Lo mejor de Fredric Brown

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Arena

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La única forma de mejorarlo era una catapulta, como la que el Intruso había hecho. Pero él nunca lograría fabricar una, con los minúsculos trozos de madera que le proporcionaban los matorrales; no veía ni una sola pieza que sobrepasara los treinta centímetros de longitud. Desde luego, podía idear un mecanismo similar, pero no le quedaban las fuerzas suficientes para una tarea que requeriría días.

¿Días? Pero el Intruso habla hecho una. ¿Acaso ya hacía días que se encontraban allí? Después recordó que la esfera tenía muchos tentáculos con los que trabajar y que, indudablemente, podía hacer ese trabajo con mayor rapidez que él.

¿Un arco y flechas? No; intentó disparar con este sistema en una ocasión y reconoció en seguida su ineptitud. Incluso con un perfeccionado modelo de deportista, diseñado para no errar jamás el blanco. Con un aparato tosco como el que lograría construir allí, dudaba que pudiera disparar a mayor distancia de la que podía alcanzar con una piedra, y sabía que no afinaría tanto la puntería.

¿Una lanza? Bueno, eso sí que podía hacerlo. Sería inútil como arma arrojadiza a distancia, pero podía servirle a poca distancia, si es que alguna vez conseguía estar a poca distancia de su enemigo.

Fabricar una le proporcionaría algo que hacer. Le ayudaría a no seguir divagando, como estaba empezando a hacer. Había llegado a un punto en que a veces necesitaba concentrarse un rato para recordar por qué se encontraba allí, y por qué tenía que matar a la esfera.

Afortunadamente, aún estaba junto a uno de los montones de piedras. Las removió sin cesar hasta que halló una que parecía tener la forma de una punta de lanza. Se puso a astillarla con una piedra de tamaño menor, e hizo unos afilados salientes en los lados para que no volviera a salir si lograba penetrar.

¿Como un arpón? Era una buena idea, pensó. Quizá un arpón fuera más apropiado para aquel absurdo combate. Si conseguía clavarlo en el cuerpo del Intruso, y ataba una cuerda al arma, podría arrastrarlo hasta la barrera y la hoja pétrea de su cuchillo atravesaría esa barrera, aunque sus manos no lo hicieran.

La pértiga resultó más difícil de hacer que la cabeza. Pero tras romper y unir los tallos principales de cuatro de los arbustos, y atar las junturas con los finos aunque resistentes zarcillos, consiguió una pértiga de un metro y medio de longitud, a cuyo extremo ató la punta de piedra en una muesca.

Era tosca, pero fuerte.

Y la cuerda. Con los finos y resistentes zarcillos se fabricó seis metros de cordel. Era ligero y no parecía fuerte, pero estaba seguro de que aguantaría su peso e incluso más. Ató uno de los extremos a la pértiga del arpón y el otro en torno a su muñeca derecha. Por lo menos, si lanzaba el arpón más allá de la barrera, podría recuperarlo en caso de que fallara.

Después, cuando hubo hecho el último nudo y no le quedó nada más que hacer; el calor, el agotamiento y el dolor de la pierna, así como la horrible sed, le parecieron súbitamente cien veces peores que antes.

Trató de levantarse para ver lo que hacía el Intruso en aquel momento, pero vio que no podía ponerse en pie. A la tercera tentativa, consiguió arrodillarse y volvió a caerse cuan largo era.

«Tengo que dormir — pensó—. Si tuviéramos que enfrentarnos ahora, yo no podría hacer nada. Si él lo supiera, podría acercarse y matarme tranquilamente. Tengo que recuperar fuerzas.»

Lentamente, laboriosamente, se alejó a rastras de la barrera. Diez metros, veinte…

El ruido sordo de algo que chocaba contra la arena no lejos de él le arrancó de un sueño confuso y horrible para enfrentarle con una realidad más confusa y horrible todavía, y abrió nuevamente los ojos al resplandor azul que reinaba sobre la arena azul.

¿Cuánto rato había dormido? ¿Un minuto? ¿Un día?

Otra piedra se estrelló cerca de él y le salpicó de arena. Puso las manos debajo del cuerpo y se incorporó. Volvió la cabeza y vio al Intruso a veinte metros de distancia, junto a la barrera.

Se alejó apresuradamente cuando él se incorporó, sin detenerse hasta llegar lo más lejos que pudo.

Comprendió que se había quedado dormido demasiado pronto, cuando aún estaba dentro del radio de acción del Intruso. Al verle tendido e inmóvil, se había atrevido a acercarse a la barrera y dispararle. Afortunadamente, no se había dado cuenta de lo débil que estaba porque, de lo contrario, hubiera permanecido allí y seguido tirando piedras.

¿Había dormido mucho? No lo creía, pues se sentía igual que antes. Nada descansado, ni más sediento, ni diferente. Lo más probable es que sólo hiciera unos minutos que estaba allí.

Empezó a arrastrarse de nuevo, pero esta vez se obligó a continuar hasta alejarse lo más posible, hasta que la opaca e incolora pared de la concha exterior del ruedo no estuvo más que a un metro de él.

Entonces, volvió a perder el mundo de vista.

Cuando se despertó, nada de lo que le rodeaba había cambiado, pero esta vez comprendió que había dormido largo rato.

Lo primero que notó fue que tenía la boca seca y pastosa; además, su lengua debía de estar hinchada.

Comprendió que algo iba mal, mientras recobraba lentamente la plena conciencia de las cosas. Se sentía menos cansado, el estado de máximo agotamiento había pasado. El sueño se había encargado de ello.

Pero experimentaba un gran dolor, un irresistible dolor. Hasta que trató de moverse no se dio cuenta de que estaba concentrado en su pierna.

Levantó la cabeza y la miró. Estaba horriblemente hinchada desde la rodilla hacia abajo y la hinchazón era visible hasta la mitad del muslo. Los zarcillos que había utilizado para atar la almohadilla de hojas protectora se le clavaba profundamente en la carne hinchada.

Meter el cuchillo por debajo de esa cuerda incrustada habría sido imposible. Afortunadamente, el último nudo estaba sobre la espinilla, delante, donde el zarcillo estaba menos hundido que en ninguna parte. Al final, tras un doloroso esfuerzo, consiguió desatar el nudo.

Una mirada bajo la almohadilla de hojas le reveló lo peor. Infección y envenenamiento de la sangre, ambas cosas muy avanzadas y en vías de empeorar.

Y sin medicinas, sin vendas, sin agua, no podía hacer absolutamente nada para remediarlo.

Absolutamente nada, excepto morir, cuando la infección hubiera invadido todo su cuerpo.

Entonces comprendió que todo era inútil, y que había perdido.

Y con él, la humanidad. Cuando él muriera en aquel lugar, en el universo que conocía, todos sus amigos, todo el mundo, también morirían. Y la Tierra y los planetas colonizados se convertirían en el hogar de los rojos, rodantes y extraños Intrusos. Criaturas salidas de una pesadilla, cosas sin ningún atributo humano, que descuartizaban lagartijas por mero placer.

Fue este pensamiento lo que le dio el valor de empezar a arrastrarse, casi ciegamente a causa del dolor, en dirección a la barrera. Ya no podía arrastrarse sobre las manos y las rodillas, sino únicamente con ayuda de los brazos y las manos.

Sólo existía una posibilidad entre un millón de que cuando llegara allí, le quedara la fuerza suficiente para lanzar su arpón una sola vez, y con efecto mortal, si — otra posibilidad en un millón — el Intruso se acercaba a la barrera. O si la barrera ya había desaparecido.

Le hizo el efecto de que transcurrían años antes de que pudiera llegar.

La barrera no había desaparecido. Era tan inexpugnable como la primera vez que la había tocado.

Y el Intruso no estaba junto a la barrera. Incorporándose sobre los codos, lo divisó al fondo de su parte del ruedo, trabajando en un armazón de madera que era un duplicado casi terminado de la catapulta que él había destruido.

Se movía con lentitud. Indudablemente, también se había debilitado.

Pero Carson dudaba de que llegase a necesitar esta segunda catapulta. Él se habría muerto antes de que estuviera terminada, pensó.

Si lograra atraerle hasta la barrera, ahora, mientras aún vivía… agitó un brazo e intentó gritar, pero su garganta reseca no emitió ningún sonido.

O si pudiera atravesar la barrera…

La mente debió fallarle unos instantes, pues se encontró golpeando la barrera con los puños en un acceso de inútil rabia, y se detuvo en seguida.

Cerró los ojos, procurando calmarse.

—Hola — dijo la voz.

Era una voz débil y aguda. Sonaba como…

Abrió los ojos y giró la cabeza. Era una lagartija.

«Vete — quiso decir Carson—. Vete, tú no estás aquí en realidad o, si lo estás, no es cierto que hables. Vuelvo a imaginarme cosas.»

Pero no pudo hablar; la sequedad de su garganta y su lengua le impedían pronunciar una sola palabra. Volvió a cerrar los ojos.

—Herido — dijo la voz—. Matar. Herido…, matar. Ven.

Abrió nuevamente los ojos. La azulada lagartija de diez patas aún estaba allí. Corrió un poco a lo largo de la barrera, retrocedió, volvió a avanzar y retrocedió otra vez.

—Herido — dijo—. Matar. Ven.

Volvió a alejarse un poco y regresó. Evidentemente, quería que Carson la siguiera a lo largo de la barrera.

Volvió a cerrar los ojos. La voz siguió hablando. Las mismas palabras, tres palabras sin sentido. Cada vez que él abría los ojos, la lagartija se alejaba unos pasos y regresaba

—Herido. Matar. Ven.

Carson lanzó un gemido. Aquella maldita criatura no le dejaría en paz a menos que la siguiera. Es lo que quería de él.

La siguió, arrastrándose. Otro sonido, un chillido muy estridente, llegó a sus oídos y aumentó de intensidad.

Algo yacía en la arena, retorciéndose, chillando. Algo pequeño azul, qué parecía una lagartija y, sin embargo no…

Entonces vio lo que era: la lagartija cuyas patas había arrancado el Intruso, hacía tanto tiempo. Pero no estaba muerta; había vuelto a la vida y se retorcía y chillaba en su agonía.

—Herido — dijo la otra lagartija—. Herido. Matar. Matar.

Carson comprendió. Extrajo el cuchillo de pedernal de su cinturón y mató a la atormentada criatura. La lagartija viva se escabulló rápidamente.

Carson regresó junto a la barrera. Apoyó en ella las manos y la cabeza y observó al Intruso, muy apartado, mientras trabajaba en la nueva catapulta.

«Llegaría hasta allí — pensó—, si pudiera atravesar. Si pudiera atravesar, incluso podría triunfar. Él también parece estar muy débil. Yo podría…»

Y entonces experimentó otra reacción de negra desesperanza, cuando el dolor minó su voluntad y le hizo desear estar muerto. Envidiaba a la lagartija que acababa de matar. Ella no había tenido que seguir viviendo y sufriendo. Y él, sí. Pasarían horas, quizá días, antes de que el envenenamiento de su sangre le matara.

Si pudiera usar aquel cuchillo contra sí mismo… pero sabía que no lo haría. Mientras se encontrara vivo, había una posibilidad entre un millón…

Hizo fuerza, empujando la barrera con la palma de las manos, y se dio cuenta de lo delgados y huesudos que tenía ahora los brazos. Ya debía de hacer mucho tiempo que estaba allí, varios días, para adelgazarse tanto.

¿Cuánto tiempo más transcurriría antes de que muriera? ¿Cuánto calor, cuánta sed y cuánto dolor podía resistir la carne?

Se hundió nuevamente en el histerismo, al que siguió un período de calma, y una idea que resultaba asombrosa.

La lagartija que acababa de matar. Había atravesado la barrera, aún con vida Había venido del lado del Intruso; el Intruso le había arrancado las patas y después la lanzó desdeñosamente hacia él, y había atravesado la barrera. El creyó que lo hizo porque la lagartija estaba muerta.

Pero no estaba muerta; sólo inconsciente.

Una lagartija viva no podía atravesar la barrera, pero una inconsciente, sí. Así pues, la barrera no era un obstáculo para la carne viviente, sino para la carne consciente. Era una proyección mental, un obstáculo mental.

Y con este pensamiento, Carson empezó a arrastrarse a lo largo de la barrera para jugar su última y desesperada carta. Una esperanza tan remota que sólo un moribundo se hubiera atrevido a intentarlo.

No servía de nada calcular las posibilidades de éxito. En especial cuando, si no lo intentaba, esas posibilidades quedaban reducidas a cero.

Se arrastró a lo largo de la barrera hasta la duna de arena, de casi un metro y medio de altitud, que había hecho al intentar — ¿hacía cuántos días? — cavar por debajo de la barrera o encontrar agua.

Ese montículo estaba justamente en la barrera; su ladera más alejada caía la mitad a un lado de la barrera, y la mitad en el otro.

Tras coger una piedra del montón cercano, trepó hasta la cima de la duna y más allá de ésta, dejándose caer junto a la barrera, y apoyando todo su peso en ella a fin de que, si la barrera desaparecía, él rodara por la pequeña ladera, hasta territorio enemigo.

Comprobó que aún llevaba el cuchillo, en el cinturón de cuerda, que el arpón estuviera en la curva de su brazo izquierdo, y que la cuerda de seis metros de longitud siguiera atada al arma y a su muñeca.

Después, con la mano derecha, alzó la piedra con la que se golpearía a sí mismo en la cabeza. La suerte tendría que acompañarle en ese golpe; debía ser lo bastante fuerte como para hacerle perder el conocimiento, pero no lo bastante fuerte como para que tardara demasiado en recobrarlo.

Tuvo la corazonada de que el Intruso le estaba observando, de que le vería atravesar la barrera y se acercaría para investigar. Confiaba en que creyera que estaba muerto; pensó que probablemente habría hecho la misma deducción que él acerca de la naturaleza de la barrera. Pero se acercaría con cautela. El dispondría de unos minutos…

Se golpeó.

El dolor le hizo recobrar el conocimiento Un dolor repentino y agudo en la cadera que era distinto del dolor en la cabeza y en la pierna.

Pero incluso había previsto ese dolor; al estudiar todos los aspectos de la situación antes de golpearse, llegó a desearlo, y se había fortalecido para evitar despertar con un movimiento brusco.

Permaneció inmóvil, pero abrió ligeramente los ojos, y vio que sus suposiciones habían sido acertadas. El Intruso se estaba aproximando. Se hallaba a veinte metros de él y el dolor que le había despertado se debía a la piedra que acababa de lanzarle su enemigo para saber si estaba vivo o muerto.

Permaneció inmóvil. La esfera siguió acercándose; se hallaba a quince metros de él, y se detuvo nuevamente. Carson apenas se atrevía a respirar.

Dentro de los límites de lo posible, mantuvo la mente en blanco, por temor a que las facultades telepáticas de la esfera detectaran su estado consciente. Y como tenía la mente casi anulada, el impacto de los pensamientos de su enemigo sobre su propia mente fue casi irresistible.

El horror se adueñó de él ante esos pensamientos tan extraños y tan diferentes. Eran cosas que él sentía, pero no podía entender y jamás podría expresar, porque ningún idioma terrestre tenía palabras, ni ninguna mente terrestre tenía imágenes para describirlas. La mente de una araña, pensó, o la mente de una mantis religiosa o una culebra marciana, provistas de inteligencia y puestas en contacto telepático con las mentes humanas, serían algo conocido y familiar, en comparación con aquello.

En este momento comprendió que la Entidad estaba en lo cierto: Hombre o Esfera, ya que el universo no era un lugar que pudiera albergarlos a los dos. Mucho más separados que Dios y el diablo, jamás podría existir un equilibrio entre ellos.

Más cerca. Carson esperó hasta que sólo estuvo a un par de metros, hasta que sus tentáculos se alargaron…

Sin acordarse de sus tormentos, se incorporó y tiró el arpón con toda la fuerza que le quedaba. Por lo menos, esto fue lo que él pensó; se sintió invadido por una súbita fuerza, junto con un súbito olvido de su dolor, tan claros como algo tangible.

Mientras el Intruso, gravemente herido por el arpón, se alejaba rodando, Carson trató de ponerse en pie para ir tras él. No pudo hacerlo; se cayó, pero siguió arrastrándose.

El Intruso llegó al final de la cuerda, y Carson fue impulsado hacia delante por el tirón de su muñeca. Le arrastró unos metros y después se detuvo. Carson siguió avanzando, agarrándose a la cuerda con una mano tras otra.

Su oponente permaneció allí, retorciendo los tentáculos en un vano intento de quitarse el arpón. Pareció estremecerse y temblar, y de pronto debió comprender que no lograría escapar, porque se lanzó rodando hacia él, con los tentáculos extendidos.

Con el cuchillo de piedra en la mano, Carson se aprestó a hacerle frente. Lo apuñaló, una y otra vez, mientras aquellas espantosas garras le desgarraban la piel, la carne y los músculos de su cuerpo.

Lo apuñaló y acuchilló, hasta que al fin yació inmóvil.

Oyó el repiqueteo de un timbre, y hasta un rato después de abrir los ojos no supo dónde estaba ni qué pasaba. Se hallaba atado al asiento de su nave de reconocimiento, y la visiplaca que había frente a él sólo mostraba el espacio vacío. Ninguna nave intrusa y ningún planeta imposible.

El timbre era la señal de la placa de comunicaciones; querían que conectara el receptor. Una acción puramente refleja le hizo mover el brazo y bajar la palanca.

El rostro de Brander, capitán del Magellan, la nave escolta de su grupo de reconocimiento, apareció en la pantalla. Tenía la cara muy pálida y sus ojos brillaban de excitación.

—Magellan a Carson — exclamó—. Adelante. La batalla ha terminado. ¡Hemos vencido!

La imagen se desdibujó; Brander debía de estar avisando a las demás naves de reconocimiento bajo su mando.

Lentamente, Carson manipuló los controles para el regreso. Lentamente, escépticamente, desató la correa que le mantenía fijo al asiento y se levantó para beber el agua helada almacenada en el depósito. Por alguna razón, estaba increíblemente sediento. Bebió seis vasos.

Se apoyó en la pared, e intentó pensar.

¿Había sucedido realmente? Disfrutaba de buena salud, estaba sano, de mente y de cuerpo. Su sed era más mental que física; no tenía la garganta seca. La pierna…

Se subió la pernera del pantalón y observó la pantorrilla descubierta. Allí había una larga señal blanca, pero perfectamente cicatrizada. Era una cicatriz que antes no tenía. Bajó la cremallera de la camisa y vio que unas minúsculas y casi imperceptibles cicatrices, también perfectamente curadas, le surcaban el pecho y el abdomen.

Había sucedido realmente.

La nave de reconocimiento, impulsada por el piloto automático, trasponía las compuertas de la nave escolta. Los rezones la introdujeron en su antecámara individual, y al cabo de un momento un zumbido le indicó que la antecámara estaba llena de aire. Carson abrió la compuerta y salió, para dirigirse a la doble puerta de la antecámara.

Fue directamente al despacho de Brander, entró y saludó.

Brander aún tenía una expresión aturdida.

—Hola, Carson — dijo—. ¡No sabes lo que te has perdido! ¡Qué espectáculo!

—¿Qué ha ocurrido, señor?

—No lo sé, exactamente. Disparamos una salva, ¡y toda la flota enemiga quedó reducida a cenizas! ¡Fuera lo que fuese, saltó de una nave a otra en cuestión de segundos, incluso a las que no habíamos apuntado y que estaban fuera de nuestro radio de acción! ¡Toda la flota se desintegró ante nuestros ojos, sin que una sola de nuestras naves fuera alcanzada!

»Ni siquiera podemos atribuirnos el mérito de haberlo hecho. Ha debido de ser algún componente inestable del metal que utilizaban, que se ha desintegrado con nuestro tiro de prueba. ¡Hombre, qué lástima que te hayas perdido toda la diversión!

Carson logró esbozar una sonrisa. Fue el fantasma de una sonrisa, pues pasarían muchos días antes de que se sobrepusiera al impacto mental de su experiencia pero el capitán no le miraba y no se dio cuenta.

—Sí, señor — dijo. El sentido común, más que la modestia, le advirtió que sería considerado como el peor mentiroso de la historia espacial si añadía algo más—. Sí, señor, es una lástima que me haya perdido toda la diversión.

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