Los Borbones y sus locuras

Los Borbones y sus locuras


6. Carlos IV: Tres borbones son multitud » La guarida de los espías, los apestados y los ingratos

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6. Carlos IV: Tres borbones son multitud

El rey destronado pasaba revista a diario varias veces a sus tropas más fieles en Roma. Su ejército inanimado. Armados de péndulos y manecillas, su amplia colección de relojes correspondía con lealtad y atención a Carlos, lo que en su costumbre significaba darle la hora en el momento señalado. Ellos nunca le habían fallado en su cometido, ni siquiera cuando los seres de carne y hueso tomaron partido por su hijo y le abandonaron por un árbol con mejor sombra. Este alarde de artesanía y arte, unos de pie, otros tantos de mano, recordaba a aquel rey exiliado en Italia el tiempo en el que no se tenía que preocupar por el dinero. El anciano se había ido desprendiendo de muchas de sus otras posesiones para sufragar una falsa pompa real y retener al puñado de cortesanos que, de mala gana, representaban su papel en aquella cueva de enfermos. Y también de espías, apestados y mentirosos, que enviaban información a Madrid sobre la actividad de los reyes eméritos a cambio de que algún día se permitiera a los defenestrados regresar a la verdadera corte.

En sus últimos días, rodeado de miserias y miserables, en una casona fría y lúgubre, la añoranza poseyó al Rey de los Tristes Destinos, que físicamente era la antítesis de un Chupa Chups, ancho de cuerpo y pequeño de testa, lo cual disimulaba con una aparatosa peluca empolvada. Ese contraste entre lo robusto de su constitución física y lo débil de su mente explica mejor que cualquier estudio o biografía cómo un monarca que lo tenía todo acabó sin blanca en pocos años. Esta ingenuidad se suele ilustrar con una conversación, tan divertida como inventada, que entabló con su padre aún siendo príncipe:

—Lo bueno es que los reyes somos los únicos que podemos estar tranquilos de que nuestras esposas no nos engañan. ¿Dónde van a encontrar algo mejor que un príncipe?

—¡Pero qué tonto eres, hijo mío! —se limitó a contestar el padre.

Nunca en un rostro la inocencia estuvo tan comprometida con la vulgaridad como en el de Carlos IV. Sería injusto pensar que ese bonachón derrotado y resignado fue el más patán de los reyes españoles, título bastante competido, sino un mediocre, como tantos, al que le tocó surcar la ola que terminó con el Antiguo Régimen, tumbó dinastías que reinaban durante siglos, reestructuró las fronteras de Europa y casi liquidó para siempre el poder terrenal del papa. Tal vez en otro siglo, el Rey de los Tristes Destinos hubiera muerto en palacio con una enorme sonrisa de satisfacción, no así en el tiempo en el que un tal Napoleón Bonaparte, «el alma del mundo a caballo», campaba por el continente descorchando naciones y humillando a reyes que se creían consagrados por derecho divino. El 12 de octubre de 1806, el Gran Corso advirtió en un insoportable tono arrogante a Federico Guillermo III, rey de Prusia, del precio de arriesgar su reino contra él en los campos de batalla:

«Señor, ¡Su Majestad será derrotado! ¡Despilfarraréis vos la paz de vuestra vejez, la vida de vuestros súbditos, sin ser capaz de aportar la más mínima excusa para mitigar todo esto! Hoy estáis vos con vuestra reputación sin tacha, y podéis negociar conmigo de un modo que vuestro rango merece, ¡pero antes de que pase un mes vuestra reputación puede ser diferente!».

Un mes después, la casi totalidad de las fuerzas armadas de Prusia, nación conocida por su pujanza militar, había sido aniquilada, mientras que tropas francesas alcanzaban Berlín y el rey era obligado a firmar unas condiciones de paz humillantes. No fue, ni mucho menos, el único monarca que despilfarró su vejez por culpa de aquel ángel exterminador del Antiguo Régimen.

Príncipe a los cuarenta

Carlos IV fue más años de su vida príncipe que rey, incluso si se contabiliza el periodo en el que fue soberano de chichinabo en el exilio. Sus partidarios justificarían su desidia por los despachos una vez alcanzado el poder en que su padre le había apartado de cualquier responsabilidad, lo cual no es cierto ni explica que a los cuarenta años siguiera viviendo su reinado desde la barrera. Salvo en política internacional, su interés por las cuestiones de Estado era más bien limitado y su dedicación a los despachos un paréntesis en un horario saciado de tareas artesanales. A las cinco de la mañana, una falange de relojes sonaba al unísono para despertar al rey. Asistía a misa, leía un rato y se quitaba la casaca para dedicarse a lo que más le gustaba: los trabajos manuales. Ya fuera con carpinteros, ebanistas, torneros o forjadores compartía, como uno más, oficio en los talleres reales.

Con todos ellos charlaba y bromeaba con la calidez natural que le faltaba a su padre. El rey campechano engullía la comida con abundancia en honor a su robustez, que convertía cada palmada en el hombro o saludo en un zarpazo de oso que desplazaba de su eje al afortunado súbdito. Disfrutaba cuando era un zagal probando el vigor de los mozos de cuadra más fornidos, batiéndose casi desnudo al pancracio griego y a la lucha leonesa. A la una del mediodía, sin falta, salía a cazar, lo que era su otro gran entretenimiento. Si su padre primaba las normas y el arte del buen cazador, él daba más importancia a matar mucho y rápido. A gobernar apenas dedicaba media hora por la noche, cuando recibía junto a la reina a los distintos secretarios por separado, lo cual hacía a veces de forma apresurada, pues, si terminaba pronto, le gustaba después tocar el violín o el violonchelo. Él no necesitaba la música para calmarse o para superar problemas mentales como su abuelo o su tío, sino que la abrazaba por amor verdadero, sin egoísmos y hasta con cierto talento. Para demostrar su habilidad con el instrumento se adelantaba a los demás músicos y a veces se levantaba a la mitad para escenificar su enfado porque nadie le pudiera seguir el ritmo. Obviamente no era un virtuoso, pero como era el rey, en caso de duda más valía aplaudirle y dejarse adelantar incluso si estaba aporreando las cuerdas.

Carlos IV estaba lejos de ser una lumbrera, pero gozaba de más humanidad y sensibilidad artística en un solo palmo de su ancha espalda que su antecesor en todo su enjuto cuerpo. Porque, puede que desde fuera Carlos III pareciera un rey filósofo interesado en las artes plásticas o la música, pero era nada más que una fachada. La música no le gustaba en exceso y no leía ni se le conocen obras escritas de ningún tipo que no fueran de carácter político. Aparte del «mal de piedra», solo la pintura acaparaba su atención cultural por motivos más bien prácticos, como la satisfacción del alma, la decoración y fines propagandísticos. Entre sus últimas disposiciones estuvo la de destruir todos los cuadros de desnudos de Tiziano, Rubens, Durero y otros autores de la colección real por una cuestión de pudor. Si se salvaron del fuego purificador fue por la intervención del pintor Mengs a través de Floridablanca y por la posterior protección del hijo. Carlos IV custodió los cuadros y se limitó a colocar los más calenturientos en una sala reservada de la Academia de Bellas Artes, germen de lo que iban a ser las salas reservadas del futuro Museo del Prado.

El hijo del tercero de los Carlos apoyó personalmente la primera traducción autorizada al castellano de la Biblia, apostó por el prodigio de Francisco de Goya, atesoró una gran colección pictórica y hasta se encaramó a los andamios, siendo príncipe, para echar una mano al pintor Ramón Bayeu en varios frescos. Faltaría precisar si la mano, y sus rechonchos dedos, ayudaron al artista a avanzar o más bien midieron su paciencia. Y si en Italia su padre pasó a la historia bajo el epíteto del «rey arqueólogo», fue Carlos IV quien se ganó aquí el título de protector de la arqueología, las artes y las letras antiguas por apoyar con pasión el despegue de esta ciencia en España.

El Rey de los Tristes Destinos tuvo tiempo y ganas en su largo periodo de espera para desarrollar sus intereses artísticos y asegurar su descendencia. Casado con su prima, María Luisa de Parma, hija del hermano de Carlos III que reinaba en este reino italiano, la pareja formó un dúo reproductor imbatible, pero tan trágico como lo eran las condiciones sanitarias en el siglo XVIII. La ausencia de varones con buena salud entre sus primeros descendientes alargó la agonía de preñeces y abortos hasta exprimir el físico de la italiana. De un total de veinticuatro embarazos en veintitrés años, la hembra arrojó a la vida a catorce hijos, entre ellos unos hermanos gemelos, Carlos Francisco y Felipe Francisco, que sobrecogieron con su nacimiento y su prematura muerte a toda la corte. Solo la mitad de estos vástagos llegó a edad adulta: cuatro niñas (Carlota Joaquina, María Amalia, María Luisa y María Isabel) y tres niños (Fernando, Carlos y Francisco de Paula), o lo que es lo mismo, un rey de España, tres reinas de Dos Sicilia, Portugal y Parma y el inventor del carlismo.

Según el embajador de Francia, en cuanto la pareja cumplió con sus obligaciones conyugales Carlos hizo cama aparte ante lo inconveniente de convivir con alguien al que ya no podía dejar embarazado. No necesitaba, en cualquier caso, del sexo la italiana para venderle a su marido una multipropiedad, una mula coja o lo que se preciara. Mujer intrigante y dada a disfrazar de cordero su humor de loba, María Luisa nunca fue una linda flor, ni siquiera de joven, pero parir tantos Borbones la dejó marchita de cuerpo y de alma. Su castigada dentadura, por llamar de algún modo a una banda de jinetes ennegrecidos y solitarios, le causaba un grave dolor que aplacaba con la utilización de gramos de opio y láudano, guardados en sendas cajitas de oro. Tras cada comida se frotaba las encías con la tintura, lo que explicaba sus episodios de sopor y apatía en cuanto se ponía el sol o se acababa de levantar. De lo que estaba muy orgullosa era de sus brazos, que exhibía a la menor ocasión como pudo acreditar Goya en sus pinturas. Su fetichismo con estas extremidades le llevó a convencer a su marido para que desterrara de la corte el uso de guantes entre las damas.

A la vista de lo fácil que era convencer a su hijo de que los burros vuelan, Carlos III estimó que la mejor herencia que podía darle no era material. ¿Sería un hermano bastardo?, ¿unas cartas políticas sobre cómo debía actuar?, ¿un helicóptero apache equipado con misiles antitanques? ¿O tal vez una inscripción para entrar en una organización secreta de reyes masones? No. Nada de eso. Su regalo envuelto en golilla y toga fue Floridablanca, el ministro que de forma más efectiva desarrolló el programa reformista, limitó la jurisdicción inquisitorial y suavizó la persecución contra minorías como los gitanos, los chuecas o los agotes. Hidalgo con poco patrimonio, a Floridablanca la facción aristocrática lo veía como otro de esos «cagatintas» que engrasaban el aparato burocrático del rey cazador. A pesar de las simpatías del nuevo soberano hacia los grandes españoles, Carlos IV, poco amigo de cambios, decidió mantener al murciano como timonel del Estado en un gesto de continuidad con la etapa final de su padre. Y así hubieran pastoreado los reformistas en España, si no fuera por los acontecimientos internacionales.

En los primeros meses de reinado, Carlos IV convocó en Madrid las últimas Cortes españolas del Antiguo Régimen, con el objeto de jurar lealtad al nuevo heredero y seguir con los avances ilustrados. Entre los procuradores que enviaba cada ciudad, el orden de entrada y de recepción o dónde se sentaba cada uno resultaba un motivo de disputas diario. El orden de prelación estaba establecido desde principios de siglo por Burgos, León, Zaragoza, Granada, Valencia, Palma de Mallorca, Sevilla, Córdoba, Murcia, Jaén y Barcelona. El resto de precedencias se echaba a suerte entre las ciudades y la Villa (Madrid). Los toledanos, cuya ciudad había participado en las Cortes desde tiempos inmemoriales, protestaron por ser los últimos y terminaron dando codazos para colarse a los procuradores burgaleses, que habían ganado el sorteo.

Cuando recibió el rey a todos en palacio, los toledanos se abalanzaron como mamuts en celo hacia la cabecera del banco ocupado por los de Burgos. «Mando que se guarde la costumbre, quedando los de Burgos en el lugar que ocupan», pidió un salomónico Carlos IV. El rifirrafe se repitió varias veces sin que la conocida paciencia del rey se resintiera, pero sin que los de Toledo se resignaran a ocupar el último y distinguido lugar que les correspondía. Bien sabían que, en el reino de los suelos, el último es y será siempre el último. ¡Una porra, distinguido!

Dejando de lado las batallas preautonómicas, Floridablanca consideró que estas Cortes eran una buena oportunidad para enmendar los flecos sueltos de las polémicas leyes sucesorias de Felipe V, lo que significaba revertir la Ley Sálica, importada de Francia y en contra de las costumbres castellanas, que cerraba de facto el acceso de las mujeres hacia el trono. Se derogó así el auto del primer Borbón y las Cortes elaboraron y firmaron un nuevo reglamento de sucesión por el que se daba preeminencia a los derechos de los hombres solo sobre los de su misma línea. Lo enigmático del asunto es que Carlos IV nunca llegó a publicar la pragmática sanción, probablemente porque, a la vista de que sus hijos varones crecían con buena salud, el nuevo reglamento carecía ya de su sentido original, que no era otro que blindar los derechos de las infantas frente a los hijos de su hermano Fernando de Nápoles y las otras ramas Borbón. Un descuido que, en todo caso, iba a hacer correr ríos de sangre en el siguiente reinado.

De repente, la Revolución

Se habló de otras cosas igual de candentes en aquellas Cortes de 1789, hasta que de repente se bajó el telón, sin tiempo para que Toledo elevara nada más que la enésima queja al respecto de su orden de entrada. Floridablanca suspendió de forma súbita las sesiones escudándose en el mal tiempo, cuando lo más parecido a una tormenta venía de Francia en forma de guillotina. El ministro ilustrado desplegó un cordón sanitario ante el estallido de la Revolución Francesa que resultó desproporcionado contra los escasos partidarios que tenían en España los vecinos regicidas. El carácter suave del murciano se tornó autoritario y enormemente impopular. En junio de 1790, un pretendiente frustrado de mercedes (radical, se dijo, por ser francés) atentó contra su vida en el bullicioso Palacio de Aranjuez al grito de «¡muera este pícaro!». Le propinó dos puñaladas por la espalda con una almarada y hubiera consumado su intento de no haberle derribado un criado.

La compasión que despertó el intento de magnicidio entre los españoles le otorgó al murciano una tregua de otros dos años antes de que el rey lo despachara. El conde de Aranda y los reyes se cargaron en 1792 a Floridablanca y le acusaron de abuso de poder, malversación de fondos y nepotismo. No conformes con el susto, también le confiscaron sus bienes y le encarcelaron en la ciudadela de Pamplona durante nueve meses. Los mismos meses que Aranda estuvo en el poder. Recuperado su honor, Floridablanca se retiró a su ciudad natal y tuvo su último papel político encabezando la Junta Suprema Central encargada de dirigir la resistencia contra los franceses en 1808.

Como todo fenómeno ruidoso de la naturaleza, el protagonismo de Aranda sopló tan fuerte como luego se desinfló debido a lo inestable del escenario europeo. Los reyes depositaron en el aragonés su confianza ante la necesidad de asumir una postura menos agresiva con respecto a los revolucionarios franceses. A Carlos y a los suyos lo que más les preocupaba era salvar la dignidad y la vida de sus primos Borbones, y si alguien podía conseguirlo era Aranda con su desparpajo diplomático y sus buenos contactos en París. El problema es que ni Francia estuvo por la labor de dejarse amansar, ni los reyes españoles apostaron sus fichas realmente en la casilla de Aranda, al que habían colmado de promesas que no pensaban cumplir.

El mismo día en el que María Luisa y Carlos le comunicaron su elección, Aranda reparó en la anormalidad de que, junto a los monarcas, permaneciera en todo momento presente un tal Manuel Godoy, joven gallardo que en cuestión de un año había ascendido de cadete de la Guardia Real a los máximos honores y responsabilidades. Este veinteañero sin experiencia política acumularía pronto una insana cantidad de títulos, aparte de una fortuna en tierras y rentas. En mayo de 1789 era ya coronel de caballería y, seis meses después, recibió el hábito de Santiago. Hacia 1791, los reyes le nombraron gentilhombre de cámara y teniente general y le concedieron la Gran Cruz de la Orden de Carlos III, honor reservado a quienes tras una larga carrera se hubieran destacado en acciones beneficiosas para España.

La guinda del pastel llegó ya en el gobierno de Aranda, con el título de duque de Alcudia y luego grande de España, distinción nobiliaria situada inmediatamente después de la de príncipe de Asturias y la de infante. El Toisón de Oro y el cargo de capitán general se sumaron de forma inevitable a las mercedes que abarrotaban el pecho de Godoy. En esas condiciones, la suerte política del aristócrata aragonés Aranda quedó a expensas de cuándo y cómo Godoy quisiera asumir también el puesto de cabeza del Imperio español. O en otras palabras: cuando Aranda accedió al cargo, el partido ya estaba amañado para que por H o por B ganara siempre Godoy.

La política de acercamiento del conde aragonés a los franceses se malogró ante el viraje radical de los revolucionarios (ya lo dice la palabra), que interpretaron las peticiones para liberar a Luis XVI como una intromisión a su soberanía por parte de monarquías extranjeras. Los girondinos, entonces en el poder, declararon el 20 de abril de 1792 la guerra al rey de Bohemia y Hungría, lo que equivalía a un conflicto con Austria y Prusia. Los ciudadanos soldados partieron a la frontera norte animados por cánticos patrióticos como «La Marsellesa», melodía creada para el batallón Enfants de la Patrie de Estrasburgo, que decía: «¡A las armas, ciudadanos! ¡Formad vuestros batallones! ¡Marchemos, marchemos! ¡Que una sangre impura inunde nuestros surcos!», pero sin grandes esperanzas de resistir a la maquinaria militar prusiana. Así se sucedieron, sin sorpresa, las derrotas por parte del desorganizado ejército revolucionario francés, mientras España se resistía a entrar formalmente en la operación para rescatar a sus parientes. El conde de Aranda calculaba que los realistas no tardarían en llegar a París y que era mejor retrasar la intervención militar para seguir beneficiándose del papel de mediadores.

Los revolucionarios se enardecieron aún más frente a las amenazas de Austria y Prusia de hacer «un escarmiento ejemplar que quedara en la memoria para siempre» si la familia real sufría la menor violencia o el menor ultraje. París se organizó en comuna insurreccional, los sansculottes asaltaron el Palacio de Las Tullerías y masacraron a los guardias reales, de manera que la familia de Luis XVI fue encerrada en la prisión del Temple por estar en connivencia con las potencias extranjeras que avanzaban hacia París. Lo que no entraba en el guion de nadie era que un ejército prusiano, más numeroso y mejor adiestrado, claudicase frente a uno francés, hambriento y desmoralizado, el 20 de septiembre en la localidad de Valmy, puerta de entrada hacia la capital. Aún hoy resulta complicado de entender por qué las tropas prusianas, con solo trescientas bajas, se dieron la vuelta súbitamente, cuando el choque no había traspasado la fase de escaramuzas.

Medio siglo después, el periódico El Diario de las Ciudades y de las Provincias conjeturó con que la retirada, ordenada por el rey Federico Guillermo II se debió a una visita de ultratumba que recibió el prusiano días antes. El monarca era un timorato soñador, miembro de una de las sociedades secretas de iluminados que habían brotado por Europa. Creía firmemente en los fantasmas y consultaba con los augurios hasta lo que debía ponerse de ropa. En vísperas de la batalla, Federico Guillermo se encontraba en una gala brindando con emigrantes franceses por la inminente restauración borbónica, cuando un individuo vestido de negro le susurró un misterioso mensaje al oído. Según el relato publicado, se trataba de una contraseña de la sociedad a la que pertenecía el rey, por lo que no vaciló en abandonar la fiesta y reunirse en privado con aquel hombre.

Tras bajar hasta un sótano adornado por paños negros e iluminado por antorchas sobre trípodes funerarios, el monarca se dio de bruces con el pasado, en concreto con el espectro de su tío Federico II el Grande. Rostro enjuto, perfil delgado, hombros encorvados, ojos vivos, cara afeitada sin cuidado y nariz embadurnada de tabaco… Al rey de Prusia no le cupo duda de que la figura delante de él vestida con una casaca silesiana, un bicornio y apoyada en un bastón era su tío Federico el Grande, muerto seis años antes. El fantasmón advirtió a su sobrino y heredero de que, si se empeñaba en marchar sobre París, Francia entera devoraría sus huestes. «Te lo repito, detén tus tropas; ¡no vayas más adelante!», insistió el anciano de piel transparente, antes de desaparecer en los recovecos del sótano.

Federico Guillermo desistió en Valmy de continuar con su cruzada. ¿La Primera República francesa se había salvado por la intervención de un fantasma? La historia de terror bien puede ser una ficción para justificar una decisión táctica que pocos de sus contemporáneos comprendieron, aunque también hay quien defiende que se trató de una treta elaborada por agentes franceses para causar la retirada prusiana valiéndose de la conocida superstición del rey y de un teatrillo improvisado con actores profesionales en el sótano. Así lo creía el ministro prusiano Bischoffswerder, del cual se insinúa que había ganado también la voluntad del príncipe en 1781 haciendo aparecer ante él otros tantos espíritus, entre ellos el emperador romano Marco Aurelio y el matemático Gottfried Leibnitz, a través de artefactos propios de médiums y de un ventrílocuo. Federico Guillermo solía obedecer al milímetro los consejos de estos fantasmas, lo que, aparte de una candidez supina, demuestra una confianza suicida en los libros de historia.

La inesperada victoria gala en Valmy agotó las opciones del Antiguo Régimen de taponar la hemorragia a corto plazo y fue seguida por otros triunfos menos paranormales. La tranquilidad de Aranda resultó de pronto exasperante, o como contextualizó Godoy en sus memorias: «A un ministro perplejo y tímido hasta el exceso le sucedió un anciano, por el otro extremo, que de nada se alarmaba». Dos meses después de la batalla, los reyes y Godoy convocaron en palacio al aristócrata, de setenta y tres años, que soñaba desde niño con glorias militares, pero se tuvo que conformar con penalidades en los despachos. En la enrarecida recepción nocturna, la reina insinuó a Aranda que ya estaría cansado y con ganas de cosas mayores, lo que en un hombre de su edad era como invitarle a dar de comer a las palomas en el banco de algún parque perdido de la mano de Dios; mientras que el rey, pelín sobón, estuvo durante toda la conversación recostado sobre su hombro, ya fuera por nerviosismo o porque le confundió con un sillón desde donde contemplar mejor a Godoy. Cosas del credo campechano.

Aranda cesó al día siguiente, con honores, en la Secretaría de Estado, cargo que pasó a ocupar Godoy para sorpresa de nadie. El amigo de los reyes declaró la guerra a la Convención francesa cuando meses después, en enero de 1793, los revolucionarios se atrevieron a transgredir las sagradas reglas al guillotinar a Luis XVI. Las tropas españolas, dirigidas con maestría en el frente principal por Antonio Ricardos, se cobraron varias victorias de peso siguiendo los planes trazados por Aranda. Ricardos se apoderó de buena parte del Rosellón y cerca estuvo de tomar Perpiñán antes de asumir una estrategia más defensiva. La opinión pública apoyó en masa aquella cruzada contra una «multitud de hombres infames, perversos que se unieron y congregaron para formar un conciliábulo contra el Señor de los Cielos y contra su Cristo en la Tierra», según proclamaba la artillería clerical; pero las gentes no tardaron en preguntarse, como el propio Aranda, hasta cuándo y dónde debía alargarse el conflicto. El anterior secretario de Estado insistía en que el ejército español estaba anticuado y no podría soportar una contienda de largo aliento. No se equivocaba lo más mínimo.

Los reyes reservaron a Aranda un sillón en el Consejo de Estado a modo de decano, cuya labor consistía en callar y asentir ante lo que decidieran los ministros con responsabilidades de verdad. Sin embargo, el maño era de esos hombres que mastican plomo si falta tabaco, de los que detestan los fingimientos y callar cuando toca gritar, a lo que cabía esperar que fuera el primero en reventar contra Godoy.

Durante una sesión celebrada en 14 de marzo de 1794, el aragonés y el extremeño se enzarzaron en una disputa al respecto de cuánto más debía durar la guerra contra la Convención francesa. Justo el día anterior había fallecido el general Ricardos, que se encontraba en Madrid suplicando más medios y efectivos para continuar la campaña. Su sucesor, Alejandro O’Reilly, no viviría para asumir el mando, y costó Dios y ayuda convencer a un tercero, el avezado conde de la Unión, muerto también ese año, para que se hiciera cargo del entuerto.

Convencido de que no habría mejor ocasión para negociar una paz favorable, el férreo aristócrata criticó el belicismo de Godoy con tono exasperado y hasta violento, con gestos, puñetazos en la mesa e insultos hacia el favorito de los reyes. Una vez terminado el lance, Carlos IV se detuvo junto a Aranda y le aseveró: «Con mi padre fuiste terco y atrevido, pero no llegaste a insultarlo en el Consejo». La realidad es que no había lanzado una sola palabra contra el rey, que efectivamente no era su padre, pues él no hubiera dado más importancia al incidente ni hubiera tomado partido de forma tan obscena por uno de sus ministros. Apenas regresó a su casa, el conde de Aranda fue arrestado, condenado al destierro y sus papeles registrados, se supone que para hallar vínculos masones y revolucionarios. El aragonés pasó varios meses incomunicado en La Alhambra, hasta que por motivos de salud le trasladaron a Sanlúcar de Barrameda. Allí estuvo medio recluído hasta julio de 1795, cuando se firmó la paz con Francia en los mismos términos que él había propuesto con energía tiempo atrás.

El choricero se mete en la cama regia

El viejo zorro de Aranda no erraba al estimar que las derrotas acabarían por llegar frente a la Francia revolucionaria, cuya enorme pulsión había medido de cerca como embajador en París. No solo se perdió el Rosellón y lo conquistado previamente, también Figueras, que apenas resistió, Fuenterrabía, San Sebastián, Vitoria y Bilbao. Un Godoy triunfante, no se sabe por qué, concedió indultos generales y presentó la Paz de Basilea (1795) como una atronadora victoria, a pesar de que lo que dos años antes hubiera sonado a triunfo ahora parecía un consuelo de perdedores que, en todo caso, devolvía los territorios a sus anteriores dueños, pero que en nada podía reparar las vidas y los fondos extraviados. España, además, debió reconocer a la República francesa y ceder a este país la parte española de la isla de La Española, cuyo nombre perdió así hasta su razón de ser.

La reina y el rey concedieron a Godoy el título hereditario de Príncipe de la Paz como recompensa por sus buenos servicios, mientras que la aristocracia le colocaba una diana en la cabeza tras la humillación cometida sobre Aranda. Si que un hidalgo subiera a duque había causado gran escándalo, lo del título de príncipe provocó directamente que a más de uno y de una se le saltaran los lunares postizos más lejos que los dientes de un boxeador. Ni Cristóbal Colón, ni Hernán Cortés, ni otros héroes militares habían aspirado a un reconocimiento así, reservado en Castilla únicamente a los hijos de los reyes.

Los enemigos de la reina dirían que el choricero de Castuera, mote referido al pueblo paterno de Godoy, estaba birlando estos títulos destacándose entre los muchos amantes de María Luisa, cuyos devaneos sexuales no incomodaban al rey, cornudo, muy cornudo y demasiado bondadoso o iluso como para llamar al orden a su esposa. El galán extremeño habría conquistado así la voluntad de la insaciable reina con su falsa gallardía, sus melosas canciones acompañadas de la guitarra española y, a las bravas, por la virilidad de su musculatura. Los pasquines más agresivos llegaron a relatar que Godoy pegaba en público a la reina para mostrar quién mandaba en España y que el rey, algo afeminado, era la tercera pata de un trío sexual bien calibrado.

Todas ellas mentiras calenturientas, alimentadas por la desgana que mostró María Luisa a la hora de desmentir los murmullos sobre su vida y de atenerse a los convencionalismos. La relación de los reyes con Godoy era más extraña que la que hubieran mantenido con un amante, aun cuando carecía del componente sexual. Los historiadores que se han acercado a este trío desde postulados templados han concluido que la dependencia que desarrolló primero la reina y luego el rey, siempre supeditado a su mujer y prima, tiene más que ver con la de un amigo o un familiar que con la de un ministro o un burócrata. Que unos gobernantes que se creían puestos en el trono por designio divino trataran de tú a tú a un noble de provincias resultaba igual de insólito que si le hubieran metido directamente en su alcoba. María Luisa actuó con él como si fuera el primogénito que sí que tuvo, pero con el que nunca congenió, e incluso trató a las amantes de Godoy con el mayor afecto.

Manuel Godoy no conquistó el cariño de la reina tocando la guitarra o cantando, pues ni sabía hacerlo ni era una sirena extremeña. Tampoco en la cama. La reina era objeto de un rígido control en el que hasta el acto más íntimo estaba monitorizado por azafatas y mozas de retrete. Cuando María Luisa dormía en el mismo cuarto que Carlos, en la habitación contigua acechaban los Monteros de Espinosa (la guardia de la alcoba real), pendientes de que el acto sexual no pusiera en riesgo la salud del monarca. Una infidelidad femenina era casi imposible en un régimen de esa naturaleza, en donde Godoy se coló por casualidad.

Según la versión más aceptada, en septiembre de 1788 el cortejo de los aún príncipes de Asturias viajaba de San Ildefonso a Segovia cuando se desbocó el caballo de este guardia de corps, cuya labor era escoltar a María Luisa. El adonis extremeño dio con su galantería contra el suelo, pero «lleno de coraje dominó al caballo y volvió cabalgando». A la princesa se le hizo Pepsi-Cola la parte baja de la espalda con tal acrobacia. Recomendó a su marido que promocionara a ese joven, procedente de una familia noble de Extremadura, hasta una posición inédita. Desde tiempos de los Habsburgo ningún noble español había acaparado tanto poder, ni tantas antipatías.

Lo que pocas veces se menciona es que Godoy inició su mandato con grandes apoyos populares, sin deudas con el pasado, y que ejerció su trabajo con esmero y pasión, sin más aficiones ni deberes que cuidar de su yeguada, coleccionar arte y hacerle la corte a la reina. En deferencia a ella se reservó siempre el puesto de secretario personal de la italiana. A diferencia de Floridablanca y Aranda, el extremeño conservó el contacto con el pueblo y celebró numerosas recepciones públicas, donde se mostraba cortés y atento, especialmente si el pedigüeño iba acompañado de una hermana o una hija en edad casadera. «Pleito así defendido nunca se pierde», apuntaba Blanco White sobre la inclinación del ministro principal por las señoritas hermosas.

Feas o guapas, del gusto de Godoy o no, las mujeres ganaron gran protagonismo social e intelectual en esa España ilustrada que reconocía el potencial femenino. Bajo el criterio del ilustrado Jovellanos, Dios hizo iguales a hombres y mujeres, pero «nosotros fuimos los que, contra el designio de la Providencia, las hicimos débiles y delicadas». Surgieron así tertulias culturales dirigidas por mujeres de la alta aristocracia y salones donde, además de debatir sobre la actualidad, se representaban obras de teatro y se escuchaba música. Que no se trataba de lugares inocuos donde tomar el té y hablar de moda lo prueba que la condesa de Montijo, anfitriona de uno de estos salones literarios, formara parte activa de la guardia pretoriana de Godoy hasta que un matrimonio con alguien de clase inferior y el contenido exaltado de sus tertulias causaran su destierro. Se la acusó de jansenista, movimiento que promovía una reforma religiosa y una nueva relación entre el Estado y la Iglesia. Además fue acusada de auspiciar encuentros acrobáticos entre los miembros del salón.

Ahora bien, si se trata de nobles que trituraron los convencionalismos, no hay parangón con la XIII duquesa de Alba. Huérfana de padre en la más tierna edad, su abuelo la casó a los doce años con su primo el duque de Medina-Sidonia, joven cultivado, melómano y muy vinculado con la realeza por su amistad con don Gabriel, el más querido de los hijos de Carlos III. No en vano, sería un error colocar la biografía de Cayetana como un apéndice de la de su marido, pues con solo catorce años la niña educada y erudita se convirtió en duquesa de Alba por el fallecimiento de su abuelo y debió asumir la cabeza de una de las casas más poderosas del país. Con cincuenta y seis títulos nobiliarios sobre sus elegantes hombros, Cayetana se reveló como una mujer irresistible, imprevisible y de carácter abierto, que reunió en el palacio del Barquillo y en el palacete de la Moncloa (hoy residencia del presidente del Gobierno) a una corte de literatos y artistas. Lo cual no le impidió codearse con toreros y demás clases bajas, para lo cual salía por las noches, vestida de maja, y disfrutaba de diversiones vedadas a las damas respetables. Se rumorea, entre las muchas historias que se mueven al filo de lo verosímil, que una vez fingió ser pobre y obligó a un joven seminarista a llevarla a un café, donde comió más de lo que podían permitirse ambos, uno por falta de dinero y otra por falta de barriga, haciendo que al final el joven pagara la cuenta vendiendo sus pantalones.

El magnetismo que sus encantos encendían en ricos y pobres era legendario. El viajero francés Fleuriot de Langle expresó bien el arrebato que provocaba: «No tiene ni un solo cabello que no inspire deseo. Cuando pasa, todos miran desde las ventanas e incluso los niños dejan de jugar para mirarla». En uno de sus alardes de caridad, que alternaba con veleidades de derroche y ostentación, adoptó a una niña esclava, la negrita María de la Luz, a la que quiso como la hija natural que nunca fue capaz de parir. Archiconocida fue su rivalidad con otras damas revoltosas, como la duquesa de Osuna, pero sobre todo con la mismísima reina, con la que compitió en atuendo y lujos importando vestidos exclusivos de París. Se narra, con más cuento que certeza, que en una ocasión Cayetana plagió un diseño pensado para la reina, y vistió con la misma ropa a sus criadas con el único propósito de ridiculizarla.

Ambas mujeres se llevaban a matar, pero no por amoríos entrecruzados, sino por causas políticas. La duquesa compartía con su esposo la inquina hacia el «amigo de los reyes», que le había catapultado fuera de la política, sin embargo el choque frontal entre la reina y Godoy, por una parte, y la duquesa por otro, data del periodo en el que la aristócrata, ya viuda, empezó a frecuentar a Antonio Cornel Ferraz, maduro militar enemistado con el Príncipe de la Paz. En una carta del 5 de septiembre de 1800, Godoy reconocía a los reyes que «la de Alba y todos sus secuaces deberían estar sepultados en el abismo» debido a su amistad con Cornel, que, según expresó en otra nota, «no debe existir».

Lo afilado de estas rivalidades sembró de dudas la repentina muerte de la duquesa a los cuarenta años, en la calle Barquillo, víctima supuestamente de una fiebre. Frente a los rumores de envenenamiento, Carlos IV reclamó una investigación que no halló indicios criminales, como tampoco lo hizo el XVII duque de Alba cuando, en 1949, exhumó el cadáver y concluyó que había fallecido por una meningoencefalitis. La desaparición de los dos duques sin dejar descendencia fue una auténtica tragedia para las ilustres casas de Alba y de Medina-Sidonia, que se vieron obligadas a repartir los títulos en varias ramas menores, muchas emparejadas lejanamente con la familia Álvarez de Toledo. La mayoría de los títulos de Cayetana, entre ellos el Ducado de Alba, pasaron a manos de su pariente Carlos Miguel Fitz-James Stuart y Silva, VII duque de Berwick, descendiente lejano de ese general británico que ganó España para los Borbones.

Lo mismo ocurrió con la sublime colección de arte y joyas de la duquesa, que saltó disparada en varias direcciones y de la que Godoy y la reina sacaron buen provecho a bajo precio.

Uno de los nuestros

Godoy no se conformó con ser un grande de España o con ser tratado como una «criatura» de los reyes. Su meta final era entrar en el club más selecto, ser uno de ellos, uno de los Borbones. El tercero en discordia o en concordia, según se mire, en el matrimonio regio. Así lo pretendió cuando se casó con la condesa de Chinchón, la hija del infante Luis, que había sido despojado de todo derecho en el anterior reinado. Con la complicidad de los reyes, la familia de Luis de Borbón fue restablecida en su honor y se les permitió apellidarse como tales. Godoy se sintió de esta forma un miembro de pleno derecho de la familia real y empezó a actuar con ademanes principescos, entre otros caprichos vistiendo a los criados de su corte madrileña con medias rojas, derecho reservado de forma exclusiva a la realeza.

Carlos y María Luisa consintieron esta y otras ocurrencias de su amigo, hasta que se presentara en público y con exhibición junto a su célebre amante Pepita Tudó, no ya como un Borbón de Badajoz, sino como un Borbón de Versalles. El idilio con esta andaluza de padre militar perduró durante su matrimonio y colocó a ambas mujeres, esposa y amante, al mismo nivel público. El escritor Gaspar Melchor de Jovellanos, con ocasión de la comida que le ofreció Godoy en el Palacio de Grimaldi por haber sido nombrado ministro de Gracia y Justicia, cargo que le duró cosa de un año, anotó la honda impresión que le supuso ver sentadas a la mesa a las dos mujeres y al galán, en medio, como si de un sultán se tratara: «A su lado derecho, la princesa; a su izquierdo, Pepita Tudó. Este espectáculo acaba en mi desconcierto. Mi alma no pudo sufrirlo. Ni comí, ni hablé, ni pude sosegar mi espíritu. Huí de allí».

La ponderación no se contaba entre las virtudes de Pepita Tudó, que con ropa o sin ropa era una promesa de luz cegadora, hermosa a rabiar, tan peligrosa como encantadora. Una leyenda urbana casi irrompible sostiene que Goya usó a la duquesa de Alba, protectora y amiga suya, quién sabe cuánto de íntima, como modelo para sus famosas majas, la vestida y la despelotada. Hoy, en cambio, la historiografía se decanta por la tesis de que el verdadero cuerpo retratado no fue otro que el de la Tudó. Y por si faltan pruebas, la primera noticia documental que se tiene de estas telas las sitúa en la casa de Godoy, en 1803, cuando la duquesa ya había muerto. Aún hoy se desconoce, en cualquier caso, para qué querría adornar el Príncipe de la Paz sus paredes con su amante desnuda junto a su amante vestida, o si, como alguna mente sabrosona ha apuntado, se trataría de un juego fetichista donde un cuadro tapaba a otro a través de un moderno mecanismo que giraba según se le antojaba al voyeur.

Fernando VII confiscaría el cuadro años después, y en 1815 la Inquisición secuestró la obra por «obscena» y levantó una causa contra Goya para saber las circunstancias de su gestación. Tampoco entonces se resolvió uno de los mayores enigmas de la historia del arte. El pintor de Fuendetodos obtuvo la absolución del tribunal por merced del cardenal Luis María de Borbón y Vallabriga, su gran protector entonces y quien le iba a encargar obras maestras como La carga de los mamelucos o El tres de mayo de 1808, al que, sin embargo, su parentesco no le convidaba a meterse en esas zarzas. Su hermana era la esposa legal de Godoy, la condesa de Chinchón, quien, como es obvio, detestaba el harén que su marido había montado. Tanto se hartó del oprobio la nieta de Felipe V que, hacia 1808, cuando se escucharon aceros desenvainados, tomó las de Villadiego y se fue a vivir precisamente con su hermano. Nunca quiso llamarse Princesa de la Paz, siempre condesa de Chinchón. Y no quiso saber más de la hija que tuvo con Godoy, Carlota, apadrinada por los reyes, que sí acompañaría a su padre en su éxodo por Europa.

Ni su amante ni su esposa fueron la pareja más fea que Godoy tuvo que sacar a bailar. Tras el periodo del Terror orquestado por Maximilien Robespierre, las aguas se calmaron en Francia con el moderado Directorio, al que le siguió el Consulado, donde un militar corso cobró rápido preeminencia. Hacia 1796, Napoleón Bonaparte era un general de brigada destinado en Italia con porvenir militar, pero no muy conocido en su país. Menos de una década después, era emperador de los franceses y rey de Italia. Resultaba inevitable que los destinos de España y de aquel recaudador de coronas colisionaran en algún punto, más si cabe cuando fue el propio Príncipe de la Paz quien tendió puentes con el Directorio a través de un calamitoso tratado contra Inglaterra. A unos primeros tropiezos de Gran Bretaña en Terranova, el Caribe y otros frentes, le siguieron auténticos descalabros españoles, como la derrota del Cabo San Vicente, en las costas de Portugal, que presagió que la Armada se encaminaba hacia el desastre a causa de sus peligrosas amistades.

Los fracasos militares, los escándalos y el estruendo de las tripas hambrientas por las malas cosechas predispusieron a los españoles para la conspiración. La primera de las conjuras contra Godoy tuvo un punto de surrealismo propio del personaje y del momento. Un maestro de niños llamado Juan Bautista Picornell se hizo conocido en Salamanca por la sabiduría de su hijo, de tres años, al que había educado en un revolucionario e ilustrado método pedagógico. Durante hora y media fue respondiendo a más de quinientas preguntas del saber divino y humano, en un espectáculo más circense que educativo en las calles de la ciudad castellana. Años después, a principios de 1795, Picornell andaba por Madrid en penurias económicas cuando decidió tramar, junto a otros maestros y opositores a cátedras, contra Godoy y a favor de una especie de monarquía constitucional. Su arsenal estaba tan lleno de manuscritos y folletines como falto de armas reales.

La trama de pacotilla fracasó, como cabía esperar, antes siquiera de comenzar, una vez que varios compinches del maestro de primeras letras delataron al cabecilla. No obstante, las condenas a muerte de los líderes fueron conmutadas, al fin, por destierro perpetuo en las Indias españolas, de las que no tardaron en fugarse a las colonias galas. Peor fue la suerte del niño prodigio, de unos trece años, condenado por la justicia a una orden de alejamiento el resto de su vida de cualquier libro y a aprender en España algún oficio artesano de esos que tanto agradaban al rey, «para que no pueda incurrir en los desvaríos de su padre». Mano de santo contra los quijotes que poblaban el país.

El siguiente de los golpes contra Godoy llegó de un lugar tan poco sombrío como el mundo de la ciencia, en particular desde el marino ilustrado por antonomasia en España. El amor del padre de Carlos IV por la naturaleza se contagió a su reino, de manera que ningún otro país realizó, solo o asociado a otra corte, tantas expediciones científicas. Un total de sesenta y tres durante la Ilustración, que colocaron al Imperio como una potencia mundial en botánica y química. Justo coincidiendo con el cambio de reinado, se desarrolló la famosa expedición de Alejandro Malaspina y José de Bustamante y Guerra, que recorrió las costas de toda América desde Buenos Aires a Alaska, las Filipinas y Marianas, de Vavao hasta Nueva Zelanda y Australia, acumulando una cantidad ingente de material sobre especies botánicas y minerales, así como observaciones científicas de todo tipo (llegaron a trazar sesenta nuevas cartas náuticas).

A su regreso a Cádiz el 21 de septiembre de 1794, Malaspina presentó unos informes cargados de comentarios políticos a Godoy, quien juzgó en esos días de agitación poco oportuno introducir cambios en los territorios de ultramar. El marino de orígenes italianos fue recompensado con el grado de brigadier de la Armada y celebrado como un «nuevo Cook», si bien no le fue concedida la Secretaría de Marina para la que se creía capacitado. Su popularidad le abrió las puertas del Palacio Real y le transmitió la falsa creencia de que podía influir en las abducidas mentes de los reyes.

Puede que supiera mucho sobre navegación y ciencia, pero Malaspina demostró un desconocimiento total sobre los vientos de palacio. Hizo llegar a los reyes, por medio del confesor real, un texto criticando la administración de Godoy y presentando un nuevo equipo de gobierno encabezado por él mismo, con aristócratas como el erudito duque de Alba e ilustrados como Jovellanos. Al Príncipe de la Paz proponía enviarle a La Alhambra a pudrirse tranquilamente. Menos daño se hubiera infligido Malaspina de haberse comido un erizo crudo en ese mismo instante. Sin ánimo de cruzar Sierra Morena con grilletes, Godoy contraatacó esgrimiendo ante Carlos IV que el navegante había incurrido en ideas «sediciosas» con unos textos «demasiado adictos a las máximas de la revolución y la anarquía», lo que no era verdad, pero equivalía en ese momento a decir que era un comunista masón bolivariano y yihadista tan malvado como peligroso.

En abril del siguiente año, Malaspina fue arrestado y condenado a diez años y un día de prisión, no en el sur, sino en el norte, en el temido presidio de San Antón de La Coruña. Hubo quien afirmó que el arresto se debió, tanto o más que a la conspiración, a que el marino había comentado un libelo denigrativo que enumeraba la supuesta lista de amantes de la reina. En 1802 fue desterrado a Italia, donde moriría con la añoranza de volver a España incrustada en el pecho. El grueso del material atesorado en la expedición ilustrada permaneció inédito durante casi un siglo.

Pero, sin duda, la constante espada de Damocles sobre la cabeza de Godoy fue el primogénito de los reyes, celoso de que el favorito acaparara tantas atenciones paternas, las mismas que la rigurosa etiqueta cortesana le hurtaba a él y a sus hermanos. El partido de Aranda, ya sin Aranda, se cobijó en el cuarto del príncipe de Asturias junto a todos los aristócratas descontentos con el fulgurante ascenso de Godoy. El joven Fernando tenía tatuada la desconfianza en cada gramo de carne y no tardó en dejarse influir por los que anhelaban ocupar el puesto del amigo de sus padres. Uno de sus preceptores, el ambicioso clérigo Juan Escóiquiz, engañó a todos con una falsa apariencia de sabio, humilde y bondadoso, incluido a Godoy, que fue quien le recomendó para el puesto. Pero era tan bondadoso como Judas o el payaso de It. El resultado de sus maquinaciones condujo al clérigo hasta su destitución y excavó un abismo entre sus padres y el príncipe cuando solo era un adolescente. En agosto de 1800, la reina explicaba a su criatura Godoy cómo percibía a la sangre de su sangre:

¡Ay! y cuánta razón tienes en cuanto dices, harto siento ver no es como su padre ni como yo […]. Le dijimos a Fernando lo que en la tuya nos dices, añadiéndole que debía siempre de estimarte, apreciarte y quererte, como nosotros lo hacemos.

Que fuera un ser abyecto tenía un pase, no así que escatimara cariño hacia el Príncipe de la Paz. Eso era imperdonable en palacio y reservado, parece ser, a las mentes más clarividentes del lugar. Entre esos díscolos abonados al cuarto de Fernando estaba el hermano del rey, don Antonio Pascual, cuya vida pasó inadvertida hasta para él. Entre los hijos de Carlos III hubo fiesteros como Fernando de Nápoles, eruditos como Gabriel y alguien tan inclasificable como este Antonio, hueco como un alcornoque, a decir de los que trataron con él. A excepción de su inquina hacia Godoy, está acreditado el total desinterés por los negocios políticos de un señor, casi idéntico físicamente a su hermano, que dedicó su vida a los telares de bordar y a tocar la zampoña, que no la zambomba. Lo que hoy se designa como flauta peruana. Cuando la Universidad de Alcalá le regaló el título de doctor a este poco amigo del estudio, las bromas no fueron pocas ni poco crueles. Que seres humanos del talento de Fernando o Antonio integraran la resistencia a Godoy da cuenta del nivel de las conspiraciones que estaban por venir.

El pintor real que más hizo por la república

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