Lola
PRIMERA PARTE » IX
Página 15 de 34
IX
EMMA se encuentra con Xavier en la entrada. La está esperando sentado en una de aquellas sillas bajas con el asiento de cuerda que Mireia rescató del desván. Antes las utilizaban las criadas para tomar el fresco en verano, ahora casi nunca se sienta nadie en ellas. Se han convertido en objetos decorativos, unas piezas inútiles que, a veces, algún huésped decide utilizar. La mayoría prefieren los sofás y los sillones que están en un rincón formando un ángulo recto. No obstante, antes que las criadas, se sentaron la abuela y Agueda a mirar viejos retratos. Hace tanto tiempo de eso que ya nadie se acuerda. Esta noche es Xavier el que se sienta en ellas, pero tiene que doblar las rodillas porque son demasiado pequeñas para su cuerpo.
Al entrar, la luz de las lámparas la sorprende un poco. Son puntos de luz que surgen de los focos situados en el techo y las paredes. Algunos no iluminan directamente el centro de la habitación, sino que caen perpendicularmente describiendo ruedos luminosos sobre un cuadro o un mueble. Su función es acentuar un matiz determinado de la pintura o de la madera. Otros son surtidores de luz que cuelgan del techo. Uno de ellos ilumina el cuerpo de Xavier. Por eso ha elegido sentarse en la silla del asiento trenzado. Intenta que la luz caiga directamente sobre su frente. El rayo subraya su perfil y acentúa sus rasgos sin concesiones. Su pelo, que aún conserva un rastro del agua de la ducha, es negro con algunas vetas blanquecinas, su nariz, rotunda; lleva la camisa abierta por el cuello.
Cuando la ve aparecer se levanta con una sonrisa mientras le tiende los brazos. Ella conoce muy bien este gesto. Sabe que Xavier está interpretando. Saca el actor que lleva dentro y lo utiliza para sorprenderla. Es lo que a menudo él llama un golpe de efecto y que ella definiría como actitud pueril. Nunca se ha atrevido a confesarle que le molestan sus excesos de hombre orgulloso y actor descreído. En el fondo, a pesar de su propia timidez, lo adivina débil. Demasiadas veces lo ha visto recorrer el pasillo de casa arriba y abajo maldiciendo el mundo porque creía que éste se olvidaba de él. Lo ha visto transformarse de repente al oír el teléfono. Ha vivido sus miedos, aquel entusiasmo adolescente, el deseo de esconderse antes de salir al escenario, y la sensación de crecerse y ser otro ante una cámara de televisión o un público a quien seducir.
Emma puede comprender todos estos sentimientos; incluso es capaz de compartirlos en parte. Su historia está hecha de un juego de balanzas: cuando se inclina un platillo, el otro sube la altura justa para equilibrar el peso de la soledad y la vanidad, de la timidez y el deseo de exhibirse con los labios llenos de palabras, de incertidumbre y de riesgo. A veces piensa que los dos están hechos de una materia parecida, que seguramente será arcillosa. Pero en el fondo sabe que no se parecen, aunque a los dos les guste interpretar la vida. Ella también quisiera vivirla alguna vez, pero casi nunca se atreve. Xavier vive creando personajes que llega a confundir consigo mismo.
Se acerca y su sonrisa se vuelve más cálida:
—Hace un rato que estoy esperando. ¿Cómo ha ido el poseo?
—Muy bien. Ignasi es un buen conversador.
Sabe que la respuesta tiene que ser breve porque Xavier no la está escuchando. Ni siquiera le interesa el comentario que acaba de hacer con cierta timidez. La pregunta ha sido retórica y la pausa posterior sólo sirve para que él pueda respirar. Es un simple paréntesis que debe de crearle un sentimiento de expectación que, todavía con palabras del pintor en la mente, no tiene tiempo de simular. Ve que respira profundamente y luego dice:
—Te había dicho que tenía una sorpresa para ti.
—¿De qué se trata? ¿Interpretarás para mí alguna escena de la nueva serie? ¿Ya has memorizado aquel monólogo?
—Olvídate de los monólogos. Tenemos visita.
—¿Visita?
Emma piensa en la mujer del comedor. Piensa en ella sin venir a cuento, justo cuando Xavier se está esforzando en captar su atención anunciándole una noticia que, como mínimo, debería despertar su curiosidad. ¿Quién podrá visitarlos en una isla donde no conocen a nadie? Pero las cosas suceden de esta forma: de pie en la entrada del hotel, con un foco que la dota de relieve espesando su cuerpo y su vista, como si esta luz repentina la deslumbrara, recuerda la expresión de la recién llegada. A la hora de comer, se ha sorprendido a sí misma observándola y no le ha dado importancia. Suele hacerlo a menudo. Acumula gestos, poses, sonrisas. Los reserva mentalmente para utilizarlos más tarde, a la hora de interpretar. Las palabras de Xavier la han llevado de nuevo a la playa. Ahora el pensamiento regresa allí sin querer, tan sólo un instante:
—Los encontraremos en el comedor.
—¿A quién?
La joven lleva el pelo suelto, falda larga y un collar. Imagina que no tendrá tiempo de cambiarse de ropa antes de cenar y, con los dedos, se alisa unas ondas que no son como el mar, sino tintadas de rojo y melaza. No tiene tiempo de hacer más preguntas porque él abre la puerta del comedor y la hace pasar.
El gesto de Xavier le recuerda aquel otro que tenía algo de desamparo. Han pasado los días, pero aún conserva su recuerdo. Hacía muchas horas que estaba de pie con la mirada fija en el vacío. Era la mujer de Lot y las cosas adquirían una consistencia salina al ser observadas a través de un polvillo blanquecino que quería parecer una sustancia extraída de las rocas y no era más que talco. Notaba cosquillas en la nariz y en la boca: una nube flotando sobre su cuerpo. Lo más difícil era mantener la mirada fija en la nada porque eso la cansaba. Habría preferido vagar por los rostros de los que la observaban allí mismo, bajo el sol o la lluvia fina, sobre un fondo de paraguas. Había que hacerlo con cuidado para que no se dieran cuenta. La altura del taburete le permitía hacer como si no estuviera. Debía mantener la barbilla tirante y los párpados medio cerrados.
Recuerda cómo Xavier dejaba caer las monedas en el suelo, una tras otra, mientras la contemplaba. Entre moneda y moneda pasaban algunos minutos, no muchos. Pronto se fijó en él. Le llamaron la atención sus ojos y aquellos cuatro cabellos que compartían el gris exacto de las pupilas. Con los años de vida en común aumentaron en número pero no se acentuó su intensidad. Era un tono que oscilaba entre el metal y la espuma. Ella se hacía la ausente mientras escuchaba el sonido de las monedas que caían. Rebotaban sobre la piedra y formaban un pequeño círculo en el pañuelo.
Adivinó que era la última moneda que le quedaba en el bolsillo. Lo leyó en la expresión de su rostro y tuvo que concentrarse para reprimir una sonrisa. Le habría gustado decirle que no importaba, que estaba dispuesta a repetir tas contorsiones para él. Volvería a torcer su cuerpo, oscilando hacia adelante y hacia atrás; transformaría su rostro para expresar a la vez la pérdida y la sorpresa, haría volar un extremo de aquella túnica hecha con tela de sábana. Pero se detuvo a tiempo. Fueron a la vez la vanidad y el gusto de ver aquel gesto de desamparo que dibujaron sus labios y sus ojos.
El sábado siguiente, cuando lo vio aparecer, suspiró como si le hubieran quitado un peso de encima. Lo esperaba vestida y había temido no volver a verlo. Cuando hubieron pasado algunas semanas desde el primer encuentro, se decidió: mucho antes de la hora dio un salto, bajó del taburete y empezó a recoger sus cosas. Llevaba una bolsa medio rota donde rápidamente introdujo el vestido y la silla plegable. Con un pañuelo y algo de colonia se limpió el rostro de blanco mientras se transformaba toda entera. Bastaban cuatro movimientos rápidos para recuperar la personalidad, los colores vivos de la cara, dejar de ser la mujer en metamorfosis constante sobre un taburete.
Recorrieron la Rambla uno cerca del otro sin decirse apenas nada. No quedaba ni rastro del actor que se comía el mundo. Su lugar lo ocupaba un adolescente. Así es como se sentía: inseguro y maravillado. Desde entonces no volvieron a separarse. Durante los primeros años vivieron en un apartamento de cuarenta metros cuadrados que tenía una cama muy ancha. No necesitaban demasiado espacio. Más adelante se trasladaron a un piso de techos altos que olía a humedad en invierno y en verano. Allí memorizaban guiones, preparaban las sesiones de cásting y ensayaban papeles para la publicidad. Sobre todo Emma. Xavier pronto consiguió salir adelante en el teatro.
El público reconocía su versatilidad a la hora de interpretar, las posibilidades camaleónicas de su rostro, la fuerza de su voz, la expresividad de sus gestos. Ella lo aplaudía en los ensayos y el día del estreno lo admiraba desde las bambalinas del escenario con el corazón palpitante. Durante todo aquel tiempo se produjo un fenómeno curioso y ella fue testigo del mismo: a Xavier le creció la sombra. Lo veía mientras iban por la calle. Aquellos gestos amables que la enamoraron se transformaron en otros que ocupaban más espacio, ampulosos, inflados. Se acostumbró a mover los brazos al conversar, como si se esforzara en subrayar la intensidad de cada frase, caminaba pisando fuerte, reía en voz demasiado alta. Era como si estuviera transformándose en una caricatura de aquel que conoció en la Rambla y que sólo recuperaba como espectadora viéndolo actuar. Pensaba esto en los momentos de desaliento. De noche, se despertaba y lo contemplaba. Como era propensa al insomnio tenía el sueño ligero y cualquier ruido la despertaba: el motor de un coche, la televisión del vecino, un movimiento brusco que hacía él estando dormido. A veces ni siquiera eso. Sin motivo alguno abría los ojos en medio de la oscuridad y se adaptaba a la penumbra de la habitación. En el dormitorio nunca había una oscuridad absoluta porque un anuncio luminoso, encendido en lo alto del edificio vecino, los obsequiaba con un movimiento de colores durante toda la noche. Abría los ojos y observaba aquel cuerpo tendido a su lado. Veía cómo la sombra de Xavier se reflejaba en la pared ocupándola entera.
Ella se volvía más pequeña. No es que de repente hubiera descubierto una malformación de los huesos que encogía su cuerpo, sino que, con frecuencia, la actitud de Xavier la desconcertaba. Compartir aquella exhibición descarada de triunfo la avergonzaba y no se atrevía a decírselo. Sólo fruncía el entrecejo. Siempre fue discreta por naturaleza y tuvo que acostumbrarse a convivir con un desenfreno de frases y gestos. La seguridad de Xavier acentuaba la debilidad de Emma. Al menos, aparentemente: en el fondo, la fuerte era ella aunque nunca lo supo. Ni tan sólo lo intuyó. En algún momento había llegado a pensar que sólo lo quería cuando estaba subido a un escenario, pero nunca se lo dijo porque sabía que no era cierto del todo. Los vinculaba una dependencia difícil de explicar, que se había ido creando poco a poco y que los unía con unos lazos firmes.
Desde que descubrieron la casa de Mallorca, solían visitarla con frecuencia. En los paréntesis que les dejaban los diferentes montajes, iban allí en busca de reposo. Les gustaba pasearse por los senderos de piedra, sentarse en los bancales y recitar en voz alta el último papel que tenían que memorizar. Emma era la mejor espectadora del mundo, siempre dispuesta a aguzar el oído y a abrir los ojos de par en par: sentada en el patio o en la glorieta, percibía las palabras de Xavier con cierta fascinación. Nunca se cansaba de escucharlo y llegaba a saberse de memoria cada una de las frases que tenía que decir. Contenía el aliento en sus silencios, podían oírse los latidos del corazón en los momentos más dramáticos y, aunque viera la misma escena repetida cien veces, siempre era capaz de encontrar matices nuevos, relieves insólitos.
Entran en el comedor con un aire solemne que Xavier interpreta con naturalidad y que ella imita sin querer. Sorprendida, se pregunta a qué viene esta comedia, la voluntad de actuar siguiendo no sabe muy bien qué guión, esperando la ovación de un público desconocido. Mientras le cede el paso, sujetando la puerta con la mano, se ha dado cuenta de que lleva la americana de hilo y la camisa de color amarillo pálido que compraron en Palma no hace muchos días. Se ha vestido escrupulosamente para la cena y ella ni tan sólo ha tenido tiempo de pasarse el peine por el pelo y poner un toque de color en sus labios. Sabe que lleva la falda arrugada y la blusa colgando de cualquier manera. Sentarse en aquel muro de la playa la ha estropeado: han aparecido en ella unas arrugas inesperadas y, aunque se esfuerce en alisarla, aquel desorden ya no tiene remedio.
Emma es consciente de su cuerpo delgado y muy esbelto, vestido con poca gracia. Lleva el rostro limpio de maquillaje y sus cabellos caen libremente formando una nube rojiza, como de cielo que anuncia ventadas. Levanta los ojos y observa el comedor, prácticamente vacío a esta hora. La mayoría de los huéspedes se hallan en sus habitaciones haciendo tiempo antes de decidirse a bajar a cenar. La sala está a punto para recibirlos: las mesas están puestas con manteles de hilo y candelabros de plata. Hay unos pequeños centros de flores y una luz que suaviza el ambiente, que incluso ilumina la expresión de sus rostros al verlos. Están sentados en una mesa situada en la parte izquierda del comedor, tienen un vaso en la mano y pareciera que estuvieran esperando a alguien.
Xavier avanza un par de pasos haciendo un gesto de bienvenida. Sonríe:
—¡Por fin estáis aquí! Emma no sabía nada sobre vuestra llegada. No os podéis imaginar cómo he tenido que disimular para que no se enterara. La verdad es que soy muy buen actor —dice soltando una risotada—. Bien, no es preciso que continúe. ¿Cómo ha ido el viaje?
—Perfecto, gracias. Yo también tendría que dedicarme a la interpretación. He conseguido llevar a Jaume hasta esta casa sin que sospechara nada de nada. De verdad; no podía creerlo.
Anna habla deprisa, casi sin vocalizar. Las palabras emergen de su boca en una mezcla de vocales y consonantes prácticamente indistinguibles, como si estuviera escupiéndolas. A Emma siempre le ha resultado molesta esta poca habilidad de entonación y pronunciación. Ha debido esforzarse para lograr mantener una conversación con ella porque pronto se cansa de tener los cinco sentidos concentrados en el esfuerzo de seguirla, y su pensamiento empieza a volar. Anna tiene un aire sofisticado que le da cierto encanto: es menuda y risueña, lleva falda corta y un jersey de tacto muy suave. La voz de Jaume se levanta por encima de la vocecita esmirriada y precipitada de ella.
—Realmente habéis conseguido sorprenderme. Pero ¿a qué viene tanto misterio?
Anna prosigue:
—Hacía meses que no nos veíamos los cuatro. Más de un año, quizá... Cuando Xavier y yo nos encontramos por casualidad en una cafetería de Barcelona, no podíamos creerlo. Nos parecía imposible que hubiéramos dejado pasar tanto tiempo. Me contó que estabais a punto de salir para Mallorca, me dijo que tenía muchísimas ganas de que nos viéramos con tranquilidad, que era increíble que nunca encontrásemos tiempo para recuperar las salidas de antes y conversar largamente.
—¡Por supuesto! —prosigue Xavier—. Salíamos casi cada fin de semana ¿os acordáis? Ya sabemos que todos estamos muy ocupados y que el trabajo se complica cada vez más. Pero hay que establecer prioridades, ¿no estáis de acuerdo? Por eso nos propusimos organizar este montaje. Nos hemos divertido de verdad. En realidad, el hecho de prepararos esta sorpresa ha sido una excusa para volver a encontramos los cuatro.
—Con todo el tiempo del mundo para hablar. Como antes. ¿No es una idea magnífica? —concluye Anna con un gesto de satisfacción.
—Magnífica —exclaman Jaume y Emma a la vez.
En el jardín sopla un aire frío que despabila los sentidos. La oscuridad inunda los rincones adonde no llegan los focos de la fachada. A través de estos escondrijos que crea la noche, Miquel se escapa de Agueda y de Ignasi. Murmura una excusa que ninguno de los dos llega a descifrar y se pierde tras un recodo lleno de maleza. Las zarzas son altas y de un verde oscurísimo que se mimetiza con el entorno nocturno. Resultan de utilidad cuando alguien quiere esconderse en ellas, y el jardinero lo sabe. Aún se puede ver un punto encendido —la colilla de su cigarrillo en los labios— hasta que desaparece del todo.
No se dicen nada pero aquel silencio no les resulta incómodo. Para Ignasi es casi un descubrimiento: el hecho de encontrarse con una persona desconocida y, no obstante, sentir que no hacen falta fórmulas de cortesía ni preguntas que no esperan respuesta, ni explicaciones llenas de detalles innecesarios con los que la gente intenta justificar la vida. Al lado de Agueda nace un sentimiento de complicidad. No sabe si lo está imaginando o si es real, pero su sonrisa le hace abandonar las reservas:
—Estabas en la ventana cuando hemos llegado. Me ha parecido ver tu sombra.
—Sí. Os estaba observando. He visto cómo salíais del coche y he seguido vuestros pasos hasta aquí. He estado a punto de llamaros por vuestros nombres. En el último momento me ha parecido una actitud absurda y he decidido no hacerlo.
La confesión surge espontánea, y eso no le extraña. Le parece natural que Agueda le cuente el episodio de la ventana y le gusta comprobar que coincide con lo que había imaginado. Observa sus ojos y le parecen muy cansados. Le gusta que tengan un brillo amortiguado, como de carbón sobre tela, y también le gustan las líneas del rostro, precisas las del contorno, desdibujadas las de los labios. Declara:
—Es curioso. Hoy Emma y yo hablábamos de ti.
—¿Ah, sí?
—A los dos nos resultas interesante —dice riendo—. Supongo que por motivos diferentes.
Agueda respira profundamente. Aquel rato en el jardín le está resultando agradable. Se siente más relajada con Ignasi que con Pau. Piensa que no debería ser así y que las cosas no suelen ser como las esperábamos. Intuye que no es bueno crearse demasiadas expectativas sobre la gente porque a menudo fallan. Hace tiempo aprendió que los mejores encuentros suelen ser los imprevistos, los que no se anotan en una agenda, sino que surgen sin que podamos preverlos ni rehuirlos.
—¿Cuáles pueden ser los motivos de Emma? —pregunta.
—Ella es actriz y debe buscar buenos personajes, mujeres con una historia densa escrita en el fondo de los ojos.
—Entonces se ha equivocado.
—No estoy de acuerdo. ¿Significa esto que no podrías contar una historia?
—¡Pues claro! Como casi todo el mundo. Pero mi vida es vulgar: nací en esta casa, me fui cuando tenía dieciséis años, he tenido una vida gris en distintos lugares del mundo, igualmente grises. Y ahora he decidido volver.
—Discúlpame, pero no te creo. Apostaría a que me estás engañando.
—¿Qué quieres decir?
—Intuyo que tu vida no ha sido precisamente de color gris. ¿Sabes?, he conocido a mucha gente. Puedo afirmar que todos los colores de mi paleta de pintor han pasado por tu piel. La gente gris no mira como miras tú.
—¿Por eso te resulto interesante?
—Seguramente.
En este punto y a esta hora Ignasi acaba de decidirlo. Sabe que quizá vuelva a engañarse, porque lo ha intentado demasiadas veces. Cada mañana, cuando abre los ojos, busca la fórmula que le permitirá terminar alguna de las pinturas que empieza. A menudo se despierta por la noche y comienza a dar vueltas entre las sábanas, con el pensamiento confundido. Tiene que haber algún remedio para que pueda recuperar el empuje, el entusiasmo que conduce a redondear una obra con la pincelada última. Oye que ella le dice:
—Me gustaría ver tus cuadros.
—No tengo mucha obra aquí, pero puedo enseñarte algunos catálogos. Agueda, desde que te he visto en el comedor, hay una idea que no me deja en paz.
—Dime.
—Me gustaría hacerte un retrato. Hacer un cuadro de esta mujer que ha vuelto a su isla después de tantos años y que, no obstante, no lleva escrito el regreso en su rostro.
—Hay demasiados fantasmas que no me dejan regresar del todo, aunque yo esté aquí. No sé si sabrías captarlo en un retrato.
Mientras, en el comedor, la conversación se alarga. Las dos parejas ocupan una mesa junto a la ventana que da al jardín. Están muy cerca de Agueda y del pintor, que están hablando, pero no lo saben. Desde donde se encuentran, los cristales sólo permiten asomarse a una oscuridad profunda, atemperada por los focos exteriores. No pueden ver las dos figuras que han permitido que la noche favorezca las palabras. Tampoco se fijarían demasiado si entraran en su campo de visión porque están demasiado distraídos. Sólo Emma sentiría curiosidad por saber qué se están contando, o incluso se levantaría de la silla y de buena gana decidiría reunirse con ellos, como si fuera el vértice último de un triángulo incompleto.
Anna ha bebido algunas copas de vino. Tiene la punta de la nariz algo sonrosada, las mejillas encendidas, los ojos brillantes. Dos gotas de sudor nacen en la frente de Xavier y recorren un camino incómodo, que favorece poco la impresión de pulcritud que se esfuerza en dar a su apariencia. Perseverantes, las gotas han aflorado tres veces, a pesar del pañuelo con que, discretamente, se seca de vez en cuando. Jaume cuenta con cierta gracia chistes que llenan el comedor de risotadas. Anna se ríe a pedir de boca, profiriendo exclamaciones y preguntas. Emma tiene la mirada fija en la boca de Anna; observa su contorno bien perfilado con un lápiz de color marrón y la marca que deja en el borde del vaso, como si hubiera algo de tierra en el vidrio.
Han pedido un
frit
de verduras y carne de corneja rellena de sobrasada. Comen pausadamente, deleitándose, y los alimentos se funden en sus bocas de la misma forma que, afuera, las palabras se desvanecen en los labios del pintor. Les han servido una salsa espesa de pasas y piñones que gotea sobre el asado llenándolo de sabores y olores un tanto pesados. El vino de Can Ribas se les ha subido a la cabeza porque han ido bebiéndolo poco a poco. La temperatura del comedor, con la calefacción en marcha y el vino tinto, les parece elevada. Anna se ha sacado la chaqueta y mueve sus brazos desnudos enfatizando lo que cuenta. Habla de todo y de nada o, cuando menos, eso es lo que le parece a Emma, a quien resulta complicado seguir el hilo de sus confidencias. Su pensamiento huye de la conversación, aunque improvisa algunas risas cuando terminan los chistes y quiere parecer atenta a los comentarios de los demás.
El relente los reanima. Sin darse cuenta, Agueda alarga las mangas de su vestido e Ignasi se calienta las manos con el aliento. Está demasiado ilusionado para que el frío le afecte. Ella dice:
—Nunca me han hecho un retrato.
—Así pues, ¿aceptas?
—No lo sé. No tengo demasiado tiempo y quiero aprovechar mi estancia en la isla. Además, estoy cansada. Me había planteado los días sin obligaciones ni compromisos.
—Te aseguro que no voy a robarte muchas horas ni tampoco energía. Por favor, déjame intentarlo.
Agueda sonríe:
—De acuerdo.
Emma tiene la sensación de que ha bebido demasiado. Mantiene la apariencia de serenidad y se esfuerza en no parecer algo bebida. Sabe que no perderá el control de sus actos ni se dejará llevar por el deseo de huir, de hacer preguntas que no tienen nada que ver con los temas de que hablan o, simplemente, de echar a correr en busca de aquella mujer que no conoce —de quien sólo sabe el nombre— o del pintor, las únicas personas que en este momento querría ver, y contarles una historia que no conoce nadie, una historia que ha mantenido callada. Siempre ha pensado que no es bueno dar indicios a los demás del propio sufrimiento o de la alegría más profunda. Ha preferido mantenerlos secretos porque confiar en alguien significa ponerse en sus manos. No obstante, ahora quisiera abandonar las reservas y vaciarse entera. Piensa que debe de ser el efecto del vino. Mira a través de los cristales de la ventana e intenta escapar de aquella charla inútil. No ve el jardín ni aquellas dos sombras en movimiento que lo habitan. A pesar de su deseo de escapar, sus ojos parecen prisioneros: fijos en el borde del vaso y en una sombra que sigue estando allí, intacta.
Ignasi intuye que este cuadro será un reto. Mira a Águeda de cerca. Observa su rostro lleno de sombras, un rostro móvil y cambiante, y se imagina que capturarlo será una empresa difícil. Tiene los ojos llenos de pájaros, los labios quieren escaparse, el perfil severo. ¿Cómo podrá trasladar a la tela esta expresión de sorpresa y misterio? Es difícil combinar en un rostro el amarillo de la luna y la tierra color marrón, la oscuridad de unas pupilas interrogantes y un punto de luz que no sabe si está en la frente o si surge de los labios. A pesar del fresco de la noche, ha empezado a sudar. Es la impaciencia de los dedos que le queman y de los ojos que todo lo captan. No sabe cómo van a transcurrir las horas hasta que se haga de día y pueda empezar a trabajar.