Lola

Lola


PRIMERA PARTE » XXIV

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XXIV

 

EMMA se ha despertado muy temprano. Cuando se levantaba de la cama, Xavier le ha preguntado con la voz ronca por el sueño si se encontraba bien. Ella ha procurado explicárselo para que volviera a dormirse. Le ha dicho que quiere acompañar a Agueda al cementerio, que no se preocupe. No ha tenido que esforzarse demasiado ya que, de repente, Xavier ha vuelto a sumergirse en el letargo. Cuando lo contempla, vacila un instante. Un sentimiento difícil de definir la invade cuando mira aquel cuerpo quieto, relajado. A pesar de la apariencia de seguridad con que se enfrenta a la vida, siempre lo ha creído vulnerable. El fondo de debilidad que adivina en él ha conseguido conmoverla. Han compartido muchos días y conoce sus dudas y sus temores. Aunque le resulte extraño, se siente más cerca de su debilidad que de la fuerza que exhibe a los ojos de los demás. Un vínculo hecho de pequeñas complicidades la une a Xavier. Son anillas que forman una cadena sólida que le recuerda que no es fácil borrar el tiempo vivido. Hubo un momento en que lo deseó. Fue cuando los ojos de Jaume comenzaron a perseguirla. Durante las horas que pasaron en aquel hotel, cerca de una plaza, pensó que no volvería con Xavier, pero el espejismo terminó pronto. Como tenía memoria, recordaba las horas de amor y las añoraba. Pero no podía olvidar los años vividos con Xavier. Y aún menos, negarlos. Alguien habría asegurado que era una mujer cobarde, incapaz de romper con viejas historias que amenazaban con volverse papel mojado. Ella prefería pensar en la gratitud y la ternura que le inspiraba aquel hombre dormido.

Bajo la ducha, se repite una y otra vez que no sabría vivir una existencia dividida. Se imagina protagonizando el engaño. actuando fuera de escena. Para una actriz debería ser fácil, pero ella sólo interpreta cuando se encienden los focos o cuando sube al escenario. Necesita una vida que no esté hecha de compartimentos estancos, de lugares secretos. No puede ser la mujer de las mil caras. Es incapaz de vivir acudiendo a citas secretas, robando ratos a Jaume y regresar después al lado de Xavier diciéndose que no ocurre nada, que la vida son cuatro días y que hay que aprovecharla. ¿Cómo le miraría a los ojos si tuviera la certeza de que en ellos está grabado el rostro de otro hombre? ¿Cómo medir las palabras para que formaran parte de dos grupos distintos y no hubiera una mezcla de intensidades? Un amor hecho de calma, de hábitos compartidos, de sobreentendidos. El sentimiento que da fuerza para vivir y confianza en el mundo. Otro amor que es una vorágine, descubrimientos sin fin. La conmoción de los sentidos que hace que la vida se tambalee.

Le habría gustado contárselo a Agueda, pero no llegó a tiempo. Habría querido decirle que Xavier era un hombre distinto las mañanas de los sábados en la Rambla, cuando se conocieron. Un hombre capaz de perder el norte por los movimientos de una muchacha subida a un taburete. Si cerraba los ojos, todavía podía oír el tintineo de las monedas que caían al suelo, sobre el pañuelo de cuatro puntas extendido. La tela era muy fina y ocupaba un radio minúsculo de suelo. Algunas iban a parar al mismo centro; otras rodaban un trozo más allá, formando un despliegue de calderilla. Ella contoneaba su cuerpo en una lenta evolución, giraba la cintura y hacía un gesto de sorpresa; él la miraba, seducido.

Aunque las dos mujeres habían compartido charlas en la terraza, Emma se da cuenta de que no sabe casi nada. No conoce ninguna de las anécdotas que debieron formar parte de su vida, de sus gustos, ningún detalle que le sirva para concretarla. Al recordar sus palabras, en cambio, es como si la conociera de toda la vida. Vive una paradoja: por un lado, tiene unos vacíos enormes, preguntas sin respuesta; por el otro, siente que ha perdido alguien próximo con quien tenía muchas conversaciones pendientes. Cuando le describía las calles de su pueblo y sus paseos persiguiendo luces en las ventanas, recortes de vida, comprendía que era una observadora incansable. Una mujer que sabía abrir la mirada al mundo. Esta certeza la fascinaba. Cuando le dibujaba la escena que había robado a través del cristal de una ventana, captaba la sutileza de un espíritu que adivinaba próximo. Cuando le hablaba de los mundos que se entretenía en reconstruir a partir de una imagen captada en un instante, sentía una profunda admiración por Agueda. Su curiosidad por la vida la atraía como un imán. Cuando le hada un retrato del niño que recoma las calles en bicicleta o de aquel otro que jugaba con cuatro cartones o de la mujer que andaba arrastrando sus piernas, azules de venas como ríos, o del hombre que salía del café con la mirada desencantada, habría querido aprender a memorizar sus fiases.

Habría sido magnífico guardar cada expresión, los matices con que coloreaba la vida, las sombras que dibujaba. De sus palabras se desprendían dos cosas: su capacidad para contemplar el mundo, para detenerse en las imágenes como quien intenta fotografiarlas con la mente, reteniéndolas. Pero también se adivinaba una vida solitaria que había hecho posible la observación que no se improvisa. Emma no creía que fuera un don caído del cielo. Se repetía que Agueda había aprendido a posar su mirada en las cosas. Sus ojos debían de haber llegado a comprender, tiempo atrás, que no es fácil mirar.

Emma se viste rápidamente: un pantalón verde y un jersey ancho color arena. El pelo, todavía húmedo, deja un rastro de agua que le llega hasta media espalda. Piensa que va a resfriarse por el agua que va abriéndose senderos por el jersey. No se para a coger el secador de mano, tan sólo envuelve su cabellera, muy fuerte, en una toalla para que embeba la humedad. Después, con los dedos, intenta componer aquella mata enmarañada, llena de rizos como flamas. Coge una chaqueta del armario y sale de la casa sin desayunar.

La noticia de la muerte la había cogido desprevenida. Se sentía culpable del estado de distracción en que había vivido durante las últimas semanas, como si nunca estuviera del todo. La falta de interés por las palabras de los demás y la indiferencia con que seguía las anécdotas de la casa hicieron que ignorara la situación. Cuando alguien le dijo que Agueda estaba enferma, no se preocupó demasiado. Pensó que se trataba de una enfermedad sin importancia, que era mejor no molestarla y esperar a que pasara el tiempo. Actuó como casi siempre en la vida, confiando en que la rueda de los días solucionara los conflictos con los que no era capaz de enfrentarse. Creaba una cortina de humo a modo de telón protector y se olvidaba del problema, convencida de que mañana sería otro día. De vez en cuando, preguntaba por ella. Como Pau parecía estar en las nubes, se dirigía a Mireia, una experta en el arte de las evasivas. Dos frases de la señora de la casa le servían para respirar y no pensar más en ello. Durante las veladas en la terraza cubierta, añoraba sus conversaciones y se preguntaba cuándo podrían reemprenderlas. Las frases de Agueda habrían sido un refugio para el desconcierto en que vivía.

Desde que Anna rodó por la escalera alborotando las aves de aquel gallinero, los acontecimientos se desbordaron. No era posible poner límites al desconcierto de tener que convivir los cuatro bajo un mismo techo. La excusa inventada por Jaume, a quien Emma presionó —una reunión que lo obligaba a trasladarse a Barcelona— se convirtió en una tabla de salvación inútil. A Jaume, que nunca estuvo demasiado convencido de la idea, la opción de quedarse en el hotel incluso le hizo cierta gracia. Una ilusión que se apresuró a disimular ante Emma mientras interpretaba el papel de esposo preocupado que pospone un trabajo interesante para ocuparse de su mujer.

Los médicos habían recomendado a Anna un par de semanas de reposo. Se pasaba las mañanas sentada en el jardín, tomando el sol y entreteniéndose en cualquier conversación (nunca tuvo excesivos miramientos a la hora de elegir temas o interlocutores), y las noches, en la terraza cubierta, cerca del fuego a tierra, jugando a cartas u hojeando alguna revista. Todo parecía tranquilo; sin embargo, cada una de las piezas de aquel rompecabezas bailaba a su son. No había orden ni concierto en una relación hecha de mentiras, grandes y pequeñas, de disimulos y apariencias.

Emma estaba confundida. Dudaba a la hora de confiar en las palabras de unos y de otros. Ni tan sólo se fiaba de las propias percepciones de la realidad, convencida de que los celos la trastocaban. Sus sentidos, antes aguzados y vivos, habían perdido la habilidad para captar los matices de las cosas. La realidad formaba un magma donde establecer límites y compartimentos era muy complicado. Había días en que se descubría persiguiendo cada uno de los movimientos de Jaume. Sin darse cuenta, los papeles se habían intercambiar do: él dejaba de ser el cazador y ella la presa. El hombre abandonaba la función vigilante y se dejaba perseguir por los ojos de la mujer. La situación escapaba de sus manos; entretanto, Xavier y Anna vivían en la inopia. El primero, inmerso en los ensayos de la próxima actuación, inserto en la piel de un personaje que, con toda seguridad, iba a dejar alguna huella en su personalidad, transformándola. «Irá cambiando hasta que no pueda reconocerlo por mucho que me esfuerce», pensaba Emma. Se preguntaba, sin demasiada curiosidad, cuál sería el nuevo elemento que se añadiría a aquella suma de metamorfosis. ¿Una modulación inesperada de la voz utilizada para subrayar ciertas consonantes, o una postura del cuerpo que lo convertiría en otro hombre?

Lo peor era tener que vivir con el corazón desbocado, la vida pendiendo de un hilo, sin guía. Antes de instalarse en Mallorca, había creído que todo estaba en su lugar, recuperada la justa medida. El esfuerzo de alejar a Jaume había sido duro, pero la mayoría de días se sentía orgullosa de ello. Orgullosa de haber sabido preservar un espacio de vida que consideraba propio y que no le fue fácil construir. Satisfecha de haber rechazado el engaño como forma de sobrevivir. Había ocasiones en que las seguridades se tambaleaban. La euforia de haber protegido su relación con Xavier le otorgó un paréntesis de calma. Desvanecida la explosión inicial, empezaron las dudas. Se preguntaba si había actuado impulsada por un arranque de fidelidad absurda. ¿A quién tenía que ser fiel, al hombre que conoció en la Rambla o a cada una de sus múltiples versiones? Unas versiones que la alejaban cada vez más del modelo original. Xavier era alguien a quien, cada vez con más frecuencia, tenía que esforzarse en identificar.

I as situaciones de tranquilidad y angustia se iban alternando. Las primeras le permitían vivir en paz. Obsesionada en sus trabajos esporádicos en el teatro y en las clases de interpretación, vivía entretenida. Se apresuraba en llenar su existencia con actividad y movimiento, incapaz de contemplarla desnuda. Despojada de todos los elementos que le servían para distraerse, temía que le pareciera absurda. A menudo se repetía que era una mujer afortunada: trabajaba en la profesión que había elegido, convivía con el hombre que amaba... Algunas noches se desvelaba en plena oscuridad. Oír la respiración de Xavier dormido cerca de ella, en lugar de calmarla como antes, le producía temor. Abría los ojos y se imaginaba el cuerpo de un animal tumbado en su cama. Debía de tener el cuerpo de león, la cabeza de ciervo, las garras de un dragón y el pico de pájaro.

En Mallorca, aquella situación se desequilibró. Aumentaron los ratos de inquietud y disminuyeron las horas plácidas. Se acentuó su sentimiento de soledad: se encontraba sola con Xavier, a quien no reconocía; con Anna, que siempre fue una desconocida hostil; incluso con el propio Jaume, que había dejado de perseguirla con la mirada. Este hecho, que habría podido calmarla, la desesperaba. Cuando lo notaba distraído, habría hecho cualquier cosa por volver a ser su centro de atención, pero si lo conseguía, se arrepentía bruscamente. Era querer y no querer. Atreverse a soñar e, inmediatamente después, castigar sus deseos. Intentar cerrar los ojos y los oídos a la realidad. Notar los cinco sentidos aguzadísimos. La muerte de la mujer que fue su refugio la pilló desprevenida. Obsesionada por la propia situación, no se dio cuenta de lo que sucedía hasta que fue demasiado tarde. Cuando Mireia le anunció que Agueda acababa de morir, se sintió todavía más sola.

Con el pelo suelto y mojado, sale de la habitación sin hacer demasiado ruido porque Xavier ha vuelto a dormirse al oír que ella se iba al cementerio. La ceremonia fúnebre durará un rato y él, que pasó la noche de copas, tiene sueño. En la escalera se encuentra con Ignasi. Se tropiezan en el rellano y ambos se dirigen una sonrisa cómplice que combina la pena y la compasión mutua a partes iguales. Los dos se sienten satisfechos por el encuentro y empiezan a andar juntos hacia las barreras que limitan la avenida y conducen al pueblo. Saben que ciertas palabras no son necesarias, que en estas circunstancias pueden prescindir de las fórmulas habituales, unas expresiones que parecen calcadas en cada situación de muerte y que nunca dicen demasiado. Al salir del jardín, ven a Anna que está sentada en una silla. Se despiden de ella rápidamente, como si tuvieran prisa; Emma le dice que no la esperen a comer. Le asegura que tiene ganas de estirar las piernas y que, al salir del cementerio, dará un paseo aprovechando la luz del día.

Al final de la avenida de cipreses, sin los perfiles de los árboles, el paisaje tiene una apariencia de desnudez que, en lugar de abrirles la visión del camino, con el pueblo al fondo, muestra un pedregal. No hay mucha vegetación en el trozo de ruta que tienen por delante. Matorrales, una pelusilla de hierba entre las piedras, y los restos de barro de las últimas lluvias. Entre la casa que dejan atrás y los tejados del pueblo, vistos en la distancia, hay un paseo. Unos cincuenta metros antes de la entrada, cuando todavía no han empezado las primeras fachadas ni las calles son empinadas, está el cementerio. Se llega a él por un recodo del camino, un paso estrecho que se abre en una colina, una altiplanicie desde donde los muertos disponen del aire y el espacio necesarios para contemplar el mundo de los vivos.

Las puertas son de hierro. Las forjó el herrero del pueblo hace mucho tiempo. Son pesadas, difíciles de mover, rechinan al abrirse o cerrarse porque les falta un poco de aceite y una capa de pintura que elimine el óxido. Hay cardenillo entre las losas de las tumbas. Crecen los eucaliptos. Predomina el color gris: en las piedras, en los muros que lo rodean, en las inscripciones con nombres y fechas, en los rostros de los que, desde hace muchos años, sólo son un retrato. Algunos de los túmulos tienen la imagen de un crucifijo o un ramo de flores. La mayoría son de plástico para que resistan las ventadas y los chubascos. Son flores tristes que soportan mal el paso del tiempo. Algunas son naturales y no duran demasiado. El viento suave esparce un rastro de hojas y pétalos que no desprenden ningún olor.

Emma e Ignasi caminan. Primero, sin decirse palabra alguna, después empiezan a hablar lentamente, porque hay frases que son difíciles de pronunciar.

—El tiempo debe de tener poca importancia —dice ella.

—¿Por qué lo dices?

—Por Agueda. Hacía muy poco que 1a conocíamos y en cambio tengo la impresión de haber perdido algo próximo. No sé cómo explicarlo, pero me siento confundida.

—A mí me ocurre lo mismo. Esta mañana, justo al despertarme, he vuelto a ir a las arcadas. Todo seguía igual: la silla donde se sentaba, el lugar desde donde la había observado, incluso la luz. Esto es lo que me desespera de la muerte. ¿No lo has pensado nunca? Me asusta mucho más que el hecho de la desaparición de alguien, que la certeza de no volver a verle nunca más. No puedo soportar que el resto del mundo siga igual, que las cosas que uno deja o los lugares que ha ocupado sigan manteniendo las mismas formas, que el sol vuelva a salir cada mañana y que se ponga cuando llega el crepúsculo.

—Al menos has conseguido acabar su cuadro. Debes de estar orgulloso.

—Sí, pero siento que ella no haya podido verlo. Era una mujer especial. ¿No crees? Nunca olvidaré el punto de misterio que adiviné desde el primer día. Habría querido formularle algunas preguntas, pero nunca me atreví.

—Me gustaba su capacidad de observación. Era una gran observadora, capaz de captar la vida de un vistazo. Eso, para una actriz, puede ser muy sugerente.

—Sobre todo cuando la actriz es una mujer poco observadora.

—¿Qué quieres decir?

—Quiero advertirte, Emma: abre los ojos de una vez.

—No te comprendo.

Ignasi se para en medio del camino. Faltan pocos metros para que la ruta dé la vuelta por el sendero que conduce al cementerio. El día es despejado y frío, e invita al movimiento. La quietud entumece las piernas y adormece los dedos de los pies. Es preciso que se den prisa, pero no parecen decididos a seguir adelante. Los dos dudan, impulsados por arranques distintos. Ignasi siente una cierta liberación; a Emma le gustaría hablar, pero no encuentra las palabras. El pintor insiste:

—Hazme caso, Emma, vuelve atrás. Iré solo al cementerio. Tú tienes que descubrir ciertos secretos.

—Me inquietas; no sé de qué me estás hablando. Se extrañarán si me ven regresar. Les he asegurado que estaría fuera durante algunas horas.

—Precisamente por eso debes deshacer el camino. Apresúrate.

Empieza a andar en dirección contraria, nuevamente hacia las casas que acaban de dejar atrás. El camino parece más largo y triste: un pedregal donde es fácil torcerse el pie y perder el equilibrio. Aunque se esfuerza en avanzar con los ojos fijos en el suelo, más de una vez está a punto de tropezar. Le cuesta coordinar los primeros movimientos del cuerpo con los pensamientos confundidos en su mente. Los primeros pasos son rápidos, pero no hay peligro de movimientos descontrolados. Intenta combinar la sincronía de los miembros: avanzar primero una pierna, luego la otra, sin precipitación. A medida que las palabras del pintor van tomando forma en el cerebro de Emma, concretándose, aumenta la sensación de peligro, de urgencia. No sabe qué va a buscar ni adonde se dirige, pero comprende que no puede perder tiempo. Entiende que tiene que apresurarse. Echa a correr campo a través para acortar la ruta. Mueve los brazos adelante y atrás, respira desacompasadamente, los labios entreabiertos. Tiene la sensación de haber perdido el sentido de la medida, de ser incapaz de dominar la situación. Siente miedo pero ignora la causa.

 

Llega a la casa y abre las rejas del jardín. No hay signos de movimiento: Pau y Guillem están en el cementerio, y los huéspedes todavía deben de estar durmiendo porque el día acaba de empezar. Contemplar la quietud de aquel lugar la tranquiliza. La calma del espacio, las formas recortadas del jardín le comunican una sensación de orden. La frialdad del ambiente calma sus mejillas encendidas por la carrera. Cruza la avenida esforzándose en adoptar una apariencia de normalidad. Se trata, sobre todo, de recuperar el ritmo de la respiración, de volver a la postura de siempre, de aclarar ideas. ¿Qué habrá querido decirle Ignasi? Ha intentado advertirla de algo. Le ha aconsejado que volviera atrás y le ha recomendado que abriera bien los ojos. Se pregunta si es lógico que haya sentido una sensación de alarma inminente. Considera a Ignasi un buen amigo, pero lo conoce desde hace poco. Quizá ha interpretado mal el sentido de su advertencia, y le ha concedido una importancia desproporcionada. La muerte de Agueda debe de haberlos trastornado de un modo parecido: el pintor ha perdido su capacidad para modular el tono de sus palabras. La emoción le da un aire de trascendencia que, con toda seguridad, resulta excesivo. A ella le impide relativizar lo que escucha. Mira los cipreses y la fachada mientras se dirige hacia allí con la falsa seguridad de unos pensamientos falazmente tranquilizadores.

Entra por la puerta principal y no se encuentra con nadie en el vestíbulo. Ramos de flores blancas, símbolos de condolencia que Mireia ha hecho distribuir por todas las estancias iluminan el espacio. Se mira en el espejo del recibidor. Se descubre de reojo en una visión que no buscaba, sin imposturas ni gestos que compongan la imagen que se refleja en él. Ve una muchacha que parece muy joven y desamparada, con el pelo del color de una puesta de sol. Los cabellos se esparcen en una luz rojiza, desordenados, con aquel aire de rebeldía que le falta al rostro. No se entretiene demasiado en la autocontemplación porque se siente ridícula. Al fin y al cabo, el conjunto le recuerda una escena de comedia bufa. Sube la escalera y llega al pasillo —una hilera de puertas cerradas a uno y otro lado—. No hace ruido ya que la alfombra amortigua sus pisadas. Tras alguna puerta, sólo quietud; de otras salen murmullos de conversaciones o ronquidos que delatan cuerpos dormidos.

Al llegar a su habitación sólo tiene un pensamiento en la mente que, aunque no dura demasiado, retiene la explosión inicial: se ha equivocado de puerta. No es posible que en la cama que acaba de dejar, donde Xavier dormía profundamente, haya dos cuerpos desnudos que parecen felices. Es una teoría de cosecha propia. Se la inventó cuando era adolescente y, sin ningún motivo, la recuerda. Consiste en clasificar la desnudez. No es una cuestión de estética, sino de plenitud. Hay cuerpos muy bellos que no saben mostrarse sin artificios. Sin la protección de la ropa se encogen y aparecen vulnerables: doblegan los hombros, tuercen las rodillas, esconden el pecho. Hay otros, tal vez menos favorecidos por la naturaleza, que son una suma de armonía y proporciones. La desnudez los enaltece y dignifica. Suelen pertenecer a personas que, cuando van por el mundo disfrazadas con vestidos, abrigos y chaquetas no llaman la atención. No suelen inspirar el deseo ni la curiosidad. Tienen un aspecto discreto. Desprendidos del envoltorio, muestran una piel tersa y unos miembros flexibles.

En su cama hay dos cuerpos felices. Con el impulso de los abrazos han hecho caer al suelo la colcha y las mantas. No hay nada que oculte las formas ni suavice la visión. Emma, de pie en el umbral de la puerta, tiene la impresión de que aquel lío de piernas y brazos forma parte de un solo cuerpo. Ve un monstruo. Reconoce a Xavier y Anna, jadeando como perros entre las sábanas. Ella tiene una mirada de celo que, si no fuera por el estado de choque en que se encuentra, le haría cierta gracia, de tan vulgar. A él le cuelga un hilo de saliva que rodea sus labios y gotea hasta la barbilla. Emma mira a Xavier. Xavier mira a Emma y se queda mudo, sin palabras. Con un impulso, se separa del cuerpo de Anna y se queda de rodillas en la cama con el miembro todavía erecto. Anna lleva un exceso de maquillaje que endurece sus facciones.

No se dicen nada. Ninguno de los dos actores encuentra el guión para una escena que, en el escenario, resultaría estúpida de tan sencilla. Una escena que han interpretado muchas veces. En la ficción, casi no serían necesarios los ensayos; en la vida, la situación tiene un aire de representación que quisieran evitar. No hay palabras de reproche, ni imprecaciones, ni llanto! Con suavidad, porque no podría soportar un descalabro repentino, Emma vuelve a cerrar la puerta. Camina desorientada, con una sensación de estafa que no sabe explicarse. Siente, sobre todo, haber perdido el tiempo. «¿Cuántas horas han pasado —se pregunta— desde aquellas que vivió en la habitación de un hotel?» Un rato robado, que ha recordado de día y de noche. Pero los recuerdos mueren de forma silenciosa. Lo sabe, y ha hecho todo lo posible por retenerlos, para que perduraran en su mente, aunque el esfuerzo sólo sirviera para salvarla un poco, para ayudarla a mantener la fuerza. Comprende que habría tenido que ser valiente, abandonar a Xavier, con quien sólo le une el recuerdo de un tintineo de chatarra —el precio de su amor—, e irse con Jaume. Recuperar aquellos ojos que la persiguieron, que quemaban como fuego y que le ofrecían la oportunidad de volver a vivir.

Avanza por el pasillo. No ve los cuadros que cuelgan de la pared ni los ramos de flores, siempre blancas, del escritorio y la rinconera. Tropieza con un balancín y está a punto de caer, pero de repente se recupera y sigue adelante.

Continúa hasta la habitación de Jaume esforzándose por no tropezar con las sillas. Llama a la puerta con el puño. Vuelve a tener la respiración alterada de antes y las facciones descompuestas. Ya no hace tentativas de contención ni de calma. Sólo la recibe el silencio. Nadie responde a su llamada y se impacienta aún más. Insiste una y otra vez, hasta que un rostro sorprendido aparece en el umbral. Tiene el pelo enmarañado y lleva un albornoz blanco con dos iniciales bordadas en el bolsillo, en la parte derecha del pecho. Es un detalle absurdo, pero Emma lo recordará toda su vida. De la misma forma que, cuando vivimos una situación importante, nos refugiamos en minúsculos detalles para escapar de la situación de tragedia, así se fija en las letras azules de punto de cruz.

La mira perplejo:

—¿Ha ocurrido algo?

—Nos engañábamos, Jaume. Hace más de un año que vivo con el corazón cautivo, renuncié a nuestra historia por él. Creía que tenía que agradecerle muchas cosas, pero no era más que una mentira.

—No sé de qué me hablas.

—Déjame pasar, por favor. Necesito sentarme y contártelo. Ni yo misma sé si me hago cargo de la situación.

Emma intenta entrar en la habitación, pero Jaume le cierra el paso. La toma por los codos inmovilizándola. Ella lo mira y se da cuenta de que también él es otro hombre, alguien a quien no reconoce:

—No puede ser, Emma, lo siento. Estoy acompañado.

A través de la rendija de la puerta, en la línea de luz que se filtra por el vacío que ocupa su cuerpo, adivina la presencia de una mujer. Sólo ve la forma de sus piernas colgando de la cama. Con una mezcla de impaciencia y ganas de jugar, se mueven adelante y atrás. Los movimientos resultan acompasados, graciosos, sus tobillos son finos: Mireia siempre ha presumido de ellos.

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