Los Austrias. El imperio de los chiflados

Los Austrias. El imperio de los chiflados


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FELIPE III, UN LUDÓPATA SIN PASIÓN

DIVERSIÓN, DIVERSIÓN Y CORRUPCIÓN

Permanecía el rey recostado en su silla como un monje fatigado y triste que busca respuestas en la oración… Salvo que Felipe III, el rey abúlico, no tenía nada que hallar. El silencio le susurraba pocas cosas. Tras dedicar su existencia a las diversiones y a metas frívolas, había hecho aparición en su cabeza un corrosivo sentimiento de culpa. Era el remordimiento por no haber cumplido con las expectativas del reino y por haber confirmado la sospecha que martirizó a su padre en el verano que culminó con su muerte. «Dios, que me ha dado tantos reinos, me ha negado un hijo capaz de regirlos», se lamentaba el Rey Prudente, consciente de que la salud del único hijo varón que le sobrevivió era limitada. Su capacidad como gobernante, aún más.

De la generación de los reyes huérfanos, que se criaron con padres ausentes o fallecidos, se retornó a la de los príncipes mal criados. Nacido en 1578, Felipe III fue el cuarto hijo de Anna de Austria y tal vez el que menos papeletas tenía de llegar a adulto. El niño creció enfermizo, enclenque, con un carácter indolente y el cuerpo lleno de herpes. Se atribuía esta debilidad física a haber sido amamantado por una mujer de mala salud, aunque lo más probable es que fuera otra víctima de la alta dosis de consanguinidad acumulada. No se puede olvidar que Felipe III era el fruto de un matrimonio entre una sobrina y su tío, que ya de por sí eran, tanto en el caso de Felipe II como de Anna, el resultado de matrimonios entre primos hermanos.

Precisamente por lo precario de su salud, la educación del joven príncipe fue descuidada y el Rey Prudente prestó más atención en esos años de formación a su hija predilecta, Isabel Clara Eugenia, que permaneció soltera hasta poco antes de la muerte de su padre. Como los futbolistas que calientan en la banda, la infanta se preparaba por si tenía que saltar en el último minuto e incluso ejercía labores de gobierno cuando los ataques de gota dejaban inválido a su padre. En varias cortes europeas surgió el rumor de que «Su Majestad estaba loco y que a esta causa la señora infanta firma las cartas, teniendo el gobierno en su mano». La locura siempre era una sospecha habitual en lo que a los Austrias se refería.

Pues bien, el joven sobrevivió a todos sus hermanos varones y, estando próxima la muerte de Felipe II, hubo que aceptar que él sería el heredero. El rey intentó enmendar entonces la deficiente educación del príncipe, constantemente interrumpida por pequeñas enfermedades, a través de larguísimas instrucciones a las que el joven asentía con fingido interés. Nadie podría reprocharle falta de obediencia o disposición, pero en verdad su capacidad de concentración estaba acotada. García de Loaysa, limosnero real y capellán mayor, fue el maestro del joven y uno de los primeros en advertir al padre de que tenían entre sus manos arcilla aguada, esto es, a un chico poco espabilado. Su elección como preceptor había obedecido, al igual que el resto de los hombres del príncipe, a que era alguien de la plena confianza del monarca. Antes lealtad que calidad. Tras el desastre en el que había devenido la crianza de don Carlos, el Príncipe Maldito, Felipe II se prometió no volver a cometer los mismos errores y experimentar lo justo, aunque con ello acaso tuviera que entregar a su hijo a un grupo de mediocres.

¿Poco capacitado o mal educado? Se ha concluido de forma errónea que la raquítica capacidad del príncipe para concentrarse en los asuntos de gobierno era la consecuencia de una dotación intelectual escasa o mediocre. «Casi en el umbral de la deficiencia mental», señala Francisco Alonso-Fernández. Pero eso no es lo que se intuye de sus avances escolares, que en varias materias superaban a los de su padre a su misma edad. Felipe III aprendió pronto a leer y a escribir y sorprendió a todos con su precoz interés por las matemáticas, el arte y la música. Pintaba, cantaba y tocaba la viola de gamba de forma notable. Además, en contraste con los problemas de Felipe II para aprender francés (lo mismo se puede decir de Carlos V con el castellano), el joven ya hablaba y leía esta lengua a los dieciocho años gracias a las clases de Jehan Lhermite.

Felipe III no era tonto o lelo en lo que se refería a su capacidad mental, si bien era un manojo de inseguridades que terminó conduciendo a la apatía hacia los asuntos políticos. Con su educación castradora —al principio simplemente descuidada— el padre se había encargado de que su hijo viviera para complacerle, lo que le dejaba como alguien demasiado sumiso incluso para su gusto. En un codicilo secreto añadido a su testamento, en 1594, Felipe II ordenó que su hijo no ejerciera un poder ejecutivo hasta que tuviera veinte años y que, hasta ese momento, fuera una junta formada por gente de su confianza quien tomara las decisiones en sus reinos. Esta humillante disposición representaba un hecho insólito incluso para un hombre tan desconfiado como el Rey Prudente, pues él mismo había recibido responsabilidades regias siendo un adolescente, y había forcejeado con las cortes castellanas cuarenta años antes para que su hijo mayor, el chiflado don Carlos, reinara inmediatamente después de su muerte. Aquí, en la desconfianza hacia su hijo, volvía a aparecer la sombra de don Carlos.

¿Sospechaba Felipe II que su nuevo heredero pudiera revelarse también una mente trastornada? Tal vez sí. El coeficiente de consanguinidad era prácticamente el mismo. Pero mientras el rey le profesaba desconfianza, se amontonaban en su escritorio los informes favorables al carácter de Felipe III. Según los hombres a cargo de su educación, el joven era muy religioso, devoto, buen cazador y «en todas sus pláticas y acciones muy templado». Parecía todo lo contrario de lo que había acabado siendo su hermano mayor, salvo que, en opinión de Juan de Silva, conde de Portalegre, también era «más inmaduro que don Carlos». Dado que en ningún caso se podía decir que el Príncipe Maldito estuviera muy sobrado de madurez o de inteligencia, esto significa que Felipe III era realmente muy tonto o que, más bien, el juicio de Juan de Silva estaba marcado por la exagerada timidez del príncipe.

En este sentido, los tutores del joven recomendaron en una extensa carta al rey, en 1595, que se le animara a que hablara más con los señores y criados de la corte, «trabando pláticas de guerra con los que han sido capitanes o de gobierno con los que lo han tenido». Y por si no había quedado suficientemente claro el mensaje, se atrevían a señalar al monarca que debía enseñar a su hijo a ser más afable y a responder «con risa y buen gusto». El adolescente debía reír más, aunque fueran risas enlatadas o las trajera ensayadas de casa.

Con lo de las risas Felipe II, refunfuñón por naturaleza, podía hacer poca cosa, pero de las demás cuestiones el rey tomó buena nota. A partir de ese año, el heredero al trono asumió cada vez más responsabilidades. Asistía todos los días al Consejo de Estado durante una hora, aunque rara vez se le intuyó interesado por lo que allí se decía. Un año antes de que falleciera su padre, Felipe III estaba ya plenamente introducido en el gobierno y en la vida pública, si bien seguía siendo el monarca el que decidía las líneas maestras entre bastidores. Lo hacía a través de Cristóbal de Moura, un portugués que había ido ascendiendo lentamente hasta situarse a la cabeza de los cortesanos que debían conducir la transición de poderes entre padre e hijo. Desde la atalaya que le dispensaba su cargo, Moura fue de los primeros en distinguir la influencia que uno de los nobles de la casa del príncipe ejercía sobre el joven: Francisco de Sandoval y Rojas, Lerma, a la postre el ladrón del reino.

EL NOBLE QUE HIPNOTIZABA A LAS GALLINAS

La figura del conde de Lerma resultaba casi hipnótica para el príncipe. No es que fuera un hombre brillante o un encantador de serpientes (para Felipe III bastaba uno de culebras o de gallinas). Era el resultado de rodear al joven de mediocres y aburridos, haciendo que la única personalidad que brillaba levemente, Lerma, marqués de Denia, fuera visto con fascinación por el futuro Felipe III. Para empezar porque tenía más edad que el resto de los gentileshombres que acompañaban al príncipe en su formación, pues Lerma era un superviviente de la casa de don Carlos, donde ejerció el puesto de menino. Es decir, se sabía unos cuantos trucos a la hora de engatusar a jóvenes monarcas, sobre todo con aquellos tan permeables como el obediente hijo de Felipe II.

Cristóbal de Moura persuadió al rey de que alejara de su hijo a aquel cortesano que quería «apoderarse de sus consejos y persona». Felipe II ofreció así a Lerma el cargo de virrey de Perú, lo cual significaba un lucrativo destino, así como incentivos económicos en caso de que dudara en cruzar el charco. Y sí, se negó a alejarse tanto del príncipe, pero aceptó trasladarse a Valencia como virrey de este territorio. A los dos años, sin embargo, el conde ya estaba de regreso en la corte y el príncipe Felipe ya estaba pidiendo a su padre nuevas mercedes para él. Al igual que le había aconsejado su padre medio siglo antes, Felipe II advirtió a su hijo sobre los peligros de permitir que uno de los nobles se metiera muy adentro de la gobernación:

Un príncipe como vos se ha de servir de todos y de cada uno en su oficio, sin sujetaros a nadie ni dejaros gobernar conocidamente de ninguno, sino oíd a muchos y reservad el secreto necesario a cada uno, para hacer elección de lo mejor con libertad, como dueño y cabeza de todos; y esto os dará reputación, y lo contrario os la quitará; pues en lugar de mandar, que es vuestro oficio, seréis mandado por falta de resistencia para haceros respetar.

Felipe II anuló poco antes de su muerte el codicilo secreto que limitaba el poder de su hijo hasta que pasaran unos años (de hecho ya tenía la edad acordada) y se preparó para la muerte creyendo que su hijo iba a mantener a Moura en labores de privado. No iba a ser así, porque Lerma se negó a soltar a su presa. Cuando murió el rey, por tratarse de un príncipe jurado, la sucesión fue automática, al igual que el ascenso de Lerma, que al año siguiente, en 1599, ya había sido elevado de conde a duque, entrando así en el exclusivo club de los grandes de España. Felipe III sustituyó inmediatamente a quince secretarios reales y apartó en cuestión de pocos meses a los fieles servidores de su padre. Uno a uno, personajes como Moura o Juan de Idiáquez fueron retirados de la primera línea hasta que Lerma congregó una cantidad de poder que resultaba desconocida en un mismo ministro desde los tiempos de Enrique el Impotente. Estas decisiones tal vez se intuían a ojos de los más optimistas como un arranque de temperamento, una forma de sacudirse a los guardianes que le había legado su padre. Pero el tiempo iba a certificar que era precisamente lo contrario: Felipe III había sustituido la obediencia hacia su padre por sometimiento a un noble. «Hace cuanto quiere y en lo que quiere y si deja de ser es porque no quiere […]. Solo él dispone de la voluntad del rey y quien no va por su conducto, negocia mal o tarde», apuntó el padre Sepúlveda sobre la influencia del duque.

Había nacido un genio. Un genio del mal. O al menos eso revela lo que Jonathan Swift marca como símbolo del surgimiento de un verdadero genio: «Lo reconoceréis porque todos los necios se conjuran contra él». Así fue con el duque de Lerma, aunque no obligatoriamente eran necios. La única hermana viva de Felipe II, María, y el embajador imperial, Hans Khevenhüller, vertebraron un grupo de oposición contra los abusos del noble castellano, al que pronto se unió la reina, Margarita de Austria. Además de a sus secretarios y ministros, su padre se había encargado de elegir antes de su muerte a quien debía ser la esposa de Felipe III. No le faltaron candidatas. El nuevo rey podía considerarse un sujeto apuesto, de aspecto agradable, piel pálida, pelo rojizo, ojos azules y con el labio inferior característico de los Austrias no tan marcado como Carlos V o Felipe II. Pero dos cosas lastraban su apariencia: tenía tendencia a engordar y era de baja estatura debido a su crecimiento anómalo (medía 1,44 metros en 1591; 1,64 metros en 1594 y 1,73 en 1598).

Una vez más, el rey se decantó por reforzar las relaciones con la rama centroeuropea de los Austrias, eligiendo a una de las hijas del fallecido archiduque Carlos de Estiria, el último hijo varón del emperador Fernando I de Austria. Pese a morir relativamente joven, Carlos tuvo quince hijos, al igual que su padre: la oferta era amplia y variada. Así las cosas, se suele poner como ejemplo de la sumisión de Felipe III a su padre una anécdota completamente novelada, bastante ilustrativa, sobre cómo se eligió a la nueva reina de entre las cuatro hijas del fogoso archiduque. Las opciones pasaban por Catalina, Gregoria, Leonor y Margarita. Siendo Leonor descartada desde el principio por su mala salud, la disputa quedó entre las otras tres, que mandaron retratos suyos a Madrid para que allí decidieran cuál era la más hermosa. Lo mismo daba una que otra a nivel político, por lo que el rey permitió a su hijo que se diera el gusto de elegir a la que más atractiva le pareciese. Y ni en eso puso interés. Según se cuenta, Felipe contestó:

Yo, padre, no tengo más elección que el gusto de Vuestra Majestad, quien se ha de servir de elegir, estando cierto que la que vos escogiereis, esa me parecerá la más hermosa, y sin esta circunstancia no me parecerá la más perfecta.

La indiferencia de Felipe III habría llevado a su padre a decidirse, simplemente, por la mayor de las hermanas, Catalina, cuya muerte prematura hizo que se reanudara la búsqueda. Más allá de leyendas y cuentos, parece ser que el príncipe sí mostró su preferencia por una de las hermanas, Margarita, mientras que su padre prefirió respetar la jerarquía que establecía la edad y, tras la muerte de Catalina, eligió a Gregoria, cuyo cuadro apenas lograba esconder su hombro deformado y su cara llena de cicatrices. Felipe iba camino de casarse con la jorobada de Graz cuando esta también falleció de forma súbita. La mala salud de Leonor, famosa por su mal genio y su inteligencia limitada, desvió a su vez la elección a la favorita del príncipe, Margarita de Austria-Estiria. Bella (para los estándares de la época), con una exquisita educación intelectual y, sobre todo, buena salud, Margarita terminó siendo del agrado de toda la corte española, salvo del duque de Lerma.

Margarita de Austria-Estiria se convirtió casi desde el principio en la cabeza visible de la oposición a Lerma y su red de corrupción. No pudo sumarse a este grupo, aunque tampoco está claro que hubiese querido, la hija favorita del fallecido Felipe II, Isabel Clara Eugenia. La joven poseía «una rara belleza», lo que en este caso significaba que sus facciones eran demasiado similares a las de su regio padre, y empezaba a ser carne de convento cuando el rey se decidió a casarla al fin con el yerno perfecto, o al menos aquel que tenía más a mano. ¿Quién mejor que el sobrino (también era su cuñado, por cierto) favorito del rey, Alberto de Austria, para casarse con su hija predilecta? Desde su llegada a España en 1570, el hijo de Maximiliano II fue promocionado para compatibilizar la carrera eclesiástica —fue nombrado arzobispo de Toledo (1584)— con la política como virrey de Portugal (1583-1593) y posteriormente como gobernador de los Países Bajos. Viendo cercana su muerte, el rey dispuso que Alberto e Isabel se casaran y recibieran como dote la soberanía de los Países Bajos, donde a esas alturas estaba dispuesto a cambiar de estrategia. Solo un príncipe con sangre real podía frenar los sucesivos episodios de rebelión y traer la paz.

EL DÍA QUE UN CARDENAL SE CASÓ CON UN EMBAJADOR

El compromiso de Isabel Clara Eugenia coincidió con el acuerdo matrimonial de su hermano, lo que llevó al papa Clemente VIII a ofrecerse a oficiar las bodas dobles. Tras renunciar a sus dignidades eclesiásticas, Alberto se dirigió a Italia, donde se encontró con su prima Margarita en su ruta hacia España. Las órdenes portadas por el archiduque pasaban por acompañar a la futura reina de España y a su madre, María Ana de Baviera, hasta Ferrara y luego a la península. Ni a Margarita ni a su madre les causó buena impresión el archiduque en un principio, estimándole el peor de los hijos del fallecido Maximiliano II. El paso de los días y la presencia de músicos entre el séquito de Alberto convencieron a las dos austriacas de que aquel no podía ser el peor de los hijos del emperador, sobre todo cuando entre ellos se contaba el extraño Rodolfo II.

En Ferrara, el papa Clemente VIII recibió a los tres con gloriosas fiestas que, saltándose el luto por la muerte de Felipe II un par de meses antes, precedieron a la boda doble. Primero tuvo lugar la de Felipe III, representado por el propio Alberto, y Margarita; y después la de Alberto con Isabel, representada por el embajador español ante la Santa Sede, el duque de Sessa. A Alberto le tocaba hacer de novio por dos veces en un día, lo cual era algo molesto pero no tenía punto de comparación con el papelón de Sessa, al que le tocó ocupar la posición de Isabel Clara Eugenia. No obstante, aún no se destilaba aquello de «ya puede besar a la novia», para fortuna de ambos. Como regalo de boda, el papa entregó a Margarita una carroza parcialmente dorada con seis maravillosos caballos, entre otros extravagantes regalos de oro.

Las dos parejas ratificaron sus bodas en Valencia, ya con todos los cónyuges presentes. Alberto visitó en Madrid a su madre y a su hermana, que seguían viviendo en el monasterio de las Descalzas Reales, recogió a su esposa y, tras la ceremonia en Valencia, viajaron a Italia. El periplo de los recién casados hasta Bruselas estuvo salpicado de muchas anécdotas. «Y como soy tan borracha me lo dieron a mí; y en verdad que poco a poco creo lo he de ser», bromeó en sus notas Isabel, sobre la costumbre de los campesinos suizos de entregarle botas de vino como obsequio. Lo cierto es que la hija de Felipe II no había salido nunca del país, a pesar de sobrepasar ya los treinta años, y quedó extasiada con los paisajes europeos y con su nuevo hogar. Escribió al duque de Lerma, a propósito de su llegada a Flandes: «Esta tierra es lindísima si no estuviera tan destruida, que es la mayor lástima del mundo».

Mientras esperaban en vano la llegada de un heredero, Isabel y su primo trabajaron durante años para reconstruir el país y restablecer la paz, siendo en este periodo cuando se empezaron a definir con claridad las fronteras entre Bélgica y Holanda. No tuvieron tanto éxito en lo de engendrar un hijo como en la política. La soberana de los Países Bajos organizó novenas y procesiones pidiendo que Dios le concediera un hijo, e incluso visitó la iglesia de Nuestra Señora de Laeken, cuya leyenda afirmaba que la Santa Virgen señaló con un cordón el lugar donde quiso que se erigiera la iglesia y ahora este curaba a aquellas mujeres con problemas para tener hijos. Ninguno de estos remedios le funcionó. Con la muerte del archiduque Alberto, en 1631, quedó sellado que los Países Bajos iban a volver a manos del rey de España. Isabel falleció dos años después sabiendo que las decisiones de su sobrino Felipe IV, al que ni siquiera conocía, conducirían al país a una nueva guerra. Lo hizo agarrada al crucifijo que su padre heredara de su abuelo y este de su esposa.

Isabel Clara Eugenia estaba demasiado lejos y demasiado ocupada en la política flamenca como para seguir la lucha entre la facción de Lerma, casi una banda criminal, y los hombres afines a Margarita, quien llegó a exclamar desesperada: «Mejor monja en Graz que reina en España». Lo gracioso del asunto es que Felipe III también parecía estar demasiado ocupado para prestar atención a esas intrigas que le tenían a él como epicentro. El rey concentraba sus horas en fiestas, interminables jornadas de caza —afición que heredó de su padre—, la cría de caballos, la danza, la música y los juegos de naipes. En este sentido, al igual que su malogrado hermano don Carlos desarrolló una fuerte adicción al juego, tan pronunciada como una ludopatía adictiva. Jugando a las cartas perdió grandes sumas de dinero ante importantes cortesanos, entre ellos el propio duque de Lerma, y modificó de forma caótica sus horarios. A la hora de la comida su comportamiento también era algo compulsivo. Su gula era parecida a la del abuelo Carlos. ¡Algo tenían que tener en común!

El transcurso de los años no despertó al monarca de su apatía. Lo que sí que despertó en él fue un sentimiento de culpa por haber fallado a su padre y, por tanto, a la causa católica. Con el consentimiento del rey, Lerma había firmado tratados de paz con reyes herejes, como Enrique IV de Francia o Jacobo I de Inglaterra, así como una tregua con las Provincias Unidas de los Países Bajos. Esta política de pacificación —conocida como la Pax Hispánica— dio un respiro a las arcas españolas, que en 1596 habían sufrido la tercera suspensión de pagos del siglo XVI, a costa de remover la conciencia de Felipe III. Las severas directrices de su tutor, García de Loaysa, y el afán por imitar a su padre convirtieron a Felipe III en un hombre profundamente religioso. Sus contemporáneos le apodaban Felipe el Bueno y Felipe el Piadoso, tanto por su bondad como por su fervor católico. Esta religiosidad venía acompañada de creencias supersticiosas, que le condujeron en algunos momentos de su vida a tomar decisiones basadas en sortilegios relacionados con las fases lunares y la posición de los astros. Es decir, que las pocas veces que no decidían por él otras personas lo hacía siguiendo inspiraciones sobrenaturales.

Una de las pocas decisiones políticas achacables directamente a Felipe III, la expulsión de los moriscos, pudo estar condicionada por esta impregnación supersticiosa, así como por la influencia de su confesor, fray Luis Aliaga. El monarca decidió llevar hasta el final los planes que ni siquiera su padre se había atrevido a ejecutar: expulsar a más de 300 000 moriscos dispersos por la península, basándose en que Dios se lo había reclamado durante una oración. Las consecuencias económicas y demográficas fueron desoladoras, mucho más que en el caso judío. Los moriscos representaban aproximadamente el 4 por ciento de la población española, lo que suponía una importante disminución recaudatoria entre la masa trabajadora y una catástrofe para las zonas donde se concentraba la mayor parte de estos grupos. Se estima que, en el momento de la expulsión, un 33 por ciento de los habitantes del Reino de Valencia eran moriscos. Y si bien los perjuicios en Castilla no fueron evidentes a corto plazo, la despoblación agravó la crisis demográfica de este reino.

El cardenal Richelieu, enemigo eterno de la Monarquía Hispánica, escribió en sus memorias que la expulsión de los moriscos de España constituía «el acto más bárbaro de la historia del hombre». A duras penas se entiende hoy que, a esas alturas de la Edad Moderna, la Monarquía Hispánica se infligiera un daño así tan solo por un designio divino. Sin embargo, se distinguen otras razones y más intereses que los divinos detrás de la expulsión. El rey quedó espantado durante su boda ante la abundante población morisca presente en Valencia, si bien, su voluntad estaba siempre supeditada a lo que opinara Lerma, defensor de mantener la situación sin cambios. El duque contaba con lucrativos negocios en Valencia y solo cambió de parecer cuando la monarquía prometió compensaciones a los nobles que pudieran verse afectados por una deportación. Vio el negocio abierto y se lanzó a una empresa que también avalaba la reina. Margarita era partidaria de la expulsión, porque consideraba a esta población una amenaza contra la corona. Según los informes que manejaban los ministros del rey, los moriscos de la región aragonesa habían contactado con el rey de Francia, Enrique IV, para llevar a cabo una sublevación general con apoyo de barcos franceses. La mayor parte de los moriscos, además, seguía practicando la religión musulmana en secreto. Muchos ni siquiera hablaban castellano.

Tras un año de preparativos, los primeros moriscos expulsados fueron los del Reino de Valencia (el decreto se hizo público el 22 de septiembre de 1609), a los que siguieron los del resto de regiones hispánicas. La expulsión supuso un archivo de dramas humanos. Aquellos moriscos que sobrevivieron a los episodios de violencia que acompañaron la medida terminaron dispersados por el norte de África, en Turquía y en otros países musulmanes. Muchos campesinos moriscos se vieron obligados entonces a convertirse en piratas berberiscos, que usaron sus conocimientos de las costas mediterráneas para perpetrar durante más de un siglo ataques contra España.

SANCHO PANZA CONTRA LERMA, CONFESOR CONTRA DUQUE

Aunque en el caso de los moriscos logró salirse con la suya, Margarita de Austria cosechó pocas victorias frente a los encantos de Lerma. Murió de sobreparto cuando aún no había cumplido los veintisiete años, dejando en el mundo de los vivos a ocho hijos. De ellos, solo sobrevivieron y se hicieron mayores Felipe, el futuro Felipe IV, María —que casaría con Fernando de Hungría—, Carlos y Fernando, que sería cardenal. Los funerales de la reina se celebraron sin la presencia del rey, quien prefirió no interrumpir su interminable programa lúdico-festivo. Tampoco lograron gran cosa los otros opositores al todopoderoso duque.

Desde su retiro madrileño, María de Austria trató de advertir a su sobrino de lo perjudicial de dejar el reino en manos de un hombre que pretendía amasar una fortuna a costa del erario público. Lo intentó hasta su muerte, en 1603, con ayuda del embajador imperial, Hans Khevenhüller. Este se enfrentó en varias ocasiones directamente a Lerma, al que acusaba de querer dinamitar las relaciones entre Madrid y Viena en favor de un acercamiento a Francia, como iba a quedar más adelante confirmado con el matrimonio de dos de los hijos de Felipe III con franceses. Hans advirtió al valido del rey que del purgatorio no le podía sacar Felipe III, así como que esperaba que, ya que le tenía por persona prudente, cuerda y cristiana, obrara de acuerdo a ello. Pero lo cierto es que Lerma no tenía a veces nada de prudente y menos de cuerdo. Al morir el embajador, en 1606, el valido se cobró su venganza. La tardanza de los herederos de Hans en llegar a Madrid obligó a la justicia a poner en venta el palacio, según lo estipulado en el testamento. El primogénito de Lerma, el duque de Uceda, fue quien adquirió el edificio y todo lo que tenía dentro, valiéndose de las habituales artimañas de la familia para imponerse a sus rivales. Una valiosa vajilla que guardaba en Arganda fue empleada como obsequio del rey al sah de Persia.

La facción austriaca estaba desarbolada incluso cuando Lerma apenas había intervenido en su contra. No obstante, Hans Khevenhüller había señalado la clave para vencer a Lerma cuando advirtió sobre los peligros de dejarlo todo en manos de las cuestiones mortales. Felipe III no podía salvar del purgatorio a Lerma, al igual que el duque no podía salvar a su rey de ese mismo destino. Eso solo lo podían hacer sus confesores, que sacaron más partido que nadie al pánico que sentía Felipe III por la condenación eterna. El valido maniobró para que alguien de su confianza ocupara el puesto en 1608, creyendo que Aliaga, confesor suyo, le sería leal. Promocionó sin saberlo al que iba a mutar en su enemigo más acérrimo.

Sus rivales describían al dominico como avaro, glotón, lujurioso, grosero con los poderosos y despiadado con los pobres, aficionado a las corridas de toros, a la astrología y, tal vez, a la escritura de ficción. Según varias teorías todavía vigentes, Aliaga pudo ser el autor de El Quijote de Avellaneda, una novela de cierto éxito en el periodo, que seguía la estela de la obra de Cervantes e imitaba su tono. Al menos así lo creyeron varios de sus contemporáneos, que le apodaban Sancho Panza por los pasillos de palacio. Fuera o no el autor, lo cierto es que Miguel de Cervantes se sintió disgustado con esta mediocre imitación e indagó sobre su origen. En la segunda parte de El Quijote, Cervantes relata que durante una visión aparecen unos diablos del infierno usando el libro de Avellaneda como pelota, comentando uno que es tan malo «que si de propósito yo mismo me pusiera a hacerle peor, no acertara».

A partir de 1611, la guerra contra Lerma se hizo pública, sufriendo Aliaga ese año una crisis en su salud, pues, según los rumores, le habían «dado un bocado». O sea, habían intentado envenenar al confesor. Los lermistas lo negaron y le acusaron de haberse dado un atracón en una fiesta en el monasterio de Atocha. ¿Tanto temía Lerma su poder como para envenenarlo? Ningún mortal había en el reino capaz de desplazar a Lerma, ni siquiera Aliaga. Otra cosa era en lo tocante a Dios. En sus últimos años de vida, Felipe III entró en una fase melancólica donde se lamentaba de haber llevado una vida frívola y solo encontraba consuelo en la religión. Aliaga se valió de los temores del soberano para derribar una red casi criminal capaz de trasladar, con fines lucrativos, la corte dos veces de ciudad en menos de cinco años.

Lo más curioso es que el hijo de Lerma iba a ser el mejor aliado de Aliaga en esta guerra subterránea. Cría cuervos y te sacarán los ojos, especialmente si eres el jefe de las aves oportunistas.

LERMA, EL LOBO VIGILA LAS GALLINAS

El 10 de junio de 1603, un aparatoso entierro recorrió las calles de la corte, ahora en Valladolid, en dirección a la iglesia de San Pablo. La ceremonia parecía en su pompa la propia de un monarca fallecido, con los representantes de todas las órdenes del clero, del cabildo de la ciudad, los grandes de España, el arzobispo de Zaragoza y el cardenal de Toledo danzando detrás de un ataúd portado por doce frailes de San Pablo. Lo insólito es que no había ningún cuerpo en el ataúd, sino unos ladrillos cuyo peso equivalía aproximadamente al del cadáver de la duquesa de Lerma. Tras pasarse una semana debatiendo sobre dónde debía enterrar a su esposa, el duque de Lerma se decidió finalmente por Valladolid, para que aquel acto se convirtiera en un alarde de su poder. Todos los elementos facilitaron el plan, salvo el cadáver, que a esas alturas estaba en un estado de descomposición tan avanzado que hubo de ser enterrado antes de los actos fúnebres. El ataúd se rellenó con peso para que nadie sospechara y se reanudó la marcha como si tal cosa. Nunca unos ladrillos fueron tan llorados como aquellos.

En esa España se hacía lo que el rey dijera, aunque su orden fuera la de enterrar unos ladrillos como si se tratase de los restos del emperador de China. Nada nuevo en la Europa de ese tiempo, si no fuera porque ese rey solo mandaba lo que le hubiera dictado antes el duque de Lerma, y a veces ni eso. Con la llegada al trono de Felipe III se interrumpió la serie de reyes españoles que gobernaron sin necesidad de delegar en validos o favoritos. Una práctica que conservaba un recuerdo amargo en Castilla, donde los accidentados reinados de Juan II y Enrique IV el Impotente permitieron que Álvaro de Luna y Juan Pacheco llevaran en su beneficio las riendas del país. Era la peor noticia posible. Sobre todo por la catadura moral del noble al que Felipe III decidió dar su reino, un carcelero vengativo.

Francisco de Sandoval y Rojas procedía de una familia a la que la suerte le había resultado esquiva en tiempos recientes. Su bisabuelo, don Bernardo de Rojas y Sandoval —segundo marqués de Denia y primer conde de Lerma—, fue nombrado gobernador y administrador de la casa de la reina Juana en 1518, lo que en su estado significaba ser su cuidador y carcelero en Tordesillas. El primer conde de Lerma se encargó de mantener sana a Juana y de que nadie externo presenciara sus locuras en vivo, pero nada aportó, salvo nuevas perturbaciones, para mejorar su estado mental. Poco se sabía de cómo tratar a este tipo de pacientes, resignándose Lerma a que al menos comiera y estuviera aseada, aunque para conseguirlo tuviera que mostrarse brusco y antipático con la legítima soberana de los reinos hispánicos. Carlos estaba agradecido por el trabajo del conde, si bien no faltaban criados y vecinos que «han dicho que yo tengo presa a Su Alteza». Esas acusaciones se basaban sobre todo en la falta de transparencia. El emperador había ordenado reducir al mínimo las personas que conocían la naturaleza de Juana, lo que dio lugar a especulaciones de todo tipo sobre lo que estaba ocurriendo entre las cuatro paredes de Tordesillas. Para cerrar la boca a todos ellos, el conde amenazaba por carta con sacar a la reina de paseo para que la vieran en su plenitud. No lo hizo, puesto que pesó más su lealtad al rey que su reputación.

Además de una labor ingrata, se trataba de un servicio alejado de los centros de poder. Y lo peor es que era hereditaria. Cuando falleció don Bernardo de Rojas y Sandoval a principios de 1536 le sucedió en el cargo su hijo Luis. Hasta la muerte de Juana, toda la familia se alojó en Tordesillas y tres generaciones, incluida la del padre del I duque de Denia, se criaron entre sus asfixiantes paredes. Al ser apresado el hijo chiflado de Felipe II, don Carlos, el padre del primer duque de Lerma fue designado también como uno de sus custodios. ¡Vaya especialización más rara para una familia! Mientras estuvo recluido en el Alcázar de Madrid, Lerma durmió dentro de la habitación de don Carlos hasta su fallecimiento «en sus brazos», y fue uno de los que llevó el féretro sobre los hombros. Lloró a su muerte, lamentando que su joven señor hubiera terminado tan trastornado como su bisabuela. Tantos años de trabajos ingratos hicieron que calara en la familia de Lerma el mensaje de que la corona estaba en deuda con su estirpe. El heredero, Francisco de Sandoval y Rojas, se propuso cobrarse todas las deudas pendientes, más unas cuantas propinas como intereses.

El tercer conde de Lerma se casó con Isabel de Borja y Castro, la hija de San Francisco de Borja, con la que tuvo al aspirante a ladrón del reino, Francisco de Sandoval y Rojas. Sangre de los Borgia y de Fernando el Católico (hay que recordar que San Francisco de Borja era biznieto ilegítimo de ambos) para reclamar lo adeudado. Con el cadáver de Felipe II todavía caliente, el nuevo rey se encerró en su cámara con el marqués de Denia (Lerma) para abrir algunas escrituras secretas que le había dejado su padre y, cinco horas después, nombró miembro del Consejo de Estado a su confidente y amigo. Toda una declaración de intenciones en sus primeros minutos como rey. Y por si a alguien le quedaban dudas, en menos de cinco años el inexperto conde fue nombrado sumiller de corps (lo que le daba derecho a dormir cerca de él), caballerizo mayor y capitán general de la Caballería, un cargo creado para la ocasión. Además fue elevado al título de duque con grandeza de España.

A la edad de cuarenta y cinco años, cuando Felipe III le situó a la cabeza de todo, Francisco de Sandoval y Rojas carecía de experiencia política. Su única responsabilidad de Estado había sido como virrey de Valencia, un cargo que Felipe II le entregó precisamente para alejarle de la corte. Se antojaba una locura que aquel hombre, con unas capacidades políticas que se limitaban a saber manipular la voluntad del rey, se encontrara de repente a la cabeza del Imperio. A él eso no le preocupaba. Para hacerse asquerosamente rico, el duque de Lerma no iba a necesitar de experiencia ni de cualidades. Hans Khevenhüller enumera las aristas de su ambición:

Las mercedes que el rey hace cada día a los de Lerma, a sus adherentes y paniaguados, aunque son grandes, copiosas y aun exorbitantes, dañosísimas a su Real Hacienda y a todo el reino, no son bastantes a llenar su ambición y desordenada codicia y si las continúa algunos años como hasta aquí, brevemente no le quedará tuétano en los huesos.

Lerma extendió toda una red de influencia por los reinos hispánicos, con el lucro personal como meta. Después de deshacerse de los hombres de Felipe II, el heredero de aquella familia de carceleros repartió títulos y cargos entre los suyos hasta asfixiar a quienes se vieran tentados a protestar ante el rey. La estrategia del duque consistió en copar todos los oficios palatinos con familiares suyos. Dos hijos, un hermano, dos sobrinos, un cuñado y dos primos del noble fueron simultáneamente gentileshombres de la cámara. Felipe III se acostaba viendo lermas y se levantaba viendo más lermas. La reina sufría el mismo acoso. Solo entre sus damas de honor se contaban tres hijas, dos nueras y varias sobrinas de Lerma. De ahí que les cogiera tal manía.

En toda esta ecuación la gobernación del país era un asunto secundario, como demostraba el carácter del propio duque. Su interés por los asuntos de Estado tampoco era mayor que el del abúlico Felipe III. El rey ignoró completamente sus responsabilidades políticas en los tres primeros años. Las respuestas del monarca a las consultas de los consejos reales, que vertebraban el gobierno imperial, tardaban una media de dos a tres meses en llegar a estos. A partir de 1602 la velocidad de respuesta del rey mejoró, aunque la lentitud y la inconstancia estuvieron siempre presentes en su gestión. Lerma, por su parte, sí que atendía con más celeridad las peticiones de estos órganos y del resto que conformaba la burocracia filipina, aunque él era más bien partidario de dejar hacer a la Administración. Una vez invadidos los consejos de gente afín a él y transmitidas sus directrices, Lerma no creía imperativo mantener una supervisión diaria. Compartía con Felipe III la distancia con las tareas propiamente de gobierno, la pereza, el afán viajero y la fe ciega en sus consejeros.

Más valía fiarse de los suyos que pasarse la vida rodeado de papelajos como Felipe II. Del mismo modo que era mejor llevarse bien con los miembros del Consejo de Estado que asistir a sus interminables sesiones. Estuvo presente en solo 22 de las 739 sesiones que el Consejo de Estado celebró entre 1600 y 1618. Un órgano, formado por los grandes de la nobleza española, que pasó de languidecer con Felipe II a agigantarse con el ascenso de su hijo, lo cual fue en detrimento del poder de Lerma. Aquí sí se primaron el talento y la experiencia por encima del favoritismo.

Lerma podía temer las decisiones del Consejo de Estado, porque estaba fuera de su control, pero a este órgano no le faltaban razones para temer tanto o más al valido. El mejor camino era llevarse bien con aquel hombre que susurraba a Felipe III lo que debía hacer. El lobo que vigilaba a las gallinas… Uno de los grandes de España, Alonso Pérez de Guzmán, duque de Medina Sidonia y responsable de estrellar la Grande y Felicísima Armada del rey contra las costas escocesas, instó a su heredero a casarse con la hija del valido cuando su ascenso al poder ya era un hecho. De la misma manera que Lerma era vengativo y solo buscaba su lucro, prefería pecar de generosidad con los grandes de España y con sus amigos antes que enfrentarse directamente con ellos.

En fin, que el trabajo de despachos no le agradaba. Más le gustaba codearse con los grandes y el ambiente cortesano. Los dos únicos asuntos que podían mover al duque a mancharse las manos con tinta eran las finanzas y la designación de cargos políticos y religiosos. Lo primero por razones obvias, y lo segundo porque, a falta de partidos políticos, la corrupción se sustentaba en el reparto de mercedes entre nobles. El duque promocionó caballeros de órdenes militares a personas que no se acercaban a los mínimos exigidos y, por tanto, se pasó por el forro polar la limpieza de sangre que sí primaría en el siguiente reinado. Justo lo que le faltaba al reino donde todos decían proceder de algún godo: más caballeros y más hidalgos. Luis Cabrera de Córdoba describe con claridad cómo empezó esta corruptela:

Se han dado más hábitos de las tres órdenes, después que Su Majestad heredó, que no se dieron en diez años en vida del rey su padre, porque dicen que pasan de cincuenta personas a los que se han dado, y que los más lo han alcanzado con poca diligencia.

TRASLADO DE LA CORTE: EL MAYOR PELOTAZO INMOBILIARIO DE TODOS LOS TIEMPOS

El valido acumuló así un botín millonario. Compró tierras, palacios, rentas, productos de lujo e infinidad de títulos y cargos. Al final del reinado, sus ingresos anuales estaban cerca de los 200 000 ducados y su patrimonio superaba ¡los tres millones de ducados! Él, que había heredado más deudas que rentas, había repetido una y otra vez el milagro de los panes y los peces. ¿Cómo había conseguido aumentar así su patrimonio? La venta de cargos y los beneficios de situar a gente afín a él en puestos influyentes ayudaban, y mucho; pero la gran fuente de beneficios de la red mafiosa de Lerma fue el pelotazo inmobiliario derivado de trasladar la corte de Madrid a Valladolid.

Felipe II había situado la corte en Madrid, sin que nadie planteara la necesidad de cambiar su ubicación en todo su reinado. Eso a pesar de que no había ley alguna que designara la villa como corte perpetua. Sea porque Lerma quisiera alejar a Felipe III de la única persona exenta del marcaje palaciego de su facción, la emperatriz María; o porque buscara sacar rédito económico de la operación, la verdad es que no había ley ni tradición que se lo impidiera. Los rumores sobre sus planes empezaron a cobrar vida a principios de 1600, coincidiendo con la llegada a Madrid de una comisión del Ayuntamiento de Valladolid con el fin de presionar al rey. Su misión era exponer las virtudes de Valladolid y las ventajas económicas que podía conllevar la mudanza. Los representantes de Madrid trataron de contrarrestar por todos los medios estas maniobras.

Uno de los dos enviados de Valladolid murió asesinado en esos días, aunque por razones ajenas a la política. La inseguridad de la villa y su insalubridad jugaban en contra de Madrid. O al menos lo habrían hecho si de verdad se hubiera dado un partido limpio entre Valladolid y Madrid. Lerma, que había nacido en Tordesillas, estaba resuelto a trasladar la corte sin esperar a oír los argumentos a favor y en contra, como revela el hecho de que en agosto de ese año tomara posesión de su oficio de regidor de Valladolid y un mes después comprara el mejor palacio de la ciudad. Las ofertas y contraofertas de los respectivos ayuntamientos, que ocuparon el resto del año 1600, solo valieron para rascar más ventajas a Valladolid. Ya antes de aquellas negociaciones, Lerma había convencido a Felipe III de la necesidad de mudarse de Madrid cuanto antes. Le insistió en que sus malas condiciones higiénicas estaban poniendo en riesgo la salud de todos los cortesanos y sirvientes, aprovechando los efectos de una epidemia de peste que azotó la urbe a principios de ese verano. La peste «picó» la ciudad de forma leve, pero el duque exageró los datos y preparó una solemne entrada del rey en Valladolid, el 19 de julio, como queriendo escenificar que acudía allí a refugiarse de la pestilencia madrileña. Lerma ya estaba haciendo carburar sus negocios inmobiliarios en ese momento.

Frente a los rumores y la incertidumbre, el Ayuntamiento de Madrid recurrió a los medios más lastimosos. Las actas municipales recogen con claridad la petición de «chantajear la conciencia» del monarca hablando con sus confesores y predicadores, así como ofreciendo dinero a quienes «supliquen a Su Majestad» que «no se hiciera mudanza de la corte». Además, los representantes municipales no se olvidaban de que todo pasaba por untar primero a Lerma:

Se le pida licencia (al rey) para ofrecer al señor duque de Lerma una casa para que se avecinde en Madrid o cien mil ducados para ello, quedándose la corte en esta Villa hasta que se desempeñe dando a esta Villa facultad para poder usar de los medios que pareciere.

Los sobornos madrileños no bastaron para igualar los beneficios que el pelotazo urbanístico iba a suponer para las arcas de Lerma. Tal vez ni siquiera superaban los que Valladolid había ofrecido. A finales de verano, Lerma susurró al oído del rey la decisión y Felipe III la dijo en alto: la corte se trasladaría a Valladolid en la primavera de 1601, con el objetivo de «desterrar a los vagabundos y los ociosos de la corte» y revitalizar la economía de Castilla la Vieja. Pretendía con ello dejar atrás a los ociosos, como si la corte del rey más vago no fuera capaz de producirlos por sí misma. Creyendo que así frenaría su llegada, se prohibió la entrada en Valladolid a cortesanos que no fueran imprescindibles, así como a viudas, y se autorizó, eso sí, el acceso de artesanos y prostitutas. Los primeros «por la necesidad que hay de ellos», y las segundas «por excusar otros inconvenientes».

Aquel desembarco babilónico sentó regular a las vallisoletanas, que, según recoge Pinhiero da Veiga en su Pincigrafía, intercambiaron insultos con las cortesanas, «llamándose unas a otras hijas de putas e hijas de padres traidores». La plaga de pícaros que surgió en la nueva corte empujó al rey a prohibir la limosna a hombres y mujeres sanos, que estuviesen en edad de trabajar. Además, si en quince días los pedigüeños seguían sin tomar oficio serían desterrados en el caso de las mujeres y condenados a cien azotes y desterrados por cuatro años si eran hombres. Ante el poco éxito de las amenazas, años más tarde se les condenó en todos los territorios a ser marcados a fuego, en espaldas o brazos, para descubrir y enviar a galeras a los reincidentes.

Los daños económicos del traslado de la corte fueron de gravedad para la meseta sur y dejaron a muchas familias arruinadas. Un monje anónimo residente en la Cartuja de Miraflores se lamentaba de que «están destruidos los labradores de La Mancha y Reino de Toledo, por haberles tomado por la mudanza de la corte los carros y recuas cuando las habían menester para sus labores y no haberles pagado lo que merecían». Tanta población ganó Valladolid como perdió Madrid. Se estima que más de 40 000 personas se mudaron de ciudad de golpe y porrazo, con la consiguiente subida en la demanda de viviendas. Los cortesanos tuvieron que apiñarse en casas y posadas.

En contraste con el auge vallisoletano, Madrid sufría los desperfectos de la desbandada. Mientras el precio del suelo subía de golpe en la nueva corte, en Madrid la demanda de viviendas se desplomó, lo cual fue aprovechado por Lerma para comprar todas las casas que ocupaban el terreno que va de la actual plaza de Neptuno hasta Atocha. Cabría pensar, por tanto, que el Ayuntamiento entorpecería esta maniobra urbanística, si no por decencia, al menos, como venganza por la mudanza de la corte. Nada más lejos de la realidad. Los regidores madrileños habían aprendido la lección: lo que el duque quiere, el duque obtiene; y prefirieron facilitarle sus operaciones en la zona de Neptuno. Así reclamaron, por sugerencia del valido, que se desplazara el Hospital General al lugar donde estaba el Albergue de Pobres, en Atocha, de modo que los terrenos del primero se pudiera vender también.

¿Qué podía estar moviendo a Lerma a aprovisionarse de tantos terrenos en Madrid? Con la emperatriz María fallecida y los regidores madrileños domesticados, el valido de Felipe III ya planeaba la forma de regresar a Madrid y, de paso, lucrarse en el proceso. Como si España fuera Bill Murray atrapado eternamente en el Día de la Marmota, el procedimiento para volver a mudar la corte fue un calco del ocurrido en 1601. Los rumores prendieron en la primavera de 1605, con la misma excusa: falta de salubridad en Valladolid. El concejo madrileño tuvo que pagar un elevado coste por el nuevo traslado al año siguiente, una única cantidad económica y un porcentaje de los pagos por alquileres, pese a lo cual el duque se presentó ante ellos como el «conseguidor» que había hecho posible la mudanza. Aquí repitió la operación urbanística y volvió a dejar a su espalda una ciudad arruinada. Valladolid no tenía ni siquiera fondos con los que pagar las obras de ampliación aún en marcha.

LA REBELIÓN DE LOS CONFESORES Y EL LADRÓN QUE SE VISTE DE COLORADO

Lerma salía impune de todos los desaguisados que creaba. Sin embargo, en junio de 1604 sembró la primera semilla de su caída al designar a Pedro de Mardones como confesor del rey. Al igual que le pasaría años después con Luis de Aliaga (designado en 1608), Lerma calculó mal la lealtad del confesor y la permeabilidad de Felipe III a cualquier recomendación que viniera avalada por Dios. Mardones odiaba con fuerza a dos de los servidores más cercanos del duque, Rodrigo Calderón y Pedro Franqueza, y aunó fuerzas con la reina para orquestar su caída.

Pedro de Mardones estaba un poco sordo, literalmente, lo cual no es recomendable en el sutil oficio de confesor, pero supo actuar con independencia y abrir la primera brecha en el monopolio de Lerma. Así las cosas, el valido consiguió alejar a Mardones forzando su nombramiento como obispo de Córdoba. Había esquivado la primera bala, sin aprender la lección. Le sucedió a partir de 1606 fray Jerónimo Javierre, que, cuando empezaba a enseñar las uñas, murió inesperadamente entre rumores de envenenamiento. Segunda bala. Lerma estaba escogiendo a confesores que consideraba de su plena confianza y que luego le traicionaban. Tal vez no entendía que dentro del confesionario no estaban un hombre de Lerma y el rey, sino Dios y el rey. O al menos así lo creía Felipe III. La tercera bala fue la definitiva.

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