Lo mejor de Fredric Brown

Lo mejor de Fredric Brown


Un estudio sobre Brown

Página 5 de 39

Un estudio sobre Brown

Confío en que no escriban mal su nombre.

En la cumbre de la fama, con más de dos docenas de libros y unos trescientos relatos en su haber, algunos críticos y comentaristas descuidados todavía se referían a «Frederic» o incluso «Frederick» Brown.

A pesar de que sus críticas fueran generalmente (y merecidamente) elogiosas, a él le molestaban estos errores ortográficos. Era un gran amante de la exactitud, y se sentía justamente orgulloso de su nombre correcto: Fredric Brown.

Para sus amigos, naturalmente, siempre fue Fred.

Le conocí en Milwaukee, a principios de los años cuarenta. Nacido en Cincinnati en 1907, graduado en el Hanover College de Indiana, había desempeñado una gran variedad de trabajos, desde chico de recados en una oficina hasta feriante en un parque de atracciones.

En la época en que nos conocimos era corrector de pruebas en el Milwaukee Journal y se había instalado en una modesta casita de la Calle Veintisiete con su primera esposa, Helen, y dos hijos de corta edad. La casa también incluía un gato siamés llamado Ming Tah, un instrumento de madera parecido a una flauta que se llamaba flauta dulce, un juego de ajedrez y una máquina de escribir.

Fred jugaba con el gato, tocaba la flauta dulce y jugaba partidas de ajedrez. Pero la máquina de escribir no era para divertirse ni jugar.

Fred escribía cuentos cortos. Lo hacía en sus ratos libres porque necesitaba la seguridad de un empleo para mantener a su familia. Los vendía a las revistas sensacionalistas porque ofrecían el mejor mercado disponible para el trabajo de un principiante. Escribía relatos de detectives, misterio, fantasía y ciencia ficción. Sus lectores más entusiastas han llegado a pagar grandes sumas por las revistas que ostentaban su nombre en la portada, pero en aquel tiempo sólo era uno de los muchos colaboradores que luchaban por el centavo o los dos centavos por palabra que ofrecían los editores de esas publicaciones.

De estatura minúscula, huesos pequeños, y delicadas facciones parcialmente ocultas por unos lentes con montura de concha y un fino bigote, Fred tenía un aspecto vagamente profesional. Tenía una voz suave y una pulcritud intachable. Pero ¡ay de aquel que se atrevía a competir con él en una prolongada partida de póquer o una libación alcohólica! Tampoco había ninguna posibilidad para el oponente que osara arrastrarlo a un duelo de ingenio verbal: las palabras eran sus armas naturales, y su agudeza era más poderosa que una espada. Cuando no especulaba acerca de las características del idioma, solía buscar agudísimos títulos de relatos. Recuerdo que una vez pagó diez dólares por el derecho de usar uno que le sugirió un amigo suyo para un cuento de misterio; la narración resultante se llamó Te amo cruelmente.

El desvergonzado responsable de este ofrecimiento era, como Fred, miembro de Autores Aliados, un grupo de escritores que se reunía periódicamente en el Club de Prensa de Milwaukee. Para muchos de sus socios, las partidas de póquer y el extenso surtido del bar constituían sus principales atracciones; pero a pesar de las hazañas de Fred en este aspecto, se mostraba mortalmente serio en las conversaciones sobre argumentos y técnicas literarias. Consiguió un agente neoyorquino y, por su parte, se mantuvo al corriente de mercados literarios, precio por palabra y contratos.

Su ambición y facultades eran evidentes. Impulsado por una gran curiosidad intelectual, fue un lector omnívoro y perspicaz; su interés comprendía la música, el teatro y los avances de la ciencia. El juego de palabras era más que un pasatiempo para él, pues se le puede considerar un purista gramatical. El mot juste y el double entendre eran sus mayores preocupaciones, aunque le fascinaran igualmente las peculiaridades del lenguaje corriente y pudiera reproducirlo en su obra con exactitud de periodista. Como la mayoría de los que encontramos una salida a nuestro trabajo en las revistas sensacionalistas de esa época, Fred escribió su parte de anodinos relatos de acuerdo con el ampuloso diálogo y características que parecían satisfacer los requerimientos de la editorial. Sin embargo, a veces abría nuevos horizontes. Y, finalmente, empezó una novela.

El fabuloso cabaret se publicó en 1947. Mereció grandes alabanzas de la crítica y obtuvo el codiciado premio Edgar Allan Poe, que otorgaban los Escritores de Misterio de América. Su segunda novela de misterio, El caballo muerto, fue tan bien acogida como la anterior y le colocó entre las primeras figuras del género. En 1948 apareció su innovador Universo de locos en Startling Stories. Publicada en rústica un año después, proporcionó a Fred una merecida fama como escritor de ciencia ficción.

Mientras tanto, sus circunstancias personales sufrieron un drástico cambio. Hubo un divorcio amistoso; se casó por segunda vez un año después. Y, animado por el éxito de sus libros, empezó a publicar novelas de misterio con vertiginosa rapidez. Pero no abandonó su empleo de corrector de pruebas: como verdadero hijo de la Depresión, apreciaba el valor de la seguridad y la experiencia, y Fred no quiso renunciar a unos ingresos seguros por la inseguridad de la carrera de escritor independiente.

Durante este período nos mantuvimos en estrecho contacto, para discutir profesionalmente sus futuras novelas y sondear íntimamente sus decisiones particulares. Un día se presentó en mi casa con aspecto radiante; acababa de recibir una llamada telefónica de un importante editor neoyorquino que dirigía una de las primeras cadenas de revistas sensacionalistas. ¿Le interesaría a Fred encargarse de las ediciones por siete mil quinientos dólares al año?

Evidentemente la cifra no nos parece muy considerable en estos días. Pero si saltan a la máquina del tiempo más cercana y retroceden un cuarto de siglo, descubrirán que siete mil quinientos dólares eran unos respetables ingresos anuales; más o menos el equivalente a veinte mil dólares actualmente. Era mucho más de lo que Fred ganaba, o esperaba ganar, con su empleo en el periódico, y si podía aumentar la suma escribiendo novelas en su tiempo libre, sobrepasaría sus esperanzas más optimistas. Fred lo discutió conmigo y con otros amigos; lo discutió con su esposa, Beth. Después abandonó su empleo y fue a Nueva York, donde se enteró de que había habido un ligero malentendido durante su conversación telefónica.

El estipendio citado por el director de la editorial no había sido de siete mil quinientos dólares al año, sino de setenta y cinco a la semana.

Una oscura nube se cernió sobre la vida de Fred. Afortunadamente, no tardó en descubrir el borde blanco.

Al cabo de pocos años, la importante cadena de revistas que él había soñado con dirigir había desaparecido para siempre. Y, en su lugar, surgió un abundante mercado de libros de bolsillo, con una furiosa competencia por el privilegio de reimprimir los cuentos de misterio y ciencia ficción aparecidos en las revistas. Las ediciones extranjeras empezaron a dictar salarios mis respetables, la televisión adquiría relatos a fin de adaptarlos, y los directores de las revistas, acaudilladas por Playboy, cada vez pagaban mejor los cuentos cortos.

Gracias a una circunstancia fortuita, Fredric Brown se encontró en el lugar justo y el momento justo. A nivel de crítica, comercialmente, y sobre todo creativamente, fue un éxito.

Una serie de notables e insólitos relatos de misterio salieron de su máquina, ahora en Taos, Nuevo México. Fred había comprado un automóvil y aprendido a conducir; su pasión por los viajes, además de sus problemas respiratorios, le llevaron a la zona desértica.

Su completa dedicación a la escritura puso a prueba el gran ingenio de Fred. Se estaba convirtiendo en un escritor célebre por los giros repentinos que daba a sus relatos y sus sorprendentes finales, tanto en misterio como ciencia ficción, y tales innovaciones no se le ocurrían fácilmente. Cuando buscaba una idea nueva, salía unos cuantos días a la carretera, no como conductor, sino como pasajero en un autobús. El destino carecía de importancia; había descubierto que la monotonía del propio viaje estimulaba su ingenio para idear argumentos. Sus mejores obras se le ocurrieron en el expreso de Greyhound.

Y no todo en sus relatos dependía de una serie de artimañas o de burlar al lector. En su calidad de escritor maduro, recurría a su abigarrada experiencia personal para proporcionar un sello de autenticidad al tema en cuestión. Y no se contentaba con dormirse sobre sus laureles como un O. Henry de nuestros días; aceptaba el riesgo de la innovación.

La innovación, en la ciencia ficción de los años cincuenta, se consideraba generalmente como sinónimo de una avanzada extrapolación de la teoría científica ortodoxa, o la extensión de los fenómenos sociales contemporáneos. Esta es la causa por la que las historias que incluían antigravedad y antimateria eran aclamadas por sus osados conceptos, y las ficticias construcciones de futuras sociedades gobernadas por agencias de publicidad o compañías de seguros parecían ser el colmo de la pericia especulativa.

Muy significativo fue el hecho de que Fred volviera la espalda a esa tendencia. Individualista como era, escribió Por las sendas estrelladas.

Fue uno de sus mejores —y más atrevidos— libros.

Hoy ha surgido toda una generación de escritores jóvenes para explicar como es, o por lo menos como creen que es. Su ficción especulativa está poblada de jóvenes y airados personajes que se rebelan contra todo lo establecido, drogadictos y alcohólicos que expresan libremente una gran profundidad filosófica con palabras de cuatro letras. Uno no pone necesariamente en duda la sinceridad o dedicación de tales escritores. Pero la verdad desnuda es que no son tan valerosos como afirman ellos mismos. Hoy se limitan a reflejar en letra impresa las conversaciones y actitudes que ya salieron a la superficie entre los jóvenes militantes y la gente de la calle hace una década. Más que formular un futuro basado en sus propias capacidades imaginativas, su obró es un eco de la realidad pasada.

Por las sendas estrelladas no puede incluirse en esta categoría. No abordaba el tema sexual retorcido, y sus personajes hablaban con un diálogo normal y corriente y no con grafiti verbales. No obstante, fue una obra atrevida.

Publicado en el apogeo de la administración Eisenhower, en una época en que tanto los escritores de ciencia ficción como sus lectores idealizaban e idolatraban el lanzamiento del Programa Espacial y los valientes jóvenes que eran sus pioneros, el libro de Fred destrozó muchos sueños y presentó la realidad tal como era.

En una época en que prácticamente todos los héroes de ciencia ficción eran jóvenes —y las pocas excepciones de «mediana edad» se presentaban como entrecanos veteranos de treinta y cinco o cuarenta años—, el protagonista de Fred era un hombre mayor de cincuenta. Además, tenía un handicap físico, y no obstante (un horror inimaginable para los jóvenes lectores de ciencia ficción de ese período) resultaba sexualmente atractivo. Por otra parte, la trama de la novela de Fred no se centraba en las fervorosas glorias de proyectos espaciales, sino en las maquinaciones de políticos y complejos bélico-industriales para beneficiarse de dichos esfuerzos.

Era una herejía con cierta dosis de venganza. También era, en mi opinión, mucho más «realista» que cualquier historieta sobre un hippy trasplantado virgo intacto a una sociedad futura con notables semejanzas con la actual ciudad de Nueva York durante una huelga de basureros.

Cosa extraña, el libro fue bien recibido. No obtuvo ningún premio, ni se situó en la lista de bestsellers; pero es una novela que se merece nuestro respeto por todo lo que el autor consiguió gracias a sus honradas declaraciones.

Sí, Fred fue un innovador. Más o menos en esta misma época, se embarcó en otro experimento. Bien afianzado como importante escritor de misterio, con contactos seguros y contratos en la especialidad, y progresando rápidamente en el campo de la ciencia ficción, decidió escribir una novela que reflejara la vida real. Y haciendo frente a su reputación de escritor célebre por sus insólitos ángulos argumentales, personajes pintorescos y humor inusitado, quiso escribir un libro «directo»; un libro que mostrara las cosas como eran en una época en que la frase ni siquiera se había inventado.

El resultado fue La oficina, una narración semi-autobiográfica basada en sus propias experiencias de los veinte años. Pero su honradez fue tal que triunfó excesivamente… y al triunfar, fracasó. Debido a cómo son las cosas, o fueron, para Fred a los veinte años, resultó aburrido y prosaico. Falto de matanzas y pánico, sin numerosas complicaciones argumentales y desprovisto de perspicaces agudezas, esta descripción cotidiana de la gente real en una oficina vulgar pareció monótona a los lectores, que esperaban el típico libro entretenido de Fredric Brown.

No repitió la aventura. En cambio, volvió a la mezcla de antes… Pero ¡qué mezcla tan rica y variada! El floreciente mercado de revistas ofreció una salida a su talento, y nuevas libertades de expresión. Los tabúes sexuales empezaban a desaparecer y, aunque Fred huía de la vulgaridad, tuvo ocasión de basar sus fantasías y relatos de ciencia ficción en temas anteriormente prohibidos. Dio rienda suelta a su agudo ingenio, y descubrió una nueva forma de relato en el «supercorto».

A este respecto, los aficionados pueden estar interesados por la grabación que la Warner Brothers realizó en 1960, titulada Introspección IV, en la que un narrador llamado Johnny Gunn, acompañado por los efectos musicales de Don Ralke, lee una serie de cuentos cortos. Cinco de ellos —Centinela, Sangre, Imagínense, Vudú, y Pauta— son obra de Fredric Brown y lo más original que éste haya escrito.

Al trasladarse a la Costa Oeste a principios de los años sesenta, Fred y Beth establecieron su residencia en el valle de San Fernando. Yo ya vivía allí y, por lo tanto, volvimos a vernos con frecuencia.

Durante cierto tiempo, Fred se dedicó a las películas y la televisión. En los años cuarenta, un productor le compró un relato a fin de utilizar su final para una película llamada Colisión, protagonizada por Pat O’Brien. Además, en los años cincuenta, se filmó su novela de misterio La estridente Mimí. Algunos de sus relatos fueron adaptados para la radio y después para diversos espectáculos antológicos de la televisión. Era perfectamente natural que intentara hacer por sí mismo algunas adaptaciones u originales. Y, siendo Hollywood como era —y, por desgracia, sigue siendo—, también era natural que sus esfuerzos no hallaran demasiada aceptación. Los productores no comprendieron a Fred. Su definición de un profesional era un escritor mercenario que diera cuerpo al tema que le ordenaran. Pero Fred, que era un genuino profesional, quería escribir relatos de Fredric Brown.

Se volvió nuevamente hacia la letra impresa. Y la indudable pérdida de Hollywood redundó en beneficio nuestro, porque siguió produciendo una serie de relatos únicos y notablemente personales; cuentos que afianzaron su posición en el género. Si no hubiera escrito nada más que Espectáculo de marionetas, tendríamos razón para agradecer la contribución de Fredric Brown a la ciencia ficción, pero hubo muchos otros. Encontrarán algunos de ellos en las páginas siguientes, y si es la primera vez que los leen, creo que compartirán la gratitud general hacia sus esfuerzos.

Y la fama de Fred perdura gracias a sus relatos. Que yo sepa, nunca asistió a una convención de ciencia ficción; no era un coleccionista de trofeos ni un entusiasta de la publicidad, de modo que un gran número de admiradores y profesionales sólo le conocieron de nombre, y no en persona. Pero, como lectores, apreciaron las cualidades que tanto distinguieron sus mejores obras: el humor sardónico, la ironía que a veces recuerda a Ambrose Bierce. Y, sin embargo, se observa en todas ellas un perceptible elemento de travesura que añade una nueva dimensión a su sátira más salvaje o a su cinismo más despiadado. Si a todo esto añadimos sus dotes para reflejar un diálogo realista y una exacta observación de los rasgos de los personajes, el resultado es tan impresionante como entretenido.

No hay mucho más que decir. Los problemas respiratorios de Fred se agravaron, obligándole a trasladarse a Tucson entre los años sesenta y setenta. Y fue allí, el 11 de marzo de 1972, donde falleció.

Los que tuvimos la suerte de conocerle, lloramos su muerte. Pero los que han tenido la suerte de leer su obra le quedarán eternamente agradecidos por lo que les ha dejado.

Aquí se ha reunido una muestra de su obra. Hay más, mucho más, y yo les aconsejo que busquen el resto. Porque en ello ha puesto toda una vida de esfuerzo y experiencia, ingenio, erudición y originalidad, honradez y artificio, alegría y desesperación: todas las cualidades que señalan la medida de un hombre, y que hacen de su obra, verdadera e inequívocamente, Lo mejor de Fredric Brown.

ROBERT BLOCH

Ir a la siguiente página

Report Page