Lolita

Lolita


Primera Parte » Capítulo 32

Página 37 de 77

32

Lolita me contó cómo la habían pervertido. Mientras comíamos desabridas bananas harinosas, duraznos magullados y apetitosas papas fritas, die Kleine me lo dijo todo. Su relato voluble e inconexo fue comentado por más de una moue cómica. Como creo que ya he observado, recuerdo especialmente una mueca torcida sobre la base de un «¡Uf!»: la boca estirada como caramelo chirle, los ojos blancos, en una consabida mezcla de jocosa repulsión, resignación, y tolerancia ante la flaqueza infantil.

Su asombroso relato empezó con una mención inicial de su compañera de tienda, en el verano anterior, en otro campamento, un lugar «muy selecto», como observó. Esa camarada («una verdadera holgazana», «medio loca», pero «una chica muy bien») la adiestró en diversas manipulaciones. Al principio, la leal Lolita se negó a decirme su nombre.

—¿Fue Grace Angel? —pregunté.

Sacudió la cabeza. No, no era ella, era la hija de un gran borracho. El pa…

—¿Fue acaso Rose Carmine?

—¡No, claro que no! Su padre…

—¿Fue Agnes Sheridan, entonces?…

Lolita tragó y sacudió la cabeza. Después tomó la ofensiva:

—Oye, ¿cómo conoces a todas esas chicas?

Se lo expliqué.

—Bueno, algunas eran bastante malas en el colegio, pero eso no… Si quieres saberlo, se llamaba Elizabeth Talbot. Ahora va a una escuela privada, la muy presuntuosa… Su padre es empresario.

Con una curiosa punzada recordé la frecuencia con que la pobre Charlotte solía deslizar en su conversación pormenores tan elegantes como: «El año pasado, cuando mi hija partió en excursión con la hija de los Talbot…».

Quise saber si su madre conocía esas diversiones sáficas.

—¡Dios, no! —exclamó Lo, imitando temor y alivio y llevándose al pecho una mano agitada por un temblor falso.

Pero yo estaba más interesado en sus experiencias heterosexuales. Lolita había ingresado en el sexto grado a los once años, poco después de trasladarse a Ramsdale desde el oeste. ¿Qué significaba eso de «bastante malas»?

Bueno, las hermanas Miranda habían dormido en la misma cama durante años, y Donald Scott, el muchacho más bruto de la escuela, había hecho cosas con Hazel Smith, en el garaje de su tío y Kenneth Knight —el más inteligente— solía exhibirse cada vez que se le presentaba la ocasión, y…

—Volvamos al campamento —dije.

Y al fin escuché toda la historia.

Bárbara Burke, una rubia fornida dos años mayor que Lo y la mejor nadadora del campamento, tenía una canoa muy especial que compartía con Lo «porque además de ella yo era la única que podía llegar a la Isla del Sauce» (alguna prueba de natación). Durante el mes de julio, todas las mañanas —repara bien en ello, lector: cada dichosa mañana…— Charlie Holmes ayudaba a Bárbara y Lo a llevar el bote a Onyx o Eryx (dos lagos pequeños, entre los bosques).

Charlie era el hijo de la directora del campamento, tenía trece años y era el único varón humano en un par de millas a la redonda (salvo un viejo operario cansino y sordo como una tapia y un granjero que aparecía a veces en un Ford destartalado para vender huevos en el campamento, como todos los granjeros). Todas las mañanas, pues, oh lector mío, los tres niños tomaban un atajo a través del inocente y hermoso bosquecito, vibrante de todos los emblemas de la juventud, rocío, cantos de pájaros, y en un lugar determinado, entre el profuso sotobosque, Lo oficiaba de centinela mientras Bárbara y el muchachito se abrazaban tras un matorral.

Al principio, Lo se negó a «probar cómo era la cosa», pero la curiosidad y la camaradería prevalecieron, y muy pronto ella y Bárbara lo hicieron sucesivamente con el silencioso, rudo y tosco aunque infatigable Charlie, que tenía tanto atractivo como una zanahoria cruda. Si bien admitía que era «bastante divertido» y «bueno para la piel», me alegra decir que Lolita tenía el mayor desdén por las maneras y la mentalidad de Charlie. Por lo demás, su temperamento no había sido excitado por ese asqueroso demonio. Al contrario, creo que lo había embotado, a pesar de lo «divertido» de la cosa.

Ya estaban a punto de dar las diez. Al mermar mi deseo, una pálida sensación de horror suscitada por la opacidad real de un gris día neurálgico se apoderó de mí y zumbó en mis sienes. Tostada, desnuda, frágil, Lo, volviendo hacia el espejo su cara demacrada, se irguió con los brazos en jarra, los pies (calzados en zapatillas nuevas con ribete de marabú) apartados, y a través de la cortina de su pelo se dirigió a sí misma una mueca vulgar. Del corredor llegaron las voces arrulladoras de las criadas de color, y al fin hubo un débil intento de abrir nuestra puerta. Indiqué a Lo que entrara en el cuarto de baño y se diera el baño que necesitaba tanto. La cara era una mescolanza espantosa, con detalles de papas fritas. Lo se probó un deux-pièces marinero de lana, después una blusa sin mangas con una falda de mucho vuelo, a cuadros; pero el primer conjunto le iba demasiado apretado y el segundo demasiado amplio, y cuando le supliqué que se diera prisa (la situación empezaba a asustarme), Lo arrojó perversamente a un rincón hermosos regalos míos, y se puso el vestido del día anterior. Cuando al fin estuvo lista, le di un bolso nuevo de imitación becerro (en el cual había deslizado unas monedas) y le dije que se comprara una revista en el vestíbulo.

—Bajaré en un minuto —le dije—. Y en tu lugar, querida, yo no hablaría con extraños.

Salvo mis pobres regalitos, no había demasiado que empacar; pero estaba obligado a consagrar una peligrosa cantidad de tiempo (¿qué tramaría Lo abajo?) arreglando la cama de manera que sugiriera el nido abandonado de un padre inquieto y su hija traviesa, en vez del saturnal de un exconvicto con una pareja de viejas gordas rameras. Después acabé de vestirme y llamé al botones canoso para que se llevara las valijas.

Todo andaba bien. Allí, en el vestíbulo, Lolita estaba sumergida en un sillón rojo-sangre, sumergida en una espeluznante revista cinematográfica. Un individuo de mi edad, con traje de tweed (el genre del hotel se había transformado en el curso de la noche en una espuria atmósfera de señores provincianos), observaba a Lolita por encima de su cigarro y su diario viejo. Lolita llevaba sus calcetines blancos y profesionales y sus zapatos deportivos y ese llamativo vestido rosa de escote cuadrado. Una salpicadura de luz exánime destacaba el dorado de sus piernas y brazos tostados. Allí estaba, con las piernas descuidadamente cruzadas, corriendo las líneas y pestañeando de cuando en cuando. La mujer de Bill lo había adorado mucho antes de que se conocieran: en realidad, ella admiraba en secreto al famoso joven actor cuando lo veía comer helados en la confitería del Schowb. Nada podía ser más infantil que su nariz respingada, su cara pecosa o la mancha púrpura en el cuello (donde había banqueteado un vampiro), o el movimiento inconsciente de su lengua explorando una franja rosada en torno a sus labios hinchados. Nada podía ser más inocente que leer historias sobre Bill, un enérgico actorzuelo que se hacía sus propios vestidos y estudiaba literatura seria; nada podía ser más candoroso que la raya de su brillante pelo castaño, y la sedosa pelusa de las sienes; nada podía ser más ingenuo… Pero qué envidia repugnante habría sentido ese individuo obsceno —sea quien fuere; se parecía un poco a mi tío Gustave, también un gran admirador de le découvert— de haber sabido que cada nervio mío aún estaba ungido y rodeado por la sensación de su cuerpo, el cuerpo de algún daimon inmortal disfrazado de niña.

¿Ese cerdo rosado que era el señor Swoon estaba bien seguro de que mi mujer no había telefoneado? Sí, lo estaba. Si llamaba, ¿quería decirle que nos habíamos marchado a Aunt Clares? Sí, encantado. Pagué la cuenta y levanté a Lo de su sillón. Fue leyendo hasta el automóvil. Siempre leyendo, la llevé hasta una cafetería, pocas cuadras al sur. Oh, comió con buena gana. Hasta apartó su revista para comer, pero un curioso embotamiento había reemplazado su habitual vivacidad. No ignoraba que mi pequeña Lo podía ser intratable; me crucé de brazos y sonreí, esperando un estallido. No me había bañado ni afeitado. Mis nervios estaban tensos. No me gustaba el modo en que mi amante se encogió de hombros y frunció la nariz cuando intenté iniciar una conversación trivial. Con una sonrisa pregunté si Phyllis estaba al corriente de todo antes de reunirse con sus padres en Maine.

—Oye: dejemos ese tema —me dijo Lo con una mueca doliente.

Después intenté, también infructuosamente, de interesarla en el mapa caminero. Permítaseme recordar a mi paciente lector, cuyo apacible temperamento debió imitar Lolita, que nuestro destino era la alegre ciudad de Lepingville, cercana al hipotético hospital. Ese destino era en sí perfectamente arbitrario (como habrían de serlo, ay, muchos otros) y metí en él mis pies preguntándome cómo explicar todo ello y qué otros objetivos plausibles inventaría después de ver todas las películas de Lepingville. Humbert se sentía cada vez más incómodo. Esa sensación era muy peculiar: una tensión oprimente y horrible, como si hubiera estado sentado frente al pequeño espectro de alguien a quien había dado muerte.

Al regresar al automóvil, una expresión de dolor pasó por el rostro de Lo. Volvió a pasar, más significativamente, cuando se sentó a mi lado. Sin duda la reprodujo por segunda vez para que yo reparara bien en ella. Cometí la tontería de preguntarle qué le pasaba. «Nada, estúpido», dijo. «¿Cómo?», pregunté. Permaneció callada. Dejamos Briceland. La locuaz Lo seguía en silencio. Frías arañas de pánico corrieron por mi espalda. Era una huérfana. Una niña solitaria, desamparada, con la cual un adulto había tenido un triple contacto esa misma mañana. El cumplimiento del sueño de toda mi vida, ¿había sobrepasado toda esperanza? En todo caso, podía decirse que había excedido su propia marca… y se había precipitado en una pesadilla. Y permítaseme ser absolutamente franco: en el fondo de ese negro vórtice sentía de nuevo el escozor del deseo, tan monstruoso era mi apetito. A los tormentos de la culpa se mezclaba la idea agonizante de que su malhumor me prohibiría hacer el amor con ella no bien encontrara un camino tranquilo donde estacionar en paz. En otras palabras, el pobre Humbert Humbert era terriblemente desdichado, y mientras guiaba su automóvil, obstinado y demente, hacia Lepingville, hurgaba en su mente en pos de alguna broma que le diera pretexto para volverse hacia su compañera de asiento. Pero fue ella quien rompió el silencio.

—Oh, una ardilla aplastada —dijo—. Qué vergüenza.

—Sí, ¿no es cierto? (rápido, esperanzado Humbert).

—Paremos en la próxima estación de servicio —siguió Lo—. Quiero ir al cuarto de baño.

—Pararemos donde quieras —dije.

Y entonces, el verdor de una arboleda encantadora, solitaria, enhiesta (robles, creo; en esa época los árboles americanos estaban más allá de mis conocimientos) devolvió el eco de nuestro motor, un camino rojizo y cubierto de helechos volvió su cabeza a nuestra derecha antes de entrar en el bosquecillo y sugerí que quizá…

—Sigue —chilló agudamente mi Lo.

—Está bien, no te enfades (¡al suelo, pobre bestia, al suelo!).

—Puerco —dijo, sonriéndome dulcemente—. Criatura repugnante. Yo era una niña fresca como una flor, y mira lo que has hecho de mí. Debería llamar a la policía y decirle que me has violado. Oh, puerco, puerco, viejo puerco.

¿Bromeaba? En sus palabras absurdas vibraba una siniestra histeria. Después, con un sonido sibilante, empezó a quejarse de dolores, dijo que no podía estar sentada, dijo que le había roto algo. El sudor me corría por el cuello y estuvimos a punto de aplastar a un animalejo que cruzó el camino con la cola erguida, y mi malhumorada compañera volvió a insultarme. Cuando nos detuvimos en la estación de servicio, bajó sin decir una palabra y estuvo ausente largo rato. Lentamente, amorosamente, un individuo entrado en años, de nariz rota, limpió mis parabrisas. En todas partes hacen de manera diferente; usan desde franelas hasta cepillos con jabón. Este tipo empleó una esponja rosa.

Al fin apareció. Con voz neutra que me hacía tanto daño, me dijo:

—Dame unas monedas. Quiero llamar al hospital para hablar con mamá. ¿Cuál es el número?

—Sube —dije—. No puedes llamar.

—¿Por qué?

—Sube y cierra la puerta.

Subió y cerró la puerta. El viejo encargado de la estación de servicio le sonrió. Enfilé hacia el camino.

—¿Por qué no puedo llamar a mi madre si quiero hacerlo?

—Porque tu madre está muerta —respondí.

Ir a la siguiente página

Report Page