos, contrastaba fuertemente con las fuerzas de la América hispana, menos de 50 000 efectivos, desplegadas en un territorio veinte veces más grande y mucho más poblado. Carlos III sabía que con las manos de Gran Bretaña entretenidas en América, España podría centrarse en recuperar Menorca y Gibraltar al otro lado del océano. El riesgo estaba en que apoyar a una colonia rebelde se podría volver en su contra en el futuro y suponía alterar «los sagrados derechos de todos los soberanos en sus territorios», como lo definió Floridablanca. Mientras emisarios de la causa rebelde se movían en secreto por Madrid, Gran Bretaña ayudó a decantarse a Carlos con su costumbre de anticipar sus acciones militares a las declaraciones formales de guerra.

El conflicto que dio lugar a la independencia de las Trece Colonias —país que España se resistió a reconocer— concluyó con un éxito sin igual para Carlos. De pocas guerras España ha sacado tanto a tan bajo precio. El impresionante avance por La Florida de Bernardo de Gálvez, gobernador de La Luisiana, situó al Imperio español en una posición ventajosa que el conde de Aranda certificó en las mesas de diplomacia de Versalles. Por lo firmado en septiembre de 1783, España recuperó varias plazas en América Central, La Florida y Menorca, reconquistada en un rápido golpe de mano. Gibraltar, como de costumbre, se resistió a la enésima cornada del siglo, a pesar de que los franceses ayudaron, un poquito, a las tropas de Carlos III durante las acometidas.

Decir más que un poquito sería mentir. A Francia no le parecía mal escenario que resistieran algunas causas enquistadas entre España y Gran Bretaña. Por eso no se deslomó precisamente en llevar hasta sus últimas consecuencias el sitio al Peñón de 1779, en cuyos combates murió alcanzado por una granada un grande de las letras españolas, José de Cadalso, escritor muy crítico con las hipocresías de su tiempo y con personajes que disimulaban con palabras largas lo cortos que tenían sus cerebros. Con Carlos de Borbón, conde de Artois y hermano del rey de Francia, se hubiera despachado a gusto Cadalso al saber que acudió «de incógnito» a apoyar el sitio junto a un discreto séquito de «diecisiete cocineros, quinientos tubos de pomada, dos profesores de baile, once cantantes, un boisseau de polvos, dos castrati de Italia, sesenta y siete pastillas de jabón, diecinueve cepillos de dientes, una espada jamás desenvainada y un mosquete que no dispara», según parodió el periódico satírico inglés Morning Herald, que se valió de más datos verdaderos de los que al francés le hubiera gustado reconocer.

Aparte del asunto del Peñón, lo más agridulce de la guerra fue haber contribuido a insuflar vida a un gigante republicano y hostil a la presencia europea, los futuros Estados Unidos, apuntando al costado de la América española. Solo unas décadas después, el influyente historiador estadounidense George Bancroft, con su obra History of the United States of America, borró por completo la contribución de España a la independencia de su país e incluso demonizó sus acciones. El hermano de armas había pasado a ser Caín.

El vecino marrullero del norte, el desmantelamiento borbónico de instrumentos que había garantizado durante siglos la paz en la América española y la expulsión de los jesuitas de territorios donde ejercían papeles irremplazables activaron la cuenta atrás para el Big Bang que se iba a producir en los siguientes reinados. De aquellos grandes propietarios descontentos, vendrían estos Bolívares desatados.

La España vaciada aplasta a Olavide

Carlos III no era un predicador en el desierto, ni un pionero, ni un revolucionario. Otros reyes ilustrados iniciaron procesos idénticos en sus países, entre los que brilló con luces de neón el soberano de Prusia, Federico II el Grande. Melancólico, niño traumatizado, erudito en filosofía e historia, estratega, guerrero y un virtuoso de la flauta travesera (valga tanto por su talento musical como un eufemismo de su más que probable homosexualidad), Federico fue un rey fuera de molde, tanto que ni siquiera se molestó en dar un hijo heredero al reino. Sería un sobrino suyo quien le sucediera al mando de una potencia de hierro, que en cuestión de un siglo devoró a los austriacos y a otros vecinos.

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