Los Austrias. El imperio de los chiflados

Los Austrias. El imperio de los chiflados


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CARLOS II, ¿EL TRISTE FINAL DE LAS LOCURAS?

EL DIABLO QUE HABITÓ EN EL REY

Lo halló estupefacto. El nuncio papal Nicolini encontró a un rey de veinte años, de «un cuerpo tan débil como su mente». A veces daba muestras de cierta inteligencia, lo que descartaba que fuera indiferente a la tragedia que le rodeaba. Eso era lo más cruel del asunto. La genética había arrojado un imperio de responsabilidades sobre la espalda de un hombre que «no puede enderezar su cuerpo sino cuando camina, a menos de arrimarse a una pared, una mesa u otra cosa». Con ese rey raquítico se podía hacer lo que se quisiera, «pues carece de voluntad propia». Y un rey sin voluntad es, a vista de los nobles, lo que una bolsa de caramelos abandonada a la puerta de un colegio.

En su lecho de muerte, Felipe IV dirigió unas últimas palabras a su único hijo varón, Carlos, deseándole mayor felicidad que la que él había tenido en la vida. No le dejaba, sin embargo, mucho margen para ser feliz. El Rey Planeta legó a su hijo un erario público vacío (la guerra contra Portugal fue el golpe de gracia), un Imperio en descomposición y una deuda pública de 21,6 millones de ducados. La tragedia final de su vida había estado marcada por la búsqueda de un heredero, más que por los desastres políticos.

Dada la mala salud del niño que se encontraba tras de sí, Felipe dejó de existir con la amargura a cuestas. El 17 de septiembre Carlos II sucedió a su padre, sin que nadie apostara a que el enfermizo niño fuera a vivir más allá de la infancia. Nació con la cabeza gigante (¿no decía el conde duque que faltaban cabezas?) y llena de costras, ante lo cual los cortesanos disimularon su fealdad con un gorrito, primero, y en su adolescencia con una larga melena. Lo que no se podían imaginar ni los más optimistas es que su reinado iba a durar treinta y cinco años, tres décadas y un lustro de agonía política y personal.

El parto de Carlos fue bastante normal, salvo porque la estancia estaba abarrotada de reliquias. Tres espinas de la corona de Cristo, un diente de San Pedro, una pluma del ala del arcángel San Gabriel, un trozo del manto de María Magdalena, entre otras piezas, acompañaron el advenimiento del heredero esperado. El bebé se reveló desde los primeros días portador de una salud maltrecha, puesto que las gripes y los catarros golpeaban al niño de forma constante. Amamantar a la criatura supuso una sucesión interminable de frustraciones. Catorce amas, más dieciséis de reserva, se encargaron de la lactancia en un ambiente dominado por los médicos. Aquel ejército de cuidadores, damas y meninas (adolescentes en el umbral de la juventud) le retiraron la lactancia por decoro cuando fue nombrado rey, pero no porque su estómago estuviera listo para los alimentos sólidos. A los cuatro años todavía no se sostenía en pie, a duras penas mantenía su enorme cabeza recta y ya era evidente que sufría algún tipo de retraso. Las mismas doncellas que cubrían sus costras con gorritos, le sostenían con cordones para que pudiera mantenerse en pie durante las visitas de los embajadores. ¡Como si fuera una marioneta! Francisco Alonso-Fernández apunta a que su retraso psicomotor estaría tipificado, en la actualidad, como una oligofrenia, o sea, una discapacidad o insuficiencia intelectual del grado superficial denominado debilidad mental.

En cuanto empezó a hablar y comenzaron a discurrir las ideas por su mente, Carlos II notó que era distinto al resto y estaba limitado para alcanzar el nivel de pensamiento medio. Eso era frustrante, y su inteligencia le alcanzaba para saberlo. Podía pasar de la alegría a la depresión en cuestión de minutos; y de manifestar un cariño empalagoso, a un estado de cólera irreprimible. Sus estudios estuvieron adaptados a estas limitaciones, siendo notorio que sus conocimientos escolares se centraron en conocer la geografía de Madrid, concretamente los lugares relacionados con los sitios reales. A los once años se inició en la lectura y la escritura, habilidades que jamás estuvo cerca de dominar. Pues, aunque su mente hubiera dado más de sí, su maltrecho sistema inmunológico convirtió el sarampión, la varicela, la rubeola, la viruela y las afecciones infecciosas en los compañeros de juegos de Carlos. Los ataques epilépticos también eran frecuentes.

La adolescencia tampoco vigorizó su cuerpo. En vez de aparecer los rasgos de la pubertad, florecieron los de la vejez. El niño se transformó en un viejo sin que mediera la fase adulta. El curioso caso de Carlos de Austria, o de cómo un niño se hizo viejo. No hubo rastro tampoco de desarrollo sexual, lo que dio lugar al rumor de que el monarca no era ni varón ni hembra. El aspecto resultante era terrorífico y andrógino: con la mandíbula de los Austrias más pronunciada que ninguno de sus ancestros, una nariz colgante y un labio deforme. Pero mientras el adolescente envejecía, su mente seguía ocupando su tiempo en juegos propios de los niños más tiernos. Jugaba con sus enanos y bufones sentado, pues sus piernas no estaban para correrías. Mariana de Austria, temerosa de cualquier percance, impidió que practicase esgrima o cualquier otra actividad física junto a niños de su edad. Pese a ello, una de las pocas proezas de su infancia fue que aprendiera a montar a caballo a los nueve años.

El origen de la mayoría de estas deficiencias físicas y mentales estaba en el altísimo coeficiente de consanguinidad presente en Carlos. Sus abuelos eran al mismo tiempo sus bisabuelos; su padre, que estaba casado con una hija de su hermana, era también su tío abuelo, y su madre resultaba ser además su prima. El hechizo era el resultado óptimo de los matrimonios entre Austrias, que ya había lanzado el primer aviso con lo que le había ocurrido al primogénito de Felipe II. Un estudio del catedrático Gonzalo Álvarez Jurado y del genetista Francisco Ceballos muestra la escalada ascendente de los coeficientes de consanguinidad, desde que desembarcó la dinastía en España hasta su final. Cada cual puede sacar sus propias conclusiones relacionando el coeficiente con los méritos y capacidades de cada rey: Felipe I (0,025 por ciento), Carlos I (0,037 por ciento), Felipe II (0,12 por ciento), Felipe III (0,21 por ciento), Felipe IV (0,11 por ciento) y, la guinda del pastel, Carlos II (¡0,25 por ciento!). El nivel presente en el último Austria español era similar al fruto de una relación entre un padre y una hija, o entre un hermano y una hermana.

Por el contrario, la lotería de la genética —caprichosa y cruel— fue benévola con la única hermana de Carlos II que también llegó a la vida adulta, la menina que retrató Diego de Velázquez. Margarita María Teresa era también fruto del segundo matrimonio de Felipe IV, es decir, tan endogámico como Carlos. Sin embargo, la salud de la joven fue normal hasta su muerte, con veintiún años, por las complicaciones en el parto de su cuarta hija. El Rey Planeta vio en ella la pieza que podía reconciliar las dos ramas de los Austrias, distanciadas desde la Paz de Westfalia, por lo que la prometió con el emperador Leopoldo I, su tío.

El problema es que, a falta de un hijo varón sano, Felipe IV dudó en el último momento si entregarle su hija al emperador ante un posible agravamiento del problema sucesorio. A sabiendas de que podía ser la heredera de la Monarquía Hispánica, Leopoldo presionó para que tuviera lugar el enlace cuanto antes. Asimismo, el testamento del rey aparcó definitivamente la cuestión, a la espera de saber si Carlos II viviría lo bastante. Solo la creciente influencia de Mariana, hermana de Leopoldo, propició que se celebrara la boda por poderes el día de Pascua, 25 de abril de 1666, en Madrid. Por cierto que el aspecto físico del novio, el emperador, guardaba similitudes con el de Carlos II, salvo porque sus labios eran todavía más grotescos. El viajero otomano Evliya Çelebi escribió tras conocerle que sus labios eran como los de un camello. A diferencia de su hermano y su marido, Margarita sí contaba con cierto atractivo y rebosaba fertilidad, como evidenciaron los cuatro vástagos que tuvo con Leopoldo. Fertilidad, que no salud… Los hijos del matrimonio presentaron un nivel extremo de consanguinidad, y solo una hija, María Antonia de Austria, sobrevivió hasta la madurez.

En Carlos II se manifestaron al menos dos enfermedades achacables a mutaciones genéticas recesivas, es decir, que necesitan ser heredadas de los dos progenitores. Una acidosis tubular renal, que explicaría su raquitismo; y un déficit hormonal múltiple de la hipófisis (entre otras hormonas, la del crecimiento), lo que justifica su parecido al curioso caso de Benjamin Button. Si bien en la época se creyó que el rey había pagado por todos los pecados del arrogante Imperio español, la visión de los genetistas en estas situaciones encuentra aspectos positivos, aunque igual de crueles. Casos extremos como el de Carlos hacen que los genes malos salgan a la luz y, al cabo de varias generaciones, favorece la eliminación de genes perniciosos a través de la selección natural. Él no podía reproducirse. Ni siquiera estaba destinado a sobrevivir más allá de su adolescencia.

El embajador inglés dijo en alto lo que todos pensaban. Suyo es el perfil más negro de esta bomba endogámica:

No hay la menor esperanza de la recuperación de este monarca… Parece un fantasma y se mueve como una figura de reloj. Se habla de darle una dieta de gallinas y capones, combinada con carne de víbora.

LOS EXORCISTAS ATROPELLAN A LOS MÉDICOS DEL REY

Con el tiempo su salud no hizo más que empeorar. A partir de los treinta y dos años, la larga y dorada melena del rey desapareció por completo. Le disimularon la calvicie con la colocación de una peluca blanca rizada, a la moda francesa. Del mismo modo que en el cénit de su poder España había impuesto la moda del color negro en la ropa, los franceses exportaron a Europa la de las pelucas para hombres, desde que el Rey Sol comenzara a usarlas debido a su alopecia. El propósito era prevenir la tiña y los piojos, enfermedades muy frecuentes en aquella época, así como encubrir la suciedad. Estas pelucas llegaban a la altura de los hombros, imitando los largos cabellos tan de moda entre los hombres desde la década de 1620. Esta calvicie afeó el aspecto físico de Carlos, que de todas formas, dada la concatenación de enfermedades que se cebaban en él, pasaba por ser el menor de sus problemas. Los accesos palúdicos comenzaron a azotarle con treinta y cinco años y, dos años después, se le acumularon líquidos por todo el cuerpo.

Los médicos del rey apenas habían apagado un incendio cuando debían acudir a otro. Las sangrías, purgas y «medicamentos» incorrectos, como los polvos de víbora, empeoraron aún más su estado. Ante las crisis epilépticas, cada vez más frecuentes, los médicos se limitaban a sujetar al rey para que no se hiciera daño en las sacudidas bruscas. Quien veía al monarca sacudir brazos y piernas de forma espasmódica y mover la boca y los ojos hacia el mismo lado, pensaba más bien en llamar a los exorcistas. Entre los inquisidores y los miembros del alto clero se impuso la idea de que Carlos, que recibió el apelativo de el Hechizado, estaba afectado por alguna maldición. En 1687 corrió el rumor de que alguien había metido un diablo en el cuerpo del rey, ya fuera a través de un maleficio sexual o envenenando su comida con sesos humanos. Lejos de desterrar la idea por burda, el inquisidor general se puso al frente de un esperpéntico proceso, con la misión de triunfar allí donde habían fracasado los médicos.

El inquisidor Juan Tomás de Rocabertí contactó con el confesor del rey, el también dominico Froilán Díaz, y con un amigo de este, fray Antonio Álvarez de Argüelles. Este segundo fraile se ocupaba en ese momento del caso de unas monjas poseídas por el demonio en Cangas de Tineo (la actual Cangas de Narcea, en Asturias). Aprovechando la presencia del demonio en aquellas monjas, Rocabertí ordenó al fraile Argüelles que lo conjurase y le preguntara si el monarca estaba endemoniado. El grupo de clérigos ocultó al Consejo de la Inquisición sus planes, porque un interrogatorio de ese tipo contravenía las disposiciones canónicas, que prohibían preguntar a Satanás de forma directa.

El 9 de septiembre de 1698, el diablo respondió por boca de las monjas que el rey estaba maldito por dos veces: no podría gobernar y no podría engendrar un hijo. Las religiosas endemoniadas, además, apuntaron que la responsable del maleficio era la reina madre, que, hinchada de ambición, buscaba de esta forma conservar el poder a costa de un hijo pasmado. No obstante, solo dos meses después, las religiosas se desdijeron y afirmaron que el diablo no completaría sus revelaciones, salvo si eran trasladas a la madrileña Basílica de Atocha. Esto resultaba imposible de cumplir si el inquisidor general quería mantener el asunto en secreto. Enredado en su propia trama, Rocabertí falleció en junio del siguiente año, dejando sin cabeza al comando exorcista.

La débil mente de Carlos II se había convencido también de que un demonio habitaba dentro de él. Era tal el pánico que sentía que se acompañaba de su confesor y dos frailes, a quienes hacía acostarse en su dormitorio todas las noches. Por esos miedos, el monarca accedió a ingerir aceite bendito en ayunas y purgas de huesos de mártires pulverizados, y a que le fueran colocados pichones recién muertos sobre la cabeza, y entrañas de cordero sobre el abdomen. Además, a la muerte de Rocabertí, Carlos eligió como nuevo inquisidor general al cardenal Alonso de Aguilar, pensando que él podría llegar hasta el fondo de su maleficio y seguir con la guerra contra Lucifer que se disputaba en su alma. El desesperado monarca le reclamó:

Muchos me dicen que estoy hechizado, y yo lo voy creyendo: tales son las cosas que dentro de mí experimento y padezco. Y pues seréis presto nuevo inquisidor general y haréis justicia a todos, hacédmela a mí también, descargando de mi corazón esta opresión que tanto me atormenta.

Alonso de Aguilar no vivió lo suficiente para descargar el corazón del rey ni para tomar posesión del cargo. Murió solo unos meses después de Rocabertí, quien vomitó durante cinco horas un líquido bilioso antes de fallecer súbitamente. Según las malas lenguas, la segunda esposa del rey, Mariana de Neoburgo, estuvo detrás de las muertes de los dos inquisidores, puesto que no le hacía ni un pelo de gracia que el demonio cada vez apuntara más en dirección a ella como origen de uno de los maleficios (el otro era la reina madre, se supuso). No en vano, se sospecha que ambos inquisidores simpatizaban con el partido francés y, en verdad, emplearon la trama demoniaca para alejar a la reina de su marido.

Harta de las acusaciones, Mariana intentó hacerse con un exorcista favorable a su partido y convocó al saboyano Mauro Tenda, procedente de la corte vienesa. El caso es que el rígido saboyano le salió rana. Su acercamiento al grupo de exorcistas españoles y sus excesos sacaron todavía más de quicio a la reina. Nada más conocer al rey, Tenda ordenó al demonio que pinchase a Su Majestad en diferentes lugares de su cuerpo, y así lo sintió un sugestionado Carlos. El fraile descartó que el rey estuviera endemoniado, pero dictaminó que había sido hechizado, como ya sostuvieron las mojas de Cangas de Tineo, y reparó en que el monarca llevaba siempre un saquito colgado del cuello, que guardaba bajo la almohada mientras dormía. Advertida por su confesor, la reina arrebató el saquito a su esposo. En su interior se hallaron los ingredientes típicos que se usaban en hechicería: cáscaras de huevo, uñas de los pies y cabellos… Al saber que llevaba años portando esa mezcla supersticiosa, el monarca reconoció que no recordaba quién se lo había dado y que pensaba que eran reliquias.

La parafernalia final de fray Mauro no escatimó patetismo. El saboyano realizó varios exorcismos al soberano. En uno de ellos, el rey y la reina, ambos completamente desnudos y de rodillas, asistieron a los rezos del saboyano, revestido con el traje talar y con todas las honras sacerdotales. Además, aprovechando que los restos de sus antepasados estaban siendo trasladados al nuevo panteón de El Escorial, se destaparon sus ataúdes y se celebró una ceremonia en la que los cadáveres de su padre, Felipe IV; sus abuelos, Felipe III y Margarita; sus bisabuelos, Felipe II y Anna; y sus imperiales tatarabuelos Carlos V e Isabel; fueron exhibidos ante el enfermo.

La propia Mariana de Neoburgo fue sometida a un exorcismo en diciembre de 1698, a cargo de un fraile jerónimo que quería hacerla fecunda. Recitando oraciones junto al lecho de la reina, el fraile entró en estado de éxtasis, con un amplio muestrario de gestos grotescos. Mariana saltó de la cama y huyó entre gritos de su dormitorio ante aquel alarde de muecas. Una escena escandalosa que se saldó con la salida de aquel fraile de palacio, y que se mantuvo en secreto debido al temor a que el Santo Oficio metiera su hocico en palacio.

Las cosas se descontrolaron en esos últimos años de reinado. Cada vez más, los cocineros de brebajes, los astrólogos, los exorcistas y charlatanes ocupaban el lugar reservado a los médicos y farmacéuticos. Antonio Álvarez de Argüelles cargó en esas fechas contra la ciencia: «Todos los médicos que tiene el rey son tan desleales y falsos como cuantos andan alrededor de su persona y los boticarios entran también en el número». La histeria colectiva se contagió a otras cortes europeas. El embajador austriaco recibió del emperador Leopoldo un informe sobre un joven endemoniado de Viena, quien afirmó que sin lugar a dudas el rey de España estaba maleficiado.

La mejoría registrada en la salud del monarca en octubre de 1699 pareció dar la razón a los exorcistas, ya fuera porque el demonio había huido ante los rezos del saboyano o porque en el saquito estuviera el origen del maleficio. Así las cosas, las buenas noticias solo duraron un par de meses. Al empeorar su estado, los charlatanes replicaron que Lucifer se había instalado ahora en el seno de la Inquisición como venganza por echarle del rey. Una afirmación tras la cual probablemente estaba Mariana de Neoburgo, que se había propuesto dar a la Inquisición un poco de su propia medicina. La reina aprovechó la muerte del inquisidor Aguilar para colocar en el puesto a alguien de su confianza, el autoritario don Baltasar de Mendoza, obispo de Segovia. Él ordenó arrestar a fray Froilán como sospechoso de herejía, por supersticioso y por dar crédito a los demonios y expulsó a fray Tenda de España. Tuvieron que pasar unos años para que el confesor real fuera absuelto de «todas las calumnias, dándole la Inquisición por totalmente inocente».

En este sentido, la actividad inquisitorial de la segunda mitad del siglo XVII es recordada por un publicitado auto de fe, con el pretexto de la boda del rey Carlos II y María Luisa de Orleans, que el pintor Francisco Rizi inmortalizó en 1683. Una escena recurrente para ilustrar la solemnidad y tristeza de estos actos, pero que no refleja la auténtica temperatura de la Inquisición española en esos años. El final de siglo vislumbró la decadencia del Santo Oficio, tanto en poder como en número de autos. Mientras que en Sevilla, durante la segunda mitad del siglo XVI se celebraron al menos 23 autos de fe; en Madrid, entre 1632 y 1680, no se había celebrado aún ninguno. El número de procesados y relajados (entregados) también disminuyó en este periodo.

MARIANA DE AUSTRIA CONTRA «EL USURPADOR» BASTARDO

Reinaba sobre todos un hombre que necesitó tutela de por vida. Según estipulaba el testamento de Felipe IV, la reina debía encargarse de la regencia hasta que Carlos cumpliera los catorce años. Al percatarse del grado de retraso del joven, Mariana de Austria prolongó la regencia dos años más valiéndose de maquinaciones. Quedaba ya poco en Mariana de la inocente y risueña niña que desembarcó en España hacía varias décadas. Únicamente las cosas y las personas alemanas eran de su agrado, entre ellas, la etiqueta imperial que introdujo en las recepciones: las damas debían entrar por una puerta y salir por otra. Tal vez para representar esta metamorfosis, la reina madre vestía casi siempre de riguroso negro y con tocas, adquiriendo con los años más aspecto de monja que de soberana. El ambiente en el Alcázar se hizo irrespirable con ella al mando.

Antes del fallecimiento de su esposo, Mariana había alcanzado ya cierto protagonismo político. Las muertes del primer ministro Haro (1661) y de sor María de Ágreda (1665) depositaron la confianza de Felipe IV en su esposa, sobre la que, a su vez, ejercía una magnética influencia su confesor, el alemán Juan Everardo Nithard. Su trabajo en la Universidad de Graz y su fama de sabio le valieron su designación como confesor de la hija del emperador Fernando III. Así se conocieron Mariana y el hombre que iba a adueñarse de su voluntad la mayor parte de su vida. Juntos viajaron a España, donde Nithard no desempeñó ningún alto cargo mientras Felipe IV aún vivía.

Mariana de Austria accedió a la regencia a los treinta y un años. Entre sus primeras medidas, desalojó a los consejeros hostiles de la Junta de Gobierno, el órgano que le debía asesorar en sus decisiones. A las pocas horas del fallecimiento de Felipe IV, murió uno de los miembros de la Junta, el arzobispo de Toledo, cuyo hueco fue ocupado por Nithard. La Junta se negó en redondo a entregarle el Arzobispado de Toledo a un extranjero, algo que no ocurría desde tiempos de Carlos V, pero la reina halló una solución para apaciguar a los españoles y favorecer a su querido jesuita. El inquisidor general, Pascal Folch de Cardona, recibiría el cardenalato para poder ser nombrado arzobispo de Toledo, mientras Nithard ocupaba su puesto al frente del San Oficio y se hacía con su propia silla en la Junta. La presencia del extranjero, no obstante, seguía siendo rechazada por la mayoría de miembros. A pesar de sus vastos conocimientos, el jesuita no era un hombre astuto ni muy inteligente. Un mal negocio para el extranjero que debía despachar con la díscola y arruinada nobleza española.

Don Juan José de Austria, el bastardo de Felipe IV, fastidió la regencia a la reina y supo explotar mejor que nadie esa hostilidad que generaba Nithard entre la aristocracia. El testamento real reclamaba que se atendiera y favoreciera al hijo del rey conforme a su calidad. El problema es que la reina, cada vez más huraña, no reconocía ningún tipo de calidad en el fruto de una relación adúltera y solo identificaba a un usurpador. El pueblo no compartía su visión, porque además le consideraba un héroe militar. Por subrayar sus escasas similitudes con el bastardo de Lepanto, don Juan José de Austria se había embarcado en una fértil carrera militar desde 1647, cuando fue nombrado máximo responsable de las armas marítimas. Su intervención sofocando ese mismo año una revuelta en Nápoles, auspiciada por Francia, le otorgó prestigio dentro de un imperio en descomposición.

No sufrió los primeros reveses militares hasta que ejerció de gobernador de Flandes. A pesar de obtener algunos éxitos de renombre, como el levantamiento del cerco de Valenciennes, que produjo en Europa «uno de aquellos estremecimientos que solía dar España en tiempos más afortunados», don Juan no pudo evitar la catastrófica pérdida de Dunkerque. El Austria tuvo el deshonor de dirigir a los españoles en la batalla de las Dunas, la derrota que marcó el final de la hegemonía militar del Imperio español. Así las cosas, el monarca volvió a otorgar a su hijo el mando en otro frente complicado: la guerra por recuperar Portugal. La guerra de restauración portuguesa destrozó el prestigio militar de don Juan José de Austria.

La reina accedió finalmente a reunirse con el ambicioso joven a espaldas de la Junta. En este encuentro le ofreció un puesto militar lejos de la corte. Él fingió aceptarlo con gratitud, pero en realidad se instaló en Guadalajara para atraer a su entorno a los miembros de la Junta que habían sido excluidos tras la muerte del rey. Le hubiera costado poco a Mariana cederle en ese punto un sillón en la Junta, con tal de que parara la campaña de acoso y derribo. Y lo hubiera hecho así de creer que don Juan José, en realidad, se iba a conformar con una sillita. Pero él no quería participar en el juego de las sillas: las quería todas. En 1668, el hermanastro del rey salió de Castilla al descubrirse su implicación en un presunto complot contra Nithard. Un aragonés fue arrestado por querer envenenar al arzobispo extranjero, pese a lo cual no se pudo celebrar juicio alguno al aparecer ahorcado en su celda. Mientras Madrid clamaba contra las corruptelas de Nithard, la reina ordenó sin éxito prender a don Juan José. Al percibir sus pocos apoyos, Mariana exclamó con tristeza que se sentía «tan extranjera como su favorito». Ninguno de los grandes nobles estaba por la labor de detener al hijo natural de Felipe IV.

Desde Cataluña, don Juan José marchó hacia Madrid al frente de una escolta de 300 caballeros, un número de hombres que aumentó conforme la comitiva se aproximaba a su destino. Como si fuera Aníbal a las puertas de Roma, don Juan José no se atrevió a atacar la capital cuando se alzó delante de él. Le temblaron las piernas, conformándose con que el poder pasara a manos de otro hombre de la reina madre, Fernando de Valenzuela. La regente accedió a sustituir a Nithard por miedo a que alguien atentara contra su vida, más que por la presencia del pequeño ejército de don Juan José.

Mariana se sintió tan dolida por la marcha de su confesor que no tuvo fuerzas ni para reunirse con él y cumplir su deseo de «besar sus reales manos», a modo de despedida. Don Juan José había vencido y la había humillado. Y cada vez estaba más cerca de apropiarse del timón del país. Lo que tal vez no había previsto el hijo de Felipe IV es que Valenzuela iba a resultar una piedra más rocosa que su predecesor. Conocido como el Duende de Palacio, Valenzuela procedía de una familia de hidalgos originarios de Ronda. El rápido ascenso político de este aventurero inculto y populista estuvo repleto de turbulencias, así como lo estuvo su estancia en la corte.

Una vez a la derecha de la regente, Valenzuela modificó el ambiente monasterial, impuesto por Nithard, sustituyéndolo por un tono más festivo. Financió el cambio con la venta de oficios de gobierno. Durante el reinado de Carlos se multiplicaron por dos los miembros de la alta nobleza: si en 1627 solo había 41 grandes; a principios de 1707, el número llegó a 113. Hasta entonces los cargos habían sido empleados como recompensas de la corona por los servicios prestados, pero no vendidos como quien subasta un cuadro o una vaca. A través de estos métodos, el confidente de la reina logró ganarse el odio de la nobleza, que no soportaba a aquel presuntuoso nuevo rico.

LA ÚLTIMA SONRISA DEL NIÑO VIEJO

En busca del encantamiento que había atormentado su vida, un médico forense practicó una necropsia a Carlos II. No era algo apropiado, y menos con el cadáver de un rey, pero el misterio no podía permanecer inconcluso. Lo que se halló dentro era grotesco y explicaba unas cuantas cosas, apareciendo «un corazón muy pequeño, del tamaño de un grano de pimienta, los pulmones corroídos, los intestinos putrefactos y gangrenosos, en el riñón tres grandes cálculos, un solo testículo negro como el carbón y la cabeza llena de agua». Así era el reverso del monarca con peores cartas del repertorio de reyes españoles; pero faltaba por valorar la otra cara, siempre denostada y omitida en los libros de Historia.

Frente al niño del corazón pequeño, emerge una versión más simpática y positiva de Carlos II, que se trata de soslayo: el monarca que sentó las bases para que cuajaran las reformas borbónicas, con más inteligencia y voluntad de lo que se considera tradicionalmente. El rey travieso que devoraba el chocolate con adicción. Que se colaba en la repostería de palacio y ayudaba a fabricar los pasteles como si fuera un niño juguetón eternamente. Otra cosa es que pudiera masticarlos con facilidad. Su delicado sistema digestivo y su prognatismo no le permitían saborear los alimentos sólidos.

El enfermizo niño mantuvo en el cargo dos años más a Fernando de Valenzuela, a pesar de la oposición de don Juan José. A través de su confesor, el padre Montenegro, Carlos se convenció de las buenas intenciones de su hermanastro. El entorno del joven hizo pasar al Austria por un héroe de acción, un general injustamente tratado. Así, sin que lo supiera su madre, Carlos escribió a su hermano un mensaje hinchado de elogios pidiéndole que permaneciera a su lado en esos años tan difíciles. En el acto de proclamación de la mayoría de edad del rey, el hijo natural de Felipe IV estuvo en primera fila, lo que advirtió a la reina madre del peligro. Logró alejarle otra vez hasta Zaragoza, con el consentimiento del rey y el apoyo de una parte de la nobleza. A cambio de este favor, los aristócratas exigieron la destitución de Valenzuela, que durante un tiempo permaneció a una distancia prudencial de la corte. Su vuelta enojó a la mayoría de la nobleza, que empezó a boicotear los actos y festejos públicos. El nombramiento de Valenzuela como ministro principal del Imperio, y después como grande de España, provocó una serie de dimisiones a modo de protesta, especialmente por las circunstancias en las que devino la grandeza. Durante una jornada de caza, el débil monarca hirió por accidente a Valenzuela con un tiro desviado. Al alcanzar el corrillo en torno al político herido, el monarca acalló los llantos de su madre dándole la grandeza.

En 1676, un grupo de veinticuatro nobles castellanos exigió a través de un memorial la salida del valido, por tener secuestrado al rey. Los nobles recomendaban a don Juan José como sustituto de Valenzuela, al que la muchedumbre amenazó de muerte y cercó congregándose alrededor del Alcázar. Así las cosas, la reina madre formó un gobierno provisional y trasladó al valido a El Escorial, en un intento desesperado por salvar su posición. Al no conseguir acceder al cargo, la alta nobleza castellana y aragonesa ayudó al hermanastro del rey a organizar una suerte de golpe de Estado desde Barcelona, uno de los episodios más estrambóticos del periodo imperial. «He resuelto ordenaros vengáis sin dilación alguna a asistir en tan grande peso», reclamó Carlos II a su medio hermano cuando la situación se encontraba fuera de control. Uno de los pocos nobles que habían permanecido hasta entonces de parte de Mariana, el duque de Medinaceli, cambió de bando por esas fechas y se llevó al rey al palacio del Buen Retiro.

La colérica Mariana acribilló a cartas a su hijo, sin que los nobles permitieran que las leyera. Don Juan José de Austria marchó sobre Madrid al frente de 15 000 soldados (ya no eran 300), entró con hombres armados en el Palacio Real, recluyó a la reina madre en el Alcázar y permitió que varios nobles asaltaran el monasterio de El Escorial a la caza de Valenzuela. El haber violado el asilo eclesiástico devino en un conflicto entre la corona y la Santa Sede, lo que jugó a favor de que Valenzuela salvara la cabeza y sufriera una condena menor: destierro en Filipinas por diez años. Pasado ese tiempo, el valido trató de regresar a España, pero finalmente terminó sus días en Nueva España viviendo modestamente. Se tiene por cierto que el todopoderoso valido murió de una coz propinada por uno de los caballos que cuidaba para ganarse la vida.

Don Juan José accedió al poder en medio del clamor popular. Sin embargo, la situación internacional iba a chafar en poco tiempo la popularidad del hermanastro del rey. Desde la muerte de Felipe IV, Luis XIV de Francia y el emperador Leopoldo habían firmado una serie de tratados secretos para repartirse los territorios del Imperio español en cuando muriera Carlos. Leopoldo se quedaría España, Italia y las Indias, mientras que el Rey Sol se haría con el resto de los territorios. La rocosa salud del enfermizo y débil rey desconcertó a las grandes cortes europeas y traspapeló los tratados. La Guerra de Devolución, que llevó a Inglaterra y a Holanda a defender los intereses de España, evidenció que a esas alturas Europa temía más las ambiciones de Francia que las de cualquier otro país. En 1673 don Juan José se unió a la Alianza de la Haya, junto a Inglaterra, Holanda y el Imperio, dando comienzo un nuevo conflicto con Francia. Los Países Bajos españoles no pudieron contener las acometidas francesas, del mismo modo que la frontera catalana apenas logró defenderse. El caudillo reaccionó destituyendo a sus ministros, procedentes de la aristocracia y la milicia, y reprimiendo duramente a los críticos. Durante este tiempo, el rey Carlos vivió en una suerte de prisión sin rejas de hierro. El monarca estaba vigilado día y noche, y su hermano supervisaba su correspondencia y sus audiencias.

LA CAÍDA DEL HIJO DE UNA COMEDIANTE QUE QUISO REINAR

Los pésimos resultados de la alianza y tres malas cosechas en Castilla, de 1677 a 1679, convirtieron de golpe al querido hermanastro en el «usurpador» que decía Mariana. Un nutrido sector de la nobleza se organizó otra vez en torno a la reina madre, ahora en Toledo. El hijo natural de Felipe IV había ordenado su reclusión en la antigua ciudad imperial después de que la reina madre se viera envuelta en un intento de asesinar a su rival, precisamente cuando este visitaba a una hija en el monasterio de las Descalzas Reales. El bastardo asesinado mientras se reunía con su propia hija bastarda, el colmo de los complots irónicos. Por desgracia para la literatura, la muerte natural de don Juan José, de cincuenta años, hizo inútiles las renovadas conspiraciones en 1679. O tal vez no. La extraña enfermedad del nuevo valido dio lugar a especulaciones sobre si el culpable había sido algún tipo de veneno.

Ocurría, además, que no era la primera vez que intentaban envenenarlo. En 1670 fue apresado un tal Antonio de Córdoba Montemayor, un caballero de oscuro pasado que confesó un plan para untar con veneno los pliegos de varias cartas enviadas a don Juan José. Una suerte de ántrax en sobre, pero de la época. Mariana se tomó turbias molestias para borrar el rastro del caballero, que finalmente se llevaría la verdad a la tumba. El 6 de diciembre de 1670, don Antonio de Córdoba escribió una carta al Consejo quejándose de las malas condiciones de la cárcel en la que estaba recluido en Pamplona y en la que solicitaba que lo enviaran a la corte para dar parte de todo lo que sabía. Fue ejecutado en la Plaza Mayor de Madrid, el 12 de febrero de 1672, sin dar a conocer esos detalles.

Sin esperar a la misa de difuntos por su hermanastro, Carlos II fue a refugiarse a las faldas de su madre en Toledo. La camarilla de la reina madre eligió principal ministro al duque de Medinaceli, un hombre pragmático con ideas reformistas, que tuvo que hacer frente a la reordenación monetaria de 1680, a las pestes y a las malas cosechas de esos años. En este sentido, la gran ventaja de servir a un rey indiferente es que ciertos reformistas, como el propio duque de Medinaceli o el conde de Oropesa, se colaron en la gobernación sin necesidad de dar explicaciones de sus políticas al monarca. Mientras los carroñeros estaban ocupados mordisqueando los huesos, los reformistas pudieron realizar su trabajo en paz, apoyados por las distintas facciones aristocráticas, que habían comprobado con don Juan José los peligros de elegir a un hombre equivocado. Los resultados de estos reformistas han terminado por desarmar el mito del rey hechizado dirigiendo un país sin rumbo y extremando la ruina de Felipe IV. La revisión de los datos de su reinado advierten que se registró una recuperación económica a partir de 1660.

La agricultura castellana mostró signos positivos durante estos años, viviéndose un proceso de ruralización que cortó la sangría demográfica iniciada en tiempos de Felipe II. Una sangría de la que estuvo exenta la población eclesiástica. España era cada vez más un país de monjas, curas y fanáticos: si en 1620 había aproximadamente 100 000 eclesiásticos, en 1660 el número sobrepasaba los 180 000. El alto número de representantes de Dios y la acumulación de tierras en manos de la Iglesia, el 15 por ciento de Castilla, dio pie a las protestas de la aristocracia contra los eclesiásticos, en un país donde faltaban trabajadores productivos. En 1689 el gobierno de Carlos II tomó una medida sin precedente al pedir que se suspendieran temporalmente las ordenaciones de sacerdotes.

El bienintencionado Medinaceli, uno de los nobles más ricos de Castilla, consideraba además prioritario acabar con el problema del exagerado precio de la plata. La devaluación del vellón de plata (ese invento desastroso de tiempos de Felipe III) arruinó a miles de rentistas de Castilla y colapsó durante años los circuitos comerciales. El comercio y las finanzas se recuperaron en los años finales del siglo, porque se pusieron en marcha medidas que aliviaron la presión fiscal. Además, con las remesas de plata americana cayendo, España redujo drásticamente los gastos militares, al menos mientras lo permitió el belicoso Luis XIV de Francia, y Castilla recuperó su tejido industrial. Se permitió que los propietarios de fábricas y los grandes comerciantes pudieran ser reconocidos como nobles. Los oficios de los artesanos dejarían de ser considerados viles: ya no estarían inhabilitados para recibir títulos de nobleza.

En la relación con la Corona de Aragón y el resto de reinos periféricos, Carlos II abandonó los intentos centralizadores de su padre, dando lugar a una etapa sin apenas injerencias en los asuntos de ese territorio español. Carlos mantuvo también sólidamente las riendas del gobierno en Nápoles, Sicilia y Milán, gracias a una serie de virreyes y gobernadores generales cuya capacidad política nada tenía que envidiar a la de los grandes personajes de tiempos anteriores. Las posesiones italianas aguantaron sin despeinarse las acometidas francesas, mientras que los Países Bajos se salvaron con el esfuerzo de las tropas locales.

En cualquier caso, las medidas económicas de Medinaceli funcionaron mejor a largo que a corto plazo. La devaluación de la moneda llevó al colapso de los precios, provocando una ola de protestas en diversos puntos de la península. Así, una nueva ráfaga de derrotas frente a Francia, que concluyeron en la Paz de Basilea (1684), precipitó la dimisión del valido, que se retiró a su residencia alcarreña. Su sucesor contó con los apoyos de Mariana y de la nueva reina, María Luisa de Orleans, una mujer elegida en tiempos de don Juan José de Austria con la oposición de la facción austriaca. Se trazó este matrimonio como una forma de mantener la paz con Francia y evitar nuevos problemas de consanguinidad.

Carlos II se casó en primeras nupcias con María Luisa de Orleans en 1679. Bastó que su hermanastro le mostrara un retrato de la francesa, una «princesa de cuento de hadas», para que el monarca se enamorara de forma platónica. Hija del hermano pequeño de Luis XIV, la francesita disimuló a duras penas lo poco que le apetecía casarse con el deforme rey de España. Máxime cuando el embajador francés, el marqués de Villars, lo describió en estos términos: «El Rey Católico asusta de feo y de mal semblante». Una vez en el territorio peninsular, la pasión fue reemplazada por una especie de amor fraternal entre la cariñosa joven y el niño envejecido. «¡Mi reina, mi reina!», acertaba a exclamar Carlos mientras besaba y abrazaba a su nueva esposa. A él se le podía someter a placer con unas pocas carantoñas. Y a ella le valía haber dado con una familia medio funcional.

En Francia, María Luisa había sufrido las constantes discusiones de su padre y de su madre, quien se negaba a que su marido diera preeminencia incluso en público a sus amantes (masculinos, por cierto). Aquí la joven tendría algo de ese cariño, aunque del sexo se podía decir poca cosa. Carlos no solo era estéril e impotente, le faltaba un testículo y su libido era leve. Esto es porque, entre las numerosas anomalías que se atribuyen al Rey Hechizado, se encuentra el síndrome de Klinefelter, que no permite un desarrollo sexual normal y mantiene un nivel de testosterona bajo. Obligarle a practicar el sexo tenía cierto grado de crueldad.

En un principio se sospechó que la marquesa de Soisson, célebre envenenadora de la corte de Luis XIV, con sus hechizos, había privado al rey de la facultad de engendrar. Sin embargo, un astrólogo de Bohemia apuntó que la esterilidad de la pareja se debía a que Carlos no se había podido despedir de Felipe IV en su lecho muerte, por lo que fue sacada la momia (¡menudo trajín de momias durante todo el reinado!) para que el soberano se viera frente a frente con su padre. Pero aquello tampoco surtió efecto. Al llegar a sus oídos que Carlos presentaba eyaculación precoz, el embajador francés sobornó a una mujer de la lavandería de palacio para que le proporcionara unos calzoncillos del rey, supuestamente con restos de semen, y la ropa de cama de la reina. Practicaron con ellos todas las fórmulas conocidas, providencialistas y mundanas, para analizar si era fértil, y buscando el deseado embarazo, que en al menos una ocasión se creyó logrado. O más bien eso dijo la reina para justificar una infantil salida de tono.

LAS MUJERES DEL REY IMPOTENTE: DE LA DULCE FRANCESA A LA RÍGIDA ALEMANA

La joven se llevó a palacio a un par de loros que parloteaban en francés a todas horas y sacaban de quicio a su camarera mayor, la rígida duquesa de Terranova. La veterana noble se obsesionó con que los pájaros la insultaban directamente a ella, por lo que mandó envenenarlos. Tras enterarse de lo sucedido a sus loros, María Luisa asestó dos bofetadas a la duquesa de Terranova en presencia de otros miembros de la corte. Carlos II mandó llamar a su joven esposa para pedirle explicaciones por el escándalo. «Señor, fue un antojo», contestó hábilmente. El soberano dejó al instante de regañar a su esposa y prefirió celebrar su supuesta preñez.

En medio de esta retahíla de brebajes y embrujos, la joven vivió sus últimos días acosada por problemas intestinales y obsesionada con que alguien pretendía envenenarla. Falleció en 1689, de apendicitis con peritonitis, que los médicos del periodo trataron aplicando en el vientre de la francesa «rebanadas de molletes empapadas en vino de Lucena». Los molletes no pudieron salvar su vida y, a su muerte, se le practicó una necropsia donde se halló, supuestamente, una hipoplasia genital. Este hecho, desmentido por otros galenos, confirmaba la creencia popular de que la culpa de la esterilidad de aquel matrimonio era de ella. Así y todo, el tiempo iba a demostrar que el problema era de él.

Tanto María Luisa como la reina madre, Mariana, fallecieron antes que el enfermizo Carlos. ¡Vaya resistencia para un moribundo! Es lo único bueno de pasarse la vida a punto de morir, que se le acaba por coger el gusto a lo de estar en el alambre. Ambas mujeres compartían la preocupación por el desdichado rey, a pesar de que su relación fuera tirante en algunos momentos. Las costumbres y preferencias de la francesa no eran del agrado de Mariana, pero es que a ella ya casi nada le agradaba, y menos desde que hubo de enfrentarse a un cáncer. Su hermano, el emperador Leopoldo, envió a sus mejores médicos desde Viena, sin que pudieran hacer nada para salvar a Mariana de morir en 1696. La enfermedad y su enfrentamiento con la segunda esposa de su hijo llegaron en el peor momento posible.

En vísperas del segundo matrimonio del rey, adquirió enorme protagonismo el sustituto natural de Medinaceli, el conde de Oropesa, un personaje todavía más reformador que su predecesor. Recién alcanzado el cargo, el conde dispuso una nueva devaluación monetaria. Los resultados fueron catastróficos a corto plazo, con el derrumbe de los precios hasta la mitad y con una cadena de quiebras entre los comerciantes. Además de reducir los gastos de la corona, el nuevo valido reestructuró la Hacienda Real, creando la Superintendencia de Hacienda, que tantos buenos servicios prestaría a las reformas borbónicas. Los planes del joven Oropesa eran muy ambiciosos, e incluso se propuso reformar la decadente Inquisición. Pero como ha sido siempre habitual en la historia de España, el reformador no tardó en tocar la tecla equivocada y lo reformaron a él.

El Consejo de Estado propuso al rey un nuevo matrimonio cuando todavía no habían terminado los actos fúnebres por María Luisa. Fue propuesta como la mejor candidata Mariana de Neoburgo, que era hija del elector del Palatinado y prima del rey por vía materna. Lo cual no disimulaba el hecho de que era el primer enlace desde hacía siglos entre un rey de España y una mujer que no era hija ni nieta de reyes. La potencia sexual de Carlos cotizaba a la baja, al igual que su esperanza de vida, habiendo pocos reyes dispuestos a condenar a sus hijas a una vida de frustraciones y exorcismos. Alta, delgada y pelirroja, aparte de su belleza el mayor mérito de Mariana era que sus padres habían tenido veintitrés hijos. Ella, la número doce, debía desplegar aquí la fertilidad que hacía célebre a su estirpe. Sus hermanas fueron también reinas, y muy fértiles, de Portugal (seis descendientes) y de Polonia (cinco hijos) y otra fue la tercera esposa del emperador Leopoldo I, a quien también urgía una mujer fecunda. Y cumplió la misión: la emperatriz Leonor dio a luz a diez hijos, entre ellos dos emperadores.

La boda en persona se celebró el 14 de mayo de 1690 en Valladolid, la ciudad de los enlaces reales. Frente a las tímidas interferencias políticas de la locuela María Luisa, Mariana tardó escasos meses en apropiarse de la voluntad de Carlos, con un estilo despótico. La alemana, robusta y opulenta de busto, gobernaba y reinaba en España sin cortapisas, porque no había quien se atreviera a cuestionarla. Los que se oponían a su voluntad corrían el riesgo de caer en desgracia o ir al destierro, independientemente de su rango o de los servicios prestados. El conde de Oropesa renunció a sus cargos en 1691, y fue desterrado de la corte, todo ello en favor de los hombres de la reina. En un primer momento, Carlos se negó a nombrar un nuevo primer ministro, pues había decidido gobernar personalmente. Así las cosas, el empeño le duró unas semanas y desembocó en la irrupción en la política de la nueva reina.

Sus constantes quejas sobre la poca suerte que había tenido en comparación con sus hermanas —reinas de países más pujantes— no ayudaron a mejorar la imagen de caprichosa y altanera que ofrecía Mariana. Asimismo, se rodeó de personajes oscuros y mediocres. Un equipo grotesco formado por la baronesa Berlips, apodada por los españoles Baronesa de Perdiz; un aventurero sin oficio conocido como el Cojo; un italiano que compró a golpe de ducados el cargo de secretario de Estado, don Juan de Angulo (el «don» es por cortesía); y un soprano castrado que llamaban el Capón. Con esa tropa era difícil gobernar siquiera un descampado.

Como respuesta popular, se propagó el rumor de que Mariana mantenía secuestrado al monarca y estaba desviando fondos de las arcas españolas para ayudar a la casa de su padre. Tampoco es que fueran desencaminadas las murmuraciones: «Tiene el pelo rojo, se llena de pecas en verano, es gorda y alta como un gigante y no hay dinero bastaste en España para sostener a todos sus hermanos». En un alarde de carácter, Carlos II defendió las pinturas del patrimonio de la corona de la rapiña de su esposa, empeñada en regalárselas a su hermano, el elector del Palatinado Juan Guillermo, que era un ansioso coleccionista. Ya que no podía proteger sus tierras, a Carlos le preocupaba al menos conservar el patrimonio artístico congregado por sus antepasados, y así lo demostró durante una catástrofe que casi borra de un plumazo la octava maravilla del mundo.

En junio de 1671 se desencadenó el mayor incendio en la historia del Real Monasterio de El Escorial, que se alargó durante tanto tiempo (quince días) «que podía acabar con un mundo entero». Se perdieron algunos cuadros valiosos, pero el fuego sobre todo se cebó con la colección de miles de códices árabes y manuscritos medievales reunidos por Felipe II en su biblioteca. Durante el reinado de Carlos II se procedió a la reconstrucción del edificio y se procuró recuperar el patrimonio dañado. La primera propuesta de reconstrucción pretendía eliminar un piso entero, el llamado noviciado, y sustituir los empinados tejados empizarrados de la fachada exterior por cubiertas ligeramente inclinadas. Felipe II tenía razones para revolverse en su tumba: estas modificaciones restaban más de tres metros de altura al edificio, aunque conseguían reducir al mínimo el riesgo de nuevos incendios.

Las fuertes protestas contra aquel proyecto condujeron a la regente, la reina madre, a recuperar la traza primitiva, aunque ello supusiera aumentar el presupuesto. Tras superar los sucesivos problemas económicos, las obras se dieron por terminadas en 1679. Los códices no fueron reemplazados porque era imposible, pero la destrucción de pinturas menores fue compensada con la generosidad de Carlos II y de su madre. El artista Lucas Jordán decoró las bóvedas ennegrecidas con pinturas al fresco; mientras que el pintor de cámara, Juan Carreño de Miranda, se encargó de repartir por el palacio una colección de cuadros, unos cincuenta, donados por el rey.

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