Los Borbones y sus locuras

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8. Isabel II: Crónica de un secuestro anunciado » Borbones, en pelota y a la fuga

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8. Isabel II: Crónica de un secuestro anunciado

El sonido de los tambores de guerra rasgó los violines desafinados de la corte. Se oyeron chillidos. Luego gritó la pólvora. La primera descarga de los fusiles hizo estallar los cristales de la galería que comunicaba la gran escalinata del Palacio Real con los aposentos reales, justo cuando la princesa Isabel y su hermana se dirigían a sus clases de canto. Las dos niñas temblaron, y con cada nuevo estruendo se agarraron a sus cuidadoras hasta clavarles las pequeñas uñas de sus dedos. «¿Pues quiénes son? ¿Qué me quieren? ¡Esto es por nosotras!», gritó Isabel que ese 7 de octubre de 1841 estaba a punto de cumplir los once años. Su hermana, la infanta Luisa Fernanda, tenía nueve y estaba igual de atemorizada por los intrusos que habían asaltado el palacio.

Las criadas de las herederas al trono español atrancaron las puertas y se sentaron lo más lejos posible de las ventanas a limpiar las lágrimas de las niñas. De pronto unos fuertes golpes treparon desde el salón de abajo, donde los asaltantes trataban de abrir un tabique para acceder a una escalera interior. El aya de las niñas ordenó que todos se trasladasen a uno de los múltiples pasadizos del laberíntico palacio. Hasta las seis y cuarto de la madrugada, no pudieron salir de aquel agujero, cuando cesó el fuego tan de improviso como había comenzado.

¿Eran tropas carlistas? ¿Otra invasión francesa? ¿Pirotecnia para celebrar el cumpleaños de la princesa? Nada de eso. Aquellos hombres eran oficiales fieles a María Cristina, la madre de las niñas. A las siete de la tarde de ese día, el Regimiento de la Princesa había penetrado en el interior de palacio para secuestrar a las herederas de la corona. Prevenido el regente Baldomero Espartero, ordenó a los alabarderos de la Guardia Real que plantearan una defensa numantina en la escalera de palacio. Los dieciocho alabarderos reales, que se suponía que eran una unidad decorativa, con sus armas ya en desuso y sus características «moscas» de barba sobre el labio inferior, vendieron caro cada centímetro de la escalinata a lo largo de las diez horas que tardaron en llegar los refuerzos. El objetivo de los secuestradores era trasladar a las niñas al extranjero con su madre, que vivía exiliada en Francia tras perder la regencia. Sin embargo, ni el general Leopoldo O’Donnell, ni Ramón María Narváez, ni el resto de militares moderados lograron levantar el norte a favor de su causa. La mayoría, al menos, se contentó con salvar la vida.

No así el teniente general Diego de León, que llegó al Palacio Real hacia la media noche, cuando ya todo estaba perdido. Durante la posterior huida, este cordobés que había cubierto su pecho de cruces y medallas durante la guerra contra los carlistas por sus temerarias cargas de caballería, se perdió por los caminos de Colmenar Viejo, cayendo herido al intentar saltar una zanja. Cuando le alcanzó al fin un escuadrón de húsares, el león herido estaba aguardándolos y dispuesto a quedar preso, a pesar de que le ofrecieron huir a Portugal. No imaginaba en ese momento que Espartero iba a llevar el castigo a los golpistas hasta sus últimas y más terribles consecuencias.

Frente al pelotón de fusilamiento, Diego de León, conocido como «la primera lanza del reino», no se conformó con ser un cordero. El 15 de octubre de 1841, el militar con sangre real se remangó y dio él mismo las órdenes para que sus verdugos abrieran fuego por su delito de sedición. «No tembléis, disparad al corazón», reclamó justo antes de morir. Con la misma templanza, el día anterior el cordobés de treinta y un años escribió una carta lacrimógena a su esposa y a sus hijos:

Preveo que sobre estas líneas van a caer abundantes lágrimas; yo quisiera evitarte este dolor, pero es tan largo y acelerado el viaje que he de emprender que no puedo dilatar la despedida. Me dicen los amigos que la sentencia que sobre mí ha recaído es injusta, pero cuando Dios la consiente la tendré merecida; por eso apelo a la resignación, que es el triste consuelo de los moribundos.

La severidad mostrada por el regente en aquel juicio repleto de irregularidades pinchó la popularidad del héroe que había terminado con la Primera Guerra Carlista, y que, aprovechando la deriva autoritaria de María Cristina, se había hecho con la custodia de sus dos hijas un año antes. La manoseada tutela cambiaría de manos varias veces más en cuestión de un lustro, sin que a ninguno de los implicados, incluida la madre, les importara gran cosa la estabilidad mental o la educación de las herederas de Fernando VII. La infancia de Isabel fue, así, la crónica de un secuestro por parte de adultos que solo veían en ella un vehículo para sus propósitos. Un símbolo de la libertad contra los carlistas. Un escudo de la madre contra los que criticaban sus excesos privados. Una herramienta infantil e inocente para poner en marcha la monarquía constitucional.

El resultado fue, como cabía esperar, el de un ser humano desorientado e inmaduro que se pasó el resto de la vida buscando el País de Nunca Jamás, aunque en su versión más picante, que miraba a sus ministros desconcertada cuando le hablaban de cuestiones complejas y que no recibió la instrucción adecuada para enfrentarse a los retos de la era liberal. «Pónganse ustedes en mi caso. Metida en un laberinto, por el cual tenía que andar palpando las paredes, pues no había luz que me guiara. Si alguno me encendía una luz, venía otro y me la apagaba», comentaba, justificándose, aquella niña a finales de su vida.

La batalla por la custodia de las niñas

La pequeña Isabel comprendió esa noche de octubre teñida de rojo, si es que aún no lo sabía, la íntima relación que había brotado en España entre política y violencia. En menos de dos siglos se producirían cuatro guerras civiles, más de veinticinco pronunciamientos, unas cuantas revoluciones sangrientas y cinco magnicidios, y se sucederían más de sesenta presidentes solo en los treinta y cinco años que duró el reinado de Isabel. Esta era española del caos total se inauguró con la Primera Guerra Carlista que enfrentó por la corona a los partidarios de don Carlos María Isidro, hermano de Fernando VII, con su sobrina Isabel.

A los primeros les respaldaban, a grandes rasgos, el clero regular, la España rural y los territorios del norte que temían que la modernidad pudiera acabar con sus privilegios forales; a los segundos, las ciudades comerciales, la nobleza, una parte de Madrid y, especialmente, los liberales, que no estaban dispuestos, como deseaba la entonces regente María Cristina, a que el país retornara a un absolutismo moderado en cuanto terminara la guerra. No después de los muchos sacrificios que las tropas liberales hicieron por salvar los derechos al trono de la hija de alguien tan poco amante de la libertad como fue Fernando VII. Toda la estructura política y jurídica del Antiguo Régimen fue desmantelada para dar cabida a ese movimiento político durante los siete años en los que el trono pendió de un hilo.

El pretendiente carlista instaló su corte en Oñate y envolvió la guerra civil de romanticismo con sus vivas arengas a las tropas antes de las batallas, a las que acudía literalmente con Dios a cuestas. En sus marchas montaraces, un gentilhombre iba encargado solo de transportar sus medallas, breviarios, estampas y reliquias. A su servicio dispuso, además, de uno de los mejores generales españoles de aquel siglo, Tomás de Zumalacárregui, un vasco con pelo en el pecho y tanto talento como para convertir a un grupo integrado mayoritariamente por voluntarios zarrapastrosos en un ejército diestro en las armas.

Ante la escasez de medios entre los carlistas, a los que los liberales les cantaban que se les veía el «requeté» (en referencia al trasero) por lo pobre de sus uniformes, el comandante vasco solía animar a sus hombres a conseguir nuevas herramientas: «¡Las armas de los valientes las tiene el enemigo! ¡Vamos a por ellas!». Se estima que la mitad del equipamiento carlista terminó procediendo de los depósitos de Madrid. El conocido por sus tropas como «Tío Tomás» mantuvo en jaque a las fuerzas isabelinas hasta que un balazo amigo en acto de servicio, en el verano de 1835, le puso a criar malvas. El guipuzcoano insistió en que la herida en la pierna se sanaría pronto gracias a un curandero llamado Petriquillo, que auxiliado por varios médicos envió su alma directa a Dios, perdiendo así don Carlos al más capaz de sus defensores y los liberales a un enemigo cortés, que se carteaba en buenos términos con algunos de ellos.

Sin Zumalacárregui, los carlistas lanzaron en 1837 su última y más osada carga en una expedición contra Madrid, donde viendo las orejas al lobo a más de uno se le puso un oportuno acento norteño. Baldomero Espartero, veterano de las guerras de independencia americanas, salvó la capital de la acometida carlista cuando la toma de la ciudad parecía algo seguro. Fue también este militar manchego quien firmó en Oñate (Guipúzcoa) un acuerdo para poner fin el 31 de agosto de 1839 al conflicto entre los guiris (mala pronunciación vizcaína de cristinos) y los carcas (carcundas, es decir, rancios, retrógrados) que se representó teatralmente con un abrazo entre Espartero y el representante carlista ante los dos ejércitos reunidos en los campos de Vergara. El príncipe de Vergara, hijo de un humilde maestro de carretería, se elevó de esta manera en un símbolo de dignidad y coraje, como bien inmortalizó la expresión «tiene más cojones que el caballo de Espartero», que hace referencia tanto al valor del jinete como a la famosa escultura ecuestre donde Pablo Gilbert dotó al caballo de unos atributos testiculares más voluminosos que dos carretas.

Frente a la marea progresista que representaban Espartero y compañía, María Cristina se apoyó durante su regencia en el sector más moderado de los liberales y en unos cuantos absolutistas disfrazados con gorros frigios. Entre los primeros hubo corruptos que se limitaron a sacar provecho a lo rematadamente mal que se le daba a la sagaz regente distinguir la esfera pública de la privada, pero también liberales sinceros que consideraban que los cambios debían producirse de forma escalonada para que calaran en España.

Uno de esos políticos moderados fue el magno escritor Mariano José de Larra, elegido en 1836 diputado por Ávila, que nunca llegó a tomar posesión de su escaño debido a las turbulencias políticas. Mucho se ha escrito sobre cómo influyó la tormentosa relación con su amante Dolores Armijo en que se quitara la vida un año después, pero poco sobre la depresión que le ocasionó la situación política de España y la pérdida de su acta de diputado. Cuatro meses antes de suicidarse de un tiro en la cabeza, justo un Día de Todos los Santos, el escritor romántico por antonomasia firmó en El Español una de las sentencias más pesimistas sobre el futuro de la nación: «Aquí yace media España; murió de la otra media».

El romanticismo era una tendencia artística importada de Francia y también una pose algo estereotipada, cuyos miembros recibían el castizo sobrenombre de «lechuguinos». La mirada melancólica, la perilla de truhan, el pelo ondulado, la vestimenta de burgués algo bohemio y, no podía faltar, el gesto de ¡ay, qué ganas de enamorarme de alguna mujer con espinas y futuro apocado con la que pactar un suicidio en pareja! Hasta Mesonero Romanos, escritor y periodista costumbrista y romántico, muy a su pesar, se burlaba de cómo había que rimar para encajar en ese club de angustiados:

Y rasguñó unas cuantas docenas de fragmentos en prosa poética, y concluyó algunos cuentos en verso prosaico; y todos comenzaban con puntos suspensivos, y concluían en ¡maldición!; y unos y otros estaban atestados de figuras de capuz, y de siniestros bultos, y de hombres gigantes, y de sonrisa infernal, y de almenas altísimas, y de profundos fosos, y de buitres carnívoros, y de copas fatales, y de ensueños fatídicos, y de velos transparentes, y de aceradas mallas, y de briosos corceles, y de flores amarillas, y de fúnebre cruz.

En el verano de 1840, una nueva revolución liberal emergió para impedir que el buitre carnívoro de María Cristina reconstruyera con fragmentos carlistas el partido monárquico e iniciara una involución en el país. Bajo la estrecha vigilancia de Espartero, que se presentó como un césar neutral por encima de los partidos, la regente y sus hijas viajaron a la Costa Brava huyendo del ruido de sables. Junto a ellos iba la esposa de Espartero, a la cual la regente soportaba menos que al marido. Sentía cada viva a favor de la duquesa como cien cristales clavados en su nuca. Rodeada de comanches, sin apenas comer ni dormir, María Cristina sufrió un ataque de ansiedad que le hizo perder el sentido durante una comida. Al reanimarse, se echó a llorar e insultó hasta a la madre que la parió. Lo poco previsible de su comportamiento hartó casi por igual a moderados y progresistas, que circularon a principios de septiembre un folletín titulado «Casamiento de María Cristina con D. Fernando Muñoz». Revelaron así un oscuro secreto que invalidaba a la italiana para seguir ejerciendo la regencia.

María Cristina quería tanto al orco de Fernando VII que no había tardado ni unas semanas en buscarse a otro. Otro Fernando. Con el cadáver del rey todavía caliente, la regente sufrió en el camino a La Granja una hemorragia incontrolable de sangre en la nariz que agotó los pañuelos de las damas de honor. Un oficial de su guardia, doblegándose galán sobre su montura, extendió hasta la acongojada reina un pañuelo, que, un minuto después, devolvió María Cristina con su mano pulida y blanca desde la ventana de su carruaje a tan apuesto caballero. Con amable sonrisa, el capitán Fernando Muñoz recuperó su prenda y a las bravas se la llevó a los labios. Empezó de esta manera un amor prohibido entre aquella joven viuda y un oficial soltero de veinticuatro años.

Durante una excursión a una finca segoviana de nombre premonitorio, Quitapesares, parece ser que María Cristina ofreció su mano a Muñoz, titulado con recochineo como Fernando VIII, cuando ambos quedaron solos en los jardines y conectaron sus miradas:

—¿Será preciso que sea yo quien me declare? —murmuró la reina madre según la versión recogida por Juan Balansó.

—¡Señora!

—¿Me obligarás a decirte que estoy loca por ti, que sin tu amor no vivo?

—¡Señora!

Regente y escolta se casaron en secreto en el Palacio Real el 28 de diciembre de 1833, tres meses después de haber fallecido el otro Fernando. La pareja tuvo ocho hijos, dos nacidos en El Pardo, tres nacidos en el Palacio Real y tres en el exilio parisino. Este amor prohibido supuso un esfuerzo hercúleo para ocultar la regente su estado perpetuo de embarazo de ojos propios y extraños. El matrimonio era un secreto a voces, pero cuando los liberales le dieron entidad pública María Cristina y su marido, descrito por los pasquines como alguien «calvo, ordinario y de educación grosera», hicieron las maletas y marcharon a París, donde vivieron a todo tren a costa del mucho dinero que habían sisado a las arcas públicas durante la regencia. Resulta que el vulgar soldado, hijo de un estanquero de Tarancón, era un coco para los negocios y supo sacar el máximo beneficio a la falta de escrúpulos y avaricia de su esposa, quien incluso se indignó por la desfachatez de que le quisieran retirar la pensión de viudedad ahora que solo era un poco viuda.

A las espaldas del matrimonio Muñoz, la propaganda más grosera presentó a la reina madre como una degenerada, ebria de bebidas espirituosas y de bacanales, que había claudicado a una vida bestial con Muñoz, que de vez en cuando se permitía abofetearla y desmerecerla en público. La realidad casi era más impúdica.

Un exquisito desastre de educación

Isabel pasó al primer plano político con la renuncia de su madre. El nuevo regente, Espartero, prestó más atención a la niña que su propia madre, más preocupada por la prole que compartía con Fernando Muñoz y por hacerse millonaria que en educar bien a la futura reina de España. Las niñas se peleaban y lloraban al principio por leer la correspondencia que su madre enviaba para hacerse presente, hasta que el transcurso de los meses diluyó la ansiedad de las menores, demasiado bien acostumbradas a su ausencia.

«En dos ocasiones me preguntó su majestad si creía que su mamá volvería, mi contestación fue que lo ignoraba. La réplica de su majestad fue: “Ayita, yo creo que no”», escribió la culta condesa de Espoz y Mina, viuda del célebre guerrillero que con tanto afán había combatido a Fernando VII, colocada en palacio por los progresistas para contrarrestar la aspereza de las criadas de María Cristina, que en su papel de meras carceleras provocaban pánico a Isabel y a su hermana. Desde el exilio, la madre exigió que Espartero cesara de llevarse a las niñas al circo y al teatro, aparte de que no se acostumbraran a ser «ventaneras», esto es, que miraran mucho rato por las ventanas de palacio. Hasta eso les estaba vedado.

La futura Isabel II recibió la instrucción más acartonada que María Cristina pudo hallar en la cripta persa más siniestra, luego la corte de Espartero le dio un curso acelerado de humanismo cívico hasta que perdió la regencia y, finalmente, los vientos políticos interrumpieron su formación a una edad tan temprana como los trece años. Esa educación desordenada, breve, fuertemente feminizada, sin contenido político y sin calidez humana infló una burbuja alrededor de las niñas, caprichosas, indolentes, tristes, alegres, inestables, vacías… En una entrevista con Benito Pérez Galdós, en su vejez, la reina se quejaría de que las personas que la rodearon en su infancia «eran cortesanos que solo entendían de etiquetas, y como se tratara de política, no había quien les sacara del absolutismo».

Al comparar la educación de Isabel con la que recibió otra ilustre monarca de aquel siglo, la reina Victoria del Reino Unido, se explican muchas cosas sobre cómo fueron los reinados de cada una. Si España perdió su Imperio casi sin darse cuenta, a excepción de Cuba, Filipinas, Puerto Rico y algunos archipiélagos en el Pacífico, el Reino Unido encontró uno enorme en esas mismas fechas y de una forma igual de inesperada. Gran parte del mérito de la nación británica hay que reconocérselo a esa mujer diminuta, con una talla de un metro y medio, mofletuda y a la que los sucesivos embarazos, que le dolían tanto como asqueaban, le ensancharon hasta tres veces su cintura de avispa.

La formación que esculpió a una reina así de magna, devota hasta el abuso de la cocina escocesa, no es que fuera superior en contenidos y calidad a la de Isabel, a la que también le dio por engullir alimentos como principal afición, sino que sobre todo era más rigurosa con los horarios, más cercana y se alargó hasta que cumplió los dieciocho años. Encima, a la española la casaron con un zoquete que ni siquiera era capaz de mear de pie, y a la británica con un caballero encantador que ejerció de padre y de secretario privado de la monarca.

Isabel no era buena estudiante y, además, se saltó muchas lecciones debido a una rara enfermedad cutánea que los médicos no supieron cómo tratar. Su cuerpo estaba plagado de escamas duras, relucientes, parecidas a las de una carpa, sobre todo en las plantas de los pies y las palmas de las manos. La diagnosticaron una variedad de icthyose, enfermedad de carácter congénito e incurable (una «monstruosidad», según la definió uno de sus descubridores). Las escamas aumentaban y disminuían en función del estrés al que se sometiera a la niña, que, eso ya lo debía de saber, si esperaba treguas en la vida habría de acabar transformada en una merluza con corona. Los médicos descubrieron con los años que los baños calientes y del agua del mar paliaban la enfermedad. De ahí la costumbre de Isabel de veranear en balnearios y zonas marítimas, que aristócratas y burgueses secundaron sin ningún esfuerzo.

En 1843 moderados y progresistas se pusieron de acuerdo para dejar caer a Espartero, cada vez más represivo, que en Londres fue recibido como un héroe romántico y su hotel sitiado por sus admiradores. Desde Wellington a la reina británica le presentaron sus respetos. Isabel lamentó la marcha del tío postizo y de la condesa de Espoz y Mina. En nada le consoló, sino al contrario, que su madre le advirtiera que de los nuevos rostros se podía fiar, que eran amigos suyos. «Como ahora no quieren matarme como en octubre, sino casarme, si chillo me dejarán», clamó la niña sobre su temor a que los antiguos secuestradores ahora quisieran recortar su infancia por razones de Estado.

Los militares moderados se apoderaron de palacio pero concedieron cierto espacio a los progresistas. Uno de los más notorios de este partido, Salustiano Olózaga, se afanó como instructor en depurar los hábitos más silvestres de las niñas, que salvo que no comían con las manos podían imitar al peor cosaco en la mesa. El repipi de Salustiano enseñó a la princesa algunos modales constitucionales y la diferencia, por ejemplo, entre tipos de vino y los mejores cubiertos para cada plato. Asimismo, el progresista combatió la vieja costumbre del tuteo Borbón y reclamó a la niña que, por decoro, empezara a tratar de usted a la gente, como se hacía en el resto de cortes.

El nuevo ayo instructor desarrolló una complicidad tan intensa con la niña que hizo saltar las alarmas en el entorno de la exiliada María Cristina. Isabel iba por palacio llamando de «usted» a todo el mundo, como si fuera un chiste rematadamente gracioso, y a su amigo Olózaga le apodó «mi querido fanfarrón». En contraste con el resto de fríos servidores, el progresista le divertía con asuntos menores y no le calentaba la cabeza con cuestiones políticas. «Ya le llama la niña aparte, le dice sus secretos, y le hace sus caricias», informó Donoso Cortés, espía empotrado por la reina madre. El colmo fue el comportamiento de la adolescente y el ayo durante una comida oficial en la que se los vio agarrados del brazo, «con la familiaridad que hay entre marido y mujer», y ella terminó tan borracha que hubo que retirarla a su cuarto entre varios cortesanos.

Los políticos moderados sexualizaron, de puertas para fuera, aquella relación amistosa entre una adolescente de trece años y un adulto que bordeaba los cuarenta. María Cristina instruyó a su pequeña para que fuera reservada y desconfiada. Para que guardara a buen recaudo sus secretos incluso de su hermana, y que no cayera en las emboscadas de hombres como el «fanfarrón». No había lugar a la bondad o la inocencia en esa niña que, puede que sumara solo trece años, pero además «es una institución que tiene edad de catorce siglos», como defendió Donoso Cortés en el Parlamento para conseguir que se adelantara la mayoría de edad de la reina. Sin acuerdo sobre quién debía ejercer ahora la regencia, liberales de ambos signos políticos votaron a favor de que en ese mismo año iniciara su reinado de forma oficial.

Les pareció lo más sensato que una menor inmadura y con graves carencias afectivas, que apenas había recibido formación, asumiera el trono del avispero de intereses que era España. A vista de pájaro, el plan parece hoy, y ya lo parecía ayer, entre estúpido y cruel. Porque puede que la Monarquía Española tuviera la edad del arca de Noé, pero Isabel, la niña, contaba trece años, un mes y dos días tirando hacia arriba. Las consecuencias de aquella decisión precipitada tardaron menos en sentirse de lo que Olózaga necesitaba para descorchar otro vino gran reserva para celebrar su elección como cabeza del gobierno.

El idilio entre la reina y Olózaga se rompió, junto a la concordia entre moderados y progresistas, a raíz de un feo incidente en palacio. Descontentos porque el progresista no hubiera integrado a más de los suyos en su gobierno y que atrasara una y otra vez el regreso de María Cristina, los moderados urdieron un plan para despachar al presidente por la vía rápida. El fanfarrón se reunió en privado una noche con la menor para que firmara un decreto de disolución de las Cortes, Senado y Congreso, lo cual hizo sin problemas, y a continuación se marchó con parsimonia y un paquete de dulces que la reina le había regalado para su hija.

Rara conducta para alguien que, según la versión alternativa difundida por los moderados, a los que la medida les perjudicaba, acababa de violentar a la monarca. Según corroboró la propia implicada, Isabel no firmó de forma voluntaria el decreto, sino después de que Olózaga cerrara la puerta con pestillo, lo cual era bastante increíble dado que no había cerrojo en esa sala, la agarrara del vestido y le retorciera con fuerza la mano para que inscribiera su rúbrica, que sorprendentemente salió con una caligrafía pulida.

La gravedad de la acusación a punto estuvo de acabar con la carrera de Olózaga, quien gracias a su hábil oratoria supo defender en el Congreso su honor sin acusar de mentir a Isabel II, lo cual hubiera sido alta traición. Debió exiliarse igualmente a Londres, que, como comentaba Pío Baroja, es un pueblo entusiasta con los revolucionarios de los demás países y convencido de que todos los gobiernos son abominables excepto el suyo. En la ciudad inglesa le informaron de que un misterioso incendio en su residencia madrileña había arrasado todos sus papeles, entre ellos «algunos muy importantes». Podía alegrarse de que sus seres queridos estuvieran ilesos y él a buen recaudo. La que sí tenía motivos para sentirse perdedora era la reina adolescente, cuya imagen y honor se expuso en beneficio de un partido; y, por supuesto, los triunfadores fueron los moderados, que se libraron de los progresistas sin necesidad de recurrir a su arma más temida: Ramón María Narváez.

Colérico, irascible, ciclotímico y más inteligente de lo que le ha reconocido la tradición historiográfica, el gran espadón de los moderados estuvo presente en prácticamente todos los pronunciamientos militares del reinado, que fueron un puñado en una era donde cada partido atesoraba su propio golpista como si fuera un extintor que abrir en caso de emergencia. Los escaños de las Cortes estaban abarrotados de los seguidores uniformados de Narváez, que si estaban en contra de alguna ley vociferaban con las espadas desenvainadas en vez de limitarse a no aplaudir o a lanzar algún comentario fuera del turno de palabra como se hace hoy en día. Incluso los de su partido se tomaban a chufla lo tremendista que podía ser el militar granadino. Donoso Cortés aseguraba con ironía que en caso de que las cosas salieran torcidas: «Narváez entra, echa al Congreso patas arriba, al Senado patas abajo, fusila a los ministros, degüella a quinientas personas, y todos quedamos en paz».

De la mano de este disolvente infalible para los bloqueos políticos, que llegó a ser siete veces presidente de Gobierno a lo largo del reinado, se depuró a los progresistas de las instituciones, se aumentó la censura en la prensa y se reorganizó para acabar con los bandidos la llamada Guardia Civil, cuyo primer inspector general fue el II duque de Ahumada, descendiente directo del emperador azteca Moctezuma, viva consecuencia de esa rara avis del Imperio español de integrar a las élites de los pueblos conquistados en su propia nobleza.

Narváez allanó el terreno para que regresaran del extranjero María Cristina y Fernando Muñoz, que fueron elevados por Isabel II mediante engaños a duques con grandeza de primera clase. La vía rápida para legitimar un matrimonio desigual a ojos de la aristocracia. Con objeto de convencer a todos de lo urgente de su vuelta, la reina madre, mezquina como solo pueden serlo las brujas de cuento, deslizó que el ambiente libertino de palacio, sin una figura de autoridad, estaba pervirtiendo a la joven monarca, que no le quitaba ojo a un apuesto noble que la frecuentaba. Esas y otras invocaciones de la madre a los «instintos animales» de Isabel regaron el posterior mito de que la reina era una ninfómana sedienta de militares fornidos.

El 22 de marzo de 1844, María Cristina entró en la capital con la barbilla alta, dispuesta a salvar a la virginal niña de la perversión de palacio. Su hija, ajena a las maquinaciones de los adultos, atravesó corriendo la inmensa aglomeración de carruajes, tiendas y multitudes en la planicie que dominaba la carretera de Ocaña para fundirse en un abrazo con su madre. La alegría pura de Isabel y de su hermana emocionó a los cortesanos, mientras que el aspecto helado de María Cristina, envejecida por el exilio y cansada por el viaje, recordó mediante un escalofrío a los madrileños que la antigua regente no venía a derramar lágrimas o darse besitos de esquimal, sino a vengarse y a imponer su voluntad en palacio. Una de sus prioridades fue asegurarse la sanción real de su matrimonio con el duque Fernando Muñoz. A la par que pedía una dispensa papal para validar ante Dios su enlace, se entregó a extravagantes expiaciones que limpiaran su alma con lejía. En su repaso de la actualidad palaciega, Donoso Cortés se preguntó si la reina madre no habría perdido un poquito la cabeza en Francia, nación tan enemiga de esta parte del cuerpo de los Borbones:

Recoge muchas pulgas y hace voto de dejarse picar por tantas o cuantas horas para mortificarse; viene sudada del paseo y hace voto de conservar el sudor sin mudarse de ropa. Usted sabe que en el universo no hay mujer más limpia, pues la devoción la ha de transformar en puerca.

Antes de final de año, la pulgosa y poco aseada María Cristina contrajo otra vez matrimonio con Fernando Muñoz en una ceremonia privada, bendecida esta vez por el papa y por la reina de España. Se había salido con la suya, y había recuperado el timón del reino justo a tiempo de arruinarle por completo la vida a Isabel con la catastrófica elección de su marido.

«¡Con Paquito no!»

La familia de la reina Victoria y la de Luis Felipe de Orleans, primer y último rey de Francia de esta dinastía, se reunieron con gran cordialidad en septiembre de 1843 en el castillo normando de Eu para ahondar en la inusual amistad que habían cultivado ambas potencias. Y es que las alianzas entre Reino Unido y Francia, como el cariño entre cuñados, se han prodigado poco a lo largo de los siglos. Entre los temas abordados, las dos grandes casas reales del momento decidieron con quién debía casarse la reina de España. O al menos con quién no. Francia vetó al «notablemente atractivo, guapo, alegre y sensato» príncipe Leopoldo de Coburgo, un pincel, cuyo parentesco con el consorte inglés podía enturbiar las relaciones entre ambos países. Inglaterra, por su parte, exigió que la española no se casara con ninguno de los muchos y apuestos hijos de Luis Felipe por razones similares.

Descartados los mejores candidatos, a María Cristina no le quedó más remedio que mirar en casa. Lo que encontró no podía ser más desalentador. Las opciones estaban entre alguno de los hijos de Carlos María Isidro, en caso de que los liberales dejaran vía libre a la reunificación dinástica; los hijos del infante Francisco de Paula o alguno de los Borbones de Nápoles. Esta última opción era la preferida de María Cristina, concretamente el que su hija se casara con su hermano menor, el conde de Trápani, al que planeaba manejar a su antojo debido a su corta edad. El Borbón italiano respondía a la terrorífica descripción, según el embajador francés en Roma, de un adolescente «bastante feo, pequeño, de apariencia mezquina, sin expresión de inteligencia». Eso en la fachada, porque en el interior parece que su escasa educación orientada a servir a la Iglesia había dado a luz a un absolutista acérrimo, inmoral, imbécil y fanático. Los liberales se negaron en redondo y sugirieron a un Borbón que suponían más abierto de mente.

Las miradas se giraron (o tal vez bajaron) para desesperación de María Cristina hacia la familia de Francisco de Paula. El hermano más pequeño y progresista de Fernando VII había construido una casa de desquiciados. Exiliado en Francia por su rivalidad con la regente, el matrimonio se llevaba a matar entre sí y con sus hijos. El patriarca era como esos niños actores que cuando crecen pierden la gracia pero a los que les siguen pidiendo que digan su coletilla o su mueca más icónica. En el caso de Francisco de Paula consistía en poner cara de «¡traición! que nos lo llevan los franceses», como hiciera cuando siendo un mocoso le sacaron de palacio el 2 de mayo de 1808. Su esposa, hermana de María Cristina, se cansó muy pronto de oír las mismas cantinelas a su marido. De carácter volcánico, Luisa Carlota y su amante, el conde de Parcent, que convivía en la misma casa como mayordomo mayor, mantenían amedrentado al infante español, de carácter débil y huidizo.

El régimen del terror se extendía por cada cuarto de esa residencia de los líos. Los hijos temían igual o más a Parcent, que deslizó sus tentáculos hacia la siguiente generación de féminas. Según los espías de María Cristina, el conde y un esbirro suyo habían seducido también a las dos hijas mayores de Luisa Carlota cuando esta permanecía fuera de la casa: «El lugar de las citas eran los corredores superiores a los que se hallan los cuartos de los criados, pues la disposición de la casa no permite que se vieran a solas en otro sitio».

Como todo culebrón barato, el tiempo solo acrecentó la tragedia de esta familia. De regreso a España con la regencia de Espartero, Luisa Carlota enfermó y falleció a los tres días, Francisco de Paula se volvió a casar con una noble, los hijos fueron internados en escuelas militares y las niñas terminaron recluidas en conventos para amortiguar el trauma provocado por Parcent. La mayor de ellas no duró mucho enrejada. Isabel Fernanda se fugó descolgándose por una ventana debido a que, según los chismosos, estaba embarazada del conde y este habría propiciado la evasión. La realidad fue, como todo en esa casa, todavía más inverosímil. La infanta huyó con ayuda de su antiguo profesor de equitación, un aristócrata polaco exiliado, junto a quien la descubrió poco después la policía. Iba «provista de un par de pistolas» en las caderas, con las que no dudó en amenazar a los agentes: «El que osare tomarme, muere». La pareja acabó en Inglaterra tras muchas peripecias, y allí contrajo matrimonio en la catedral de la ciudad de Dover sin el permiso de la corona española, que retiró su rango a la infanta por real decreto de 23 de marzo de 1848. Dos años después, ella volvió a España y él a París.

En fin, que de este pitote familiar el más potable de los tres hijos varones era don Enrique, imprudente y apasionado por natura, quien dimitió de sus opciones de casarse con Isabel cuando se vio involucrado en un levantamiento progresista en Galicia. El primero de muchos incidentes en su historial revolucionario. Otro de los hermanos era demasiado pequeño. Y, el definitivo, demasiado Francisco de Asís. La larga sucesión de vetos, renuncias y elecciones imposibles condujo, sin más remedio, a la elección de Paco, Paquito para los amigos y la familia, Paco Natillas para los pasquines, cuya voz atiplada y sus andares de muñeca mecánica le convertían en una mezcla perfecta entre Francisco Franco y un teleñeco. El embajador británico lo describía con franqueza: «A pesar de no ser completamente idiota, no tiene muchas luces y su personalidad es francamente vil». El carácter taimado y las ideas ultras tampoco salvaban lo que no era la carcasa.

De no ser cierta la divertida anécdota de que Isabel II exclamó, «¡Paquito, no! ¡Con Paquito no!», al saber quién iba a ser su marido, lo más probable es que pataleara y gritara algo incluso más grosero. Lo grave del asunto es que ya por entonces se conocían los problemas reproductores de Francisco de Asís, al que el pene le funcionaba al revés. Cuando el pueblo cantaba que «Paco Natillas es de pasta y flora, y mea de cuclillas como una señora» no solo se estaban burlando de su amaneramiento, sino describiendo un problema médico llamado hipospadias, una malformación de la uretra, relacionada probablemente con la consanguinidad en los Borbones, que provocaba que no tuviese el orificio de salida en el glande (vulgo capullo), sino en el tronco del pene. En su forma más leve este problema genital permite el orgasmo y la eyaculación y, en los más graves, provoca impotencia.

Otro punto negativo para Paquito, ocho años mayor que Isabel, era que mantenía una extraña relación con el nuevo pretendiente carlista, su primo Carlos Luis de Borbón. Rodeado de los conocidos como «ojalateros», mediocres y burócratas que se pasaban el día lamentando que ojalá las cosas hubieran salido de forma diferente en la guerra, Don Carlos María Isidro no retomó las operaciones militares y renunció, en 1845, a sus derechos en favor de su hijo mayor, para así propiciar su matrimonio con Isabel II, lo que nunca ocurrió. A este nuevo don Carlos, con el que Paco compartía ideas políticas y una admiración que bordeaba la atracción erótica, su primo le dijo algo así como «si tú me dices ven, lo dejo todo» unos meses antes de casarse. A través de una carta enviada en un delicado sobre, Paco se disculpaba por ocupar un puesto en el altar que le correspondía, según él, al pretendiente carlista:

No me acuses nunca de haberte quitado, si las circunstancias me lo ofrecen, un puesto que tú habrías abandonado, y que no quisiera ocupase otro más que tú, a quien amo de todo corazón. Siempre tuyo. Francisco de Asís.

Hasta el último segundo María Cristina dudó sobre lo adecuado de casar a Isabel con ese sobrino suyo que a falta de adjetivos conocidos definía como «eso»: «En fin, usted lo ha visto, usted lo ha oído. Sus caderas, sus andares, su vocecita… ¿no es eso un poco intranquilizador, un poco extraño?». Solo la letra pequeña de un acuerdo a dos bandas decantó su opinión. A cambio de que la susodicha mediocridad se casara con la reina de España, las mismas potencias extranjeras que sembraron de minas a los candidatos internacionales de Isabel no veían del todo mal que la hermana pequeña se casara con el duque de Montpensier, hijo menor del rey de Francia. La felicidad de la reina fue sacrificada, una vez más, en favor de un bien mayor para su dinastía.

El 10 de octubre de 1846 se celebró la boda doble de las hermanas en el Salón del Trono, engalanado con gradas de terciopelo rojo y bajo la mirada pétrea de los dos leones ibéricos de bronce esculpidos en el siglo XVI para el viejo Alcázar. Las novias iban cargadas de encajes; los novios, con el uniforme de capitán general, en el caso de Paco, y con el de mariscal de Francia en el de Montpensier. Toda una exhibición de músculo monárquico a ambos lados de los Pirineos. A la ceremonia asistió el mulato y talentoso Alejandro Dumas, autor de El conde de Montecristo y Los tres mosqueteros, junto a una abundante representación de escritores franceses, que permanecieron con los ojos abiertos como platos con cada novedad del país.

Lo español estaba de moda y era una fuente de inspiración para los autores extranjeros, aunque ya no, como en la época de los Austrias, por su poder e influencia, sino por lo pintoresco de sus habitantes, sus intensas estaciones, sus trajes exóticos y porque, como definió el pintor británico David Wilkie, se percibía el país como un «coto de caza primitivo e intocado de Europa». «A mí me han preguntado los extranjeros si en España se cazan leones; a mí me han explicado lo que es el té, suponiendo que no le había tomado ni visto nunca; y conmigo se han lamentado personas ilustradas de que el traje nacional, o dígase el vestido de majo, no se lleve ya a los besamanos ni a otras ceremonias solemnes, y de que no bailemos todos el bolero, el fandango y la cachucha», relataría Juan Valera, novelista y diplomático, sobre el convencimiento que había cuajado entre los europeos de que África empezaba en los Pirineos. El Spain is different, que articularía el franquismo como lema turístico, estaba ya en marcha.

Más carlistas en palacio que masones entre los liberales

De la edad de la inocencia, Isabel pasó de golpe a la del chachachá. Entre cambios constantes de plantilla, adultos que le hablaban todos a la vez y madres que solo fingían escucharla, la adolescente eclosionó en todo su pavo real, el propio de la edad adaptado a su categoría. La niña desconcertaba a los aristócratas y políticos que trataban con ella porque permanecía a veces callada y sin comprender en apariencia las instrucciones. Podía hacer esperar horas a sus ministros para una reunión, a los soldados para una revista o a la nobleza para un baile. Dentro de ella brotó un espíritu rebelde al verse compartiendo cama, y compitiendo en número y remilgo de lazos y puntillas con su primo y marido Paquito.

Tras unos primeros meses de matrimonio armónico, Isabel quiso aclarar, por si acaso lo dudaba el apuntador, que ella también aborrecía a Francisco de Asís. La reina empezó a desobedecer en el ámbito político y en el privado a su madre, a la que culpaba de su desgraciado matrimonio. Su prima la infanta Josefa, otra díscola hija de Francisco de Paula, le introdujo en una vida de diversión y excesos junto a gentes del espectáculo, la aristocracia más libertina y de vividores como el marqués de Salamanca, un especulador bursátil, noble y truhan, generoso y trapacero, que con sus tejemanejes igual podía hacer a sus socios ganar varios millones como perder hasta las muelas de oro. «Es muy salao, y aunque me ha hecho rabiar mucho, soy flaco, le quiero… pero no se lo diga usted, porque enseguida me viene a proponer un negocio en el que vamos a dar a España muchos millones», afirmó Narváez en cierta ocasión sobre Salamanca.

El marqués probó suerte durante varios años como empresario de teatro, gastando una fortuna en luces, telas y decorados para formar dos compañías de ópera y de baile. Como todo en su vida, el marqués que da hoy nombre a un barrio madrileño no se interesó por el espectáculo por razones banales, sino porque el Teatro del Circo, fuente de intrigas y de esparcimiento de la reina, era una buena inversión y una pecera de mujeres hermosas. Narváez y él se disputaron a varias exóticas bailarinas, como la francesa Marie Guy-Stéphan, que mantenía con la mandíbula desencajada a los madrileños por su revolucionaria fusión de ballet clásico con castañuelas españolas.

Mezclada tanto con gente elevada como llana, al gusto de su padre, salió a la luz la imagen de Isabel que más ha perdurado. Una manuela desenvuelta, plena de espontaneidad y majeza, en la que un humor puntiagudo se rebozaba con la chabacanería. A través de estas malas compañías conoció al militar moderado (cómo no) Francisco Serrano, «el general bonito», con una impresionante hoja de servicios. Este otro Paco sí fue del agrado de la reina, que se encaminó sin frenos hacia una aventura escandalosa con un hombre veinte años mayor que ella a principios de 1847. Juntos montaban a caballo, asistían al teatro y a fiestas sin recato que se prolongaban hasta la madrugada en los reservados del restaurante Lhardy.

María Cristina dio por imposible a Isabel, cada vez más contestona, y a raíz del escándalo con Serrano se marchó a ver en París a su otra hija y a su admirable marido Montpensier. La madre pensaba que la mejor medicina para curar la hostilidad hacia su persona era la distancia, tras la cual Isabel, atrapada en su propio dédalo, acabaría rogando que volviera en su auxilio. Al menos eso pensaba. Y, como otras veces, María Cristina falló en sus cálculos. Isabel acrecentó su odio hacia la mujer que la había traicionado y encima ahora se fugaba con su hermana.

Frente a los ministros de su madre que querían destinar fuera de Madrid a Serrano, Isabel defendió su autoridad con uñas y dientes. En una reunión con un ministro en la cámara real, empezó a chillar y a romper floreros contra el suelo. Hizo caer a cargos afines a María Cristina para dar entrada al entorno de Serrano, ligeramente a la izquierda que otros de su partido. Aparte de un excelente sexo con un veterano de guerra, lo que estaba en juego era sacudirse de una vez la tutela pegajosa de su madre.

El pueblo jaleó la locura de la reina, que ni siquiera había cumplido los dieciocho años. No es que estuviera en la cresta de su popularidad, es que se había construido un maldito chalet con piscina allí. A la salida de la plaza de toros de Madrid se produjeron un día vítores por igual a la reina y a Serrano, al tiempo que se cantaba el himno de Riego y rimas contra María Cristina. Su decisión de permitir a Espartero y a Olózaga regresar del exilio fue tan aplaudida como sus maniobras para que su madre continuara en el extranjero: «Mamá viene, ¿cómo he de sufrir yo a esa mujer que vendrá a tiranizarme como me ha tiranizado antes? Que no venga, que no venga», exclamó inquieta, según Donoso.

Aquella joven embriagada de poder hacía lo que quería y cuando quería, y no escondía la relación con el «general bonito», cuyas iniciales grabó junto a las suyas en la corteza de un árbol de Aranjuez con una navaja. Ojerosa, pálida y ya inmersa en su empeño por parecer un embutido, sus fiestas tampoco amainaron los decibelios. Cuando la reina se iba a acostar a las ocho de la mañana, su marido ya se había levantado y estaba bañado, perfumado y en su vestidor poniéndose divino de la muerte. Cualquier parecido con el austero santo, fundador de la orden franciscana que dio nombre al consorte, resultaría una molesta casualidad.

Francisco de Asís, ocupado día y noche en que los carlistas absorbieran a los isabelinos, interrumpió sus lisonjeras negociaciones secretas con su primo para atender a quienes le exigían que pusiera orden en su hogar. Ante las impertinentes protestas de su esposo, la reina mandó un día sacar sus cosas de la alcoba y que hiciera vida aparte. Es más, invitó educadamente a Paco a marcharse de una santa vez al extranjero si encerar sus cuernos ya no le agradaba. El rey contestó que no, que si le echaban, bueno, se marcharía, pero no por propia voluntad. Lo que más anhelaba Isabel era casarse con Serrano tras obtener la anulación de su matrimonio con Paquito, que sin llegar tan lejos se conformaba incluso con que su prima fuera menos escandalosa y que si necesitaba un miembro viril se sentara en cualquiera menos en el del «general bonito», al que estimaba un «pequeño Godoy». Hasta ahí, tan abajo, llegaba el orgullo del rey, que reconocía ser más pragmático que su Isabelita: «Yo me casé porque debía casarme».

La madre no estaba en condiciones, ni geográficas ni morales, de impedir que su hija se uniera en santo matrimonio con un apuesto militar, tan parecido a su propio maromo, y gran parte de los moderados estaban que trinaban ante los caprichos de la reina, pero ninguno quería llegar al extremo de inhabilitar a Isabel. La verbena finalizó con el pago de treinta monedas de plata a Serrano, cada vez más poderoso y rico con esa aventura. El favorito acordó con Narváez ceder su sitio para evitar que los progresistas tomaran el poder y, además, salvar su carrera política. Una vez más la gran damnificada fue Isabel, que lloró durante días por el desamor. Ni tres misas tardó en volver la madre a recoger los trozos rotos de su hija.

Durante la crisis matrimonial, Narváez se había ofrecido con su delicadeza habitual a solucionar a hostias el entuerto: «Carajo, puñetas, yo entro a meter en un puño a rey, a reina, a Serrano y a Serrana y a amolarla a todos juntos. Yo entro ahí para levantar a la monarquía a pesar de la monarquía», recoge Donoso que le advirtió el espadón. Aunque no fue necesaria al final la patada en la puerta, Narváez se desquitó entrando el 4 de octubre de 1847 en la reunión del Consejo de Ministros que habían formado Isabel y Serrano para anunciar, de sopetón, que por real decreto quedaban todos relevados. Y se podían contentar con que no los detuviera. El estallido de la enésima revolución en Francia y su efecto contagio sobre España requirieron en 1848 toda la testosterona que chorreaba Narváez por los cuatro costados para reprimir a los liberales más radicales y a los carlistas sin reparar en garantías constitucionales y otras menudencias.

El año 1848 cambió el mapa europeo y extendió el miedo entre la realeza. El rey de Francia, apodado el rey de las Barricadas por haber accedido a la corona mediante una revolución dos décadas antes, se fue ese año. Bien lo proclamó Karl Marx cuando recordó que la historia se repite dos veces: la primera vez como una gran tragedia y la segunda como una miserable farsa. La farsa no era otra que la de Napoleón III, sobrino del primer emperador, que se postuló tras el caos generado como el necesario puño para contrarrestar a los nuevos revolucionarios. Bonaparte inició primero como presidente y luego como emperador un nuevo imperio en Francia para hacer olvidar rápido a los Orleans.

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