Lina Prokófiev

Lina Prokófiev


13. 1956-1974 - Regreso del gulag y abandono de la URSS

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1956-1974
REGRESO DEL GULAG Y ABANDONO DE LA URSS

El 30 de junio de 1956 los hijos de Lina, Sviatoslav y Oleg, recibieron un telegrama con las palabras «Salgo esta tarde ocho treinta besos Mamá».

A la hora indicada la estaban esperando en la estación.

Su nuera, Sofía Prokófiev, describe así el encuentro:

Empezaré por decir que me acuerdo muy bien de esa madrugada gris del día de su llegada en el año 1956. Sviatoslav y Oleg, si no me equivoco, fueron a buscarla a la estación de tren. Nadia [esposa de Sviatoslav] y yo la esperamos en un piso pequeño de la calle Chkálov que les dieron a los hijos en lugar del piso grande que tenían antes. Estábamos muy nerviosas.

Apareció una mujer de estatura mediana, mal vestida y muy pálida. A partir de ese momento empezamos a conocerla y entablamos una amistad que duró muchos años. Antes de su muerte, Lina Ivánovna me llamó desde Bonn. No fue ella exactamente la que me llamó sino que dejó dicho que quería hablar conmigo. Seriozha me dio su teléfono y tuvimos una conversación larga y cariñosa por última vez. Pero esto sucedería años más tarde.

Aquella vez la vimos muy mal vestida, su aspecto no era nada bueno y Nadia y yo decidimos que lo primero que había que hacer era vestirla bien. No había nada en las tiendas en aquella época, así que la llevamos a tiendas de compra y venta, las llamadas tiendas «de comisión», pero no se compró nada.

A los dos días ya era de nuevo una mujer elegante. No sé cómo logró hacerlo, pero lo cierto es que estaba muy bien vestida y tenía un aspecto encantador. No sé cómo lo hizo. Incluso aparecieron algunas joyas, que en aquella época no eran muy caras; era la elegancia personificada.

Era muy cariñosa con el pequeño Seriozha y, como es de suponer, consideraba que lo estábamos educando mal y que lo mimábamos demasiado, pero lo quería mucho.

Los hijos la trajeron a casa y luego la llevaron a Povarovka, donde Sviatoslav tenía alquilada una dacha.

En esos ocho años habían cambiado muchas cosas.

Teníamos un piso de cuatro habitaciones [cuenta Sviatoslav]. Después del arresto de mamá precintaron dos y nos dejaron las otras dos, una para mí y otra para Oleg. Más tarde los Kupriyánov, del grupo Kúkriniksi, necesitaban un piso y, tras una serie de complejas combinaciones, les dieron nuestro piso n.º 14 y a nosotros nos propusieron irnos a la calle Peschánaia. Nos negamos a trasladarnos allí, así que Kupriyánov, como resultado de un gran número de gestiones con varias familias, nos ofreció su apartamento de dos estancias en nuestro mismo edificio y accedimos. Eran justo dos habitaciones, una para mí y otra para Oleg.

Sviatoslav, su esposa Nadia y Oleg se trasladaron allí en 1950, y allí fue donde llevaron a Lina desde la estación, en 1956.

En 1956 Lina ya tenía dos nietos, ambos de nombre Serguéi. Oleg y Sofía Feinberg habían tenido un hijo en enero de 1954 y Sviatoslav y Nadia otro en mayo del mismo año.

Para Sviatoslav, tras ocho años de campos de concentración, su madre no había cambiado mucho.

Al principio se sentía insegura, estaba un poco confusa y sorprendida de poder ir a distintos sitios. Luego se fue acostumbrando poco a poco. Ya tenía 60 años. Lo que le había cambiado más eran la expresión de los ojos y la mirada. Eso le había ocurrido también a nuestro padre en los últimos años de su vida y ahora a ella. Hizo falta cierto tiempo para que se acostumbrara de nuevo a las calles de Moscú y a la libertad. Perduraron algunas costumbres de su periodo de reclusión, por ejemplo seguía guardando cosas en bolsitas, pero eso se le fue pasando. Del campo de trabajo conservaba un álbum con fotos de niños, que había hecho allí por su cuenta.

Tenía que solucionar una serie de asuntos serios relacionados con su rehabilitación y el restablecimiento de sus derechos. Todas esas cuestiones burocráticas requerían mucho tiempo, esfuerzos y energía y, aunque ya no la amenazaba ningún peligro, no dejaban de ser gestiones ingratas.

En primer lugar, Lina, acompañada por Sviatoslav, se dirigió al Ministerio Fiscal, en la calle Vorovski número 13, para obtener el certificado de rehabilitación antes citado. La cola era muy larga. El funcionario que la atendió le ordenó a un subalterno que buscara el expediente, diciendo: «Bueno, de ésos, prefabricados».

El pasaporte se lo dieron, pero allí figuraba Potmá y no Moscú, así que hubo que demostrar en todas partes que ella no era una presa. En cambio, al haber obtenido el certificado de rehabilitación ya era más fácil obtener otros documentos. Le aconsejaron que perdiera el pasaporte del campo de concentración lo más rápidamente posible y así pudo obtener, al fin, un pasaporte moscovita.

La siguiente misión era restablecer sus derechos como esposa de Serguéi Prokófiev.

Sviatoslav me relata:

Poniéndose roja, la funcionaria empezó a gritarnos, pero estaba claro que se sentía incómoda porque mamá podía reclamar sus derechos. De hecho, no había habido divorcio […]

Lina interpuso una demanda y todos tuvimos que ir al juzgado. La fiscal empezó a gritarnos en cierto momento: «¡Dejen de manosear el nombre de Prokófiev!». Sin embargo, su demanda fue satisfecha y sus derechos restablecidos como esposa de Prokófiev, en 1957. Le dieron el certificado de matrimonio con Serguéi Prokófiev y, posteriormente, una pensión de viudedad.

Serguéi Olégovich también menciona en su relato que, al volver del campo, su abuela vivió en un apartamento pequeñito de dos estancias junto a Sviatoslav y Nadia; luego nacería Seriozha, e incluso al principio allí se alojaba también Oleg, hasta que se casó con Sofía Feinberg. A Oleg le concedieron después un apartamento tipo estudio en la Casa de los Compositores, en la avenida Mir.

De hecho, los años más duros en ese pequeño apartamento vinieron posteriormente, cuando la familia creció y tuvieron que apretujarse allí Sviatoslav, su esposa Nadia, el hijo de ambos Serguéi —que se había casado con Irina— y sus dos hijas. Cuenta Nadezhda (Nadia) Ivánovna que eso era un verdadero infierno (seis personas en un espacio tan pequeño…). Cuando ya no pudo aguantar más, fue al Teatro Bolshói, que estaba lleno de anuncios de ballets y óperas de Prokófiev, para rogarle a un funcionario que inscribiera a la familia en la cooperativa de viviendas del Bolshói. El funcionario la mandó a una subalterna, una mujerona (típica de cierta burocracia oficial: malpensada, asexual, con una invariable permanente, anestesiada por el poder que ejercía sobre los artistas) que le dijo: «Pero ¿qué quiere de nosotros? Él no trabaja aquí». La pobre Nadezhda Ivánovna casi se desmaya… «¿Cómo que no trabaja aquí? ¿Y los carteles?», dijo, señalando los programas que colgaban por doquier. Pero no se ablandaron. La contralto Irina Arjípova y el tenor Zurab Sotkilava los ayudaron tan pronto como se enteraron de las terribles condiciones de vida del hijo de Prokófiev y de su familia.

Lina Ivánovna estuvo muy incómoda desde el principio porque no la dejaban dormir y emprendió todo tipo de gestiones para conseguir una vivienda para ella. Le propusieron varias posibilidades. Una era en Márina Roscha, un barrio de muy mala fama. Luego le ofrecieron un pequeño apartamento en la avenida Kutúsov, que aceptó.

Tenía un abogado que intentaba que la compensaran por todo lo que había perdido.

Según el acta, debían devolverle todo lo que le habían requisado [dice Sviatoslav]. Ya he mencionado el caso del anillo. Al oro lo llamaban metal amarillo y a las piedras preciosas, simplemente piedras. Su valor resultaba ser totalmente distinto porque le asignaban el valor de bisutería. Le entregaron una suma de dinero que era insignificante y no le devolvieron ningún objeto.

Las cosas confiscadas acababan en una tienda especial; los que la conocían conseguían cosas de mucho valor a un precio muy barato. Eran, al parecer, tiendas a las que sólo tenían acceso los empleados del KGB.

Una vez restablecidos sus derechos y habiendo dejado atrás sus desventuras, Lina comenzó una nueva vida en la URSS con la firme intención de salir de allí. Durante la fase del llamado «deshielo», en los años sesenta, parecía que se respiraba mejor. Poco a poco iban volviendo los reclusos que habían sobrevivido a los campos de concentración y se iban publicando en pequeñas dosis las obras de los mejores poetas rusos. Se podía hablar ya de Pasternak y Tsvetáeva, Ajmátova y Mándelstam. La publicación de la antología de Ósip Mándelstam fue todo un acontecimiento difícil de creer. Era la época de la revista literaria NoviMir de Tvardovski y de la novela de Alexánder Soljenitsin Un día en la vida de Iván Denísovich. Sin embargo, el «deshielo» se producía en un panorama en el que la «ultrajada población», como la había definido Mándelstam, vivía míseramente con una escala de valores suplantada, sin, a la vez, querer rendirse a la idea de que la mayor parte de su vida la había pasado al servicio de los ídolos del bolchevismo. Había sacrificado en su nombre conquistas morales y éticas de siglos, y también los gérmenes de increíbles logros que, en todas las esferas, marcaron el comienzo del siglo XX en Rusia. Aún hoy es imposible abarcar con el pensamiento el mal cometido por el régimen.

Al mismo tiempo, la vida en Moscú transcurría de un modo especial que, en cierta manera, resultaba atractivo para Lina. Se sentía a gusto con la familia de Oleg, que llevaba casado con Sonia Feinberg (yo la conocía desde mi infancia) ya varios años. Vivíamos, y seguimos viviendo, en la misma casa, los Feinberg en la escalera número 4 y nosotros en la 2. Posteriormente, apellidada Prokófiev, demostró gran talento como poeta y pintora y llegó a ser una famosa autora de libros infantiles. Oleg Prokófiev, dotado también de gran talento artístico, tuvo la suerte de arraigar en ese ambiente familiar, ajeno a los huracanes externos. En enero de 1954 nace su hijo Seriozha, que, a pesar de la diferencia de edad, es hoy uno de mis amigos más preciados: Serguéi Olégovich Prokófiev, gran profesor y célebre antropósofo.

Lina quería mucho a su nuera Sonia, la recordaba siempre con gran simpatía y respeto. Valoraba mucho el ambiente que se vivía en la familia, los visitaba a menudo y le profesaba gran cariño a Seriozha. Los lazos de afecto que la unían a la familia ni siquiera se debilitaron después de 1961, año en que la pareja se separó. Oleg se casaría más tarde con la inglesa Camilla Gray, historiadora del arte y autora de una brillante obra de referencia sobre el arte de la vanguardia rusa de principios del siglo XX[106]. Sofía (Sonia es el diminutivo), por su parte, se casó con su primer amor, Víctor Beli.

Gracias a las visitas a su nieto, Lina veía también a otros amigos que vivíamos en el vecindario: al compositor Tijón Jrénnikov y a su esposa Clara, una planta más arriba, y a mi madre y a mí, en la escalera 2.

A partir de 1956, año en que Lina salió del Gulag, hasta 1974, cuando se marchó de la Unión Soviética, es decir, durante dieciocho años, Tijón Jrénnikov fue el «jefe principal de los compositores» y regidor de los destinos musicales del país. Es evidente que tarde o temprano la viuda de Prokófiev habría de verse con él.

Desde edad muy temprana, y a lo largo de muchos años, Serguéi Olégovich Prokófiev fue testigo de los encuentros de su abuela con el señor Jrénnikov. Yo tenía mucho interés por saber lo que pensaba sobre este tema:

—En el número 4, tu familia vivía en el piso 48 —comencé— y la familia de Jrénnikov en el 50, una planta más arriba. Sé, por lo que contabais tu madre, Lina Ivánovna y tú mismo, que tanto Sonia como Avia y tú de pequeño subíais a menudo a ese piso para conversar a gusto sobre distintos temas ajenos de política. Eran charlas interesantes. En la vida mucho se debe a las impresiones que se forman en la infancia y en la juventud. Yo creía que Jrénnikov tenía una disposición muy positiva hacia Lina, pero ¿no sería eso ignorar la verdad? Había leído los discursos acusatorios que Jrénnikov pronunció contra Prokófiev tras la tristemente famosa Resolución de 1948. A pesar de todo, se sabía que Jrénnikov veneraba a Prokófiev. Es posible que pocos sepan que hacia 1937 o 1938 habían puesto bajo arresto a dos hermanos de Tijón Nikoláievich y que él quedó «atado de por vida al KGB». En todo caso, el tema de estas relaciones está abierto para mí. Es cierto que en aquellos tiempos no se podían juzgar los hechos de manera unívoca. Tú eras un chico joven —cuando Avia se marchó tenías sólo 20 años— y lo que te interesaba eran otras cosas. Pero ¿qué impresiones guardaste de esta relación? A mí me parece muy interesante lo que contó tu madre al respecto.

»—Lina visitaba a los Jrénnikov a menudo; ellos la querían mucho. A veces se producían trifulcas con Clara Arnóldovna, pues Lina era muy franca y solía contestar con objeciones a cualquier réplica. Era directa y dura, y podía refutar de manera categórica las opiniones del interlocutor. Yo nunca había notado ningún tipo de falsedad o astucia en ella. Puede que fuera así por naturaleza, o bien que considerara que, siendo esposa de Prokófiev, estaba obligada a decir la verdad. Era una persona muy valiente. Nunca hablaba del campo de concentración, lo había borrado de su vida. Sólo contaba que los interrogatorios los conducía Riumin. Y otro detalle más: día y noche en su celda sonaba la canción Poliushkopole [véase p. 210, n. 5]. No la pudo escuchar nunca más. Eso salió a la luz de la siguiente manera: en una ocasión, la transmitían por la radio y Lina Ivánovna pidió que la apagara. Entonces fue cuando me lo explicó.

»Y tú, Seriozha, ¿qué dirías?

—Sí, realmente tuvieron relaciones amistosas, se puede decir incluso que era una verdadera amistad. Como persona, Tijón Nikoláievich la apreciaba de verdad, pero él era un general, como diría María Stepánovna Voloshin al referirse a ese tipo de personas. Debía cumplir con las instrucciones secretas y las rutinarias y, ante todo, defender la línea del Partido. Siguiendo esa normativa, probablemente obstaculizó en su momento sus viajes al extranjero e impidió su salida de la URSS.

En mayo de 1969 se iba a inaugurar una placa conmemorativa en la casa donde había residido Prokófiev con su familia en París, en el número 5 de la Rue Valentin Haüy, con la inscripción: «En este lugar, entre los años 1929 y 1935, residió el compositor Serguéi Prokófiev». André Malraux, ministro de Cultura de Francia, invitó personalmente a Lina a la inauguración de la placa conmemorativa. Para poder salir del país se exigía un certificado de buena conducta[107]. Dichos certificados los expedía el Primer Departamento, es decir, la oficina local del KGB. No se sabe si Jrénnikov tenía que ver con el certificado o no, pero lo cierto es que a Lina le dieron un certificado negativo, a saber, sin esas frases convencionales de rigor, y no pudo ir a París.

Tal y como era costumbre en la Unión Soviética, algunos burócratas viajaron para participar en ese acto tan importante en la historia musical de Rusia. Por supuesto, ¡cómo no iban a ir, con los gastos pagados por el Estado! Allí sólo faltó quien debía estar.

Es difícil de imaginar que tomaran la decisión de denegarle el permiso sin la participación de Jrénnikov. Era un caso complicado: había estado encarcelada. Si bien fue rehabilitada, era portadora de información que no convenía que se supiera. Además, era amante de la libertad y por eso no era posible fiarse de ella. Era más seguro no dejarla salir.

Sviatoslav Prokófiev habla sobre aquella flagrante humillación:

Fue un caso escandaloso. Cuando mi madre presentó la petición de ir a la inauguración de la placa conmemorativa en la casa de Prokófiev de la Rue Valentin Haüy, donde residieron mucho tiempo, la Unión de Compositores respondió: «Consideramos que su viaje no es oportuno».

Cuando la gente preguntaba por ella en la ceremonia de inauguración, en París, les contestaban que no había podido acudir, que estaba muy ocupada [como confirma el testimonio del compositor Nikolái Nabókov, presente en el acto]. La ceremonia se fue aplazando largo tiempo, o bien faltaba la placa o faltaba alguien que no podía asistir. En cambio Jrénnikov, con toda su familia, estuvo allí todo el tiempo.

Mi madre trataba de mantener buenas relaciones con él. Pero ya ve, en este caso eso no la ayudó. No quería jugársela por ella. Sin embargo, en el tema de la restitución del matrimonio luchó junto a mi madre. Eso fue una sorpresa para mí.

Tampoco la dejaron ir a la inauguración del famoso Teatro de la Ópera de Sydney [continúa Seriozha]. Se inauguraba con Guerra y paz, si no me equivoco, o bien con algún ballet u ópera de Prokófiev. Lina era la invitada de honor. El KGB hizo lo de siempre: demoró la formalización de los documentos hasta que ya era tarde. Cuando por fin ya estaba «listo» el permiso, le dijeron: «¿Y ahora para qué va a ir? La inauguración ya tuvo lugar».

Hicieron una cosa muy simpática en Sydney. Lo leí en el periódico que nos enviaron. Dejaron vacío el asiento de la primera fila destinado a ella y pusieron una rosa roja encima. Era su sitio en el estreno.

Esto, en lo que concierne a los asuntos oficiales, porque en las relaciones personales él siempre trató de ayudarla. Sin embargo, no comprendo por qué en los años posteriores a su liberación no intentó conseguirle un apartamento de dos habitaciones. Eso no se entiende. Podía haberse dirigido fácilmente a cualquier ministro y decirle: «Resulta que la viuda de Prokófiev vive en un apartamento de una habitación (un estudio), queda mal ante la gente. No tiene dónde recibir a las numerosas visitas de amigos rusos y extranjeros, muchos de los cuales son de renombre mundial. No tiene dónde poner los libros y los discos, ni sitio para colgar los cuadros». Finalmente, antes de su partida definitiva —incluso la acompañé en esa ocasión—, le propusieron varias opciones de apartamentos de dos habitaciones, pero ya era tarde, había decidido marcharse.

Una vez que la situación política empezó a cambiar y se pudo ayudar sin correr peligro, creo que Jrénnikov la habría ayudado. Es paradójico que, a pesar de los discursos que había pronunciado y repetido, Jrénnikov siguiera considerando con toda sinceridad que era discípulo de Prokófiev. En su momento escuché dos de sus conciertos para piano y resultaba evidente la influencia de Prokófiev. Lo imitaba. Así que creo que Jrénnikov era consciente de la situación. Mientras no peligrara su posición y su trayectoria profesional, y dentro de unos límites, la ayudaba con toda sinceridad. Sabía hasta dónde podía llegar. Cuando vino el momento de su partida, hecho que todos conocían y que ya no constituía un acto criminal, es muy probable que no pusiera ningún impedimento. En 1974 la acompañó al aeropuerto de Sheremétievo, desde donde abandonó Rusia para siempre.

—¿Quién le habría aconsejado escribir a Iuri Andrópov? —pregunto[108].

—Probablemente, alguno de sus amigos diplomáticos, que eran los que conocían la distribución de poderes. Antes de eso, Avia había escrito a Brézhnev, sin resultado. En cambio, Andrópov era el jefe del KGB en aquel entonces. Ya había cierta disidencia y a alguien se le ocurrió que eso podía dar resultados. Está claro que contaba el hecho de que su hijo viviera en el extranjero y que ella hubiera sido reconocida como esposa del gran compositor.

»En general, Avia no le guardaba rencor a nadie. Sabía que en algunos casos Jrénnikov no había hecho por ella lo que pudo haber hecho porque temía por su posición, y a pesar de ello seguía manteniendo amistad con él.

En la familia Prokófiev se cuentan varias historias relacionadas con la casa de Lina en la avenida Kutúsov.

En cuestiones domésticas Lina era poco exigente, no se ocupaba mucho de la casa. Una vez, nada más poner a freír carne en la sartén, se puso a trabajar en la máquina de escribir y luego, dejando la carne en el fuego, salió de casa. Pronto empezó a salir humo por debajo de la puerta. Los vecinos llamaron a Sviatoslav, él acudió corriendo y, como no tenía llaves, se vio obligado a forzar la puerta. Vio carne carbonizada en una sartén quemada. Al volver, Lina no le dio mucha importancia a lo sucedido, sólo expresó su disgusto por la puerta rota.

Lina también pasaba temporadas en la dacha que Prokófiev tenía en Nikólina Gorá. Serguéi Sviatoslávovich Prokófiev, hijo de Sviatoslav, relata detalles de la vida de su abuela en la casa de la avenida Kutúsov y en la dacha. Por ejemplo, el 8 de noviembre de 2004 en casa de su padre y en presencia de éste, nos cuenta:

Puedo decir que los recuerdos más vivos de mi infancia, aunque tal vez se mezclen también con otros elementos, están relacionados con el Teatro Bolshói. Solía ir allí con mis padres, pero Ava —la llamo así a diferencia de mi primo, que la llama Avia— era la que me llevaba al teatro más a menudo. Me acuerdo de que en una ocasión fuimos a ver un espectáculo, creo que era El jugador. Solían ofrecerle asientos en el palco del director, a la derecha del escenario, donde se oía mal porque muy cerca se colocan normalmente los contrabajos y los instrumentos de viento más potentes, pero en esta ocasión el palco estaba ocupado. Entonces la invitaron al palco central, que se encuentra justo frente al escenario y que era antes el palco del zar. No había sitio para mí, así que me trajeron una silla y la pusieron justo en el centro del palco. Era una ocasión muy especial, me sentía muy orgulloso.

Después del espectáculo ella tenía la costumbre de ir tras los bastidores a «estrechar manos» y felicitar a los intérpretes. Me encantaba esa tradición.

Supongo que en mi infancia esos detalles eran más importantes que la representación en sí. De hecho, muy pocos niños a la edad de siete u ocho años podían encontrarse entre bastidores con todos los artistas, nada más terminar el espectáculo… Por cierto, lo más interesante… Diré por qué era El jugador… Porque me acuerdo de que el escenario estaba inundado de billetes falsos que quedaron allí tras el telón.

Y, por supuesto, impresionaba que Ava conociera a todo el mundo. Se oían carcajadas, risas, reinaba una gran alegría. Yo miraba a los actores, cubiertos de un grotesco maquillaje, sudados, cansados, exhaustos. Desde la sala tenían un aspecto normal, pero de cerca era horrible. El maquillaje era grotesco. Eso me impresionaba.

Por supuesto, fuimos muchas veces. Eche una mirada a la fotografía que está detrás de usted. [En la pared del salón-despacho de Sviatoslav, donde se desarrolla la conversación]. Abajo está ella con los dos hijos y más arriba con los dos nietos. La verdad es que no recuerdo que fuéramos al teatro los tres. Es evidente que me gustaba mucho visitarla. Pero no hay que olvidar el papel de los padres. Ve a visitar a la abuela, decían. Ahora lo entiendo con mis hijas.

De camino a su casa en la avenida Kutúsov, pasaba delante de una panadería donde tenían bollos. Siempre conseguía comprar uno calentito. Llegaba a su pequeño apartamento, una especie de museo o cueva de Alí Babá… Me parecía increíble…, la cantidad de fotos, libros, discos, cuadros, apuntes y revistas. No había visto una cosa igual en ninguna parte. Todo era muy interesante […]

También me acuerdo de haber ido una vez a pasear al parque de Sokólniki, junto a Oleg o sólo los dos.

Me acuerdo del paseo: papá, Oleg y los dos hijos. Lo recuerdo muy bien. Era un día sólo para hombres. Fuimos a Sokólniki, o tal vez a Izmáilovo. Hay una fotografía. A mediados de los sesenta Lina Ivánovna me llevaba a pasear. En cambio, aquella salida no la puedo olvidar, porque tú y Oleg [aquí se dirige a su padre] os burlabais de nosotros, nos metíais en unos puestos de atracción ridículos. Me acuerdo de cómo la gente nos miraba, pensando «pobres hijos»…

Cuando vivíamos todos juntos en la calle Chkálov estábamos muy apretados. Papá, mamá y yo vivíamos en una habitación y, en la otra, vivían Ava y Oleg. En esa habitación las paredes eran de color azul oscuro, azul marino. También me acuerdo de la cama parisina y del baúl, que era una especie de escondite misterioso. Y del aroma matutino a café y a las tostadas quemadas. Ese olor de tostadas quemadas también me esperaba siempre en la avenida Kutúsov. Un humo azul flota por la habitación, huele a café y tostadas.

Me acuerdo también de la vida en Nikólina Gorá, después de que Ava hubiese hecho obras en la dacha. En verano ella solía salir cada tarde. Era el año setenta, justo había acabado el instituto y pasado la selectividad.

Tras hacer los exámenes, un amigo y yo fuimos a la dacha para descansar y esperar noticias de los resultados. Al final de la tarde Ava se iba a algún lado y yo le dije: «Sabes, estaremos en la parte de atrás de la casa, del lado del jardín. Cerraremos con llave la puerta, así que vuelve por el jardín, estaremos fuera». Se hizo tarde, ya habían dado las doce, eran cerca de las dos. Estábamos relajándonos tendidos en butacas en la terraza y, de repente, toc-toc-toc, se la oyó llegar silbando una melodía abstracta, mezcla de ópera, ballet y canción. Venía alumbrándose el camino con una linterna y la vimos subir las escaleras largas del jardín a la terraza. Nos quedamos quietos, ella pasó por delante de nosotros sin notarnos —estaba totalmente oscuro— y yo la llamé, a lo que contestó asustada: «Ah, estáis aquí». Realmente se había llevado un susto y eso que había recorrido en total oscuridad medio Nikólina Gorá, que en aquel entonces era casi un bosque. Eso no le preocupaba nada, pero en ese instante… Claro, sabía que estábamos en casa… Lo digo porque quedaron grabadas en mi memoria su independencia y su valentía.

Si estaba disgustada, era capaz de dar un golpe de tacón y marcharse. Me acuerdo de que una vez iba en coche con papá y Ava. La madre y el hijo tuvieron una discusión, a gritos. Era en la carretera de circunvalación, creo. De repente le dijo a papá: «Para el coche, que me bajo». Todo alrededor era nieve; era la carretera de circunvalación, en los años setenta. Tú no paraste, por supuesto, y ella sabía que no pararías, evidentemente. Pero estoy seguro de que, si hubieras parado, ella se habría bajado. Lo sé por lo que me han contado otras personas. André [Schmidt][109] me contó una historia similar: ella lo dejó tirado en el aeropuerto en el momento del embarque. «Si es así, vaya solo», dijo, a pesar de que era un asunto que concernía a los dos. Ése era su carácter, era independiente. Si no te gusta así, me voy […]

—La recuerda como persona enérgica, independiente, ¿verdad?

—Ante todo, independiente. Siempre tenía gente a su alrededor, siempre había alguien. Es el tipo de independencia que se da con la edad, cuando no hace falta atarse a nada, ni a un lugar, ni a la casa, ni a la persona. Siempre tenía algún sitio al que ir. En su casa apenas se podía comer alguna cosa sencilla. No solía tener comida. No tenía lo adecuado para prepararla. La historia de la carne en la sartén pertenece a un caso excepcional…

»Tenía muchas amistades y siempre estaba fuera. Luego, los teatros y los conciertos. Las mujeres de la taquilla siempre le daban entradas para todo, por más lleno que estuviera. No se perdía nada. En la entrada de servicio n.º 16 del Teatro Bolshói la recibían como si fuera de la familia, con gran admiración. Por lo que recuerdo, en el 99 por ciento de los casos entrábamos por la puerta lateral. Puede que eso fuera menos emocionante, se perdía parte de la “teatralidad”. Enseguida entras en el palco y te limitas a ese sitio y al saloncito adyacente. La salida era directa, hacia abajo […]

—Durante mis visitas a Ava —prosigue Serguéi— la vi muchas veces sentada en el escritorio con una pluma en la mano. Siempre iba apuntando algo, tal vez pensaba escribir un diario o unas memorias. Tenía una gran cantidad de cuadernitos, «cuadernos de apuntes», a rayas. Los usaba para apuntes diarios, hacía las rayas, ponía fechas y en algún sitio apuntaba las fechas de distintos espectáculos, conciertos u otras cosas. Escribía sus anotaciones, eran recuerdos y comentarios.

»Esos cuadernos estaban diseminados por doquier. Yo curioseaba, pero no siempre era fácil leerlos. Vi algunos de esos cuadernos en el archivo, en las cajas de Francis.

—También tenía apuntados diversos asuntos por días y horas, lugar, etc. —precisa Sviatoslav—. Por cierto, había estudiado taquigrafía en su tiempo y en algunos lugares escribía con esos signos. Eso sí que era imposible de leer.

—Ése era el diario —continúa Serguéi—, pero luego, cuando tuvo su primera máquina de escribir, era todo un espectáculo: silbaba, se ponía las gafas y sólo faltaban las bocanadas de humo para que pareciera una auténtica escritora. Tenía su mesa de trabajo siempre llena de papeles, apuntes, etc. Ahora entiendo de quién heredé ese rasgo de desorden. Mi mesa tiene la misma apariencia, independientemente del tamaño.

»Y no eran sólo apuntes, también llevaba una correspondencia enorme, puesto que siempre contestaba a todas las cartas, a pesar de los tiempos que corrían y de las restricciones. No sé cómo enviaba las cartas, posiblemente fuera a través de alguien…

—¿Cuándo la vio por última vez?

—Antes de que se marchara.

—¿Y no la vio en Occidente?

—No. Cuando surgió la cuestión de ir al extranjero por primera vez en el año 1986, yo ya trabajaba. Oleg me invitó, pasé por un infierno de trámites. Para entonces tenía una familia, dos hijos, pero me dijeron en el Departamento de Visados y Registros que consideraban mi viaje inoportuno. Punto. Adiós. En 1989 me dejaron salir por primera vez para ir a su funeral. Me da náuseas acordarme de todos esos burócratas y contables que estaban allí. Cada uno preguntaba: «¿Por qué su tío vive allí? ¿Qué cuadros pinta?». ¡Caray!, piensa uno, no es asunto de ellos. Por fin me dieron permiso, pero entonces fueron los franceses los que empezaron a obstinarse. La embajada francesa me denegó el visado: «Usted es un pariente lejano, no es obligatorio que vaya al funeral». ¡Qué infamia! Entonces nos pusimos en contacto con nuestro abogado André, que estaba bien establecido y, sin pensarlo dos veces, escribió una carta al ministro de Asuntos Exteriores de Francia. Aquello tuvo su efecto, pues unos días mas tarde, a las 8:15 de la mañana, sonó el teléfono. Medio dormido, yo no entendía nada: «Le llamamos de la embajada francesa. Por favor, venga a vernos cuando guste». Ni tan siquiera entendí de qué se trataba. «En la entrada dejamos todo para usted». Fui allí cuando me convino, me recibieron en la entrada y casi me llevan en brazos a ver a la embajadora. Ella en persona habló conmigo, se excusó y me dio un visado para un mes —termina su relato Serguéi Sviatoslávovich.

Las autoridades nunca hubieran «entendido» el deseo de Lina de abandonar la URSS.

Tan sólo una vez la dejaron ir a la República Democrática de Alemania para asistir a una representación de El ángel de fuego. También visitó otros países del «campo socialista», como los llamaban, de los cuales tampoco se podía salir.

Su deseo de irse de la URSS, donde había sufrido tanto, serviría de argumento adicional para atribuir «intenciones criminales» a la exconvicta. Ese tipo de deseos era mejor que no existieran. El motivo que podría ser más o menos aceptable para el KGB surgió debido a los cambios en la vida de Oleg Serguéievich.

Como se ha dicho ya, Oleg se separó de Sofía Feinberg en los años sesenta y en 1969 se casó con la inglesa Camilla Gray. Así empezó una nueva etapa de su vida. Volviendo al tema de la dacha en Nikólina Gorá, recordemos que la casa pasó a manos de los hijos de Prokófiev por decisión de la cooperativa de dachas. Pero, para sorpresa de todos, Camilla decidió «de repente» que las dos familias no podían vivir bajo el mismo techo. A los otros miembros de la familia, que como ciudadanos de la URSS estaban acostumbrados a vivir en pisos comunales y en dachas compartidas, esa decisión les pareció absurda y un inexplicable capricho. Sin embargo, Camilla insistió en su propósito y poco después la pareja se mudó a una casa estupenda en las afueras de Moscú.

Lina no cambió su relación con Sofía, su anterior nuera, como ésta recuerda:

Yo valoraba mucho el hecho de que, tras la boda de Oleg con Camilla, Lina Ivánovna dijera que yo seguía siendo su nuera favorita. En especial porque ella sufrió mucho por nuestra ruptura. El tiempo fue pasando, nos divorciamos, pero se mantuvieron las buenas relaciones. Al principio Lina fue tajante, dijo que nunca pisaría la puerta de esta casa y que se vería con Seriozha en la plazoleta. Luego todo se arregló y volvió a la normalidad. Trataba bien a Víctor. La vida siguió su curso.

Lina también mantenía buenas relaciones con Camilla, se compenetraban bien y Lina valoraba su inteligencia y auténtica espiritualidad. En 1970 vino al mundo Anastasia, la hija de Camilla y Oleg, nacida en Inglaterra.

Luego ocurrió la tragedia. Era difícil de creer. Al volver a la URSS, durante unas vacaciones en Sujumi, Camilla falleció repentinamente.

Los padres de Camilla, abuelos de Anastasia, vivían en Inglaterra. Deshechos por el dolor, quisieron enterrar a Camilla en su tierra y hacerse cargo de la educación de su nieta. Oleg obtuvo permiso para asistir al funeral de Camilla Gray en Inglaterra, dejó la maravillosa casa que siempre le recordaría su felicidad con Camilla y se marchó.

Sofía cuenta extrañas historias acerca de la casa:

Oleg compró esa casa tan bonita. Cuando él se fue con el féretro de Camilla a Inglaterra, nadie sabía qué hacer con la casa. Todos estaban apenados y nadie quiso trasladarse allí. Estuvieron a punto de venderla a una famosa pareja de ballet, pero las circunstancias lo impidieron. En el gran salón de la casa colgaba una escultura de madera de un ángel, obra del siglo XVIII. El bailarín y futuro dueño de la casa le puso una vela en la mano al ángel y le quemó una mejilla, que se ennegreció. Además, al ensayar en la sala (algo incomprensible, pues la casa aún no les pertenecía), rayaron el parquet. Lina estaba extremadamente indignada. «¿¡Cómo!? Si aún no han comprado la casa y ya se portan de esa manera tan descuidada». Los echó sin miramientos y se negó a venderles la casa. Y hay que añadir otra cosa: el maravilloso pintor que finalmente habitó la casa tampoco tuvo suerte: su joven esposa, mujer de gran talento, también falleció muy joven. Así era esa casa.

Esas circunstancias trágicas constituyeron la causa «justificada» para que Lina pidiera permiso para salir. Es obvio que los tiempos habían cambiado algo, ya no se mataba a los ciudadanos a millones, pero se los seguía vigilando de cerca. A veces los metían en prisión; otras, los mandaban al exilio.

A su edad avanzada, el deseo de ver a su hijo menor y a su nieta podía servir de fundamento (único, ciertamente) para viajar a Inglaterra. No obstante, todas las cartas y peticiones de Lina quedaban sin contestación, era como si un sólido muro se levantara ante ella, sin ningún resquicio posible.

Entonces fue cuando a alguien se le ocurrió escribir una petición de permiso de salida al mismísimo jefe del KGB, a Iuri Andrópov.

—Lo curioso es que Iuri Andrópov le hiciera caso —dice Sviatoslav—. Ese borrador apareció en las cajas que Francis, la tercera mujer de Oleg, ya viuda, entregó al archivo. Puede haber otras cosas aún. Cuando falleció Oleg, todo quedó en manos de Francis y nadie habló con ella sobre el asunto. Menos mal que ella no lo tiró sino que lo recogió todo y se lo entregó a Noelle Mann para el archivo. Cuando fui al archivo y vi todas esas cajas, me dio mucha pena… [Resultó que Serguéi tenía el borrador de la carta dirigida a Andrópov que yo había escrito a máquina decenas de años atrás].

Han pasado más de treinta años desde que yo escribiera a máquina esa carta para Lina Ivánovna y ahora tengo una copia de nuevo delante de mí, entre otros documentos que me facilitaron Sviatoslav Prokófiev y su hijo Serguéi.

En el próximo capítulo explicaré los hechos que llevaron a que fuera precisamente yo la que escribiera esa carta a máquina. Eso no es tan importante, lo increíble es tenerla ante mí tras el paso de tantos años. Por supuesto, no me acordaba exactamente del texto que escribí, y creo que hubo alguien más que participó en su redacción con mano experta, no sólo en la gramática, sino en el uso de estereotipos y argumentos fáciles de digerir. La carta está escrita en el mejor estilo y con los clichés más apropiados para este tipo de organización. Resulta muy fina, sobre todo en la manera de añadirle a la palabra «interés» el adjetivo «insano» con el que se consigue el tono servil necesario en estos casos. Pienso que entre las dos escribimos un borrador. Al releerlo ahora, me sorprende que, de hecho, todo lo que contiene sea pura verdad. Lina no era capaz de decir o escribir algo que no fuera verdad, nunca lo hacía. Por supuesto, toda esa verdad no hacía más que causar repugnancia a los órganos de seguridad del Estado, y los hechos que se citaban, fuera de la manera que fuese, debían de producirles exasperación. Pero, al parecer, el nombre de Prokófiev jugó un papel importante en este asunto. En todo caso, la transcribo a continuación por su interés intrínseco como documento:

Al Presidente del Comité de Seguridad Nacional del Consejo de Ministros de la URSS

Camarada I. V. Andrópov

De: L. I. Prokófieva, pensionista personal de importancia nacional

Moscú, Kutúzovski Prospekt, 9, apt. 177

Tfno. 243 76 73

Distinguido Iuri Vladímirovich:

Debido a circunstancias especiales me veo obligada a dirigirme a usted con una petición de carácter personal. Soy la viuda del mundialmente conocido compositor S. S. Prokófiev. Nací en España en el año 1897. En 1919 lo conocí en Estados Unidos y en 1923 me casé con él en Alemania. Nuestros hijos nacieron en París, Sviatoslav en 1924 y Oleg en 1928. En el pasado fui cantante tras estudiar en Italia. Actué en la ópera y en conciertos de mi marido en Estados Unidos y en muchos países europeos. Cuando Serguéi Serguéievich decidió volver a su patria apoyé su decisión. En 1936 la familia entera se trasladó a la Unión Soviética, donde obtuve la ciudadanía soviética. La Unión Soviética se convirtió en una segunda patria para mí y para mis hijos. Aquí nacieron y crecieron mis dos nietos mayores. En la actualidad estoy organizando el archivo y la fototeca de S. S. Prokófiev.

En 1969 mi hijo menor Oleg Prokófiev se casó con la inglesa Camilla Gray, hija de Basil Gray, orientalista de renombre mundial, director vitalicio y exconservador del Museo Británico. Camilla fijó su residencia permanente en la URSS. En 1970 nació su hija Anastasia, en Inglaterra. Camilla volvió a la URSS con la recién nacida.

El 17 de diciembre de 1971, la esposa de Oleg murió repentinamente en Sujumi. Él obtuvo permiso para ir con su hija pequeña al funeral de su esposa en Inglaterra. En la actualidad posee un pasaporte soviético válido por 5 años. Mi nieta Anastasia vive con los padres de la difunta esposa de Oleg.

A comienzos de 1973 los padres de Camilla me invitaron a Inglaterra. Entregué los documentos en el OVIR [Departamento de Visados y Registros] para tramitar un visado de salida por tres meses para Inglaterra.

Estuve esperando la respuesta casi 8 meses (lo cual, a mi edad, es un lapso de tiempo bastante largo) y, finalmente, me denegaron el permiso de salida. Luego tuve una audiencia con el camarada Zolotujin, subdirector del OVIR, pero no logré que me aclarara las razones por las que me denegaban el permiso para realizar ese viaje de carácter totalmente privado. Ya soy muy mayor y me atormenta la idea de morir sin haber visto a mi hijo y a mi nieta. Me cuesta mucho aceptar esa cruel injusticia del OVIR respecto a mí.

En mi condición de viuda de S. S. Prokófiev soy ampliamente conocida en el extranjero y en el ambiente cultural. La imposibilidad de obtener un permiso de salida atrae un interés insano en los círculos de prensa occidentales. Quisiera evitar el escándalo, pues, con cada mes que pasa, me resulta más difícil afirmar que los documentos de permiso de salida están en trámite.

Es precisamente por la falta de razones para denegarme el visado de salida por lo que me he visto obligada a dirigirme a usted con la petición de que revise mi caso y me ayude a obtener el permiso de salida de la URSS para viajar a Inglaterra por tres meses a fin de ver a mi nieta y a mi hijo.

Le agradezco su atención de antemano y espero tenga a bien considerar favorablemente mi petición.

Atentamente,

Lina Prokófieva

16 de agosto de 1974

Poco después, Iuri Andrópov dio una orden personal para que a Lina se le concediera un pasaporte para salir al extranjero.

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