Lolita

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Primera Parte » Capítulo 29

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La puerta del cuarto de baño iluminado estaba abierta; además, un esqueleto de luz provenía de las lámparas exteriores más allá de las persianas. Esos rayos entrecruzados penetraban la oscuridad del dormitorio y revelaban esta situación:

Vestida con uno de sus viejos camisones, mi Lolita estaba acostada de lado, volviéndome la espalda, en medio de la cama. Su cuerpo apenas velado y sus piernas desnudas formaban una Z. Se había puesto las dos almohadas bajo la oscura cabeza despeinada; una banda de luz pálida atravesaba sus últimas vértebras.

Me pareció que me desvestía y me ponía el pijama con esa fantástica instantaneidad que se produce al cortarse en una escena cinematográfica el proceso de sustitución. Ya había puesto mi rodilla en el borde de la cama, cuando Lolita volvió la cabeza y me miró a través de las sombras listeadas.

Eso era algo que el intruso no esperaba. La treta de las píldoras (cosa bastante sórdida, entre nous dit) tenía por objeto producir un sueño profundo, imperturbable para todo un regimiento… y allí estaba ella, mirándome y llamándome confusamente «Bárbara». Y Bárbara, vestida con mi pijama —demasiado apretado para ella—, permaneció inmóvil, en suspenso, sobre la pequeña sonámbula. Suavemente, con un suspiro indefenso, Dolly se volvió, recobrando su posición anterior. Durante dos minutos, por lo menos, esperé inmovilizado sobre el borde mismo, como aquel sastre con su paracaídas casero, hace cuarenta años, a punto de arrojarse desde la torre Eiffel. Su respiración débil tenía el ritmo del sueño. Al fin me tendí en mi estrecho margen de cama, tiré de las sábanas, deslicé hacia el sur mis pies fríos como una piedra… y Lolita levantó la cabeza y me bostezó.

Como después me explicó un útil farmacéutico, la píldora púrpura no pertenecía a la noble familia de los barbitúricos y aunque habría producido sueño en un neurótico que la tomara por una droga potente, era un sedante demasiado suave para obrar demasiado tiempo sobre una nínfula vivaz, aunque cansada. Si el doctor de Ramsdale era un charlatán o un viejo astuto, carece de importancia. Lo importante es que había sido engañado. Cuando Lolita volvió a abrir los ojos, comprendí que aunque la droga obrara unas horas después, la seguridad con que había contado era falsa. Lentamente, su cabeza se volvió para caer en su egoísta provisión de almohada. Yo permanecía en mi estrecha franja, fijando los ojos en su pelo revuelto, en el brillo de su carne de nínfula, en la media cadera y el medio hombro confusamente entrevistos, tratando de sondear la profundidad de su sueño por el ritmo de su respiración. Pasó algún tiempo, todo siguió igual y resolví que podía correr el albur de aproximarme a ese brillo encantador, enloquecedor… Pero apenas me moví hacia su tibia vecindad, cuando su respiración se alteró, y tuve la odiosa sensación de que la pequeña Dolores estaba completamente despierta y estallaría en lágrimas si la tocaba con cualquier parte de mi perversidad. Por favor, lector: a pesar de tu exasperación contra el tierno, morbosamente sensible, infinitamente circunspecto héroe de mi libro, ¡no omitas estas páginas esenciales! Imagíname: no puedo existir si no me imaginas. Trata de discernir a la liebre en mí, temblando en la selva de mi propia iniquidad; y hasta sonríe un poco. Después de todo, no hay nada malo en sonreír. Por ejemplo, yo no tenía donde apoyar la cabeza, y un acceso de acedía (¡y llaman «francesas» a esas fritangas, gran Dieu!) se sumaba a mi incomodidad.

Mi nínfula volvió a hundirse en el sueño, pero no me atreví a zarpar hacia mi viaje encantado. La Petite Dormeuse ou l’Amant Ridicule. Al día siguiente la atiborraría de aquellas otras píldoras que habían abatido a su mamá. En el cajón de los guantes… ¿o en el bolso de Gladstone? ¿Esperaría una hora más para acercarme de nuevo? La ciencia de la ninfulomanía es harto precisa: un contacto real me haría desbordarme en un segundo. Tardaría diez segundos separado por un espacio de un milímetro. Resolví esperar.

No hay nada más ruidoso que un hotel norteamericano; y se suponía que ese era un lugar tranquilo, agradable, anticuado, hogareño…, ideal para un «vida apacible» y todo ese tipo de boberías. El chirrido de la puerta del ascensor —a varios metros al noroeste de mi cabeza, pero que oía tan nítidamente como si hubiera estado dentro de mi sien— alternó hasta mucho después de medianoche con los zumbidos y estallidos de las varias evoluciones de la máquina. De cuando en cuando, inmediatamente al este de mi oreja izquierda (téngase presente que yo continuaba de espaldas, sin atreverme a dirigir mi lado más vil hacia la cadera nebulosa de mi compañera de lecho), el corredor vibraba con alegres, resonantes e ineptas exclamaciones que terminaban en una descarga de despedidas. Cuando eso terminaba, empezaba un inodoro inmediatamente al norte de mi cerebro. Era un inodoro viril, enérgico, bronco y fue usado muchas veces. Sus regurgitaciones, sus sorbidos y sus corrientes posteriores sacudían la pared a mis espaldas. Después, alguien situado en dirección sur se descompuso de manera extravagante y vomitó casi su vida juntamente con su alcohol, y su inodoro resonó como un verdadero Niágara, justo al lado de nuestro cuarto de baño. Y cuando por fin las cataratas enmudecieron y todos los cazadores encantados conciliaron el sueño, la avenida bajo la ventana de mi insomnio, al oeste de mi vigilia —una digna, neta avenida eminentemente residencial, de árboles inmensos— degeneró en vil pavimento de camiones que rugieron en la noche de viento y lluvia.

¡Y a pocos centímetros de mi vida quemante estaba la nebulosa Lolita! Después de una larga vigilia sin abandono, mis tentáculos avanzaron hacia ella, y esta vez el crujido del colchón no la despertó. Me las compuse para aproximar tanto mi cuerpo voraz junto al de ella, que sentí el aura de su hombro desnudo como un tibio aliento sobre mi mejilla. Entonces se sentó, balbuceó, murmuró algo con insensata rapidez acerca de botes, tiró de las sábanas y volvió a hundirse en su inconsciencia oscura, poderosa, joven. Cuando volvió a acostarse, en su abundante flujo de sueño —un instante antes dorado, ahora luna—, su brazo me golpeó la cara. Durante un segundo la retuve. Se liberó de la sombra de mi abrazo sin advertirlo, sin violencia, sin repulsa personal, solo en el murmullo neutro y quejoso de una niña que exige su descanso natural. Y la situación fue otra vez la misma: Lolita con su espalda curvada vuelta hacia Humbert, Humbert con la cabeza apoyada sobre su mano, ardiendo de deseo y dispepsia.

Yo necesitaba un viajecillo hasta el cuarto de baño en busca de un vaso de agua —que es la mejor medicina que conozco para mi caso, salvo la leche con rabanitos—. Y cuando regresé a la extraña atmósfera de pálidas franjas donde las ropas viejas y nuevas de Lolita se reclinaban en diversas actitudes de encantamiento sobre muebles que parecían flotar vagamente, mi hija imposible se sentó y en voz clara pidió agua para ella también. Tomó el vaso de papel blando y frío con su mano umbrosa y tragó su contenido agradecida, con sus largas pestañas dirigidas hacia el vaso. Después, con ademán infantil más encantador que cualquier caricia carnal, Lolita secó sus labios contra mi hombro. Volvió a caer sobre la almohada (yo había tomado la mía mientras bebía) y se durmió instantáneamente.

Yo no me había atrevido a ofrecerle una segunda dosis de droga ni había abandonado la esperanza de que la primera consolidara aún su sueño. Empecé a deslizarme hacia ella, dispuesto a cualquier decepción, sabiendo que era mejor esperar, pero incapaz de esperar. Mi almohada olía a su pelo. Avancé hacia mi lustrosa amada, deteniéndome o retrocediendo cada vez que se movía o parecía a punto de moverse. Una brisa del país mágico empezaba a alterar mis pensamientos, que ahora parecían inclinados en bastardilla, como si el fantasma de esa brisa arrugara la superficie que los reflejaba. El tiempo y de nuevo mi conciencia despierta encerraron el camino errado, mi cuerpo se deslizó en el ámbito del sueño, se evadió de ella, y una o dos veces me sorprendí incurriendo en un melancólico ronquido. Brumas de ternuras encubrían montañas de deseo. De cuando en cuando me parecía que la presa encantada saldría al encuentro del cazador encantado, y que su cadera avanzaba hacia mí bajo la blanda arena de una playa remota y fabulosa. Pero después su oscuridad con hoyuelos se movía, y entonces yo advertía que estaba más lejos que nunca.

Si me demoro algún tiempo en los temores y vacilaciones de esa noche distante, es porque insisto en demostrar que no soy ni fui nunca ni pude haber sido un canalla brutal. Las regiones apacibles y vagas en que me movía eran el patrimonio de los poetas, no el terreno del crimen. Si hubiera llegado a mi meta, mi éxtasis habría sido todo suavidad, un caso de combustión interna cuyo calor apenas habría sentido Lolita, aun completamente despierta. Pero seguía esperando que mi nínfula se engolfara en una plenitud de estupor que me permitiera paladear algo más que una vislumbre suya. Así, entre aproximaciones de tanteo, en medio de una confusión que la metamorfoseaba en un halo lunar, en un aterciopelado arbusto en flor, soñaba que readquiría la conciencia, soñaba que estaba acostado esperando.

En las primeras horas de la mañana hubo un momento de quietud en el hotel sin sosiego. Después, alrededor de las cuatro, se precipitó la catarata del baño del corredor y se oyó abrirse una puerta. Un poco después de las cinco empezó a llegarme un monólogo coruscante desde algún patio o playa de estacionamiento. No era en realidad un monólogo, puesto que el hablante se detuvo unos pocos segundos para escuchar (aparentemente) a otro tipo, pero esa voz no llegó hasta mí, de modo que no pude atribuir ningún sentido a la parte escuchada. Su entonación práctica, sin embargo, me ayudó a admitir la presencia del amanecer, y el cuarto no tardó en bañarse en un lila grisáceo, cuando varios inodoros industriosos empezaron su labor, unos tras otros, y el ascensor zumbante y chirriante empezó a subir y bajar a tempranos ascendentes, y durante unos minutos dormité miserablemente, y Charlotte era una sirena en aguas verdosas, y en algún lugar del pasillo el doctor Boyd dijo «Buenos días tenga usted» con voz que sabía a fruta, y después Lolita bostezó.

¡Frígidas damas del jurado! Yo había pensado que pasarían meses, años acaso, antes de que me atreviera a revelarme a Dolores Haze; pero a las seis ya estaba despierta, y a las seis y quince éramos amantes.

Al oír el quejido de su bostezo inicial, fingí un sueño de hermoso perfil. Sencillamente, no sabía qué hacer. ¿Se alarmaría viéndome a su lado, y no en una cama adicional? ¿Tomaría su ropa y se encerraría en el cuarto de baño? ¿Me pediría que la llevara de inmediato a Ramsdale —junto al lecho de su madre—, o de regreso al campamento? Pero mi Lo era una chiquilla deportiva. Sentí sus ojos fijos en mí, y cuando al fin prorrumpió en ese encantador cloqueo suyo, comprendí que sus ojos reían. Rodó junto a mí y su tibio pelo castaño rozó mi clavícula. Hice una mediocre imitación de alguien que despierta. Permanecimos acostados, sin movernos. Después le acaricié el pelo, y nos besamos suavemente. Su beso, para mi delirante confusión, tenía algunos cómicos refinamientos de ondulaciones y sondeos. Como para comprobar si yo estaba satisfecho y había aprendido la lección, se apartó para observarme. Sus pómulos estaban enrojecidos, el labio inferior le brillaba, mi desmayo era inminente. De pronto, con un ímpetu de rudo entusiasmo (signo de una nínfula), puso su boca contra mi oreja… pero durante un rato mi mente no pudo analizar en palabras el cálido trueno de su susurro, y ella rio, y se apartó el pelo de la cara, y volvió a intentarlo, y a poco la curiosa sensación de vivir en un insensato mundo de sueños recién creado donde todo era lícito, se apoderó de mí, a medida que comprendía lo que mi nínfula acababa de sugerirme. Respondí que no sabía qué juego habían inventado ella y Charlie.

—¿Quieres decir que nunca…?

Sus rasgos se torcieron en una mueca de enfadada incredulidad.

—Nunca has… —empezó nuevamente—. Déjame, ¿quieres? —dijo con un gemido vibrante, apartando vivamente su hombro dorado de mis labios.

(Era muy curiosa esa tendencia suya —que después persistió largo tiempo— a considerar cualquier caricia, salvo los besos en la boca, como una «bobería romántica» o «anormal»).

—¿Quieres decir —insistió, ahora de rodillas sobre mí— que nunca lo hiciste cuando eras niño?

—Nunca —respondí verazmente.

—Bueno —dijo Lolita—, pues aquí empezamos.

Pero no he de abrumar a mis lectores con el informe detallado de la presunción de Lolita. Básteme decir que no percibí huella de modestia en esa hermosa y recién formada, profundamente, definitivamente depravada por la coeducación moderna, las costumbres juveniles, los juegos en torno al fuego del campamento y todo el resto. Consideraba el acto en sí apenas como parte de un mundo furtivo de jovenzuelos, desconocido para los adultos. Lo que los adultos hacían con miras a la procreación no era cosa suya. Solo el orgullo impidió a Lolita batirse en retirada; pues en mi extraña actitud fingí estupidez suprema y la dejé conducirse a su antojo… al menos mientras me fue posible. Pero en verdad estas son cuestiones que no vienen al caso; no me interesa el llamado «sexo». Cualquiera puede imaginar esos elementos de animalidad. Una tarea más importante me reclama: fijar de una vez por todas la peligrosa magia de las nínfulas.

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