Lola
PRIMERA PARTE » XII
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XII
GUILLEM supo muy pronto que quería irse. Debía de tener nueve o diez años cuando se dio cuenta de que aquella extensión de tierra que le gustaba recorrer tenía unos límites concretos y asequibles. Antes siempre había creído que era infinita. Lo pensaba sin formularse demasiadas preguntas, convencido de que el mundo se reducía a los arrozales y las acequias, aquel torrente que sólo transportaba un hilo de agua, la casa de sus padres y, algo más lejos, las casas del pueblo con los tejados grises.
Cuando lo enviaron al colegio y se fue a Palma, descubrió que los ritmos que lo habían acompañado desde que era un niño no regían la vida lejos de allí. Esto le sorprendió mucho más que el resto de descubrimientos que hizo. Aunque también le sorprendieron los edificios y las calles, los coches y la gente, pero nada lo impresionó tanto como la sensación deprisa. Temía que la vida se le escapara de las manos. Acostumbrado al transcurrir lento de las horas en casa, cuando un atardecer duraba suficiente como para poder respirar todos los olores, no podía creer que aquel vértigo fuera real. Cuando Pau hacía rato que estaba durmiendo, él todavía seguía mirando la oscuridad con una sensación de incredulidad. Se preguntaba cómo podía haber pasado otro día sin haber tenido tiempo de darse cuenta, y tenía miedo de hacerse mayor de repente, víctima de un engaño del tiempo.
Se acordaba de un molinillo de juguete que la abuela le regaló siendo muy niño: una rueda de madera pintada de rojo, con banquetas que colgaban de un hilo, como sillitas voladoras, y una manivela que, girándola, hacía sonar música. Se aficionó a oír la melodía mientras veía cómo la polea, impulsada por su mano, hacía rodar la rueda y las sillitas. El movimiento y la música se acoplaban a un único ritmo tranquilo, un ritmo de paseo. Hasta que Pau lo estropeó. Ya no recordaba por qué razón habían discutido. Debió de ser una de aquellas peleas de niños, muy intensas pero que no duran demasiado. Siempre reaccionaban como vientos soplando en dirección contraria; incluso a destiempo. Guillem, con una explosión de cólera que se aplacaba rápidamente; Pau con una rabia callada que tardaba más tiempo en morir. Cuando vio al hermano haciendo girar la manivela cada vez más deprisa y el molinillo de feria empezaba a temblar, se enredaban los hilos y las sillitas daban saltos, supo que aquel juego se había terminado. Durante años guardó el juguete en un baúl del desván.
Descubierta la prisa del mundo, el ritmo que todo lo transforma, le pareció que no le quedaban muchas cosas por entender. Pero se equivocaba, pues los cambios no habían hecho más que empezar. Lo peor fue la muerte de la abuela: tener que regresar a casa y ver que no estaba allí. Recordaba el viaje en un coche que circulaba por la carretera recorriendo los campos, mientras los dos hermanos permanecían en silencio. La sensación de llegar a un lugar ocupado por la memoria y los vecinos. La memoria de aquella mujer que los dejaba solos, con un profundo sentimiento de pérdida difícil de explicar. Los vecinos invadieron las salas y 1a vida con la excusa de recordarla. Advirtió que no quedaba espacio para él. Ni un solo rincón donde poco a poco pudiera ir sacando el contenido de los bolsillos y esparcirlo luego por el suelo. De pequeño guardaba todos sus tesoros en aquel recoveco de la ropa. Llegaba a estirajar los jerséis y los pantalones, donde aparecían unas bolsas colgando, anchísimas, deformadas por el peso de todo aquello que recogía y guardaba como un tesoro. Llevaba canicas de colores, soldados, piedras del jardín, cromos, recortes de periódico y mendrugos de pan. Su madre se enfadaba y lo amenazaba con coserle los bolsillos si seguía llenándolos con secretos. Eran secretos ocultos entre la ropa, muy cerca de la piel, y no sabía desprenderse de ellos. Por suerte, la abuela siempre había entendido aquel deseo de guardar trocitos de vida en el bolsillo. A menudo lo tranquilizaba cuando él iba a contarle que tenía miedo, que su madre le había asegurado que estaba dispuesta a cortarle aquella manía de raíz, que ya era un hombre y que los hombres sólo llevan dinero en los bolsillos.
Cuando la abuela murió, Guillem decidió que tenía que irse. No habría podido permanecer mucho tiempo en casa de sus padres donde, de repente, el tiempo se había quedado demasiado quieto. La lentitud de las horas ya no le servía para nada en aquel decorado vacío, porque el mundo ya no era como antes. Tenía que volver a irse y formar parte de una vorágine que lo atraía como un imán. No se lo confió a nadie pero no encontró demasiadas dificultades para cumplir su deseo. Su padre le facilitó los caminos para que pudiera vivir lejos del pueblo. El único obstáculo fue el recuerdo de Agueda en la glorieta. Pensaba a menudo en ella y su imagen surgía entre la niebla de aquel paisaje familiar, en aquellos días de muerte y huida. No obstante, durante los primeros meses no fue capaz de compartimentar su memoria. Todo formaba parte de un único caos en que los objetos y la gente aparecían tristes y sin orden ni concierto. Como pensar en ello significaba revivir la pérdida, se esforzaba en distraer su pensamiento. Imaginaba que cada cosa recuperaría la medida justa. Entonces podría regresar.
Creyó que Agueda iba a estar siempre allí. Lo daba como cosa hecha. De la misma forma que sabía que había una avenida de cipreses y una fachada de piedra, un patio, y el campanario del pueblo donde volaban las campanas. Si quería, podría encontrarla sentada en el suelo, el cuerpo doblado, la mirada profunda y el gesto desvalido. Se entretuvo en ordenar su vida sin saber que el mundo aún podía complicarse mucho más. Hubo imprevistos y azares que se combinaron para sorprenderle, y el pasado fue alejándose cada vez más. Pensaba en los años vividos y veía los lugares de la infancia como si estuviera contemplándolos desde la ventanilla de un avión. Así como podía distinguir las divisiones de tierra desde lo alto, las manchas de verde y de los cultivos, las sombras de agua y de los molinos, así también contemplaba su infancia y adolescencia. Aquella juventud primera donde todo le había parecido grande mientras lo vivía y que, de repente, descubría en la palma de su mano, como una miniatura. En casa estaba convencido de ser el amo del mundo. Cuando se fue, descubrió que el mundo era amplio y diverso, lleno de caminos.
Las diferencias de carácter entre él y su hermano se fueron acentuando. Los parecidos infantiles quedaron reducidos a simples anécdotas que ambos recordaban como si fueran chistes. Guillem contaba que él había ido oscureciéndose mientras que Pau seguía conservando los ojos verdosos y el pelo castaño. Del verde al color de las cabras montañeras, con los ojos manchados de sombras. No tenían el mismo color de cabellos ni se copiaban los gestos como antes. Existía, sobre todo, una distancia enorme en la forma de enfrentarse a la vida. Pau vivió unos años fuera de Mallorca, cursó los estudios de derecho, que finalizó con dificultad, conoció a Mireia y regresó a casa dispuesto a ocupar el lugar de sus padres. Guillem, en cambio, había preferido seguir rondando. No había olvidado la isla, pero deseaba conocer nuevos paisajes. Siempre pensaba que más adelante tendría tiempo de recuperar el espacio propio pero que, mientras, tenía que encontrar otros. Era inquieto por naturaleza y sentía una curiosidad infinita por las cosas.
Cuando acabó la carrera de medicina y la especialidad de microbiología, pidió una beca para ampliar sus estudios en el extranjero. Esto sucedió cuando Agueda ya no lo esperaba cada atardecer en la glorieta del jardín. Hacía tiempo que había abandonado la casa de sus tíos y había comprendido que él no aparecería dispuesto a transformarle la vida. Aquella existencia que le había hecho volver el cuerpo de vidrio noche tras noche. Guillem se instaló en un hospital de Berlín. En principio sólo iba a pasar allí dos años, pero la estancia se fue prolongando. Los primeros tiempos fueron difíciles: iba del apartamento —treinta metros cuadrados abarrotados de libros— al hospital y volvía a hacer el mismo trayecto cuando las calles estaban oscuras. Le resultaba difícil acostumbrarse al frío y empezó a recordar a Agueda con frecuencia.
Un día le escribió una carta. Hasta entonces sólo le había mandado alguna postal con cuatro líneas y libros por su aniversario. Sabía de ella a través de sus padres, que le decían que estaba bien de salud y que rodaba por el mundo. Una dirección y unas noticias filtradas por los demás informándole de una vida que transcurría lejos de la suya. Le costó acostumbrarse a la idea de que se había ido de casa y del pueblo. Como siempre había tenido la certeza de que la muchacha formaba parte de la isla, era incapaz de imaginarla en un punto diferente. Creyó que pronto se cansaría de vivir sola. Estaba seguro de que alguien le anunciaría que había decidido regresar a casa, y esto lo tranquilizaba.
La ciudad se le hacía extraña y le resultaba difícil relacionarse con la gente. Obsesionado con el trabajo en el hospital, no tenía ni tiempo ni la oportunidad de salir de aquel círculo gris que era el invierno berlinés. En un arranque, le escribió una carta a Agueda. No se lo había propuesto, pero se lanzó a ello con un entusiasmo desconocido que le hizo llenar hojas enteras de una letra diminuta. Le decía que los árboles estaban sin hojas y que había un palmo de nieve por las calles y plazas. Cerca de donde él vivía había un lago que parecía un espejo. El agua estaba siempre helada y aún no había podido verla rizarse un solo instante. Aquella quietud lo angustiaba. Le contaba que los días eran cortos y las noches muy largas. A las tres de la mañana flotaba por todas partes una capa de oscuridad y, cuando salía del laboratorio, hacía horas que la noche y la niebla estaban danzando por las travesías y la avenida que lo conducían a su casa. Se había comprado un abrigo ancho que lo cubría entero, una bufanda que le rodeaba el cuello y un sombrero que le tapaba frente y orejas. Le gustaba enfundarse en la ropa, como si se escondiera en ella mientras caminaba deprisa. Volvía a casa en metro, y entrar en ella era algo parecido a ponerse el abrigo: significaba buscar refugio. Pero ni la protección de la tela gruesa ni la sensación de entrar bajo tierra le servían para resguardarse del frío.
Le hablaba de su deseo de volver que, a pesar de su carácter ansioso de movimiento, lo atenazaba cada vez con más insistencia; de los recuerdos que conservaba. De aquella imagen de la abuela y de ella contemplando álbumes de fotografías en el desván. Las dos sentadas en el mismo balancín mientras él subía por una escalera estrecha para decirles que era hora de cenar. De sus labios en la glorieta. Con el frió temía perder el sentido del gusto. Le asustaba la idea de despertarse una mañana sin poder probar nunca más la comida ni la vida, vencido por la helada. Le decía que los libros le hacían compañía y que las paredes del hospital eran blancas como la nieve que caía afuera. Era una carta desordenada y triste donde las frases se encadenaban para relatar las sensaciones primeras justo cuando empezaba a abrirse al mundo. Había fragmentos del pasado mezclándose con un presente en que la vida era como una habitación desordenada.
Cuando acabó de escribir, introdujo las hojas en un sobre. Luego guardó la carta entre las páginas de un manual, cogió la bufanda y el abrigo, que eran como una coraza protectora que cubría su piel, y se fue al hospital. Se había entretenido escribiendo y se dio cuenta de que llegaría tarde a las prácticas de laboratorio. Por eso renunció a tirarla al buzón aquella misma mañana. Ya tendría tiempo de pararse por la noche, cuando la boca del metro volviera a empujarlo a la calle, a la inercia de dar pasos sin norte. Pasar por el buzón implicaba desviarse doscientos metros del camino habitual, significaba perder algunos minutos, atrasar el momento de ponerse la bata y enfocar la lente del microscopio. Pensó que aquella misma tarde tendría la oportunidad de enviar el sobre, pero no lo hizo.
Agueda nunca recibió aquella carta. Primero estuvo olvidada en un libro. Esto duró algunas semanas. Cuando Guillem pensaba en ella, recordaba las fiases que había escrito y sentía que ya no le pertenecían. Como si se las hubiera dictado otro. No se decidía a romperla en pedazos ni a guardarla en el vientre de un cajón. A veces le hacía cierta gracia; con frecuencia aparecía como un estorbo ante sus ojos. Se convirtió en un elemento que sólo tenía la función de incomodarlo, recordándole que había extendido un puente que no se atrevía a cruzar hasta que un día, meses después de haberla escrito, advirtió que la había perdido. Imaginó que debía de habérsele caído al suelo caminando por la calle, en la estación del metro, cerca del quiosco donde compraba la prensa o en la cafetería del hospital. Un soplo de viento o un movimiento incontrolado habrían hecho volar el trozo de papel hasta el suelo. Los pasos de unos y otros habrían manchado el papel del mismo modo que los zapatos de los peatones ensuciaban la nieve, ennegreciéndola. El cambio del blanco al negro siempre era repentino, sobre todo por la parte baja de las aceras o cerca de las farolas, donde los círculos de luz acentuaban los tonos carbón. Saber que había perdido la carta le dio alas. De repente, tuvo miedo. Se sentía más ligero y, si levantaba un poco las mangas del abrigo al recorrer la avenida, casi volaba. Como si caminara un palmo por encima de la acera.
Cuando escribió que la añoraba, había sido sincero, aunque no fuera del todo cierto. Sólo había añorado aquel atardecer en la glorieta durante un breve espacio de tiempo. El rato que tardó en acostumbrarse a aquella ciudad nueva, a aquel frío, a sus calles. Vivir solo no fue fácil; tampoco lo fue enfrentarse a un lugar hostil donde los lagos eran de hielo y la gente reservada. Se iba a dormir con el deseo de despertarse en casa, con un horizonte conocido asomando por la ventana. Por la mañana, cuando veía los edificios de su calle berlinesa, el mismo trozo de cielo gris plomizo y una retahíla de abrigos que desfilaban en una marcha silenciosa, se sentía extraño.
A veces una existencia puede cambiar en cuestión de minutos. En otras circunstancias, los meses y los años transcurren sin transformaciones y parecen idénticos. En casa le enseñaron a creer en las repeticiones, a entender la vida como una sucesión de días idénticos donde cualquier cambio es producto de un error. Lo único inconstante era el sol, la lluvia y las ventadas. El resto debía ser previsible. No había espacio para las historias ocultas, para los secretos, para las sorpresas. Cuando existían, que era casi siempre, sólo se podían comentar en voz baja para impedir que alterasen el orden del mundo. De esta forma habían actuado la abuela y sus padres durante toda la vida. Vivieron sordos y ciegos a la realidad. Silenciaron lodo aquello que le» loco vivir y sufrir, hasta que la muerte borró su rastro.
Guillem no había querido convertirse en una prolongación de lo que fueron ellos. Aunque nunca tuvo la curiosidad de Agueda por averiguar el pasado, intuía que la vida de sus padres era como un pozo oscuro. Lo adivinó cuando era niño, una noche en que vio una lucecita en el desván. Era la bombilla que formaba un refugio de claridad, donde a menudo encontraba a la abuela y a la prima mirando álbumes de fotografías. No debería haberse sorprendido ya que a menudo se refugiaban allí. Pero aquel atardecer no estaban en casa. Estaba seguro de ello. Habían salido con su madre a visitar unos parientes que vivían al otro extremo del pueblo y que tenían un niño enfermo.
Las criadas estaban atando tomates en la cocina y, desde donde se encontraba, podía oírlas canturrear una melodía, alternando los comentarios con risitas, soltando alguna palabrota de vez en cuando. Pau y su padre recorrían los campos de los alrededores con Miquel. que les quería mostrar los bancales de poniente porque, con las últimas tormentas, habían perdido piedras y tierra.
Subió la escalera lleno de curiosidad y encontró la puerta entreabierta. A través de la rendija resplandecía un hilo amarillo que había conseguido alertarlo. Siempre había pensado que la luz del desván tenía color de caramelo. Una tonalidad espesa que habría querido tragarse de una vez y saborear con calma. No lo había dicho a nadie pero, cuando estaba allí, con frecuencia abría algo la boca por si acaso la luz decidía llenarla con melaza. No obstante, esta vez la abrió de miedo. Aunque se consideraba valiente, sus piernas temblaban al asomar la cabecita por la puerta.
En el desván encontró a su padre. Como estaba convencido de que no estaba en casa, dudó un segundo si realmente era él. Fue a causa de la luz amarillenta que, al extenderse sobre su rostro, le daba un aspecto enfermizo; un aire desconocido que no era agradable de ver. Los libro» que la abuela le leía hablaban de la fiebre amarilla. Pensó que quizá estaba enfermo y que había querido esconderse en el desván. Estuvo a punto de acercarse a él y llamarlo. pero no lo hizo. Lo detuvo la sorpresa. Ya era bastante extraño encontrarlo en aquel lugar donde, estaba seguro, no entraba nunca. Incluso gruñía un poco cuando estaba seguro de que la abuela no podía oírlo, porque no le gustaba que revolvieran las telarañas y el polvo. Aseguraba que cualquier día prendería fuego a aquel nido de trastos.
Todavía le pareció más curioso verle con los álbumes en las manos. Su padre odiaba las fotografías. Nunca quería retratarse ni consentía que nadie hablara de ellas en su presencia. Su madre nunca hizo ningún comentario sobre aquella rareza de no querer verse quieto en un papel, pero la abuela movía la cabeza, como si le recriminara en silencio, cuando él aseguraba que las figuras de los retratos le recordaban a tos muertos. No había querido tener una cámara nueva. Ni tan sólo consintió que recuperasen la que fue suya cuando festejaba con su madre y que después dejó de lado extrañamente, empujado por alguna razón que los hijos ignoraban.
tira un hombre distinto sentado en cuclillas, rodeado de carpetas de cartón abiertas. La luz lo rodeaba como si fuera el actor único ocupando el escenario. Tiene un solo espectador, aunque él no lo sabe. El pelo, que solía llevar b*m peinado, le caía por la frente con cierto desorden. 1 .levaba la bata gris y tenía la frente poblada de arrugas. Desde donde se encontraba, Guillem veía a su padre con la cabeza inclinada sobre los álbumes. Iba pasando las hojas. Sus manos temblaban y era como si tuviera en ellas una sombra de ceniza. Ver aquella piel cenicienta y la frente amarilla lo hicieron quedarse quieto sin pronunciar palabra, de pie en el último peldaño de la escalera mirando a través de una abertura vertical y estrecha.
Las manos que tomaban los retratos revelaban prisa y ansia. En la mayoría de retratos no se detenía demasiado. Pronto pasaba página y buscaba más imágenes en las siguientes cartulinas. Era como si las estuviera seleccionando. La elección urgente y precisa de quien sabe lo que está buscando. Cuando se encontraba con alguna que conseguía despertar su interés, se paraba a contemplarla. A Guillem le asustaban los ojos abiertos de par en par y los labios entreabiertos de su padre. Se preguntaba si también quería probar la claridad o si era la fiebre amarilla que lo transformaba. Aquellos libros de aventuras no explicaban los síntomas, pero eran fáciles de imaginar. En las fotografías que escogía había una mujer. Desde la puerta Guillem distinguía su perfil, la caída de su vestido, el pelo más oscuro en las raíces, muy claras las puntas. Eran imágenes de una figura inmóvil junto a los sauces del jardín; mirando por la ventana del comedor; sonriente bajo un cielo despejado o sombreada por las nubes. Al fondo, la fachada de la casa donde había nacido y donde creció. La casa donde se empeñaban en contarle que los secretos de una vida deben guardarse muy ocultos a los ojos de los demás y a los del mundo. Hay que mantener secretos en un rincón del corazón o del desván.
En uno de aquellos días fríos de Berlín conoció a Inge. Fue cuando todavía creía que cualquier noche tiraría aquella carta en el buzón. Sólo había ido posponiendo el momento a medida que se iba distanciando de las palabras que había escrito. Sabía que existía la posibilidad de reanudar la conversación con Agueda, de recuperar unos vínculos que fueron sólidos durante la infancia pero que la vida había ido aflojando al vivir alejados. El tiempo jugaba en su contra. Cada día que pasaba aumentaba la sensación de distancia y de absurdo: ella estaba lejos y no tenía sentido enviarle unas frases escritas en un momento. Desnudas del entorno donde habían surgido, significaban el invierno blanco y la soledad; las palabras debían parecer hechas de nevisca, inconsistentes. Inútiles. Si no podía dibujarle el escenario, los elementos que formaban parte de la representación, los decorados, ¿qué sentido tenía su monólogo? Si cada palabra adquiría significado porque nacía en un lugar y en un tiempo determinados, ¿cómo podría Agueda entenderlo desde un domicilio lejano y a una hora distinta? Las dudas lo hicieron echarse atrás. Reconocer que se había equivocado escribiéndole no fue sencillo. Suponía admitir que el lazo que los unía había perdido consistencia, que era de una materia deshilachada, difícilmente preservable.
El episodio de la glorieta perdió entidad y se convirtió en una fotografía. Una imagen guardada en el fondo de la memoria, una imagen que no inquieta ni hace daño. Cuando pensaba en ello —cada vez con menos frecuencia— era como si el sol del verano volviera a calentarlo. Con Inge los días fueron diferentes. Se conocieron en el hospital donde los dos hacían prácticas. Llevaba siempre una bata blanca y unas gafas redondas; su aspecto era serio. Ocultaba un cuerpo que se movía con cierto nerviosismo cuando el microscopio no le ofrecía la respuesta adecuada; tenía un cerebro acostumbrado a concentrarse y unos ojos de un azul metalizado. Hablaba sin mover demasiado los músculos del rostro, y nunca gesticulaba. No le llamó especialmente la atención. Coincidían en el bar del hospital y compartían mesa con otros compañeros. Hablaban de temas relacionados con las investigaciones que llevaban a cabo, o mantenían conversaciones intrascendentes que olvidaba enseguida.
El día. en que escribió la carta a Agueda, se encontraron por la calle. Fue un encuentro casual, ninguno de los dos se lo esperaba. Él aceleraba el paso hacia la boca del metro —un libro bajo el brazo, el abrigo protegiéndolo— convencido de que no llegaría a tiempo. Inge avanzaba en dirección contraria y pisaba la acera con decisión. Cuando se cruzaron, no la reconoció. Dio tres pasos más preguntándose quién era la mujer que acababa de dejar atrás y que le había insinuado un gesto de saludo con la mano. Casi no conocía a nadie en Berlín. Por eso se sorprendió y frenó el impulso de su cuerpo, se dio la vuelta y la vio parada unos metros más allá, cerca del quiosco de la esquina. Vio su pelo color paja y un abrigo cereza que parecía un disfraz. Le hizo gracia encontrarla fuera de las paredes desnudas del laboratorio. Era como si el aire le diera un aliento de vida, transformándola. Un toque de rojo en las mejillas, seguramente reflejo de la luz del día o del abrigo. Los rayos de luz avanzaban con dificultad entre un mar de nubes, y ella tenía la mirada azul.
Debió de ser entonces cuando empezó a olvidar la carta. Primero sólo un poco, casi sin darse cuenta, mientras le preguntaba qué estaba haciendo en aquel barrio. Ella le dijo que vivía dos manzanas más allá y que a menudo recorría el mismo trayecto. Guillem quiso saber si iba al hospital, ella le respondió que sí y caminaron juntos, inconscientes de la alegría que les producía tener una excusa para compartir el viaje. Bajo tierra, ella recuperó el aspecto que él conocía y que, antes, no había despertado su interés. Una apariencia de animalito que vivía al acecho, silencioso. Pero esta vez fue distinto, porque la metamorfosis despertó su curiosidad. Los espacios cerrados la convertían en otra mujer, una mujer distinta a la que había visto caminando por la acera. Una mujer que parecía aburrida pero que no debía de serlo en absoluto. En un arranque le dijo que los lugares abiertos la favorecían y ella lo miró sin pronunciar palabra, con un aire de sorpresa, como si estuviera contemplando a alguien que hubiera perdido el juicio y no parara de decir disparates. Parecía molesta mientras le preguntaba:
—¿Como si hubiera dos mujeres en lugar de una sola?
—Sí. La que conocí en el hospital y que ha vuelto a aparecer al bajar la escalera del metro, y la otra, la que me he encontrado por la calle.
—¿Cuál te gusta más?
—Todavía no lo sé.
Dudó al responder porque la pregunta le desconcertó. Adivinaba una cierta coquetería que no habría imaginado en la mujer de antes, aunque sí en la que acababa de encontrarse al aire libre.
Seis meses después empezaron a vivir juntos. Se instalaron en el apartamento de Inge, que tenía algunos metros más que el suyo, y discutieron durante semanas la mejor manera de distribuir las estanterías de la librería, el espacio del guardarropa, el pequeño armario del baño. A ella le gustaba cronometrar el tiempo y medir las superficies. Era una mujer ordenada que se apasionaba defendiendo un palmo de baldosa en aquella distribución de terreno equitativa. A Guillem le hacía gracia escucharla. A veces le llevaba la contraria sólo por el gusto de ver cómo enrojecía toda entera durante la discusión. Nunca le dijo que aquel toque de rojo —cuatro pinceladas en la frente y en las mejilla»— le favorecía. Le recordaba el día en que la descubrió en medio de la calle llevando un abrigo color cereza.
Cada mañana iban al hospital donde, después de unos años como becarios, ambos empezaron a trabajar. Dentro de las paredes del laboratorio sólo se permitían alguna mirada cómplice de vez en cuando, una sonrisa esquiva, un comentario. En casa compartían algunos ratos de sexo y muchas aficiones comunes. Al principio, estaba el ansia del descubrimiento, un punto de deseo que pronto se desvaneció cuando se acostumbraron el uno al otro, y ya no hubo muchos impulsos que los dejaran sin aliento, ni rincones sin explorar. Era una relación cómoda que liberaba a Guillem del peso del invierno y de la ciudad, que no lo distraía del trabajo, y que lo hacía sentirse acompañado. Nunca hubo una cama ancha bañada de luz, ni rosas, ni un sueño en común. Hubo, eso sí, largos paseos por las calles, conversaciones interesantes que se prolongaban hasta el amanecer, sesiones de cine. No compartieron la cuenta bancaria, ni el corazón. Cada uno se esforzó en preservar demasiadas cosas al margen del otro; se construyeron una vida dividida en parcelas, mesurada y feliz. Cualquiera habría dicho que eran magníficos compañeros, pero poca gente habría adivinado que se querían. No fueron grandes amantes, aunque nunca se dijeron una mentira ni se hicieron preguntas inconvenientes.
Su historia terminó como había empezado. Un día Inge le dijo que tenía una oferta para ir a trabajar por algunos años a Estados Unidos. La posibilidad le resultaba atractiva y empezó a sopesar las ventajas y los inconvenientes. Lo pensó durante mucho tiempo y Guillem no se extrañó cuando le comunicó su decisión. Una decisión que había tomado sola. Vio cómo preparaba las maletas y la acompañó al aeropuerto. En la calle contempló su rostro inundado de luz. Era la luz rojiza de las primeras horas de la mañana. Observó su piel y pensó que era como si se la hubieran mojado con zumo de granada; pero no se lo dijo. Dos meses después recibió aquella llamada de Mallorca anunciándole el regreso de Agueda después de veinte años de ausencia. Entonces decidió viajar a la isla.