Los Borbones y sus locuras

Los Borbones y sus locuras


5. Los orígenes: Los primos franceses pierden la cabeza » La obligación de ser feliz en Versalles

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5. Los orígenes: Los primos franceses pierden la cabeza

A principios del siglo XX dos jóvenes británicas llamadas Charlotte Anne Moberly y Eleanor Jourdain viajaron al Palacio de Versalles para contemplar aquel monumento al placer y al arte que erigieron los Borbones un siglo y medio antes de extraviar, literalmente, la cabeza. Tras perderse buscando el Petit Trianon, un pequeño palacio construido por Luis XV, el ambiente de la zona se volvió desagradable y los árboles parecieron planos y sin vida, como la madera que coge polvo en un almacén. Jardineros con largos abrigos verdes y sombreros de tres picos las invitaron a adentrarse más por aquellos parajes. Un hombre repulsivo cubierto de cicatrices de viruela, también vestido de época, giró con lentitud su rostro a su paso como queriendo avisarles de que se habían equivocado, no de lugar, sino algo peor, de tiempo. Al final del trayecto, en lo que creyeron que era el Petit Trianon, una mujer de rostro roído y gran parecido con María Antonieta de Habsburgo-Lorena clavó su vista en las atemorizadas jóvenes.

Las dos académicas descubrieron de vuelta a casa que el puente que cruzaron para llegar al Trianon hacía mucho que era polvo y que los jardines por los que habían andado eran muy diferentes. También comprobaron que no se representaba ningún espectáculo parecido para los turistas. Las mujeres decidieron contar su experiencia a la Sociedad de Investigadores Psíquicos, que tomó con sorna aquel relato de reyes acicalados y con corpiño levantándose de sus criptas. Porque la historia de Versalles es la del placer y la diversión máxima, la de los bailes y orgías que habitaron sus salones y aposentos, la de una familia que nació y murió en sus paredes, la de un centro de poder imponente enclavado en la nación más poblada y cultivada del continente, la de la inspiración de Molière y los cuadros de Rigaud, pero, y pocos lo recuerdan, también es la del terror, la de la guillotina y la de espectros atrapados en la que se elevó como sepultura de la dinastía Borbón en Francia.

Al rebobinar la historia de los Bourbon y del resto de dinastías reinantes en Francia hasta el año cero, el mito fundacional se remonta a Hugo Capeto. En el contexto del intento de los francos de separarse del Imperio carolingio, este noble instauró una dinastía que sirvió para vertebrar al incipiente reino de Francia a partir del siglo X. Los Capetos se extinguieron, pero su sangre legitimó a las distintas ramas de los Valois, que reinaron durante gran parte de la Edad Media en Francia, y a los propios Borbones. Roberto de Clermont, el sexto hijo del rey san Luis de Francia, uno de los últimos miembros de la dinastía Capeto, se casó en 1272 con Beatriz, señora de Borbón, un territorio justo en el corazón geográfico de Francia. De este lugar es originario el nombre de la casa.

Si en España todos los prohombres pretendían proceder de don Pelayo, en Francia todos querían ser nietos remotos de los Capetos, aunque fuera a base de retorcer los árboles genealógicos por el pescuezo. Los Bourbon-Clermont, que presumían de ser Capetos, mantuvieron la sucesión masculina sobre este señorío (convertido en ducado paritario por Carlos IV) hasta que pasó sucesivamente a manos de la rama menor de los condes de Montpensier y, tras una polémica decisión de Francisco I, a la de los duques de Vendôme. Antonio, duque de Borbón y Vendôme, se convirtió en el primer rey de la casa al enlazarse, en 1555, con la reina de Navarra Juana III de Albret. Su hijo Enrique se haría muy pronto con una presa mayor armándose de paciencia y de pocos escrúpulos en materia religiosa.

Las guerras de religión entre protestantes y católicos, el credo mayoritario en la familia real, desangró Francia y achicó a los Valois a golpe de magnicidios durante el siglo XVI. En el transcurso de cincuenta años, los últimos cuatro reyes Valois se diluyeron entre disturbios religiosos, rumores de envenenamientos y conjuras tan grandes que podían llenar estadios. El último de la dinastía fue apuñalado el 1 de agosto de 1589 por un fraile dominico, como protesta por su tolerancia hacia los protestantes. Mal augurio para el siguiente candidato al trono, el rey navarro Enrique de Borbón, un príncipe de sangre que se había criado en un calvinismo riguroso y encabezaba a los hugonotes en la guerra contra los católicos. Su talento militar y su matrimonio con una Valois le acercaron al trono de san Luis por encima del resto de aspirantes a la corona, pero nada tanto como su pragmatismo. En 1593, Enrique IV decidió abjurar por segunda vez en su vida del calvinismo tras unos coloquios teológicos, que debieron de ser mano de santo o mano de hipócrita, para que toda Francia le reconociera como el soberano. Su poco convincente giro religioso se resumió en su frase «París bien vale una misa», símbolo y recordatorio de que religión y política eran aún la misma cosa.

Enrique el Grande devolvió a Francia la estabilidad interna al garantizar un espacio para los protestantes sin que aquello irritara, del todo, a los católicos. Con las manos liberadas, Francia comenzó a medrar en el panorama internacional y a recuperar el terreno perdido en Italia y los Países Bajos durante ese siglo en el que, en apariencia, Dios s’era fatto Spagnolo, que murmuraban los italianos. Según el embajador veneciano que le visitó a principios de su reinado, el primer rey Borbón se reveló como alguien «enérgico en el trabajo, prudente en los juicios, resuelto en las acciones. Es de naturaleza afable y dulce, pero se entrega fácilmente a la cólera; sin embargo, se aplaca rápidamente. Perdona sin reservas, lo que le resulta útil para el gobierno del país».

Los últimos años de su reinado transcurrieron, sin embargo, en viva agitación a causa de la dura política fiscal de la corte y de la actitud crápula de Enrique, renombrado en su senectud como el Vert Galant (viejo verde). De su vida privada se podría certificar que lo que mal empieza, mal acaba. Su primer matrimonio con Margarita de Valois, hermana de Enrique III, se mostró más inconsistente que la fe del marido. Definida por el escritor y aventurero Brantôme como «una diosa del cielo», Margarita era una mujer de gran belleza y múltiples amantes, tantos que su hermano la expulsó en 1583 de la corte por su naturaleza escandalosa y la exigió que se moderara.

En el palacio de Usson se convirtió en amante de su carcelero, el prisionero de la prisionera, lo que no hizo sino empeorar las relaciones con su marido. Enrique IV lo único que quería a esas alturas de Margarita era que accediera a que la Iglesia anulara el matrimonio y así se pudiera casar con otra princesa tal vez más fea, fuerte y formal. El papa encontró una buena excusa en la consanguinidad de la pareja y en que cuando se casaron el monarca era aún protestante. Margarita estuvo igualmente encantada de desprenderse de su marido.

Para resolver una deuda millonaria con el duque de Toscana, el rey decidió casarse en segundas nupcias con la hija de este, María de Medici, aunque para ser más exactos a lo que dijo sí quiero fue a unirse en santo matrimonio con la dote de un millón y medio de ducados que venía con ella. María y Enrique se encontraron el 12 de diciembre de 1599 en Lyon, donde el rey llegó ocho días más tarde de lo convenido porque en el camino se entretuvo con una de sus amantes. La Banquera nunca tragó con la fobia de los Borbones a la monogamia, a pesar de lo cual se limitó a poner malas caras mientras cumplía con su papel de reina y de madre. Frente a la esterilidad de Margarita, María parió al sucesor de Enrique, Luis XIII; a Gastón de Orleans, contumaz conspirador; a Isabel, esposa de Felipe IV de España y muy querida en Madrid, y a Enriqueta, futura reina consorte de Inglaterra. Habría Borbones para rato…

Enrique IV se percibió a lo largo de su existencia como alguien afortunado. Alguien cuya suerte ahuyentó a la parca en varias ocasiones, entre ellas cuando, cruzando un río junto a la reina, su carroza fue arrastrada y estuvo a punto de ahogarse por una riada. La ventura también le acompañó al caer un rayo en la habitación de su amante favorita provocándole un aborto cuando la había prometido que, si le daba un varón, se casaría con ella antes que con María. Y, en 1594, cuando estuvo a punto de morir a manos de un joven católico llamado Jean Châtel, que en una audiencia intentó trincharlo como un pavo pero solo atinó a filetearle el labio. Se le agotó la fortuna, en cambio, en mayo de 1610, cuando otro católico le hizo saber su discrepancia en materia religiosa clavándole varias veces un puñal dentro de la carroza real. Francisco du Ravaillac declaró que lo único que quería era charlar con el rey y defendió que había actuado en solitario, algo que sostuvo incluso tras las sádicas torturas a las que fue sometido por un delito que rozaba el sacrilegio.

Francia vivía la religión y la política con una intensidad sangrienta. La Iglesia de Roma reconoció el particular papel de Francia para defender esta religión otorgando a sus monarcas el título de Rex Christianissimus (Rey Cristianísimo), lo que provocaría pelusilla en los reyes españoles, que como respuesta arrancaron al pontífice el título de Reyes Católicos tras la Conquista de Granada (1492) para elevarse también sobre el resto de monarquías. La capacidad de curar con sus manos se citaba como otra muestra de que Dios miraba con ojos especiales a los reyes galos. Según una creencia extendida, los legítimos herederos de san Luis podían curar las escrófulas (enfermedad infecciosa que afecta a los ganglios del cuello) con el mero tacto de su mano. Durante su cautiverio en España, Francisco I debió abrirse paso en el puerto de Valencia entre enfermos que pedían al prisionero del rey de España que usara con ellos sus poderes, y también entre los que se burlaban a mandíbula abierta por dejarse capturar por los españoles.

En la Pascua de 1608 Enrique IV logró el récord de tocar a 1250 enfermos para demostrar que los Borbones también conservaban este don propio de los grandes reyes. Los médicos afines al monarca aseguraron que más de la mitad de los afectados se curaron de la enfermedad a los pocos días. Luis XIII y Luis XIV siguieron celebrando estas ceremonias de curación, aunque cada vez con menos éxito. El último tocó a 1600 enfermos en la Pascua de 1680, a lo que Voltaire comentó con malicia que había perdido confianza en el poder de su toque al morir de escrófula una de sus amantes, que desde luego había sido «muy bien tocada por el rey».

Los amores platónicos de Luis XIII

El recorrido de la familia Borbón en el trono de Francia fue como la vida de un melancólico cantante de country. La dinastía subió a la cima de un salto, disfrutó de los placeres con voracidad y murió de forma trágica en la flor de la vida, bajo una canción terrible. Hasta la Revolución, los Bourbon dieron a su país natal cinco reyes en el transcurso de apenas dos siglos. Luis XIII, nacido en 1601, fue proclamado rey tras el asesinato de su padre. María de Medici, mujer obstinada y algo vulgar, debió ejercer como regente hasta que el niño se acercó a la adolescencia.

Tímido, tartamudo debido a una chapucera operación de frenillo (el de arriba, no el de abajo) y traumatizado por la brutal muerte de su padre, Luis creció aborreciendo en silencio a los consejeros de su madre y sus dispendios. A los dieciséis años el joven monarca reinterpretó a su manera el complejo de Edipo ordenando el asesinato de Concino Concini, favorito de su progenitora, en el patio del Louvre. El italiano había acaparado un enorme y peligroso poder con ayuda de su esposa, Leonora, que fue decapitada poco después por bruja en la Place de Grève. Cuando los jueces le preguntaron cómo había logrado dominar a María de Medici, ella respondió: «Mi poder de seducción reside en el de las almas fuertes frente a los espíritus débiles».

La sangrienta lucha entre madre e hijo por el trono continuó durante años con el desenlace que cabe esperar cuando un regente se enfrenta a un rey. O cuando el pasado choca con el futuro. La inevitable victoria del hijo se saldó, al menos, con una concesión para la madre a través de la aceptación en 1624 del cardenal Richelieu en el consejo regio, órgano que no tardó en presidir. Procedente de la pequeña nobleza, Armando du Plessis de Richelieu se hizo sacerdote para que su familia conservara el obispado de Luçon. Y se hizo el hombre más poderoso de Francia porque era lo que deseaba. A pesar de su fidelidad a Concini, el ambicioso clérigo (cardenal desde 1622) sobrevivió al cambio de régimen mediando en la reconciliación entre madre e hijo. El rey, muy celoso de su autoridad, nunca logró confiar del todo en el cardenal, pero vio en él a un hombre de Estado al que respaldó en el cargo contra viento y marea. Este tipo de abnegación y de sentido de la justicia resumían a la perfección el carácter de Luis el Justo, alguien profundamente religioso y honesto.

Cardenal y rey continuaron con los planes expansionistas de los Borbones. Arrancaron a los hugonotes sus plazas fuertes, reformaron el ejército y la Marina, recortaron terreno a la casa de los Habsburgo y advirtieron con sangre a los nobles de que el tiempo de los señores feudales había acabado por completo. La red de informadores secretos del cardenal aplastó sin miramiento a los intrigantes y descontentos que osaron apuntar las ambiciones del hermano del rey, Gastón de Orleans, o las de su madre contra el monarca. En septiembre de 1630, María de Medici aprovechó una grave enfermedad del cardenal para pedir al rey la cabeza del religioso que ella misma había promocionado.

Creyendo que Luis XIII había cedido a su petición, María se retiró satisfecha antes de que la aparición fantasmal de Richelieu renombrara el día como la journée des dupes. «¡Es el día de los engañados!», apostilló el conde de Serrant al saber que Richelieu mantendría su preeminencia a pesar de todo. Tras pasar una buena temporada recluida, María se exilió al final a Bruselas, donde terminó sus días en una pequeña casa cedida por el pintor Pedro Pablo Rubens.

Ni el hermano ni la madre del monarca sostuvieron el pulso al maquiavélico Richelieu, y menos aún alguien tan ajeno a la política francesa como su esposa. Luis XIII se casó con Ana de Austria cuando ambos tenían catorce años, como parte de un intercambio de enjoyadas prisioneras que mandó a la española a París y a Isabel de Borbón, hermana del rey, a Madrid. En contraste con la cálida bienvenida de la regente, el adolescente Luis se mostró frío con su esposa, cargando de argumentos a los que sospechaban que al rey le gustaban las compañías masculinas, muy pero que muy masculinas. La hija de Felipe III trató de adaptarse a su nuevo país y se esforzó en amar a su nueva familia: «Quiero que todo sea francés en mí». O casi todo. La española introdujo en Francia la base de la salsa bechamel, la olla podrida y el chocolate americano, considerado por algunos, como el italiano Girolamo Benzoni, una bebida más propia «para cerdos que para ser consumido por la humanidad». La reina, según las maliciosas cortesanas de Las Tullerías, solía aparecer con «los dientes negros de tanto beber chocolate y comer ajo».

La frialdad del rey se disipó únicamente el tiempo que frecuentó el lecho fabricando un heredero. El monarca incluso disminuyó el número y la duración de las jornadas de caza para pasar más tiempo junto a su coqueta, romántica y frívola esposa. Los cronistas de la época elevan hasta 420 los pares de guantes diferentes que acumuló la reina a lo largo de su vida. La española entabló amistad íntima con otra dama caprichosa, María de Rohan, una mujer apodada por sus cabriolas de niña grande como «la pequeña cabra», que en cierta ocasión retó a la reina, estando al fin embarazada, a echar una carrera por los corredores del Palacio del Louvre. La torpeza de la española, dado el avanzado estado de su preñez, provocó su caída y que perdiera al niño que Francia tanto ansiaba.

El rey se alejó de su esposa a raíz de aquella y de otras imprudencias igual de sonadas. Durante el viaje que realizó el duque de Buckingham a París en 1625, la pequeña cabra intrigó para que la reina, su amiga, mantuviera una aventura con el apuesto inglés. Mientras paseaba por los jardines de Amiens, el primer ministro británico emboscó a la reina en una zona frondosa. Al oír los gritos de la hija de Felipe III, las damas acudieron al lugar, donde hallaron a la española temblando y con ánimo colérico. No está claro lo que ocurrió en aquellos jardines, ni hasta dónde llegó el supuesto romance. La reina siempre defendió que había rechazado al británico, lo que no convenció ni por un momento a Luis. «En el estado en el que me hallo, me veo obligado a perdonarla, pero no a creerla», concedió a duras penas el monarca en su lecho de muerte.

En 1637 Richelieu aprovechó el rencor que siempre creció en el corazón del monarca para aislar a Ana de sus tímidos apoyos. El cardenal presentó pruebas, en forma de cartas enviadas a su hermano Felipe IV, de que la reina estaba cometiendo un delito de alta traición contra Francia. Con el pueblo en contra y sin haber conseguido darle un heredero al rey, la española escapó del olvido con una serie de catastróficas desdichas que comenzaron con una inocente tormenta. A mediados de mayo de 1637 el rey se encontraba en el convento de Grosbois, a pocos kilómetros de la capital, visitando a una de sus muchas amantes platónicas, que no sexuales, con las que conversaba hasta malgastar en palabras su saliva.

Tras pasar cuatro horas charlando con la joven, el rey salió meditabundo del lugar para enfrentarse a una tempestad mezcla de lluvia y de granizo que le obligó a refugiarse en el Louvre. Como poseído, subió directo al cuarto de una sorprendida Ana, que hacía una temporada que no veía a su marido más que en retratos y monedas. No se sabe con certeza qué habló Luis con su amante para subirle así la bilirrubina o si acaso una bola de granizo demasiado grande golpeó en su cabeza, pero sí el resultado de aquella locura transitoria. Coincidiendo en el mismo lecho después de un tiempo distanciados, los reyes dieron como fruto de esa noche tormentosa a su heredero universal, Luis XIV, el sol que salió tras las nubes. Tras él nació el otro hijo del matrimonio, Felipe de Francia, duque de Orleans, igual de poco discreto que su hermano.

Acostumbrado a amantes por doquier y a fuegos fatuos saliendo de los dormitorios, por lo demás la vida privada del melancólico y apocado Luis XIII decepcionó a un París expectante de follones. Más preocupado por la caza o la vida marcial que por las mujeres o el sexo, el rey dejó que fuera Richelieu quien pusiera la pimienta a las habladurías rosas de la época. Su condición de clérigo no fue un obstáculo para que se cubriera de cuerpos ajenos y rosados. Al contrario, la sotana le facilitaba quedarse en cueros en un solo paso. Se rumoreaba que una de las mayores expertas sexuales de su tiempo, la fogosa e inteligente Ninon de Lenclos, se inició en el oficio de cortesana de lujo con el viejo cardenal a los catorce años. Voltaire calculó que su virginidad tuvo un precio de 2000 libras de pensión anual y vitalicia.

Además de por las jovencitas, Richelieu sentía predilección por los felinos. El clérigo reunió en su residencia una compañía de catorce gatos de raza angora, entre los que adoraba por encima del resto a uno llamado Ludovico el Cruel, experto en cazar ratas, y a otro apodado Lucifer, de color negro azabache. Los gatos contaban con una habitación especial y dos servidores para su cuidado. El cardenal resolvía los despachos rodeado de estos animales, aunque no consta que conspirara contra sus enemigos mientras los acariciaba riendo con malicia. Antes de morir a los cincuenta y siete años, Richelieu recomendó al rey que nombrara su sucesor al también cardenal Giulio Mazarino, no sin antes rogar que nada les faltara a sus gatos. El poderoso cardenal, que había reunido una fortuna aprovechando su posición política, legó una pensión a las personas que se encargaban de alimentar a sus gatos para que nunca les faltara de nada. Los guardias de palacio, sin embargo, quemaron a los animales poco después de su muerte como temiendo que el clérigo se reencarnara en alguno.

Luis XIII se tomó tan a pecho la muerte del cardenal que le acompañó meses después a la tumba, el 14 de mayo de 1643, justo el día del treinta y tres aniversario de la muerte de Enrique IV. De salud siempre resbaladiza, el rey soportó seis semanas de cólicos y vómitos hasta que sus intestinos inflamados y ulcerados se hicieron incompatibles con la digestión y, por ello, con la vida humana. La tradición ha querido responsabilizar al doctor Bouvard por agravar con sus remedios los síntomas de lo que, a ojos modernos, se antoja la enfermedad de Crohn. El médico prescribió treinta y cuatro sangrías, 1200 lavativas y 250 purgas que llevaron al paciente derechito al hoyo.

Calígula en palacio, san Luis en los prostíbulos

Cuando el rey desapareció de forma prematura, le tocó el turno a él. Al sol. A Luis XIV, quien como su padre, hubo de pasar un tiempo entre bastidores a la espera de que su cabeza creciera lo bastante como para sostener la corona. El cardenal Mazarino ejerció como tutor en ese periodo y, al contrario de lo que se ha dicho, mantuvo una sana asociación con Ana de Austria sin necesidad de intercambiar fluidos de ningún tipo. Según una anécdota novelada, cuando presentó a su apuesto sucesor a la reina consorte, Richelieu le soltó con mala baba una indirecta muy directa:

—¡Os agradará, se parece a Buckingham!

Ya hubiera querido el británico ser tan eficiente como Mazarino. El siciliano de orígenes judíos y formación española se enfrentó a las ansias de varios príncipes de sangre y al enfado de la aristocracia, en un contexto en el que el país aumentó los impuestos y centralizó su administración para continuar con el plan Borbón de alzarse amo y señor del Viejo Continente. Por el Tratado de los Pirineos (1659), el Rey Cristianísimo sometió a su dictamen al Rey Católico y cambió los flujos de poder en Europa. El acuerdo fue uno de los últimos en los que se empleó el castellano, y no el francés como los Borbones deseaban, a modo de principal lengua de intercambio diplomático internacional.

El artífice de aquella victoria sin paliativos no fue otro que Mazarino, quien falleció dos años después. Ana, que lloró con rabia la muerte del italiano, le siguió en poco tiempo. La nación de Juana de Arco perdía así a un gran dirigente y a una mujer de armas tomar, pero ganaba a un rey que, a partir de entonces, decidió llevar las riendas del país con la ayuda de ministros tan cabales como Jean-Baptiste Colbert, encargado de las finanzas y de un carácter tan riguroso que le apodaban «El Norte». Francia alcanzaría su plenitud militar y cultural durante este reinado, tan grande como la cornamenta de la desdichada reina.

El compromiso matrimonial con María Teresa de Austria, hija de Felipe IV de España, se incluyó en el tratado de paz entre ambas potencias. Bien recibida al principio por su marido, que no le hacía ascos a ningún dulce en su cama, la ingenua madrileña se esforzó por mantener a su lado a Luis con amor y dedicación. No obstante, el monarca, de veintitrés años, terminó pronto saciado con tantos gorgoritos y con la irritante costumbre de la española de aplaudirle cada mañana para anunciar con sonoridad que el rey se había comportado la noche anterior como un semental. El Sol habría de lanzar sus rayos a distancia y en muchas direcciones.

Cuando las amantes de su marido empezaron a abarrotar el palacio, María Teresa trató de sellar sin éxito los accesos de las jóvenes invasoras, a las que no dudaba en llamar públicamente putas con su terrible acento y mal dominio del francés. Según madame Motteville, la española estaba tan celosa que «a veces parecía que el corazón fuera a estallarle de lo agitada que estaba». Le costó litros de lágrimas derramadas sobre su almohada descubrir que frenar aquella tendencia era como arar en el océano.

La española debió acostumbrarse con los años a la presencia pública y oficial de las amantes del rey, mientras su suegra, y a la vez tía, la consolaba recordándole que, aunque ellas fueran más atractivas e incluso ingeniosas, no tenían la sangre azul que los Habsburgo atesoraban a base de matrimonios endogámicos. Lo que no sabía la pobre María Teresa es que había sido la reina madre la gran culpable del despertar temprano y vibrante del impulso sexual de su hijo.

Había abierto ella la caja de las esencias para prevenir que no heredara la apatía sexual del padre. Ana de Austria encargó a su doncella preferida, Cateau la Tuerta, que introdujera en los placeres de la carne a su vástago cuando cumplió los catorce años. A pesar de que la profesora era desdentada, con labios negroides y, en efecto, muy tuerta, el joven Luis se extasió con las lecciones de Cateau, que examinó a su alumno con un ejercicio práctico a los dos años de iniciado el cursillo.

El rey desarrolló la personalidad de un narcisista perfeccionista obnubilado con su imagen. No lo hizo por mero capricho, sino por responsabilidad de Estado hacia una Francia donde la constitución política y la constitución física del monarca eran la misma cosa en el imaginario colectivo. El cuerpo de Luis XIV, hombre de gran estatura, 1,80 metros, elevada aún más con sus tacones, se presentaba al pueblo como la de un poder sobrehumano. Se decía que el extraordinario apetito del rey (digestivo y sexual) era fruto de una cavidad estomacal y sexual fuera de lo común, propia de un dios, aunque en apariencia de tamaño humano. Cazaba y levantaba barras a diario para mantenerse en forma. Sus lustrosas pantorrillas le dotaban del salto vertical más espectacular en los bailes de palacio, donde en un alarde atlético titulado entrechat royal el rey podía impulsarse tan alto como para cruzar las piernas hasta cinco o seis veces antes de que la gravedad le remitiera al suelo.

Los cortesanos trataban al rey como un dios y se disputaban cada servicio íntimo como si les fuera la vida en ello. A un grupo reducido de afortunados se les concedía el privilegio de acompañar al Borbón al chaise percée, el retrete regio. Todo un pestilente honor. En una de las grotescas sesiones, un viajero italiano invitado para la ocasión no pudo contenerse y exclamó en alto: «¡Qué prestigio goza en este país la cosa más repulsiva que sale del rey!».

Y si las evacuaciones eran para enmarcar, ni mencionar las comidas, entre ellas el banquete conocido como el grand couvert, que se despachaba a las diez de la noche. Más de veinte platos danzando como en el festín de la película La bella y la bestia: faisán, marisco, sopa y paté como entremeses; pasteles de pollo, pavo, pato, jabalí, venado, tortuga con arroz y verduras y, por supuesto, los imprescindibles, sardinas, ostras y salmón. ¡Qué festín, qué festín! Un banquete de postín… Los pobres del periodo comían de la olla sin valerse de cubiertos ni nada parecido, lo que no estaba tan lejos de los modales del Rey Sol y su cuadrilla, que sí tenían platos y tenedores, pero los segundos solo los usaban para servir. Los cuchillos eran redondeados para que a nadie le tentara trinchar al monarca en el improbable caso de que se quedara con hambre.

El rey disfrutaba la vida rodeado de árboles de alto fuste y de animales en sus bosques. Apreciaba que las ciudades eran para los pobres y el campo para los reyes, los cazadores. Los dueños. Odiaba las urbes no porque compartiera con Gengis Khan aquello de que las ciudades debilitaban el espíritu del guerrero, sino porque aborrecía los atascos en carroza y porque en una de ellas, a plena luz del día, su abuelo había sido acuchillado. En la mismísima capital Luis había vivido la experiencia más desgarradora de su vida cuando un grupo de parisinos indignados irrumpió, siendo un niño, en el palacio real demandando ver al rey. Tras ser conducidos a su alcoba, se quedaron mirando a Luis XIV, el cual fingió entre escalofríos seguir dormido.

Con el objeto de alojar a sus primeras (y aún secretas) amantes, el Rey Sol acondicionó el estrecho y apolillado pabellón de caza que su padre frecuentaba solo o en compañía masculina en una localidad a veinte kilómetros de París. Luis XIV construyó el palacio de Versalles sobre un territorio de arenas movedizas, un paisaje propio de Mordor, pero le dotó de una magnitud y un lujo en cada estancia que sobrepasaba lo conocido. Un cronista del periodo cuenta que, al contemplar lo desmesurado del proyecto, el embajador inglés comentó que estaba fuera de la proporción humana. «Efectivamente, está fuera de su proporción, pero no de la mía», replicó Luis XIV con su arrogancia natural. En las 17 000 hectáreas de terreno esparció cuatrocientas esculturas, la mayoría tal y como el artista las trajo al mundo, sin ropa, dando trabajo a cuatro generaciones de escultores de falos. Los dramaturgos Molière, Racine y Corneille se instalaron allí con objeto de que nunca faltaran obras de teatro interpretándose en sus jardines y entre sus paredes rebosantes de pinturas, telas preciosas, tapices, mármoles policromados, medallones dorados y bajorrelieves. Una saturación que, por comparación, eleva a varios casinos de Las Vegas a templos dedicados a la sencillez y al recato.

En cuanto estuvo listo el picadero de Versalles, Luis se afanó en llenar las infinitas habitaciones también con su colección de féminas. Nueve grandes mujeres hicieron temblar la cama del monarca, que exploró con sus manos curativas a otras tantísimas de pasada. La lista más exclusiva la integraban Cateau la Tuerta, la prostituta veterana que le despabiló; las hermanas Mancini, sobrinas del poderoso Mazarino, entre cuyos bustos serpenteó el monarca sin atisbar dónde empezaba una y dónde otra; la princesa de Soubise, cuya cintura de avispa enamoró al rey con un estricto régimen de comidas que comenzaba y terminaba en el pollo, la ensalada, la fruta, algunos productos lácteos y un pelín de vino; la princesa de Mónaco, «fresca como un sorbete», según se decía en la corte; la duquesa de la Valliere, al final demasiado piadosa, coja y cuellicorta para seguirle el ritmo; la marquesa de Heudicourt, dama de honor de la reina María Teresa, apodada la Gran Loba por su matrimonio con el gran jefe de Loberos de Francia; madame de Montespan, también dama de honor de la reina, una pechugona fatal que abandonó a su marido y a sus dos hijos por el rey, y finalmente madame de Maintenon, hija de un falsificador de dinero, criada en la cárcel, que reveló ser algo más que una efímera compañera de cama.

Al cruzar los cuarenta, como quien se compra hoy un coche descapotable para disimular sus entradas en el cabello, el soberano ordenó el traslado completo de la corte a Versalles, cuyas obras se aceleraron para doblar el tamaño del palacio. Las casas reinantes habían sorteado hasta entonces los inconvenientes que generaba la concentración de un número tan alto de personas, ya fueran soldados o criados, valiéndose del éxodo ocasional entre palacios. El empeño de Luis por asentarse en un único lugar provocó graves problemas de higiene y una galería de olores exquisita. Según el historiador Tony Spawforth, «las mujeres se subían la falda y hacían sus necesidades en las estancias de Versalles, mientras que algunos hombres las hacían en la barandilla, en medio de la capilla real». La gente acostumbraba a orinar en cualquier estancia en la que se encontraba. El olor de las letrinas se filtraba a menudo hacia las habitaciones, incluidas las de los niños, y a causa de la corrosión de las tuberías de hierro y plomo el hedor corría también por las cocinas.

Que su palacio fuera un orinal enjoyado no parece que desvelara a Luis XIV por las noches. Otro tipo de vapores tenían secuestrados sus sentidos. Tras una relación de catorce años, madame de Montespan, caprichosa y cruel, se imaginó ganadora de la partida y sin rival por el corazón del rey una vez se trasladaron todos a Versalles. A raíz de la muerte de una efímera amante del monarca dando a luz a un hijo de este, Montespan se atrevió a bromear con que la joven había caído «en acto de servicio». Solo su crueldad superaba su inseguridad. Mientras alardeaba de su dominio sobre el Sol, Montespan hizo acopio de filtros de amor y pociones afrodisíacas que, desde el lúgubre mundo de la brujería, empleó para conservar la atención del soberano. En un país que vivía obsesionado con la persecución de la brujería (se mataron 4000 mujeres en los siglos de mayor intensidad), el simple rumor de que la favorita había asistido a misas negras y de que en su vientre arrugado se había sacrificado recién nacidos bastó para que la susodicha fuera retirada de Versalles con discreción.

La sustituyó en el corazón, y en la cama regia, la hermosa dama que ejercía como institutriz de los hijos del rey, incluidos los bastardos de Montespan, y que atesoraba un bagaje cultural impropio de una mujer de su siglo. A la viuda del poeta paralítico Scarron se le apodó de forma burlesca como madame de Maintenant («madame de Ahora»), un capricho con aparente fecha de caducidad que terminó por ser «madame de Siempre» tras permanecer cuarenta años, con sus respectivas noches, pegada al Sol. Luis se prendó de aquella dama que prestaba tantas atenciones a sus bastardos, de los que el rey legitimó a veintiuno y que, por mucho que quisiera evitarlo, amaba más que a los que había procreado con María Teresa. Es más, madame de Maintenon logró ir más lejos que ninguna de sus otras amantes: se casó en secreto con el rey tras la muerte de la reina en 1683.

El monarca se sintió más afligido que conmovido por el súbito fallecimiento de la española, afectada por un absceso en la axila, de modo que a las cuatro noches se le vio frecuentar otra vez la cama de su favorita para consolarse. Sin ambiciones políticas e ingenua hasta el último día, María Teresa tuvo que soportar las infidelidades de su marido, las numerosas guerras que este libró contra su país natal y, para mayor escarnio, un ofensivo rumor que denunciaba que la reina se había dejado embarazar por un niño pigmeo negro llamado Nabo que estaba a su servicio, que ni siquiera le llegaba a la cintura. Hubo quien creyó a pies juntillas hasta un siglo después la rocambolesca historia de que una monja negra, de nombre Louise-Marie-Thérése, había sido el fruto secreto de aquella extraña pareja. Un grupo de historiadores demostró a principios del siglo XX que la huérfana era, en verdad, hija de unos moriscos encargados de las cocheras del rey.

Corrían tiempos de amores así de disparatados. Raro era el patricio que confiara tanto en su esposa como para no instalar verjas con pinchos en las ventanas contra los asaltos nocturnos. Algunos maridos, como el conde de Soissons, veían un motivo de orgullo en que el monarca eligiera a sus esposas para mancillarlas un rato y no dudaron en lucrarse de las mercedes que acompañan su favor. Otros, sin embargo, como el marido de Montespan, se lo tomaron a la tremenda y se afanaron en arrancarse los cuernos de raíz. Tras encontrar a su esposa embarazada del rey, el noble galo acabó encarcelado por alborotador y, a la salida de prisión, convocó en Bonnepont a sus primos, amigos, íntimos y hasta a los menos íntimos, para asistir con gran pompa a los «funerales» de la marquesa adúltera. La separación judicial tardó casi una década en ser efectiva a pesar de aquel gesto de repudio público. Ya se sabe que las cosas en palacio suelen ir lentas.

Eran tiempos de excesos entre nobles y también de persecución de la prostitución popular. Conforme sumaba canas a su peluca, Luis XIV se volvió más puritano y hostil a la presencia de casas con puertas pintadas de amarillo, un color que desde al menos el siglo I servía para identificar los prostíbulos. A partir de 1682, el rey ordenó que los que albergaran prostitutas en Marsella —sede europea de la mala vida desde tiempos de Masalia— fueran condenados a multas de cien libras, y que a las mujeres públicas pilladas en el acto les cortaran la nariz y las orejas para luego pasearlas por el puerto. En la mismísima localidad de Versalles reclamó con insistencia, so pena de azotes, cerrar los burdeles que daban servicio a la población masculina de 60 000 individuos, la mayoría solteros, que se congregaban en torno a la corte. Como en la España del Siglo de Oro, algunos conventos se especializaron en la reclusión de «mujeres y jóvenes de un libertinaje público y escandaloso», a las cuales, según un reglamento eclesiástico de la época, les cortaban el cabello por ser «las cuerdas por las que el diablo las tenía presas».

No se mostraba más tolerante tampoco con las relaciones homosexuales, que el vulgo aborrecía y perseguía pero que en Versalles y en las filas de la aristocracia gozaban de importantes adeptos. Cuando Luis descubrió que uno de sus hijos había mantenido relaciones con hombres, mandó que le azotaran desnudo delante de él como castigo por ese «horror». A otro sodomita ilustre, también de su sangre, no le cupo más opción que soportarlo. El «vicio italiano», como se conocía entonces, tenía su principal instigador en palacio en la figura de Felipe de Francia, duque de Orleans y hermano del rey. Hombre de gran humanidad, mecenas con criterio y hábil militar cuando le dieron oportunidad de demostrarlo, el hijo de Ana de Austria fue mezquinamente ridiculizado en su época por sus gustos sexuales y su costumbre de travestirse por las noches. Por el día, se limitaba a adornarse con anillos, pulseras y cinturas por todo el cuerpo, a modo de remanente de la tendencia de su familia de vestirle de mujer cuando era pequeño.

El rey y su hermano se odiaban de forma tierna desde la infancia, sin saber ninguno muy bien por qué. Se pasaban el día regañando con una ferocidad escatológica impropia de unos niños. El ayuda de cámara de la reina madre relata en sus memorias que, en una ocasión excepcional, Luis pidió a su hermano pequeño que se acostara en su habitación. Por la mañana, el rey escupió de pronto sobre la cama de Felipe, quien no se creyó, ni por asomo, la versión oficial (o sea, la del heredero al trono) de que había sido un acto accidental y sin reivindicación política o familiar. Durante el intercambio de proyectiles que se desencadenó a continuación, el menor se propuso ganar la guerra sustituyendo la saliva por orina. «Cuando ya no les quedaba con qué escupir ni orinar, se pusieron a pelearse». Para qué discutir, si puedes pelear… En palabras de la mofletuda Isabel Carlota, ese antagonismo entre ambos hermanos no estaba exento de cierto cariño: «No cabe imaginar hermanos más diferentes, pese a lo cual ambos se aprecian mucho […]. Mientras el rey ama cazar, la música, la danza clásica y el teatro, mi marido solo se interesa por la decoración y las mascaradas».

A pesar de vivir sin disimulo alguno su orientación sexual, Felipe de Orleans asumió sus deberes religiosos y conyugales como el funcionario del Estado que todo príncipe es en realidad. Consiguió tener seis hijos con sus dos esposas, Enriqueta Ana Estuardo, a la que Luis XIV intentó echar el lazo, y la irrepetible Isabel Carlota del Palatinado, «cuadrada como un dado», según sus palabras, aunque la rolliza señora solo portaba estrecha la lengua. «Yo hago todo lo posible, como alguien que toca a solas el violín», escribió, en sus agudas cartas, sobre su autonomía para darse placer. Una vez viuda, la Palatina desempolvó las cómicas ocurrencias de su inclasificable marido:

Se metía siempre en la cama con un rosario del que colgaban muchas medallas, y que le servía para rezar antes de dormir […]. Una noche me levanté sin hacer ruido y dirigí una luz de la palmatoria a la cama mientras él movía de un lado a otro sus medallas debajo de la sábana. Le cogí del brazo y le dije riendo: «Esta vez no podéis negármelo». Felipe se rio y dijo: «Vos que habéis sido hugonota, ¿no sabéis el poder de las reliquias y de las imágenes de la Santa Virgen? Protegen de todo mal las partes frotadas con ellas». Yo respondí: «Disculpadme, pero no podréis convencerme de que es honrar a la Virgen mover su imagen sobre las partes destinadas a despojar de la virginidad».

El duque de Orleans, entre carcajadas, rogó a su esposa que no se lo dijera a nadie.

A su fallecimiento por una apoplejía, el pueblo francés le dedicó la más miserable y lasciva canción: «Si hubiera muerto como vivió, habría muerto con un pene en el culo», tarareaban. Su heredero, Felipe II de Orleans, fue quien ejercería como regente cuando se enfriaron los rayos del Sol, y quien elevó, más que un escalón una escalera, la fama libertina de la familia. Hasta el padre tuvo que pedir que se moderara a su hijo, quien hizo oídos sordos ante los consejos de la persona menos adecuada para pedir corrección. Le invalidaban sus propias perversiones (una vez Felipe pidió a un laureado coronel comerse una tortilla sobre su barriga desnuda) y lo poco que se había involucrado en la educación de los zagales, a excepción de un día en el que tomó la iniciativa y se reunió con sus vástagos y su esposa en un cuarto para establecer ciertas reglas. Cuenta su mujer sobre esa cita extraordinaria:

Después de un largo silencio, monsieur, que jamás nos ha considerado una compañía suficientemente agradable para conversar, soltó un pedo grande y sonoro. Con toda tranquilidad se volvió hacia mí y preguntó: «¿Qué ha sido eso, madame?». Yo me volví hacia él, solté otro de similar tono y dije: «Eso es lo que ha sido, monsieur». Mi hijo entonces pronunció: «Si eso ha sido todo, entonces yo me siento capaz de hacerlo igual de bien que monsieur y madame», dicho lo cual despidió uno gordo también. Todos nos echamos a reír y abandonamos la habitación.

El rey detestaba la clase de diversión caótica que representaba las flatulencias de su hermano, pues la improvisación o una mala elección en el reparto no podían estropear una obra —su vida y su reinado— escrita por y para él. Luis XIV exigía a sus favoritas que ocultaran sus embarazos, que comieran una barbaridad, pues odiaba la gente frugal, que se mantuvieran en forma y que no enfermaran ni siquiera cuando él abría las ventanas de par en par en pleno invierno. Solo se convenció de que el guion se escapaba a sus designios cuando las paredes de Versalles se oscurecieron en su ocaso, los salones se silenciaron y los planetas que giraban en su órbita se fueron apartando. A principios del siglo XVIII, su vida se llenó de más fantasmas que seres de carne y hueso.

La sucesión de muertes familiares que dejó a su bisnieto Luis como su remoto, pero directo heredero tornó cenizo el carácter del rey, que también había dejado por el camino a grandes amigos como su querido Molière, dramaturgo fallecido treinta años antes, en escena, cuando interpretaba El enfermo imaginario vestido de amarillo. En un homenaje a él y al emperador romano Augusto, que en su lecho pronunció su famosa frase Acta est fabula, plaudite («La comedia ha terminado. ¡Aplaudid!»), el Rey Sol quiso escenificar su agonía final ante la corte reunida. A la vista de que la gangrena avanzaba inmisericorde por una de sus piernas, Luis, de setenta y dos años, ofreció una última cena pública y se despidió de sus cortesanos y familiares con las más aparatosas ceremonias en su postrera semana de vida. «He vivido rodeado de mi corte. Quiero morir rodeado de ella», se justificó por tanta publicidad. El 1 de septiembre de 1715, la función del rey astro bajó el telón.

Luis XV, en la noche de los vivientes muertos

Se da la paradoja de que, mientras Luis XIV libraba en España la denominada Guerra de Sucesión, sus propios planes de sucesión, valga la redundancia, se desmoronaron como una montaña de naipes. De los seis hijos que tuvo con María Teresa de Austria, únicamente el mayor, el gran delfín, alcanzó la edad adulta y, al menos, sembró descendencia antes de fallecer en 1711. Su primogénito, el duque de Borgoña, hermano mayor de Felipe V de España, murió junto a su esposa, de sarampión, en febrero del año 1712. El funesto matrimonio llamó Luis a sus tres hijos: el primero, muerto en su primer año de vida; el segundo, a las cinco primaveras por la misma enfermedad que mató a sus padres; y, el tercero, elevado como inesperado rey de Francia con dos años.

El huérfano Luis XV creció entre muertos vivientes y escasas caras amables. Vio merodear la parca alrededor de su bisabuelo, de su abuelo, de su padre, de su madre, de su hermano… La misma secuencia de catástrofes que le bendijo con el trono fue motivo para perfilar su carácter serio e introvertido. Al día siguiente de la muerte del rey, su tío Felipe II de Orleans consiguió que el Parlamento, órgano con más capacidad de ornamento que de legislar, anulara el testamento de Luis XIV, que otorgaba puestos en el Consejo de Regencia a varios hijos legitimados por el Sol. El heredero de Isabel Carlota del Palatinado y del duque de Orleans se apropió de este modo en solitario de la regencia y del escándalo en la corte. Mientras salían por una puerta las concubinas del rey muerto, por la otra entraban las del regente al nuevo grito de: «¡El rey ha muerto. Larga vida a las amantes y a los amantes del regente!».

Felipe II de Orleans desplazó la corte de Versalles a París, de modo que el palacio de Luis XIV acumuló durante años polvo y olvido con la salvedad de la visita de Pedro el Grande, uno de los reyes más excelentes y excesivos de Rusia, tanto en personalidad como en estatura, casi dos metros, que contrastaba vivamente con una cabeza minúscula y unos tics nerviosos y muecas incontrolables. Durante su alojamiento en Versalles no se controló a la hora de empaparse, para no hacer el feo a sus anfitriones, de las costumbres de la zona con prostitutas francesas.

Alejarse de un lugar tan rústico como Versalles permitió al regente Orleans seguir frecuentando su amada ópera y desatar las orgías de su imaginación. Cenas diarias con su círculo de compinches, a los que nombraba «sus rodados» (así llamaban a los que sufrían el suplicio de la rueda), que finalizaban en bacanales donde hasta la hoja de vid estaba prohibida. Orleans gustaba frecuentar las dos aceras del amor, cuando no las dos a la vez, y disfrutaba de toda práctica sexual conocida, salvo la que le quisiera proporcionar su mujer, Francisca María de Borbón, hija ilegítima del Rey Sol, a la que el regente apodaba «madame de Lucifer».

Muchos han definido al regente como un suministrador de fantasías, un altruista del vicio con gran talento para organizar fiestas e incluso para componer música. Las historias sobre su degeneración no tienen límites, y hasta se aseguraba que retozó con una de sus hijas. Aunque la mayoría son bulos, lo cierto es que con que una décima parte fuera verdad habría suficientes tomos para remover la conciencia del emperador romano Calígula.

Sin duda, el pueblo no hubiera fabulado tanto sobre Orleans si no hubiera resultado tan mal dirigente. Durante la regencia, además de penitencia faltó buen juicio. Se abandonó el desarrollo de la Marina con tal de complacer a Inglaterra, aliado impensable, se guerreó con los Borbones españoles y se agigantó el agujero en las arcas hasta colmar en una bancarrota generada por seguir los consejos de un matemático y asesino escocés, siendo para dirigir las finanzas de un país lo segundo casi tan imprescindible como lo primero. El susodicho, John Law, era un buscavidas que eludió la cárcel tras ser condenado en Escocia por matar a otro hombre y acabó en Ámsterdam empapándose con el avanzado sistema bancario de este país. Felipe de Orleans recurrió a sus servicios al escuchar de tan extraordinario matemático que vinculaba la riqueza de un país a su comercio y no al dinero (un simple medio de intercambio).

Sus visionarias ideas le valieron el cargo de controlador general de Finanzas en Francia, al que correspondió con una serie de audaces reformas económicas que, a corto plazo, elevaron la capacidad recaudatoria del país. Sus esfuerzos contribuyeron, sin embargo, a inflar una burbuja especulativa en torno a un conglomerado de empresas públicas que operaban en la Luisiana, cuya escasa rentabilidad maquillaron Law y el regente para obstaculizar que los inversores huyeran en desbandada. Para calmar a las mentes nerviosas, Felipe anunció incluso que se habían encontrado minas de oro en la América francesa, e hizo desfilar por París a 6000 vagabundos vestidos como los enanitos de Blancanieves, pico y pala al hombro, camino del Nuevo Mundo. Ni todos los sin techo del país, que eran muchos, habrían podido guardar más el secreto. El estallido de la mentira causó una crisis económica en Francia y en media Europa.

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