Lore
PRIMERA PARTE CIUDAD DE DIOSES » 1
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Su madre le había dicho en una ocasión que el único modo de llegar a conocer de verdad a alguien es enfrentarte con esa persona en combate. Aunque según la experiencia de Lore, lo único que revelaba una pelea era el lugar concreto del cuerpo donde menos le apetece recibir un golpe.
En el caso de su actual oponente, ese punto concreto era el tatuaje reciente que llevaba en el pectoral izquierdo, que seguía cubierto por un vendaje.
Lore alzó los guantes de cuatrocientos gramos para absorber con ellos otro golpe chapucero. Retrocedió un paso y sus deportivas rechinaron sobre las esterillas azules baratas del suelo. Las tiras de cinta adhesiva plateada que delimitaban aquel cuadrilátero improvisado, después de cinco combates en esa noche, empezaban a despegarse a causa del calor y la humedad. Soltó un gruñido mientras pegaba con el talón la tira que le quedaba más cerca.
Tenía el rostro surcado de sudor, que le inundó el paladar con su regusto salado. Lore no quiso secárselo, pese a que le escocían los ojos. El dolor era bueno. Le ayudaba a mantener la concentración.
Estos combates no eran más que un mal hábito adquirido recientemente, como vía de escape necesaria tras la muerte de Gil seis meses atrás. Solo será un combate, se dijo en un primer momento, pero esa promesa se desvaneció en cuanto experimentó esa descarga de adrenalina que tan bien conocía.
Aquel primer combate bastó para romper el aturdimiento del duelo, para sacar a Lore de los confines de su cabeza y volver a introducirla en su cuerpo. El segundo combate disipó el dolor agudo que tenía en el corazón. El tercero le hizo ganar una sorprendente cantidad de dinero.
Y ahora, varias semanas después, el decimoquinto combate le estaba proporcionando justo lo que necesitaba para esa noche: una distracción.
Lore se repetía que podía dejarlo cuando quisiera. Podría dejarlo cuando ya no le hiciera sentirse bien. Podría dejarlo cuando los combates sacaran a relucir las cosas de su pasado que tenía bien enterradas.
Pero no había llegado a ese punto. Aún no.
El ambiente en el atestado sótano del restaurante chino Dragón Rojo era sofocante. Los apiñados junto a las esterillas despedían calor. El público se desplazaba al son del movimiento de los luchadores, marcando el límite no oficial del cuadrilátero mientras aferraban sus vasos de papel y trataban de no derramar su contenido de alta graduación. Billetes y apuestas revoloteaban alrededor de Lore, pasaban de mano en mano hasta llegar a Frankie, el organizador de la velada. Lore lo observó mientras este establecía el orden y las apuestas de los siguientes dos combates, más interesado en las ganancias que en los ganadores, como siempre.
Se extendió una nube de vapor por las escaleras, procedente de la cocina del piso de arriba, que caldeó el ambiente. El olor a pollo kung pao era una alternativa deliciosa al hedor a vómito y a cerveza rancia que flotaba en los clubes nocturnos y clandestinos por los que solía rotar la competición.
A la multitud no parecía importarle; lo que fuera con tal de experimentar la ilusión de vivir al límite. La exclusiva lista de Frankie ya no parecía tan exclusiva como antes: a los modelos, artistas y empresarios que compartían sus bolsitas llenas de polvo blanco se les sumaban ahora niñatos de colegios privados que ponían a prueba los límites de la apatía de sus padres.
Su oponente era un chico más o menos de su edad: piel lisa e impoluta, y una confianza en sí mismo injustificada. Se había echado a reír y le había hecho señas para que se acercara, como si hubiera elegido a Lore entre todos los luchadores de Frankie disponibles. Ella ya había decidido hacerlo picadillo y desmenuzar lo que quedara de su orgullo mucho antes de que el chico la llamara «muñeca» y le tirase un beso.
—Déjame adivinar lo que pone —dijo Lore, con el protector bucal puesto. Señaló con la cabeza hacia el vendaje que cubría el pecho de aquel joven, por encima de su nueva pieza de arte corporal—. ¿«Sonríe y sé feliz»? ¿«Me gusto como soy»?
Su oponente frunció el ceño al oír las carcajadas del público. Después le lanzó un puñetazo a la cabeza, gruñendo a causa del esfuerzo. Aquel movimiento, sumado a sus menguantes fuerzas, provocaron que dejara expuesto el pecho. Lore encontró vía libre para hundirle el guante en la sensible piel tatuada.
Al joven se le desorbitaron los ojos y se le entrecortó el aliento. Su rodillas besaron la lona.
—Levántate —dijo Lore—. Estás avergonzando a tus amigos.
—Mal… maldita zo… —El chico se atragantó un poco con su protector bucal. Lore se había preguntado cuánto tiempo tardaría en derrumbarse y ya tenía la respuesta: cinco minutos.
—No deberías decirme esas cosas —repuso, mientras giraba en círculos alrededor de su oponente—, cuando eres tú el que está a cuatro patas.
Su oponente se levantó a duras penas, furioso. Lore puso los ojos en blanco.
Ya no te parece tan divertido, ¿eh?, pensó.
Gil le habría dicho que se alejara de ese imbécil. Siempre le repetía a Lore —de un modo paternal, pero sin rastro de crítica— que no tenía por qué meterse en todas las peleas que se le presentaran. Tampoco le habría gustado nada verla en esta situación, y eso hacía que se sintiera culpable. Por decepcionarlo.
Sin embargo, Lore ya había probado otras soluciones. Ninguna la había ayudado tanto a salir del agujero negro del duelo como una buena pelea. Y la muerte de Gil ya no era lo único de lo que necesitaba escapar; había un nuevo temor que se abría paso bajo su piel.
Estaban en agosto, y la caza había regresado a su ciudad.
A pesar de sus intentos por pasar página, por olvidar el siniestro pasado que había dejado atrás y dejarse envolver por la luz de una vida nueva y mejor, una parte de su mente seguía llevando la cuenta de los días. Su cuerpo estaba en tensión, sus sentidos se habían agudizado, como si se estuviera preparando para lo que se avecinaba.
Lore había empezado a ver rostros familiares por la ciudad dos semanas atrás, enfrascados en los preparativos finales para esa noche. Aquello le produjo el mismo impacto que una cuchillada en los pulmones; cada avistamiento era una prueba de que todas sus esperanzas, todas sus súplicas silenciosas, habían sido en vano. Por favor, había pensado una y otra vez durante los últimos meses, que este ciclo tenga lugar en Londres. O en Tokio.
Que tenga lugar en cualquier parte, menos en Nueva York.
Lore era consciente de que no debería haber salido esa noche, mientras la matanza alcanzaba su punto álgido. Si un solo cazador la reconociera, los linajes no se limitarían a cazar dioses. También se dispondrían a despellejarla.
Miró por el rabillo del ojo a Frankie, que consultó su ridículo reloj de bolsillo y le hizo una señal para que pusiera fin al combate. Tendría prisa por restregarse el cuerpo con todo el dinero que había ganado, pensó Lore.
—¿Te rindes? —le preguntó a su contrincante.
Por lo visto, el alcohol le había pasado factura. El chico persiguió a Lore sobre la lona, ondeando los puños con torpeza, cada vez más furioso a medida que resonaban las carcajadas del público.
Cuando ella se giró para esquivar un golpe, se le salió el colgante que llevaba arremetido bajo la camiseta. El amuleto, con forma de pluma dorada, centelleó bajo la tenue luz del local. Su oponente lo golpeó con un guante. La cadenita debió de engancharse, porque cuando Lore se movió, el cierre se soltó y el colgante acabó en el suelo, junto a sus pies.
Lore utilizó los dientes para abrir la tira de velcro del guante y sacar la mano. Se agachó cuando su oponente volvió a la carga, se apresuró a recoger el colgante y se lo guardó en el bolsillo trasero de los vaqueros para que no se perdiera. Cuando volvió a ponerse el guante, la embargó una oleada de ira renovada.
Gil le había regalado ese colgante.
Lore se dio la vuelta hacia su oponente, mientras se recordaba que no debía matarlo. Sí podía, no obstante, romperle esa nariz tan bonita.
Y lo hizo, entre los vítores de la multitud.
El chico se puso a maldecir, con el rostro ensangrentado.
—Ya es hora de irse a la cama, muñeco —dijo Lore, que miró de reojo a Frankie para comprobar si había terminado de cobrar las apuestas—. De hecho…
Vio venir el puñetazo por el rabillo del ojo y se giró a tiempo de recibir el golpe en la sien y no en el ojo. Se le nubló la vista, pero logró mantenerse en pie.
Su oponente aulló con gesto triunfal, alzando los brazos al cielo, con la nariz todavía sangrando. Se abalanzó sobre ella, y Lore apenas tuvo tiempo de comprender lo que estaba pasando.
Subió los guantes por acto reflejo para protegerse el pecho, pero eso no era lo que buscaba su oponente. El chico le aprisionó el cuello con un brazo y pegó sus labios a los de ella.
A Lore la embargó el pánico, que se extendió por su piel como si fuera una capa de hielo. Se le quedó la mente en blanco. El joven la estrechó contra su cuerpo, le deslizó la lengua con torpeza mientras la multitud rugía a su alrededor.
Algo se quebró dentro de Lore, y la presión que llevaba acumulando en el pecho durante semanas se desató con un bramido furioso. Le hincó la rodilla con fuerza entre las piernas. El chico se desplomó como si le hubiera cortado el pescuezo, con un alarido. A continuación, se abalanzó sobre él.
No fue consciente de lo que pasó después hasta que la levantaron del suelo, todavía rugiendo y pataleando. Tenía los guantes manchados de sangre. El chico tenía el rostro irreconocible.
—¡Para! —Big George, uno de los guardias de seguridad de Frankie, la zarandeó ligeramente—. ¡No vale la pena, nena!
Lore tenía el corazón desbocado, demasiado como para recuperar el aliento. Su cuerpo se estremeció mientras Big George la volvía a dejar en el suelo, sujetándola hasta que le hizo saber con un ademán de cabeza que se encontraba bien. Por su parte, Big George se acercó al chico que gimoteaba sobre la lona y le dio unos golpecitos con el pie.
Cuando dejaron de zumbarle los oídos, Lore se dio cuenta de que la estancia se había quedado en completo silencio, salvo por el traqueteo procedente de la cocina.
Se sintió horrorizada y se le encogió el corazón. Flexionó los dedos dentro de los guantes hasta que sintió dolor. No solo había perdido el control. Había revivido una parte de su ser que creía muerta desde hacía años.
Esta no soy yo, pensó, mientras se limpiaba el sudor del labio superior. Ya no.
Lore aspiraba a algo más en la vida.
Desesperada por salvaguardar las ganancias de la jornada, ignoró su mal humor y el odio intenso que le suscitaba ese despojo plañidero que estaba en el suelo, y sonrió avergonzada. Levantó las manos y se encogió de hombros.
Los espectadores la recompensaron con vítores, alzando sus vasos.
—No has ganado… has hecho trampas —estaba diciendo su oponente—. No ha sido justo… ¡has hecho trampas!
Típico de los jovencitos como él. La rabia que estaba experimentando en ese momento no era el peso del mundo cayendo sobre él. Era una ilusión al hacerse trizas, la creencia de que la gente como él se lo merece todo, y la de que el mundo estaba en deuda con él por el simple hecho de existir.
Lore se quitó los guantes y se inclinó encima del muchacho. La multitud se acalló, ávidos como cuervos hambrientos.
—Quizá ahora deberías tatuarte un «Vivir para perder» —le dijo con dulzura mientras ejercía presión con fuerza sobre su vendaje, esta vez con la mano desnuda.
El chico soltó un alarido furioso, eclipsado por el sonido de la campana que puso fin al combate. Big George se lo llevó a rastras hacia donde estaban apiñados sus amigos.
Lore se dirigió hacia Frankie. Había sido un error ir allí esa noche. Incluso entonces, sintió ganas de ponerse a gritar o de salir corriendo. Ya había llegado hasta el borde del cuadrilátero cuando Frankie exclamó:
—Siguiente combate: Áurea contra el aspirante Géminis.
Lore lo miró con fastidio, a lo que Frankie respondió con su típica sonrisa de indiferencia. Levantó cinco dedos. Ella negó con la cabeza y alzó tres más. A su alrededor ondearon billetes arrugados, que revoloteaban de un lado a otro mientras el público hacía sus apuestas.
Tenía que irse a casa. Lore lo sabía, pero…
Levantó los diez dedos. Frankie frunció el ceño, pero le hizo señas para que regresara al ring. Volvió a ponerse los guantes y se dio la vuelta. Si era algún amigo del chico de antes, al menos se divertiría un rato.
Pero no lo era.
Lore titubeó. Su oponente se encontraba fuera del alcance de la luz proyectada desde el techo, sumido voluntariamente entre las sombras. El joven avanzó un paso, suficiente como para que el tenue haz de luz se reflejara sobre la máscara de bronce que le ocultaba el rostro.
A Lore se le entrecortó el aliento.
Un cazador.