Los Borbones y sus locuras

Los Borbones y sus locuras


7. Fernando VII: Cuidado con lo que se desea » Un rey «chocho» entre médicos liberales

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7. Fernando VII: Cuidado con lo que se desea

La leyenda del Borbón prometido, que habría de regresar algún día del cautiverio para liderar la nación, avivó el espíritu de lucha de los españoles durante la Guerra de Independencia. También sirvió para tentar a unos cuantos pícaros. A principios de 1813, un capitán del ejército que se hacía llamar Luis de Borbón, supuesto hijo del decapitado Luis XVI de Francia, escribió a la regencia pidiendo que le sacaran del calabozo en el que habían tropezado sus huesos. El farsante se quejaba de las miserables condiciones en las que vivía porque los captores no apreciaban lo suficiente su «sanguinidad». Otros impostores intentaron hacerse pasar directamente por vástagos de Carlos IV para lograr las ventajas y el cariño que el pueblo estaba deseando entregar a la dinastía en cuyo nombre luchaba. Así fue el caso de un fraile que desde un convento en Arcos de la Frontera proclamó ser Carlos María Isidro, aunque lo hizo de forma tan chapucera que firmó la carta como Carlos Clemente y en un tono demasiado sumiso para un infante. Difícilmente hubiera sido peor rey cualquiera de estos malandrines que el verdadero prometido.

El lema «religión, patria y rey» unió a los españoles en la Guerra de Independencia, que se saldó con más de 250 000 muertos, el patrimonio artístico barrido por los franceses, los huesos del Cid Campeador desenterrados por diversión y La Alhambra a punto de ser dinamitada, aparte de que el conflicto sumió el país en una recesión industrial y científica de la que tardaría en salir. El segundo mayor telescopio del mundo, que estaba en lo que hoy es el parque del Retiro, fue destrozado por los franceses, mientras que los aliados británicos aprovecharon su paso por la península para bombardear fábricas que competían con sus productos. Porque no es cierto que Bonaparte abriera la puerta al progreso y a la libertad en España, sino más bien a la muerte y a la fractura entre paisanos. La separación entre patriotas y afrancesados preconfiguró la lluvia de guerras civiles que estaban por caer sobre uno de los países europeos que, hasta el siglo XIX, menos contiendas de este tipo había registrado en su historia.

Si los restos de España aguantaron en pie a pesar de todo fue por la esperanza de que Fernando VII, un joven maltratado por Godoy y secuestrado por Napoleón, volvería pronto de la pesadilla que él y sus familiares vivían en Francia. Parecía imposible dilapidar ni en un siglo el amor del pueblo español por ese rey salvador. Y entonces llegó el hombre, el tipo deseado, para hacer posible lo imposible.

Un cautiverio de mentirijilla

Desde el 10 de mayo de 1808 hasta marzo de 1814, Fernando, su hermano Carlos y su tío Antonio Pascual vivieron cautivos en el castillo de Valençay, palacio rústico rodeado de la nada por todas sus partes, bajo la estrecha vigilancia gala y las supuestas humillaciones del dueño de la propiedad, Charles Maurice de Talleyrand, quien ejerció tareas diplomáticas para la Francia de Luis XVI, para la de la Revolución, para la de Napoleón y para la de la Restauración. Este camaleón de fama rastrera cumplió con esmero todas ellas, algunas tan ingratas como la misión que le impuso el Gran Corso de cuidar y vigilar a la familia de Fernando.

Talleyrand bregó en atenciones hacia el trío tra-la-lá y se preocupó de que recibieran clases de baile, equitación y música para matar las horas. Exigía que para presentarse ante los Borbones se vistiera siempre ropa adecuada, lo cual no era habitual ni en la corte madrileña. Incluso puso en su entorno a un grupo de hermosas mujeres con la doble tarea de dar calidez a la casa y desplegar oídos afines en el lugar. Fernando, entonces viudo, lo consideró una ofensa y un plan del antiguo clérigo para atraerles a su mundo de pecado.

El que fue una vez obispo de Autun arrastraba reputación de incansable libertino, a pesar de su aparatosa cojera, desde que protagonizó un amorío con la esposa de Charles Delacroix, ministro de Relaciones Exteriores, al que reemplazó en el cargo y en su propia alcoba. Del estruendoso affaire nació Eugène Delacroix, el gran pintor romántico de Francia, que colocó a la libertad con los pechos al aire guiando al pueblo, y brotó sobre todo la leyenda de Talleyrand como semental. El trato del exclérigo a los Borbones fue, en todo caso, impecable y no justifica las acusaciones que desde España disparó el obeso cura Blas Ostolaza de que intentaba pervertir sexualmente a los inocentes príncipes con una «miscelánea de damitas polacas, inglesas y naturales del país». Gigantesca hipocresía procedente del que habría de ser un habitual en las correrías nocturnas, mujeres y alcohol mediante, desatadas por el rey años después en Madrid.

La marcha de Talleyrand a los pocos meses deterioró la calidad de vida de los huéspedes, que a pesar de las sucesivas reducciones de presupuesto ingresaban más de lo que gastaban, pues en un lugar tan aislado no había margen para tirar el dinero más que en caros abalorios decorativos. Al igual que su padre, Fernando VII amaba llenar las estancias de sus palacios con relojes, candelabros y lámparas de gusto francés, como si fuera una mueblería. Lo que sí amargó la estancia en Valençay a los españoles fue la progresiva retirada de la nube de criados y consejeros que Napoleón no estaba dispuesto a costear y que, eso era evidente, solo servían para intrigar. La monotonía consumió al trío de Borbones, cuya estancia aburrió hasta a la policía imperial encargada de informar de su actividad o, más bien, de la falta de ella.

Ahora bien, no consta en ninguna parte que les faltara comida en la mesa o que la vida de Fernando corriera peligro en sus seis años en Francia. Pero ni siquiera un terror mortal hubiera justificado tanto pasteleo en su relación con Napoleón. Su actitud servil le llevó al punto de organizar una fiesta con brindis, banquete, concierto, iluminación especial y un solemne tedeum con ocasión de la boda de Bonaparte en 1810 con su segunda esposa, María Luisa de Austria. Ni una vez desaprovechó Fernando la oportunidad de felicitar al emperador y a su hermano José I por el «placer» que le causaban sus victorias sobre los insurrectos españoles, y lejos de tratar de fugarse de Valençay, delató a los agentes que desde Cádiz y Londres procuraron liberar al deseado indeseable.

Sus únicos actos de espaldas a Napoleón consistieron en chantajear a los comerciantes que acudían al castillo a vender objetos de lujo y en mandar amenazantes cartas a distintas juntas provinciales con el fin de que apoquinaran dinero a su regia persona, porque, al estar los españoles ganando la guerra a los franceses, habían perjudicado su subsidio. Con el país roto y la hacienda abierta de par en par, lo último que le faltaba a las autoridades españolas era recaudar monedas para que el ilustre preso se comprara el enésimo sable decorativo o un cuadro religioso que tapara las obras maestras «indecentes y deshonestas» de Talleyrand. En resumen: diga lo que diga la propaganda fernandina, enseñar a bailar a un espécimen tan poco saleroso fue lo más parecido a un tormento que los galos sometieron a Fernando en Valençay.

Fernando pactó con Napoleón en marzo de 1814 su regreso al trono a cambio de que las tropas británicas salieran junto a las francesas del país, lo cual era un pésimo trato cuando las huestes de José I ya habían sido derrotadas. Lo bueno en este caso es que, fiel a su zorrería, el monarca no iba a cumplir los compromisos con el emperador de los franceses, a punto de ser derrocado por una alianza de los grandes reyes europeos. Es más, si Napoleón todavía conservaba París para esas fechas era debido a que, tras vencer al corso en combate, el mujeriego, impulsivo y borracho general prusiano Von Blücher, de setenta y dos años, sufrió a las puertas de la capital un ataque de nervios y se quedó ciego, convencido de que estaba embarazado y que llevaba en su seno a un elefante engendrado por un francés.

Una vez entró el rey por España, representantes de la regencia y de las Cortes establecidas en Cádiz esperaron en Madrid a que Fernando acudiera a jurar el texto constitucional que limitaba su poder. Aguardaron hasta que les brotó barba blanca y arrugas, con una ingenuidad que resulta enternecedora, como si al Coyote le hubiera dado por pensar que el Correcaminos iba a entregarse por las buenas. El soberano ganó tiempo para no revelar su posición, dando ambiguas respuestas a los constitucionalistas y bañándose en las masas. Allí por donde pasaba acostumbraba a retirar los caballos para que fueran una treintena de jóvenes de cada población los que tiraran con cintas elásticas de la carroza real. Era la particular forma de escenificar lo mucho que le querían aquellos animales suyos.

Si el Borbón no va a la montaña, el Borbón va al Borbón… Al final fue el presidente de la regencia, el cardenal Borbón, el que se desplazó a Valencia a ver a su primo y entregarle un ejemplar de la Constitución liberal que se había promulgado en su nombre durante la guerra. Según fabuló el periódico absolutista Lucindo, la cita al norte de Valencia colocó a ambos carros frente a frente, como dos toros a punto de embestirse. El rey descendió de su transporte y esperó a que se acercara el cardenal, que al final claudicó y fue hasta él. Fernando fingió no haberle visto y le extendió la mano para que la besara. El presidente de la regencia intentó bajársela y el rey procuró levantarla. Después de unos segundos eternos, Fernando ordenó a su primo: «Besa», y el clérigo obedeció. Como si el beso fuera un gol por la escuadra al liberalismo, el periódico absolutista finalizó su crónica con un nada imparcial: «¡Triunfaste, Fernando!».

El cardenal Borbón regresó a su archidiócesis, de la que no saldría en muchos años, para dar cuenta de que la causa constitucional estaba perdida. Fernando VII no estaba por la labor de jurar la Constitución de Cádiz, que menguaba sus tareas ejecutivas y entregaba a las Cortes el poder legislativo. Aspiraba a ser «un rey absolutamente absoluto», reinar sin ataduras, como bien postuló con su apoyo a los sesenta y nueve diputados serviles que suscribieron en abril de 1814 el Manifiesto de los Persas, llamado así por su pomposo encabezamiento: «Era costumbre de los antiguos persas pasar cinco días de total anarquía después del fallecimiento de su rey…».

El texto atacaba punto por punto las medidas de las Cortes de Cádiz y daba el pistoletazo de salida a un golpe de Estado para arrebatar a los constitucionalistas el poder. La represión se abalanzó por sorpresa sobre los liberales. Sorteando las leyes del reino, Fernando se ensañó con las gentes que habían derramado su sangre en nombre de los Borbones contra Napoleón y los acusó de delitos de lesa majestad. Las placas en nombre de la Constitución fueron arrancadas, los líderes liberales encarcelados y la Inquisición restablecida como un órgano de represión político. Fernando pasó a la historia como el único rey en los tres siglos de Santo Oficio que presidió una sesión de trabajo de este tribunal. En ese clima de terror, un simple grito de «¡viva la Pepa!» podía costar la vida al infortunado que lo lanzara.

¿Apoyó el pueblo aquella traición a la Constitución de Cádiz, una de las más democráticas de su época? De espaldas a la realidad, gran parte de España seguía aferrada a la imagen ficticia de Fernando incubada cuando era príncipe de Asturias. Al igual que esos adolescentes que fantasean sobre sus futuras parejas sin haber intercambiado una palabra con ellas, hasta los liberales se dejaron engañar por el mito, sin reparar en la poca bondad de un ser humano que había alentado que a su madre la llamaran «depravada» y «vieja loca» y que había instado a Napoleón a admitirle como hijo adoptivo. Pocas veces un material tan endeble sirvió para tallar una estatua heroica, pero, con las heridas de la guerra abiertas, la mayoría de españoles se agarró a una mentira ardiendo que deseaban creer.

El arma secreta de un mentiroso compulsivo

Engañó a sus padres, a Europa y a Napoleón. A sus mentores y amigos. A sus esposas. A los liberales y, para que no tuvieran envidia, también a los absolutistas. No una, sino muchas veces. Fernando VII desafió aquella máxima —atribuida a Abraham Lincoln— de que se puede engañar a todo el mundo algún tiempo, se puede engañar a algunos todo el tiempo, pero no se puede engañar a todo el mundo todo el tiempo. Él lo logró conservando además la consideración del pueblo español, que lo vio como un monarca inocente y virtuoso hasta casi sus últimos días de vida. El cómo consiguió embaucar a tanta gente y durante tanto tiempo entra dentro de los grandes misterios de la humanidad, junto a cómo se construyeron las grandes pirámides de Egipto o por qué le negarían a Sócrates los permisos para montar una guardería.

La respuesta más aproximada apunta a la dificultad de derribar un mito cuando se ha invertido tanta sangre para erigirlo y a una habilidad del soberano no lo bastante valorada. Al contrario que otras personas taimadas, Fernando no asumía una actitud reservada o ambigua por si las moscas, sino que se decantaba por hacerse el disminuido mental con la gente que acababa de conocer. Prefería que le tomaran por tonto a que le cercaran por listo. Hacerse el simple fue el arma predilecta de este maestro del disimulo, junto a su costumbre de dejar entre sus palabras y sus últimas decisiones un margen de maniobra insoportable para que su voluntad pudiera cambiar en el momento oportuno.

A su retorno a España deslizó a los liberales que juraría la Constitución, mientras prometía a los absolutistas restablecer la Inquisición y a los afrancesados facilitar su retorno. A alguno de ellos los estaba engañando, cuando no a todos. Napoleón, que alardeaba de conocer bien la naturaleza humana, patinó por completo en su juicio sobre Fernando, para quien mentir era como respirar: «En cuanto al príncipe de Asturias, es un hombre que inspira escaso interés. Es un estúpido, hasta el punto de que no he podido sacarle una palabra. No responde a cualquier cosa que se le diga; aunque se le reprenda o se le hagan cumplidos, jamás cambia el semblante».

Su primera esposa, desesperada ante tanta mediocridad en tan poco espacio, también detectó el uso indiscriminado que Fernando hacía de su abulia: «Me vuelvo hacia el lado interior, ¿y qué veo?: un marido que ni siquiera entiende lo que digo, aunque le hablo en su lengua; que me hace enrojecer con sus groserías con la gente y que cuando se le mencionaban cosas sabias, sale hablando de comida o de paseo, y repite las palabras».

Entre los muchos defectos de Fernando, una criatura desconfiada, glotona, vulgar, pesetera, egoísta, autoritaria, cobarde, hipócrita, mentirosa, malvada y peligrosa, no encuentra tanto acomodo como se suele pensar la falta de inteligencia. De lo contrario no hubiera podido engañar a tanta gente. Era más astuto de lo que siempre apreciaron sus enemigos e incluso albergó algunas inquietudes culturales.

De niño le chiflaba leer libros de historia sagrada y de la Antigüedad, y cuando no levantaba un palmo del suelo ya había formado una biblioteca particular de cierta entidad, aunque en verdad solía interesarle más la encuadernación y cortar los pliegues desiguales, que el contenido. Una de las primeras cosas que le enfrentaron a Godoy fue que este obstaculizara la publicación de la traducción que Fernando hizo al español de Histoire des révolutions arrivées dans la Repúblique Romaine, obra muy popular sobre los últimos años de la República romana pero que entonces espantaba por la palabra «revolución» de su título. Solo él era capaz de una elección tan inoportuna.

En la prisión en Valençay, los libros volvieron a estar muy presentes en su vida gracias a la imponente biblioteca que Talleyrand puso a su disposición. Fernando y su hermano vivieron el cautiverio rodeados de obras de Rousseau, Montesquieu, Voltaire y otros libros prohibidos por la Inquisición, como Don Carlos, de Friedrich Schiller, sacrosanto de la Leyenda Negra. Amén de que fue en su reinado cuando se habilitó, a sugerencia de su segunda esposa, el Real Gabinete de Historia Natural, construido por Carlos III, como Museo del Prado. Solo por esa aportación a la cultura, los españoles atesoran una razón para no ver al rey como una abominación salida directamente del averno.

Fernando VII no tenía un pelo de tonto. De hecho no le quedaba pelo. Tras perderlo muy joven portó el resto de su vida un peluquín. A su media estatura y una obesidad fuera de control (en 1821 pesaba ya 103 kilos), el abotargado Fernando sumaba una cara alargada con los maxilares deprimidos, parecida a la de un cromañón. Sobre este Pedro Picapiedra del absolutismo, diría el sacerdote liberal García Blanco que se parecía a «un bípedo de gran potencia, atronado y atrevido […], grande solo de cuerpo y de facultades corporales; en todo lo demás y en pensamientos, escaso; muy vulgar al expresarse y al proceder».

Lo grotesco de su aspecto físico empeoraba la mala impresión que despertaba el que por derecho propio se alzó como uno de los reyes más impopulares de Europa, un tirano anclado en el pasado y sin más palabra que la de una serpiente. Empleaba con frecuencia la expresión «¡carajo!» y otras groserías, que se contagiaba rodeado del pueblo llano, tanto al hablar con reyes como con panaderos. Los diplomáticos que trataron con él coinciden en que su campechanía derivaba en vulgaridad, que no exhibía problemas en enunciar ideas simples, aunque se atoraba cuando debía explicar algo más complejo. Los chistes de pedos y de gente que se tropieza atraían su atención del mismo modo que a un chimpancé un espejo o a Vlad Drăculea las empalizadas.

A sus enemigos los trataba como a perros. A sus amigos, simplemente, mal. Usaba a la gente en su favor y no dudaba luego en desecharla cuando ya no servía a su provecho o invadía ámbitos que consideraba propios del rey absoluto. A su fiel preceptor Juan Escóiquiz le nombró director de la biblioteca particular del rey, pero le cerró la puerta a un cargo de responsabilidad o expuesto al público, y con el tiempo acabó desterrándole. Otros muchos colaboradores de Fernando se balancearon igual entre el amor y el odio del soberano. A falta de afrancesados y liberales, probablemente los más preparados del país, Fernando se rodeó de personas cuyo mayor talento era su fidelidad ciega y que, a su vez, procuraron sacar el máximo beneficio personal a su cargo antes de recibir la regia e inevitable patada. «¡Al carajo!».

Sus gobiernos se caracterizaron así por la volatilidad del amo y señor del país, que en cuestión de un lustro nombró treinta ministros. La mayoría duró menos de doce meses en el puesto, algunos no sobrevivieron a la semana y unos pocos ni siquiera tomaron posesión del cargo. Lo más parecido a un ministro reformista que empleó en esos primeros seis años de reinado, Martín de Garay, recibió su cese a las once y media de la noche, con aviso de que abandonaran Madrid él y su esposa embarazada, embarazadísima, antes de la seis de la mañana. Lo más desconcertante es que ese mismo día había despachado con el rey, que se mostró más amable de lo normal y le ofreció cigarrillos, lo que solía indicar que el beneficiado caía bien a Fernando. Garay no sería el primero ni el último ministro que, tras despedirse entre gestos de afecto, se enteró de vuelta a casa que estaba despedido.

Incluso entonces muchos defendieron al rey y culparon al oscuro grupo que le asesoraba entre el humo de los cigarrillos y las copas caras. La famosa camarilla de Fernando, nombre que recibía por la estancia anterior al cuarto del rey, no gozaba de ninguna consideración institucional y sus miembros eran gente que no ejercía altos cargos y, sin embargo, sí influía en la política de manera atronadora. Este grupo de presión basado en la adulación y la intriga juntaba al calor de discusiones, chascarrillos y tramas amorosas a gente tan variopinta como aristócratas de pura cepa, militares con las manos manchadas de sangre, un barrendero de palacio y hasta el embajador ruso (fantástica idea la de compartir secretos de Estado con un diplomático extranjero). El barrendero se llamaba Pedro Collado, «Chamorro», una especie de bufón que divertía al rey con su lenguaje truhanesco y con sus ocurrencias de garrulo. Él aportaba al monarca, además de los chistes obscenos, una conexión directa con el pueblo llano, cuya opinión tanto preocupaba a Fernando.

Otros adeptos al club eran infinitamente más peligrosos que Chamorro, aunque menos pintorescos. Oportunistas silenciosos que medraron en nombre del rey en operaciones internacionales donde nadie, ni siquiera los ministros implicados, les habían dado vela. Así fue el caso de una compra de barcos de guerra a Rusia que exhibió toda la influencia de estos zánganos y su empeño en dejar el prestigio de España a la altura del betún.

La estafa de los barcos rusos

España vivió aislada de Europa en los primeros años del reinado a consecuencia de la política represiva del monarca y de su disconformidad con lo aprobado en el Congreso de Viena (1814), donde el representante hispánico, el marqués de Labrador, acudió pasado de vueltas y, a pesar de pertenecer al bando que había ganado la guerra, no sacó más que minucias del encuentro que repartió el botín de Napoleón, quien en medio de las negociaciones regresó por sorpresa de su exilio forzado en la isla de Elba para sembrar el pánico en el continente durante cien días. Una alianza de las potencias reunidas en Viena venció definitivamente en la batalla de Waterloo, cerca de Bruselas, al viejo corso, que a causa de un ataque de hemorroides no pudo subirse a su caballo y dirigir la contienda en primera línea, como siempre hacía. Observó su última derrota desde su tienda de campaña mientras se daba baños para paliar el dolor y permanecía medio adormilado por el efecto del láudano. No fue por ello más suave su caída.

Las orquestas de Viena reanudaron la música una vez solventado el pequeño gran sobresalto de Waterloo, que obligó a algunos de los presentes a enfundarse de nuevo el uniforme de batalla. Bajo majestuosas lámparas de araña, dos emperadores, cuatro reyes, once príncipes reinantes, unas 215 cabezas de familias principescas y miles de ministros, espías, hombres de negocios, aventureros, charlatanes y prostitutas fijaron el futuro de Europa durante casi un año de reuniones, cenas, conciertos, óperas, bailes y orgías. La ciudad austriaca se transformó en una Ronde erótica donde —así lo alertó la policía— las maladies galates (enfermedades venéreas) camparon a sus anchas y la delegación rusa se comportó como si el Palacio Imperial de Hofburg, con dos mil seiscientas estancias y dieciocho alas, fuera su prostíbulo particular. El zar Alejandro I bailó tanto en una jornada que se desmayó y estuvo postrado en cama varios días.

El marqués de Labrador, definido por el duque de Wellington como «el hombre más estúpido que he visto en mi vida», no supo subirse a esas negociaciones ni sacar a bailar a ninguna de las potencias triunfantes. Sin blanca y sin carisma, el representante español aportó al congreso aproximadamente lo mismo que un peine a un alopécico. España no se avino hasta 1817 a firmar este tratado que obligaba a Francia a pagar los costes de la guerra y a restablecer el patrimonio artístico robado. Una apertura al mundo que impulsó, a su vez, un acuerdo para que Inglaterra soltara también una cantidad de dinero millonaria a cambio de que Fernando cesara el tráfico de esclavos.

Con esos fondos frescos, varios carroñeros de la camarilla gestionaron la compra a Rusia de cinco navíos de línea de 74 cañones y tres fragatas de 44 piezas. El objetivo era reconstruir la Armada extraviada en la batalla de Trafalgar y, con ello, recuperar el tridente sobre los mares. No en vano, la flota rusa (aunque más bien parecía soviética) se enfrentó a varias peripecias meteorológicas antes de arribar en Cádiz, donde llegó más castigada que si hubiera tenido que enfrentarse de forma consecutiva a Francis Drake, a Horacio Nelson, a Moby Dick y a una indigestión de Fernando VII.

Ese invierno los navíos no fueron debidamente carenados ni reparados los desperfectos, por lo que cuando se pretendió utilizarlos estaban inservibles y fue necesario desguazarlos. Ni que decir tiene que unos cuantos sacaron buen provecho por mediar en la ruinosa transacción, y no porque los barcos fueran malos o antiguos, sino porque los rusos los vendieron a precio de oro. El ministro de Marina, que no formaba parte de la camarilla del rey, fue excluido por completo de la operación de compra de los barcos, salvo cuando hubo que repartir responsabilidades por la pifia.

El ministro fue cesado y la opinión pública le señaló a él como el culpable. Aquello enfureció, además, a los astilleros de Cádiz, que con una tradición naval impecable, ahora se veían privados de su oficio en detrimento de aquella birria importada.

Los miembros de la camarilla metían mano aquí y allá en nombre de Fernando. Sus zarpas se sintieron de nuevo durante la venta de La Florida a Estados Unidos por una cantidad irrisoria, cinco millones de dólares, que ni siquiera llegaron a abonar los estadounidenses, pero que lucraron a unos cuantos dueños de tierras convenientemente avisados de aquella recalificación de soberanías. Y, lo que es más grave, también se dejaron sentir durante la organización de la gran expedición militar dispuesta en 1820 para poner fin a la rebelión que se estaba produciendo en los territorios españoles de América. Un laberinto del que no supo ni quiso salir el rey Borbón.

Ya durante la guerra contra Napoleón muchas regiones americanas se habían negado a obedecer a la regencia, si bien continuaron defendiendo a toda costa los derechos al trono de Fernando, visto casi como una figura divina al otro lado del charco. Cuando la situación de rebeldía se perpetuó en la paz, el muy mortal rey contestó al amor de sus súbditos con besos de plomo y abrazos al cuello. El conflicto derivó en una guerra civil donde Simón Bolívar y otros descendientes de conquistadores se levantaron contra la supuesta opresión española y en nombre de los pobres indígenas. A ellos, los indios, les traía al pairo la causa de Bolívar, igual que a él los indios, tal vez sospechando que tras el conflicto sus condiciones, si acaso, podían empeorar. Basta un dato poco recordado para demostrarlo: la cantidad de tropas indígenas del bando realista superaba por mucho a la de los rebeldes en la determinante batalla de Ayacucho (1824).

Un capitán catalán llegó a estar tan encantado con la lealtad de sus soldados, procedentes del Orinoco, que alardeaba de ellos con otros oficiales: «Estos indios no tienen otro defecto que no hablar catalán». Tampoco es cierto, como defendió Bolívar, que el levantamiento estuviera provocado porque los criollos tenían cerrado el acceso a cargos de responsabilidad. Hubo comandantes, obispos, cardenales y hasta un virrey de México con sangre criolla. Don Joaquín de Mosquera y Figueroa, nacido en Colombia, llegó a ser rey virtual de España, como presidente de la regencia en ausencia de los Borbones.

El apoyo británico a los insurrectos y la negativa de Fernando a buscar otra solución que no fuera repartir leches del tamaño del Aconcagua enmarañaron la contienda durante diez años. Con todo, el rey estuvo a punto de ganar el lance por las armas en varias ocasiones. El envío en 1815 del militar Pablo Morillo, recordado como un villano sanguinolento en Colombia, sofocó la rebelión en todos los territorios salvo en el virreinato del Río de la Plata. Faltó solo un golpe para terminar con la guerra. Morillo se desgañitó pidiendo hasta dieciséis veces al rey que alguien le relevara como capitán general, a la vista de que, como si un conjuro inca los repeliera, los refuerzos prometidos perecían siempre en la orilla.

En septiembre de 1819, un convoy de tres barcos que se dirigía a desembarcar tropas en El Callao se vio azotado por fuertes temporales a la altura del Cabo de Hornos, el último pedazo de tierra antes de la Antártida y un testigo mudo de más de ochocientos naufragios. Dos de los barcos alcanzaron el puerto peruano en condiciones dramáticas, no así el navío de línea San Telmo, de setenta y cuatro cañones, con averías en el timón, que desapareció camino del sur con 644 almas, sin que se supiera su paradero.

¿O sí se supo? Solo un mes después de desaparecer este navío, el capitán William Smith arribó a bordo de un bergantín británico en esas mismas aguas, a lo que luego se llamaría la Isla del Rey Jorge. Hecho que se registró para la Historia como el descubrimiento de la Antártida, la legendaria Terra Australis Incognita que había permanecido invisible a los ojos de los grandes navegantes oceánicos de Portugal, España e Inglaterra. A Smith se le hizo una bola en la garganta cuando en su siguiente viaje halló en la vecina isla de Livingston los restos de un naufragio que sus hombres identificaron como pertenecientes a un navío español. Así lo describió el capitán Robert Fildes, que acompaña a Smith esos días, en su crónica:

Un cepo de ancla con aldaba de hierro y encabillada en cobre, botavaras con velas aferradas y otras vergas fueron encontradas aquí, a modo de melancólicos despojos de algunos pobres individuos desafortunados […]. Ha sido identificado y probado que perteneció a un español de 74 que fue enviado alrededor del Cabo de Hornos contra los patriotas y del cual nunca más se ha sabido desde entonces.

¿Pudo haber llegado el San Telmo a la Antártida antes que la Pérfida Albión? La respuesta tal vez la guarde la calavera de Smith que, en palabras de Fildes, se llevó a su casa el cepo del ancla para hacerse su ataúd.

Ajeno a la desventura de estos héroes de la Antártida, el gobierno español apostó sus últimas fichas en América a la llamada Gran Expedición de Ultramar, una fuerza de choque para poner fin al conflicto. O salía cara o salía cruz. Con lo que nadie contaba era con que ni siquiera se lanzara la moneda. Los moscones del rey se arrojaron de forma salvaje a la caza de comisiones que sisar y narices de gente honrada que hinchar en los puertos donde se fue congregando este ejército de 20 000 efectivos. Aquella corruptela fue el colmo. El límite, mancillado. Antes siquiera de que las tropas embarcaran hacia el Nuevo Mundo, España estalló ante el escandaloso proceder del monarca y de su camarilla. Las bayonetas apuntaron a Madrid a principios de 1820.

Libertad, libertad, libertad

El runrún entre militares era ensordecedor desde hacía años. Rafael de Riego, un teniente coronel sin suerte que esperaba, como tantos, embarcar hacia América, dio el paso definitivo el primer día del año 1820. El asturiano parió en Cabezas de San Juan (Sevilla) lo que otros habían masticado y elaborado, hasta diez conspiraciones, sin pasar de la fase embrionaria. Elevó al aire su sable y pidió al rey que jurara la Constitución de 1812, que «apaciguara así a nuestros hermanos de América» y evitara que sus hijos se alejaran de la «patria en unos barcos podridos» a luchar en una guerra injusta.

Parte de las tropas acantonadas se unió a Riego, del que se dijo que había sido regado con oro de emisarios argentinos, y lograron detener al general en jefe del cuerpo expedicionario. Por lo demás, el pronunciamiento fracasó. Ni los rebeldes consiguieron tomar la ciudad de Cádiz, ni lograron que el resto del ejército se uniera a su levantamiento. Solo se sublevaron entre 3000 y 5000 de los 20 000 hombres que se consumían esperando en Cádiz y alrededores a que atracaran barcos para salir hacia América. Muchos de los descontentos con la política absolutista no estaban de acuerdo con el objetivo de restituir la Constitución y se conformaban con una monarquía menos salvaje.

Fernando VII prestó poca atención al incidente y se limitó a esperar que los rebeldes se rindieran por completo. En los primeros días de marzo, Riego estaba a punto de refugiarse en Portugal convencido de su fracaso, cuando de forma inesperada la rebelión se extendió por el país y sumió al gobierno absolutista en el desconcierto. El rey se llevó el susto de su vida al ser informado de que las tropas acuarteladas en Madrid y la propia Guardia Real estaban a favor de la Constitución. Había quedado atrapado en su palacio, a donde entró una multitud con violencia el 9 de marzo, y trató de ocupar las habitaciones reales. Cejaron en su propósito por el anuncio del rey de que estaba dispuesto a enfundarse el traje de liberal porque lo exigía «la civilización europea», aunque debajo de la ropa se dejó por si acaso puesto el uniforme de capitán general y su manto forrado de armiño. Ya se sabe que en política siempre hay que llevar muda limpia por si acontece un revolcón.

Si Fernando VII hubiera naufragado en una isla desierta junto a un grupo de liberales con provisiones, armas y adiestramiento para sobrevivir en cualquier escenario, lo más probable es que el rey hubiera fundado su propio reino en la otra punta del lugar, en una zona escarpada y llena de serpientes, a donde se retiraría a morir de hambre, lo más lejos posible de tan infame compañía. El deseado indeseable odiaba a los liberales por encima de todas las cosas. Veía en ellos un desafío a su poder absoluto y nunca aceptó que la reconstrucción y modernización del país tras la guerra pasara por ellos.

Aun así, cuando las Cortes se restablecieron y se designó un gobierno liberal, el rey no saltó por la ventana. Se limitó a meterse en su caparazón a la espera de recabar apoyos en el interior y en el exterior, mientras a los liberales les destinaba su sonrisa más hipócrita. A Fernando no le costó jurar la Constitución de 1812 en el Salón de Reinos, abolir la Inquisición y poner fin a la persecución política. Su brindis al sol se escenificó con su conocida frase: «Marchemos francamente, y yo el primero, por la senda constitucional».

Los que poco antes estaban encarcelados o exiliados ocuparon ministerios y formaron parte de lo que el rey definió, por lo bajo, como «el gobierno de los presidiarios». Para su fortuna, nadie habló de destituirle ni de crear una república. Aquel sistema constitucional requería de la figura inviolable del rey para que funcionara y cobrara sentido. Fernando sobrevivió una vez más, presentándose como el príncipe inocente, corrompido por malvados, que el pueblo y las tesis liberales necesitaban creer a pies juntillas. No quisieron sospechar que, ese mismo día en el que prometió ser «su más firme apoyo», el monarca se puso manos a la obra para derribar ese engendro con tufillo republicano que llamaban la Pepa.

Que le gritaran por la calle «¡viva el rey constitucional!» era como si le llamaran perro pulgoso. Le sentaba como un tiro. Para cualquier monarca de la época era impensable transitar por una senda constitucional impuesta por el pueblo. Fernando se valió de los amplios poderes ejecutivos que le daba el texto constitucional para sabotear desde dentro el sistema. Su red de partidarios armó y organizó a cuadrillas de guerrilleros, «los ejércitos de la fe», para aumentar la sensación de inseguridad en los campos españoles.

La negativa de los gobiernos europeos a reconocer la Constitución de 1812, vista como un atentado al orden divino y una llamada a los principios republicanos, comprometió el futuro del liberalismo en España. Pero nada tanto como las tensiones dentro del propio sistema, entre los conocidos como liberales exaltados y los liberales moderados, y entre los masones y los comuneros, y entre las distintas logias, y entre las familias, y entre los cuñados. Todos ellos garantizaron una muerte violenta al Trienio Liberal.

Mientras las familias liberales se echaban tierra a los ojos y se mordían en la pantorrilla, el soberano mataba el rato haciendo listas de buenos y malos españoles entre los servidores y guardias de palacio, a la espera de que algún día pudieran purificar (el término religioso no es casual) el país. El cuarto del rey constitucional se convirtió en el epicentro de las conspiraciones absolutistas que Fernando orquestó valiéndose de un pintoresco método de comunicación. El monarca firmaba cartas con nombre de mujer, «Dolores» y «Dominga», entre otras féminas inventadas, donde hablaba en apariencia de asuntos baladíes, mientras que en otras partes de la misiva ocultaba mensajes con tinta simpática sobre cómo planeaba desviar la senda constitucional. No me llames Fernando, llámame Lola.

La contrarrevolución absolutista se sirvió de guerrillas, conjuras y desinformación para erosionar el sistema, pero no consiguió recabar los suficientes apoyos para derrotar de golpe a los liberales. Una de las intentonas más descaradas, que aun así salió gratis al monarca, tuvo un desarrollo a medio camino entre una película de Hitchcock y una de Billy Wilder. El 1 de julio de 1822, cuatro batallones de la Guardia Real se sublevaron y se dirigieron a El Pardo, a donde estaba previsto que acudiera el rey con su familia para librarse de la tutela de las autoridades liberales. Fernando nombró jefe de esta guardia a Pablo Morillo, el general que había acorralado a los independentistas en América, y le dio una serie de instrucciones cada cual más contradictoria que la anterior.

Al tiempo que Morillo andaba de un lado a otro como una gallina sin cabeza, el rey reunió en el Palacio Real a sus huestes de sublevados, que llenaron las estancias sin que les faltara vino o cigarrillos. En medio de ese guateque improvisado, Fernando invitó también al gobierno liberal, que legalmente estaba obligado a atender el llamamiento del rey, con el objetivo secreto de retenerlo y evitar que pudiera reaccionar ante la insurrección. Los ministros que acudieron a palacio quedaron aislados en una dependencia, sin comer durante cuarenta y ocho horas. El monarca ni siquiera le concedió un mísero vaso de agua a Francisco Martínez de la Rosa, poeta y presidente del Gobierno, apodado por su falta de carácter «Rosita la pastelera».

El día 7 de julio, las tropas de Morillo, hartas de esperar en El Pardo, marcharon a la desesperada sobre Madrid. La batalla definitiva se produjo en los alrededores de la Plaza Mayor, donde se oyeron, ya entonces, gritos de «no pasarán». Los ciudadanos armados, la Milicia Nacional y otros voluntarios liberales derrotaron a los batallones sublevados. Lejos de reconocer su responsabilidad, el rey tildó al gobierno apresado por él de incapaz frente a la crisis. Convocados de nuevo en palacio, preguntó a los ministros, algunos con la garganta todavía seca, «qué era aquel desorden, que por qué no hacían cesar aquello». No le faltaba razón, ni tampoco le sobraba. Él, que había estado en el ajo, conocía los entresijos del golpe mejor que «Rosita la pastelera» y el débil gobierno, incluido el secreto de cómo muchos sublevados habían terminado refugiados en el palacio a través de una antigua mina que conectaba con la Casa de Campo. Argumentos tenía de sobra para culparles de no haber defendido el sistema con contundencia.

Fernando se convenció de que solo con ayuda de otros reyes europeos podría recuperar su corona a corto plazo. Su primera tentativa fue llamar a la puerta del zar Alejandro I, otrora un reformista al que su victoria sobre Napoleón, el anticristo, le convenció de que había sido escogido por Dios para liderar una Europa de paz y prosperidad. Cada vez más sordo y santurrón, el zar entró en una espiral paranoica en la que percibía en todas partes la sombra de masones y liberales tramando retirarle del trono. «Imaginaba cosas que a nadie se le habría ocurrido hacer: que la gente se burlaba de él, que le remedaban ridículamente, que le hacían señas», anotó la nuera del monarca.

Tal fue la deriva mística de Alejandro que, a su muerte, se propagó la leyenda de que seguía vivo, retirado del poder como un ermitaño errante. Cuando la policía de Perm, en los Urales, detuvo años después a un viejo santón de sesenta años, ojos azules, sordo de un oído, que hablaba fluidamente el francés y conocía bien la corte, resultó inevitable sacar cierta relación. Pero ni bajo tortura accedió el anciano a revelar su pasado. Se cuenta que su bisnieto, Alejandro III, harto del mito, mandó abrir la tumba para demostrar la falsedad de la historia. La halló vacía.

La lejana y arcaica corte rusa le agradeció los elogios a Fernando VII pero le remitió a Francia por cercanía y por lo poco idóneo de que la Santa Alianza se puenteara entre sí. Tras la derrota de Napoleón, Rusia, Austria y Prusia establecieron una alianza cristiana para evitar que volviera a producirse algo parecido a la Revolución Francesa. La dinastía de los Borbones fue restaurada en el trono francés a través de la figura de Luis XVIII —orondo hermano del decapitado Luis XVI— que, a pesar de los apoyos internacionales, debió moverse con pies de plomo en un país aún sediento de cambios. De ahí las enormes reservas del francés a ayudar a su primo Fernando VII a recuperar el poder absoluto. No se fiaba de él, ni de los oscuros personajes que orbitaban en torno al salón de juegos y bebidas donde se gobernaba España.

Presionado por el resto de miembros de la Santa Alianza, el galo al fin accedió a enviar un ejército de más de 60 000 hombres, encabezado por su sobrino el duque de Angulema, con el propósito de modificar desde el extranjero el tipo de gobierno en España. Con esta intervención, el rey francés quería dar un golpe en la mesa a ambos lados de los Pirineos, recuperar el prestigio militar de su nación y, así lo anunció, «conservar el trono de España a un nieto de Enrique IV y preservar aquel hermoso reino de su ruina». Si pensaba que devolverle todo el poder a alguien como Fernando era salvar el país, Luis XVIII era muy ingenuo, aunque más bien parece que una España débil, arruinada por su primo, se le antojaba un goloso escenario para Francia.

A la entrada de los Cien Mil Hijos de San Luis en España, las autoridades liberales tomaron la decisión de hacerse fuertes en el sur de la península, como habían hecho en la guerra contra Napoleón. El rey entorpeció su marcha hacia Andalucía y, enaltecido por el sonido de la caballería Borbón, se enfrentó de forma indecorosa a los miembros del gobierno: «¡Carajo! Tengo más cojones que Dios. Tengo bastantes cojones para comeros a todos vosotros. ¡Fuera, fuera, carajo!», gritó un día para expulsar a los ministros de su cámara. Sintió el viaje como una humillación, un tormento físico y mental, una ilusión, una sombra, una ficción… No cesó de escenificar de puertas para fuera que era un cautivo de los liberales, aunque por momentos el rey parecía el secuestrador. Se dedicaba a destituir ministros solo para alimentar las discordias entre liberales y a provocar con gestos a las Cortes, ya de por sí exageradamente críticas con el trabajo de los distintos gobiernos, cuyos miembros no podían ser a la vez ministros y diputados en aquel régimen constitucional.

La locura del rey que va y viene

Los absolutistas vieron una oportunidad de rescatar al rey de las manos enemigas durante su estancia en el Real Alcázar de Sevilla, donde ejercía de teniente de alcaide un personaje tan pintoresco como leal a la corona. El escocés John Downie había acudido en 1810 a la península a luchar contra las tropas napoleónicas de la mano de los británicos, pero, dado su amor a primera vista por la historia y las costumbres españolas, se le designó para liderar a la Leal Legión Extremeña, una unidad privada de voluntarios diseñada para moverse en la vanguardia de los ejércitos realizando acciones poco convencionales.

Downie hizo vestir a sus hombres como en los tiempos de Carlos V y él mismo se equipó con la espada del conquistador Francisco Pizarro, que le entregó una descendiente del extremeño. La estampa de su extraña unidad y su más raro capitán cayendo sobre el enemigo causó estragos en los franceses, que tal vez vieron levantarse a los Tercios de Flandes de sus tumbas. La guerra le costó al escocés la pérdida de un ojo y una mejilla abierta de arriba abajo, si bien Fernando VII le bañó en reconocimientos, entre ellos un puesto en el Alcázar sevillano. Downie y sus colaboradores fueron sorprendidos con las manos en la masa cuando trataban de liberar al monarca del palacio en ese verano de 1823. Los liberales despacharon a la banda a la cárcel de la Carraca, en Cádiz, justamente el sitio donde tanto se resistía a ir el rey.

Fernando dilató al máximo su estancia en Sevilla para dar tiempo a los Cien Mil Hijos de San Luis a llegar a la ciudad. Desesperado por cargar en brazos con un rey constitucionalista que aborrecía la Constitución, el general Rafael de Riego se ofreció al gobierno para hacer que saliera el «como un corderito» de Sevilla. No sería necesario, después de todo, emplear la violencia. Para conseguir que fuera a Cádiz, donde vaticinaba que todos iban a morir de peste, se le inhabilitó de forma momentánea y, entre insultos y amenazas de la turba, se le subió a la carroza más por su seguridad que por adicción a tan infame compañía. «¿Con que ha cesado mi locura?», preguntó desafiante el monarca cuando finalizó la breve regencia.

Una vez dentro de la Tacita de Plata le dio por volar cometas todas las tardes en la azotea de su residencia, en el Palacio de la Aduana, hoy sede de la Diputación, lo cual algunos achacaron a que, ahora sí, había perdido la cabeza. Nada más lejos de su maldad. Probablemente estaba avisando así a los absolutistas de su posición, por si era posible otra operación de rescate. La esposa del infante don Carlos, sí, el del carlismo, hizo las veces de enlace y de núcleo irradiador de aquella base de operaciones absolutista montada en pleno seno liberal. «El palacio no solo comunicaba a los franceses todos los secretos, sino que era más enemigo del gobierno que ellos mismos», se lamentaría el ministro José María Calatrava en sus diarios.

Los ministros seguían obligados a revelar sus planes a Fernando, como rey constitucional que era, lo que ataba de pies y manos a los mandos liberales. El monarca conocía mejor los movimientos de tropas de los absolutistas que los propios liberales, empeñados en resistir el máximo tiempo posible para convencer a Inglaterra de que tomara parte en el conflicto. Toda una quimera. A Gran Bretaña le bastaba con que los españoles estuvieran entretenidos en la península, de espaldas al emporio comercial que estaban ellos desembarcando en Sudamérica.

A mediados de septiembre de 1823 los liberales recibieron un duro golpe moral con la derrota y apresamiento de Riego en tierras de Jaén. Angulema juró el día 24 que si algún miembro de la familia real sufría el menor contratiempo «serían pasados a cuchillo todos los diputados, ministros» y otros cargos que capturaran en la ciudad, lo cual no casaba muy bien con las dos horas de bombardeo desde barcos franceses y españoles que sufrió el día anterior la Tacita de Plata. La salud del rey, jugando día y noche con su cometa, no le importaba tanto a Angulema como lo que representaba para su dinastía, que en Francia había sido asesinada por otro grupo de constitucionalistas. El sobrino del rey de Francia, casado con una hija de Luis XVI, se negó a negociar acuerdo alguno con los defensores de Cádiz, desmoralizados y con las tropas escabulléndose por los agujeros que formaban los cañonazos franceses en las murallas. La única salida posible comenzaba por poner primero a salvo a Fernando.

No sin antes mentir, lo que él llamaba prometer, que firmaría una amnistía sin excepciones, el rey fue evacuado de Cádiz en una lustrosa embarcación decorada para la ocasión y conducida por políticos liberales hasta el Puerto de Santa María, donde fue recibido con alegría por el duque de Angulema, su plana mayor, los cabecillas absolutistas, un ayuda de cámara del zar ruso y muchos «atravesados», como definió el Felón a los generales que se habían cambiado de bando al final. Fernando no olvidaría sus nombres. Tras los festejos de rigor, los franceses pidieron al rey que buscara la reconciliación con los derrotados y concediera una constitución, en este caso moderada, para que no se reprodujera otra represión sangrienta.

Fernando se limitó a soltar por la boca sus habituales vaguedades y a guardar silencio, señal, como bien sabían sus enemigos, de que estaba listo para la venganza. Al día siguiente confirmó a los ministros absolutistas que en su nombre estaban cazando a los liberales como liebres y dio alas a su confesor, el canónigo de Toledo, para que como ministro universal purificara el aire de España a palazos. Con ganas de resolver cuanto antes aquella costosa guerra, Angulema prefirió mirar a otro lado mientras aceleraba su salida del país. En un encuentro con el general liberal Miguel Ricardo de Álava, uno de los oficiales que habían vencido a Napoleón en la batalla de Waterloo, el duque le confesó a su viejo camarada que cabía esperar poca cosa buena del monarca si seguía apoyándose en el partido servil, «el peor de la nación»:

Estoy acostumbrado de su estolidez e inmoralidad. Los empleados de la regencia no tratan sino de robar y hacer negocios.

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