Los Austrias. El imperio de los chiflados

Los Austrias. El imperio de los chiflados


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LA MALDICIÓN DE LOS REYES LOCOS

Se iba a repetir la historia como si España fuera víctima de una maldición endogámica. Porque las dinastías «condenadas a cien años de soledad no tienen una segunda oportunidad sobre la Tierra», advertían los pergaminos de Melquíades. Los Trastámara, los Austrias… y ahora entraban en liza los Borbones, a través de otro rey extranjero y loco, que apenas hablaba español ni conocía el país. Felipe V fue un niño triste, aislado y medio huérfano, puesto que su madre murió cuando apenas contaba siete años. Su tía abuela, Isabel Carlota del Palatinado, se encargó de su educación y le asignó un mote profético: Roi d’Espagne, porque el carácter tímido y humilde del pequeño le recordaba más a un Austria que a un Borbón. También su salud mental recordaba a la de un Austria.

Hasta después de la Guerra de Sucesión que le condujo al trono, pocos repararon en que a Felipe V le faltaban unos cuantos tornillos. El rey de España pasaba en cuestión de segundos de la depresión a la euforia, como evidenció en varias batallas de la Guerra de Sucesión. Felipe confesó a un consejero: «Creo que disfruto más con la guerra que con cualquiera de mis obligaciones». Se achacó esta actitud a su ímpetu juvenil e incluso se le elogió como el Animoso. Sin embargo, el final de la guerra y la vida en los despachos le sumieron en un estado de aburrimiento del que jamás salió.

A Felipe V le faltaba confianza en sí mismo y era lento de palabra, lo que, sumado a su melancolía crónica, le convertía en la presa perfecta para que sus consortes les sometieran a placer. Su matrimonio con María Luisa Gabriela estuvo marcado por la guerra y el sexo desbordado, que escondió un tiempo la envergadura de su enfermedad. Así las cosas, el segundo matrimonio arrojó a Felipe a manos de una mujer aún más temperamental. Isabel de Farnesio mantuvo inerte al rey, al que cada instante lejos de ella «le parecía un siglo», y despreció a los hijos del matrimonio anterior, entre los que se contaban dos futuros reyes de España, Luis I y Fernando VI.

En contrapartida, la reina vivió la fase más dura de la enfermedad de Felipe V. La inofensiva melancolía de juventud de Felipe empezó a mutar hacia un trastorno bipolar a partir del verano de ese año. Había días en los que no se sentía con fuerzas de hacer nada y se pasaba las horas en la cama. Sufría terribles pesadillas —en la más recurrente trataba de ensartar a un fantasma con una espada— y en ocasiones creía ser una rana.

En enero de 1724 Felipe V sorprendía a todos renunciando al trono debido a «las guerras y turbulencias que Dios ha sido servido enviarme». El rey abdicó en su hijo Luis, de diecisiete años, y se retiró junto a su esposa al Palacio Real de La Granja de San Ildefonso. Por si faltaba reemplazo para su locura, el nuevo rey estaba casado con la inestable Luisa Isabel de Orleáns, hija del regente de Francia, quien recibió tan mal la noticia del nacimiento de una niña que ni tan siquiera se dignó darle un nombre y delegó completamente la educación de su hija. A la francesa le gustaba jugar desnuda en los jardines de palacio y provocar a los cortesanos mostrando sus partes íntimas, que, dada su fobia a la ropa interior, suponía verle casi el alma. Asimismo, Luis la descubrió en varias ocasiones jugando con tres de sus camaristas a una distracción erótica que podría traducirse como «palo en el culo» y que, básicamente, consistía en darse bastonazos desnudas por el suelo.

Siete meses después de alcanzar el trono, Luis enfermó de viruela y contagió a su joven esposa. Luisa Isabel de Orleans sobrevivió a la enfermedad y permaneció al lado de su marido hasta su último suspiro. No obstante, la corona reservaba pocas expectativas para las reinas viudas y trastornadas, aunque ella estuviera en proceso de corregir su comportamiento. Felipe V envió a Francia a la joven como quien cambia un aparato defectuoso en la tienda.

La rápida actuación de Isabel de Farnesio devolvió las riendas del reino a Felipe V. Todo ello haciendo frente a las críticas de ciertos sectores de la nobleza castellana, que argumentaban que no cabía la marcha atrás en la abdicación de un rey. Colocarle otra vez en el trono resultó un grave error. Las locuras de Felipe V se desbordaron a partir de entonces: dormía de día y trabajaba de noche, estaba obsesionado con fugarse del palacio y golpeaba a su esposa. El único remedio efectivo a su trastorno llegó de la voz del más famoso castrati de la historia, Carlo Broschi, conocido por el sobrenombre de Farinelli. Al estilo de una de las ratas del flautista de Hamelin, el monarca tranquilizaba su ánimo y salía de su aislamiento con las canciones de Farinelli.

Tras años martirizando a todos los que le rodeaban, Felipe V murió el 15 de enero de 1746. El día de su muerte se despertó a las doce de la mañana y al poco rato le dijo a su esposa que estaba indispuesto. Mientras acudía el médico, que había salido a comer, Felipe empezó a tragar y tragar, hasta que se tragó la lengua. Murió al instante, sin que hubieran pasado más de unos pocos segundos desde el comienzo de sus molestias.

Así terminaba el reinado del hombre llamado a traer normalidad a la esperpéntica corte de los Austrias. Al rey loco le sucedió su hijo Fernando VI, cuyos últimos años de reinado estuvieron trágicamente marcados por el Alzheimer. Compartiendo algunas extravagancias con su padre, Fernando se esforzó en añadir nuevos disparates a la vida cortesana. Le dio por morder a la gente y fingir que estaba muerto o que era un fantasma, entre otras excentricidades provocadas por la enfermedad neurodegenerativa. Y si a Felipe V le calmaba la voz de un castrati, a Fernando VI le relajaba el opio.

Los Borbones no empezaron con buen pie su andadura por la historia española. No, al menos, si su objetivo era sosegar aquella corte que Juana la Loca inoculó de personajes extraños y reyes adictos al sexo, a coleccionar huesos, a comer hasta vomitar, al juego, al chocolate y a tantas otras chifladuras.

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