Lolita

Lolita


Segunda Parte » Capítulo 8

Página 47 de 77

8

Hice lo posible, excelencia, para resolver el problema de los muchachos. Hasta leía en el Beardsley Star una sección para menores, con el objeto de saber cómo conducirme.

«Un consejo a los padres. No deben espantar al amigo de su hija. Quizá no sea fácil comprender que los muchachos empiezan a encontrarla atractiva. Para los padres, ella es todavía una niña. Para los muchachos, es encantadora y divertida, atractiva y alegre. Les gusta. Hoy los padres hacen grandes negocios en sus oficinas, pero ayer no eran más que el escolar Jim que llevaba los libros de la colegiala Jane. ¿Recuerdan ustedes? ¿Pretenden ustedes que sus hijas, ahora que ha llegado su momento, no sean felices en la compañía y la admiración de los muchachos que les gustan? ¿No quieren que se diviertan juntos?».

¿Divertirse juntos? ¡Dios mío!

«¿Por qué no tratar a los jóvenes como huéspedes de la casa? ¿Por qué no conversar con ellos? ¿Por qué no atraerlos, hacerlos reír y sentirse cómodos?».

Bienvenido, amigo, a este burdel.

«Si ella viola las normas, no se debe perder la calma frente a su compañero de delito. Que sea objeto de la ira paterna en privado. Y que los muchachos no sigan creyéndola hija de un viejo ogro».

Ante todo, el viejo ogro hizo una lista de cosas «absolutamente prohibidas» y otra de «permitidas con restricciones». Absolutamente prohibidas eran las salidas —a solas, en parejas o en grupos de tres— y, desde luego, las orgías en masa. Lolita podía visitar la confitería con sus amigas y allí charlar con jovenzuelos ocasionales, mientras yo esperaba en el automóvil, a una distancia discreta. Y le prometí que si su grupo era invitado por un grupo socialmente aceptable al baile anual de la Academia Butler para Jóvenes (fuertemente custodiada, desde luego), consideraría la posibilidad de si una niña de catorce años puede vestir su primer traje «formal», una especie de túnica que convierte a las niñas de brazos delgados en flamencos. Además, le prometí dar en nuestra casa una reunión a la que podría invitar a sus amigas más bonitas y a los jovencitos más simpáticos que hubiera conocido en el baile de la Academia. Pero me mostré terminante en un punto: mientras durara mi régimen, nunca, nunca le permitiría ir con un joven en celo al cinematógrafo, ni abrazarse en un automóvil, ni asistir a reuniones mixtas en casas de camaradas, ni trabar conversaciones telefónicas fuera del alcance de mi oído, aunque no hiciera más que «discutir sus relaciones con una amiga».

Todo ello enfureció a Lo y la hizo llamarme «maldito piojoso» y cosas aún peores. Yo habría perdido los estribos de no haber descubierto muy pronto que lo que la irritaba no era el verse privada de una satisfacción específica, sino de un derecho general. Como puede verse, yo atacaba el programa convencional, los pasatiempos constituidos, las «cosas que se hacen», la rutina de la juventud. Porque nadie es más conservador que un niño, sobre todo una niña, por más que se trate de la nínfula más castaña y encendida, más mitopoética en el halo de un jardín de octubre.

No deseo que se me interprete mal. No puedo estar absolutamente seguro de que durante el invierno Lo se abstuvo de tener, de manera fortuita, contactos impropios con jóvenes desconocidos; desde luego, por más minuciosamente que vigilara sus ocios, se producían sin cesar intervalos con explicaciones elaboradísimas para llenarlos; desde luego, mis celos solían atrapar sus garras melladas en la sutil urdimbre de la falsedad ninfúlica. Pero sentía distintamente —y ahora puedo garantizar lo acertado de tal sensación— que no había motivos para alarmarme seriamente. Y lo sentía no solo porque nunca descubrí ninguna garganta joven y fuerte para estrangular entre los mudos masculinos que pasaban por la escena, sino porque era «indiscutiblemente evidente» (expresión favorita de mi tía Sybil) que todas las variedades de estudiantes secundarios —desde el simplote sudoroso cuyas manos producen estremecimientos hasta el violador seguro de sí con pústulas y un automóvil estrepitoso— aburrían igualmente a mi joven y sofisticada amante. «Toda esta alharaca sobre los muchachos me harta», había escrito en el interior de un texto escolar. Y debajo, con letra de Mona (Mona es inevitable en todo minuto, ahora), esta pulla taimada: «¿Y qué me cuentas de Rigger?».

Debo decir, pues, que todos los muchachos que vi en su compañía eran seres borrosos. Red Sweater, por ejemplo, que la acompañó un día —el primer día de nieve— a casa; los observé desde la ventana de la sala mientras conversaban junto a nuestra entrada. Lo usaba esa vez su primer tapado con cuello de piel; tenía una pequeña gorra parda sobre mi peinado favorito —flequillo sobre la frente, ondas a dos lados y rizos naturales en la nuca— y sus mocasines húmedos y sus calcetines blancos estaban más enlodados que nunca. Como de costumbre, apretaba sus libros contra el pecho mientras hablaba o escuchaba, y sus pies hacían ademanes incesantes: apoyaba el pulgar del pie derecho sobre el empeine del izquierdo, lo deslizaba hacia atrás, cruzaba los pies, se mecía ligeramente, daba unos pasitos, y recomenzaba toda la serie. Y estaba Windbreaker, el que le habló frente a un restaurante, la tarde de un domingo, mientras su madre y su hermana procuraban distraerme con su charla. Yo me arrastré, volviéndome para mirar a mi único amor.

Lo había desarrollado más de una afectación convencional, como, por ejemplo, la fórmula adolescente para llamar la atención, que consiste en «doblarse» literalmente de risa, inclinando la cabeza para después (cuando oía mi llamada), aún fingiendo una alegría incontenible, caminar hacia atrás unos pasos, volverse y dirigirse hacia mí con una sonrisa desvaída. Por otro lado, yo me mostraba en extremo complacido —tal vez porque me recordaba su primera e inolvidable confesión— por la socarronería con que suspiraba: «¡Oh, Dios mío!», en jocoso sometimiento al destino, o con que emitía un largo «nooo…», con voz muy profunda, casi un gruñido, cuando la flecha del destino la alcanzaba. Sobre todo —puesto que hablamos de movimiento y juventud— me gustaba verla pedalear por la calle Thayer en su hermosa y joven bicicleta, se paraba sobre los pedales para trabajar con ellos vigorosamente, después volvía a sentarse en una actitud lánguida cuando la velocidad alcanzada era suficiente. Después se detenía en nuestro buzón y, aún en la máquina, tomaba una revista que se encontraba en él, la dejaba, se pasaba la lengua por un lado del labio superior, empujaba nuevamente el pedal y partía otra vez entre el sol y la pálida sombra.

En general, Lolita me pareció más adaptada al nuevo ambiente que cuanto yo esperaba, considerando el genio de esa niña-esclava mimada y su conducta durante el invierno anterior, en California. Aunque nunca podía habituarme al estado constante de ansiedad en que viven los culpables, los grandes, los tiernos de corazón, intuía que mi representación era inobjetable. Cuando yacía en la estrecha cama de mi estudio, después de una sesión de adoración y angustia en el frío dormitorio de Lolita, solía rememorar el día terminado, examinando mi propia imagen cuando rondaba, más que pasaba, ante el ojo ardiente de mi cerebro. Observaba al doctor Humbert, moreno y atractivo, no sin algo céltico, clerical, muy clerical sin duda, que despedía a su hija rumbo a la escuela. Lo observaba saludar con su lenta sonrisa y sus cejas oscuras, espesas, agradablemente arqueadas, a la buena señora Holigan, que olía horriblemente (y echaría mano, yo lo sabía, del gin de su amo en la primera oportunidad). Junto con el señor Izquierdo, verdugo retirado o escritor de opúsculos religiosos —¿qué importancia tiene?—, veía al vecino Fulano (creo que ambos son franceses o suizos), meditando en su estudio de amplias ventanas sobre la máquina de escribir, muy delgada su silueta y con un mechón casi hitleriano sobre la pálida frente. Los sábados, con un abrigo de excelente corte y guantes pardos, veía al profesor H. con su hija dirigiéndose a la confitería Walton, lugar famoso por sus conejillos de porcelana con cintas violetas y sus cajas de chocolates, entre los cuales se sienta uno y espera una «mesa para dos» aún cubierta con las migajas de los predecesores. En los días de semana, alrededor de las trece, lo veía saludar dignamente a la señorita Derecha de ojos-de-Argo, mientras maniobraba para sacar el automóvil del garaje sin pisar las malditas siemprevivas y partir por la calle resbaladiza. Y en la sofocante biblioteca del Beardsley College, lo veía pasear la mirada desde un libro al reloj, entre corpulentas muchachas atrapadas y petrificadas por el diluvio del saber humano. Y lo veía caminar a través del patio del colegio, junto al Rvdo. Rigger (que también enseñaba la Biblia en la escuela secundaria). «Alguien me ha dicho que su madre era una celebrada actriz, muerta en un accidente aéreo… ¿Ah?… Error mío, supongo. ¿Conque así fue? Comprendo… Qué triste…». (Conque enalteciendo a su madre, ¿eh?). Y lo veía empujando su carricoche por el laberinto del supermercado, a la zaga del profesor W., también un viudo amable de movimientos lentos con ojos de gamo. O quitando la nieve de su camino, en mangas de camisa, con una voluminosa bufanda blanca y negra en torno al cuello. O siguiendo sin muestras de prisa rapaz (inclusive deteniéndose para limpiarse la suela de los zapatos en el felpudo) a su hija colegial que entraba en la casa. O llevando a Dolly al consultorio del dentista —una hermosa enfermera sonreía a la niña. Revistas viejas… Ne montrez pas voz zhambes—… Y durante las comidas con Dolly, en la ciudad, veía al señor Edgar H. Humbert comiendo su bife y manejando cuchillo y tenedor a la europea. O disfrutando, en duplicado, un concierto: dos franceses de caras marmóreas, muy serenos, sentados uno junto al otro, con la musical hija de H. H. a la derecha de su padre, y el musical hijo del profesor W. (el padre pasaba una noche higiénica en Providencia) a la izquierda del señor G. G. O abriendo el garaje, un cuadro de luz que se traga el automóvil y se extingue. O con un vistoso pijama, bajando el visillo en el dormitorio de Dolly. O en la mañana del sábado, invisible, pesando solemnemente a su chiquilla en el baño. O en la mañana del domingo —no asiste a la iglesia— diciendo a Dolly que no se retrase. O recibiendo a una camarada de Dolly, que lo miraría extrañada y le dice: «Es la primera vez que veo a un hombre con smoking, señor… salvo en las películas».

Ir a la siguiente página

Report Page