Lilith

Lilith


CAPÍTULO 01

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—Comercio, comercio, comercio —repetía con ojos centelleantes—. Inglaterra se enriquece adorando al ídolo de la prosperidad y la ganancia. ¿Se dan cuenta de que ese ídolo tiene los pies de barro? ¿Advierten que esa riqueza y esa prosperidad están edificadas sobre los sufrimientos de los pobres? Nuestra tarea es derribar ese ídolo y hacerlo pedazos contra el suelo.

Con su nuevo amigo William podía hablar de sus propias aspiraciones; su lengua se liberaba de toda traba, y sus ojos resplandecían con un ardor similar al del señor David Young.

—Debes hablar alguna vez. Debes contar a la gente de la ciudad los sufrimientos del campesino. Volveremos a vernos. Aquí... mañana.

De esta manera, William encontró en Londres algo que el campo había sido incapaz de proporcionarle.

 

 

El restaurante de Sam Marpit empezaba a animarse. Sam se hallaba a la puerta con un historiado atuendo nocturno: el chaleco blanco con flores rojas y azules, la corbata más ondulante que nunca, y un gran clavel en el ojal; con su cajita de rapé en la mano, daba la bienvenida a sus clientes, ofreciendo a los más estimados una pizca de la costosa sustancia.

Sam se sentía satisfecho de sí mismo. El restaurante Marpit's estaba haciendo un espléndido negocio. Muchos clientes acudían porque la comida que allí encontraban era de lo mejor —Sam se encargaba de ello—, y otros muchos, por ver a la extraña muchacha que, como Sam reconocía, tenía un poco de talento para bailar, un poco de talento para cantar, y mucho talento para atraer clientes.

¡Lilith y los «siete velos»! Eso era lo que atraía a la mayoría de ellos. Sam se daba palmaditas de felicitación cien veces al día. Él sabía lo que se hacía. Había visto algo en ella cuando bailaba en la calle con el organillero italiano. «¡Lo que importa es atraer a gente!», decía Sam.

¡Lilith! El mismo nombre era un regalo divino para el dueño de un restaurante, pues, ¿a quién se le podría haber ocurrido «Lilith», por mucho tiempo que pensara en ello? Era alguien de la Biblia, creía... no uno de esos personajes corrientes como Eva o Dalila, que todo el mundo conoce, y cuyos nombres pondrían a alguna Jane o Sally los dueños de restaurantes menos selectos. ¡No! Lilith era exclusiva, del tipo de las que atraían a la gente importante. Nadie sabía gran cosa acerca de esa Lilith de la Biblia, y no les agradaba reconocerlo, así que adoptaban un aire de misterio. Lilith era misteriosa. Ésa era la palabra. Y ver a Lilith bailar la Danza de los siete velos con las luces amortiguadas... Bueno, eso era, en opinión de Sam, la guinda del pastel. Naturalmente, si pudiera no haber nada debajo de aquel séptimo velo. Bueno, sería el no va más. Esas cosas tendrían que hacerse en un sótano y ésa era una casa respetable. «Yo la mantengo limpia y respetable», le había respondido al caballero del monóculo cuando le sugirió la posibilidad de montar una pequeña empresa en un sótano. Pero era Lilith quien lo había decidido; a decir verdad, Sam no se habría mostrado reacio a establecer un negocio de sótano, pues no había duda de que daba dinero.

A Sam le gustaba el dinero, no sólo las cosas que se compraban y se hacían con él. Simplemente, le gustaba el dinero; el dinero le emocionaba.

—Me gusta —le decía a Fanny—. Me gusta sentirlo en las manos. Me gusta verlo llegar.

Y así estaba ahora, a la puerta del restaurante, murmurando «Buenas noches» a los clientes, acariciándose primero el mechón de pelo alisado sobre su frente con aceite de macasar, luego el clavel del ojal, exhibiendo la cajita de rapé de oro, calculando el dinero que entraba, aspirando el olor de la tartaleta de anchoas, que era la especialidad de la casa, así como el aroma de los demás manjares. En realidad, no estaba tan despreocupado como parecía; se sentía inquieto, y se sentía inquieto por Lilith.

Acababa de entrar Dan Delaney; fumaba un puro, y su expresión era firme y resuelta; casi con toda seguridad, se hallaba allí por cuestión de negocios. Si no, ¿por qué iba a abandonar su propio establecimiento a aquella hora para visitar como cliente el de su rival?

Dan era un hombre listo, un hombre a quien le gustaba el dinero tanto como a Sam y quizá, pensó virtuosamente Sam, menos escrupuloso que él con respecto a la forma de ganarlo. Tenía entendido que un sótano muy acogedor, situado debajo del restaurante de Delaney, era frecuentado por los ricos.

Por consiguiente, Sam sabía que Dan había acudido a Marpit's con algún proyecto concreto, y, como Sam se dijo a sí mismo, apostaría los ingresos de una semana en Delaney's contra una tarta de un penique a que tenía algo que ver con Lilith.

Así era; Dan quería llevársela a Delaney's.

Lilith estaba en la pista; se habían amortiguado las luces, pero no tanto como se haría más tarde, cuando representara el número de los velos. Con la gracia que la caracterizaba, estaba cantando una de aquellas viejas canciones de Cornualles tan divertidas; y llevaba el vestido rojo de rosas en la falda y una cinta roja en el pelo. Había insistido en llevar ese vestido, y Sam reconoció que le quedaba perfectamente.

En ese momento había comenzado otra canción; la cantaba al son de una danza que se bailaba en su región natal, y ella misma le había puesto la letra. Se le daba bien poner letra a las melodías, lo cual era importante por lo que se refería a los restaurantes y los clientes habituales. Acudían igual que un gatito hambriento ante un plato de leche. Sam consideraba que la libra semanal que ya ganaba se la tenía bien merecida.

Tras haber terminado la canción, entró en el cuartito situado detrás del bar que utilizaba para cambiarse de ropa.

Él esperó un rato y, luego, se deslizó con discreción fuera de la sala y dio la vuelta por el pasillo que conducía a otra puerta del cuarto de Lilith.

Llamó con los nudillos, y ella respondió: «¡adelante!» con aquel extraño acento de extranjera y no extranjera al mismo tiempo, una forma de hablar que desempeñaba su papel en la atracción que ejercía sobre los clientes.

—Oh —dijo, mirando a Sam—. Eres tú.

—Sí, yo soy —respondió Sam.

Ella estaba muy guapa con el vestido rojo y la cinta roja en los rebeldes cabellos.

—Se está llenando la sala —indicó él, dándose su característica palmadita.

—Sí —respondió Lilith, con no menos satisfacción que la de él—. Vienen a ver los «siete velos».

Sam era un hombre cauto. Dijo:

—Sí, y a probar la tartaleta de anchoas de Fan y uno de sus solomillos o sus chuletas, y a tomar unas copas. Te apuesto tus ganancias de esta noche contra un pastel de un penique a que no encuentras en todo Londres una tartaleta de anchoas como la que hace Fan.

Lilith soltó una risita despreciativa. Era insolente, segura de sí misma, plenamente consciente de aquel indefinible poder que poseía de atraer clientes.

Sam se sintió nervioso. Desde hacía algún tiempo había venido formándose en su mente una idea que ahora estaba adquiriendo unos perfiles muy concretos. Había empezado cuando intentó besarla en una ocasión como ésta y ella había reaccionado dándole una patada en la espinilla. Ella nunca utilizaba las manos, sino los pies; y pensó que nunca había visto una chica con una cara tan guapa y capaz de hacer unas muecas tan horribles.

A Sam le parecía una necedad que una chica como Lilith y un hombre como él no fuesen un poco más amigos. No resultaba natural. Cuando se aplicaba brillantina en el pelo y se ajustaba la corbata, cuando se colocaba una flor en el ojal y se miraba en el espejo con la cajita de rapé en la mano... Bueno, ¡ni el propio príncipe regente! Había todavía personas que se acordaban del príncipe, y, una vez, le habían dicho: «Sam, si pesaras un poco más, serías el vivo retrato del regente, y me refiero a cuando era regente, antes de ser rey y volverse tan feo.»

Pero Lilith se mantenía distante; además, no quería tener nada que ver con otros que andaban detrás de ella. No tenía sentido. No era de las que no podían soportar la proximidad de los hombres por temor a sus malos pensamientos. No había nada de eso en Lilith. Lo que ella podría ser se traslucía en su danza; ésa era una de las razones que atraían a los clientes. ¡Prometedora! Eso era Lilith. Sólo que no tenía sentido que esas promesas no se cumpliesen.

Sam creyó comprender. Lilith buscaba algo más que un dominio temporal sobre Sam y el restaurante Marpit's.

—Bien, Lilith —afirmó; y siempre tenía que reprimir su deseo de llamarla Lil, lo que no sería conveniente para el negocio—. Bien, Lilith, no niego que eres muy útil para atraer clientes, pero ¿has pensado alguna vez en la forma en que te encontré bailando a los sones de un organillo? —Los despreciativos ojos de Lilith se posaron en la palmeante mano, como indicando que, mientras se palmeara su propio muslo, ella no se quejaría—. Muchas veces me digo: «Sam, muchacho, de no ser por ti, esa chica se estaría muriendo de hambre cuando no pudiera vender sus baladas.»

—Algún otro podría haber visto lo que tú viste, Sam. Nunca se sabe.

—No creas, Lilith. Yo tengo un ojo especial para estas cosas.

—Bueno, te agradecería que te volvieses mientras me cambio.

Se había espabilado demasiado... se estaba haciendo demasiado londinense. Ya era bastante despierta sin necesidad de eso.

—Gratitud —dijo él con tristeza—: eso es algo que un hombre nunca encuentra. Las educas, las enseñas, ¿y qué hacen ellas? ¿Te dan las gracias? No; se revuelven y muerden la mano que las alimenta.

—O les dan patadas en las espinillas cuando se les ocurren malas ideas.

—Lilith —dijo gravemente—, ¿quién habría hecho por ti lo que he hecho yo?

Ella pareció reflexionar.

—¿Dan Delaney? —sugirió.

Sam se sintió lleno de pánico.

—¡Ése! Lilith, no me gustaría verte caer en sus manos. Tiene mala reputación. De Marpit's puedes decir lo que quieras, pero es una casa respetable.

—Hubo un tiempo en que estabas pensando en hacer alguna otra cosa. ¿Recuerdas cuando pensaste en convertir ese sótano tuyo en...?

—Oh, no hablaba en serio de eso. Lilith, he estado pensando mucho en nosotros... en ti y en mí, quiero decir.

—¿En serio, o como pensabas en aquel sótano?

—Muy en serio. Hace más de un año que viniste aquí. Has cambiado mucho, Lilith. Cuando pienso en lo que eras cuando te recogí de la calle, como si dijéramos...

—Y me cuidaste tan bien, y me pagaste tan bien, y nunca intentaste propasarte. Sigue. Ya he terminado eso por ti.

—Bueno, es verdad. Yo sé... —sonrió, mientras se miraba el clavel—. Yo sé, Lilith, que ha habido veces en que se me han ocurrido ciertas cosas. Es natural. Soy humano. No lo niego.

—No serviría de nada. ¿Vas a ofrecerme más dinero?

—Más que eso, Lilith.

—¿Más que dinero?

—Yo mismo —respondió él con dramatismo—. Lilith, me ofrezco yo mismo para ti. ¿Qué te parecería ser la señora Marpit?

—Bueno —respondió Lilith, por un momento desconcertada—, no había pensado en eso.

Sam se acercó a ella y le posó las manos sobre los hombros; su rostro irradiaba generosidad y benevolencia.

—¿Por qué no? Quizás es esto lo que estaba en mi mente el día en que te vi con el organillero. Quizá me dije a mí mismo: «¡Ésta es la mujer de mi vida!»

—Y quizá no te lo dijiste —repuso Lilith.

—Bueno, no pareces muy complacida, ¿no es ésta una buena oferta?

—No lo sé. Podrías no estar hablando en serio.

—Yo siempre hablo en serio.

—Como cuando querías aquel sótano.

—Eso fue una ventolera momentánea, nada más. ¿Yo? ¿Dirigir un sótano como Dan Delaney? ¡Ni hablar! Respeto demasiado a las personas que trabajan para mí. Yo fundé aquí un negocio honrado y quiero que siga siendo...

—¡Respetable! —le interrumpió Lilith.

—Me quitas las palabras de la boca, Lilith. Bien, ¿qué respondes? ¿Cuándo vas a fijar la fecha de la boda?

—Necesitaría tiempo.

—¡Tiempo! —farfulló él.

—¿No lo sabías? Una dama siempre debe disponer de tiempo para considerar una propuesta.

Se despojó del vestido rojo y quedó cubierta sólo por las mallas y por el corpiño de color carne que se ceñía tan ajustado a su figura que parecía que no llevase nada encima. Él la había visto así muchas veces, como la veían los clientes en la penumbra de la sala; pero al mirarla ahora, comprendió que estar casado con Lilith significaría algo más que ahorrarse veinte chelines a la semana y librarse del temor a la intervención de Dan Delaney.

—Lilith —dijo, con tono emocionado—, tú eres diferente. No sé cómo decirlo.

—¡Esa sí que es buena! —se burló ella—. ¡Hay algo que Sam Marpit no sabe cómo hacer! ¡Quién lo hubiera imaginado!

—Bueno, vamos a ver, ¿quién fue el que...?

—¿Me recogió de la calle? ¡Tú! —respondió Lilith; y giró sobre sí misma para ofrecerle una vista de su persona desde todos los ángulos, como diciendo: ¡Mira lo que podrías tener y que no sabes aún si podrás tener! Lilith era una provocadora nata, y eso era algo que él siempre había dicho que no soportaría. Sin embargo ahora se lo admitía a ella.

Lilith entonó las palabras con la música de una de sus canciones.

—Me sacaste de la calle, eso es lo que hiciste, Sam Marpit, eso es lo que hiciste. Pero hay otros en esta ciudad, Sam Marpit, a los que les encantaría recibirme, a los que les encantaría recibirme.

—Basta —exclamó él—. Reserva para los clientes tus bailes y tus canciones. Que para eso se te paga.

—Bueno, Sam, pues a ti te lo estoy dando gratis para demostrarte lo agradecida que estoy porque... me sacaste de la calle, Sam Marpit. Eso es lo que hiciste. Eso es lo que hiciste, Sam Marpit. Eso es lo que hiciste por mí...

. Sam echó a andar hacia ella; Lilith se había detenido, con ojos centelleantes y el pie listo para golpear.

—¡Muy bonito! —se quejó Sam—. Un tipo se declara, te pide que te cases con él, y eres incapaz de darle una respuesta cortés.

—Tendrás una respuesta cortés; pero las respuestas corteses necesitan tiempo.

Empezó a arrollarse la muselina en torno al cuerpo. Él la veía tan guapa como siempre, con las mallas color carne trasluciéndose bajo la muselina exactamente igual que si no llevara nada encima. Aquella danza de los velos era una auténtica atracción; y Dan Delaney estaba dispuesto a ofrecer... ¡sólo él sabía qué!

—Necesito que me respondas ahora... ¡Ahora! —gritó.

Ella le hizo una reverencia.

—Lo siento, Sam. Lo siento, Sammy, muchacho. Tú me trajiste aquí desde la tristeza a la alegría...

—¡Lilith! —exclamó él.

—¿Samuel?

—¿Cuál es la respuesta? —Espera y verás. Empezó a cantar:

—¿Cuál es la respuesta? Espera y verás...

Lilith se comportaba esa noche de una manera alocada. Sabía todo lo referente a los temores y los deseos de él. Sabía también lo que de verdad había pensado acerca de aquel sótano; y, sobre todo, sabía que Dan Delaney estaba sentado esa noche en la sala.

Se había puesto ya el último velo.

—Te lo comunicaré, Sammy. A su debido momento. Debes saber que lleva algo de tiempo. Sigo queriendo mi dinero todas las semanas y tendría que tener a mi familia aquí, conmigo. Esta clase de cosas hay que hacerlas con calma —dijo.

Sam se aplacó mientras ella permanecía delante de él —ruborizada, ansiosa, lista para salir a la sala y darles lo que querían ver—, porque en el fondo de su corazón sabía que la gente acudía a ver a Lilith. Había muchos sitios en los que podían cenar.

—Démonos un beso entonces —le pidió él—. Démonos un beso mientras tanto.

—Bueno, si haces lo que yo te diga...

—¿Qué es?

—Coge con la mano la cajita de rapé. Así. Ahora sujétala bien y extiéndela como si le estuvieras ofreciendo una pizca a un caballero. Ahora ponte la otra mano en la corbata. Muy bien. Perfecto.

Se acercó a él y le dio un beso en la mejilla.

Luego, retrocedió un paso, riendo.

—Eso es todo, Sam Marpit, por el momento.

A continuación, salió, y él oyó los murmullos y los aplausos cuando apareció en la sala. Habían acudido por ella, desde luego. No cabía ninguna duda.

Entró en la sala, ya a oscuras, y la miró. Miró también a Delaney.

«¡Esta vez te llevo ventaja, Dan!», pensó; y sonrió con satisfacción, pensando en Lilith con todos los velos, y sin velos, y sin las mallas de color carne tampoco. Pensó en el dinero que ingresaba esa noche y consideró que Sam Marpit era realmente listo.

 

 

Napoleón salió con su escoba. Tenía una escoba nueva preciosa, un regalo de Lilith. Era una clase de escoba especial, pensaba; y ello se debía, sin duda, al hecho de que se la había dado Lilith. Todo en Lilith era especial. Amanda era amable con todo el mundo, y Lilith no siempre era amable. Napoleón se lo había pasado maravillosamente bien desde que sus amigos le habían llevado a una ciudad maravillosa; amaba a todos sus amigos, pero su amor especial era para Lilith. Era emocionante contemplarla. Tenía vestidos hermosos y bailaba y cantaba en el ático cuando les mostraba cómo se había hecho rica en el restaurante. Napoleón consideraba a Amanda tan bella que creía que no debía mirarla; pero Lilith era tan bella que no podía dejar de mirarla.

Lilith le abofeteaba cuando estaba enfadada; a él no le importaba. Un bofetón era mejor que la indiferencia. A veces, le sonreía e, incluso, le daba un beso. «Pobrecillo Nap —decía—. Toma un penique y juégatelo a cara y cruz con un vendedor de tortas; y aquí tienes otro penique por si pierdes.»

Ella le había dado ahora esa nueva escoba, que constituía para él un auténtico tesoro; estaba dispuesto a pelear contra cualquiera que intentara quitársela.

Salió a la calle muy orgulloso y feliz. Quién sabe, quizás ese día encontrase un caballero que le diera un chelín. La vez en que había sucedido semejante maravilla parecía muy lejana, así que, sin duda, había llegado el momento de que volviera a suceder. «Hoy. Estoy seguro de que será hoy.»

Ya tenía su propio cruce y se sentía importante. El viejo que le había permitido ocupar ocasionalmente su puesto se había retirado; y el policía que se situaba en las proximidades, y al que divertía la curiosa forma de hablar de Napoleón y su entrega a la profesión, era muy amable.

Estaba empezando a llover, y Napoleón hubiera podido ponerse a cantar de alegría, pues ¿qué mejor para un barrendero de cruces que un día lluvioso? Los cruces se barrían con gran rapidez los días de lluvia. Aquí, un penique; allí, medio penique; allá, nada en absoluto. Pero sólo los realmente duros de corazón podían resistirse al resplandeciente optimismo que brillaba en el rostro de Napoleón.

Y entonces sucedió el milagro.

Era un hombre alto de pelo rubio; un caballero, Napoleón no tenía la menor duda; además el trabajo de barrer cruces le enseñaba a uno a distinguirlos.

—¿Cruce, señor? ¿Quiere cruzar?

El hombre rubio se detuvo y miró a Napoleón.

—Oye, ¿de qué parte del mundo eres?

—De Cornualles, señor.

—¿De qué parte de Cornualles?

—Verá, señor, estuve en el Asilo de Bodmin antes de ir a la granja Polgard, cerca de Looe.

—Vaya —respondió el hombre—, qué curioso. Yo también soy de esa zona. Los Polgard, ¿eh? Conozco bien ese lugar. ¿Y cómo es que has venido a Londres? —Sonrió—. Ya sé. Quieres hacer fortuna.

—Sí, señor.

—Entonces, bárreme el cruce.

Napoleón así lo hizo, y, cuando llegaron al otro lado de la calzada, el hombre alto añadió:

—Toma, para que vayas formando tu fortuna.

Cuando se hubo ido, Napoleón abrió desmesuradamente los ojos, estupefacto, pues era medio soberano lo que tenía en la mano. No podía creerlo.

Evidentemente, no iba a seguir barriendo ese día. Llamó al chiquillo que se ocupaba de los cruces cuando sus propietarios querían tomarse un rato libre, y se fue derecho a casa.

Allí encontró a Lilith y Amanda; Lilith estaba preparándose para ir al restaurante.

—Vienes muy pronto —observó Amanda—. Debe de haber ocurrido algo. Por la cara que traes, parece como si hubieras encontrado al caballero que te dio un chelín.

—Yo he... —tartamudeó Napoleón—. Sólo que no... Pero esto es más. Mira.

La moneda brilló en su mugrienta mano.

—¡Medio soberano! —exclamó Amanda—. ¿Quién te ha dado eso, Napoleón?

Hasta Lilith quedó impresionada, según observó complacido Napoleón. Cogió la moneda.

—Es bueno —dijo.

—Lo sabía —exclamó Napoleón, con una sonrisa radiante—. El que me lo dio era un verdadero caballero. Me dijo: «¿Y de qué parte del mundo eres?» Y yo dije: «De Cornualles, señor.» «Vaya —respondió él—, es curioso, porque yo también soy de esa zona. Los Polgard... Los conozco bien...»

—Alguien de Cornualles —repitió Amanda—. Alguien que conocía a los Polgard... ¿Quién será?

—Era un verdadero caballero —aseguró Napoleón—. Dijo: «Para que vayas formando tu fortuna...» Porque me preguntó si había venido a hacer fortuna.

Lilith estaba inmóvil, y su rostro había palidecido intensamente. Dijo, con lentitud:

—Nap... piensa... debes recordar. ¿Cómo era ese caballero?

—Oh, era alto.

—¿Tan alto como quién?

—Más alto que William. Más alto que nadie que yo conozca.

—¿Era rubio o moreno?

—Rubio. Como dorado.

—¿Y hablaba como un caballero, un caballero de verdad?

—Oh, sí, era un caballero de verdad. Sin ninguna duda.

—¿Hablaba un poco más despacio que la mayoría, con una especie de risita al final de la frase, como si se estuviera burlando... pero a buenas? —Sí.

Lilith apretó los puños.

—¿Lo dijo así: «Oye, ¿de qué parte del mundo eres? Qué curioso. Yo también soy de esa zona»?

—Así es exactamente como lo dijo. Parece como si lo acabara de decir él mismo.

—¡Frith! —exclamó Amanda—. Era Frith.

Los ojos de Lilith se habían tornado más grandes y más oscuros, llenos de una súbita ira. Agarró a Napoleón por los hombros y le zarandeó.

—¡No le dijiste dónde estábamos! ¡Le dejaste ir!

—No sé. No sé qué quieres decir. ¿Hice algo mal? —Dirigió una mirada suplicante a Amanda, que acudió de inmediato en su ayuda y le liberó de las manos de Lilith.

—¿Qué le estás haciendo? ¿Te has vuelto loca?

—¿No te das cuenta? —exclamó Lilith, dominada por la emoción—. Era Frith el que le hablaba... Era Frith...

Calló y se dio media vuelta, con expresión meditativa. Él estaba en Londres, y por eso ella había ansiado ir a la ciudad. Todos los días había esperado que él la encontrara; era necesario. Lilith siempre había creído que él debía encontrarla a ella... no ella a él. Había aprendido mucho desde que trabajaba en el restaurante de Sam Marpit. Se preguntaba a menudo si a Frith le agradaría verla ahí tanto como le había agradado en Cornualles. No habría podido soportar verle turbado al encontrarse con ella; debía estar encantado, embelesado, como estaría ella. Por eso el encuentro tenía que ser casual. No debía parecer que ella le hubiese buscado.

Pero, si pudiese provocar esa casualidad, sutilmente, de modo que él ni lo intuyera... ¡qué gustosamente lo haría!

No dijo nada más hasta que se quedó a solas con Napoleón; entonces, le puso las manos sobre los hombros y le explicó:

—Nap, cuando barras los cruces de las calles, tienes que estar atento para ver a ese caballero. Y cualquier cosa que hagas tienes que dejarla inmediatamente. Tienes que traerle hasta mí. ¿Lo entiendes?

—Sí, Lilith.

—¡Cualquier cosa que estés haciendo!

—Cualquier cosa que esté haciendo. Si estoy barriendo un cruce para la reina, la dejo que pase sola chapoteando... aunque me dé un soberano, como el caballero. Y te lo traigo aquí, Lilith.

Después de eso, Napoleón sólo tenía una ambición. No era barrer un cruce para una dama o un caballero que le diera un chelín, ni aun medio soberano; era llevarle aquel caballero a Lilith.

 

 

Terminó el año y comenzó uno nuevo. Era el segundo que pasaban en Londres, y fue un año de frustración para Lilith, Napoleón y Sam Marpit.

Napoleón salía cada día con la seguridad de encontrar al caballero rubio; pero pasaba cada día sin conseguirlo. A Napoleón le iba muy bien; era uno de los barrenderos de cruce más prósperos. A las damas les gustaba su forma de hablar, y a los caballeros, la ansiedad con que escrutaba sus rostros. El pequeño barrendero llegado del campo se había convertido en una figura muy conocida; pero en vano esperaba el regreso del caballero rubio cuya aparición tanto habría significado para Lilith... y, por consiguiente, para Napoleón.

Lilith se sentía esperanzada y desalentada a partes iguales. A veces creía ver a Frith en la penumbra del restaurante y dejaba volar su fantasía imaginando que él llegaba allí y se la llevaba. Otras veces, tenía la seguridad de haber perdido a Frith para siempre.

—Que me ahorquen —exclamó Sam—, pero no sé qué es lo que te pasa. Te ofrezco un buen hogar y un buen marido, y no eres capaz de decidirte a aceptarlos. ¿Y si yo cambiara de idea? Y si me casara con Fan, ¿qué?

Ella le miró con desdén.

—Olvidas que no es la tartaleta de anchoas lo que atrae aquí a los clientes... y las anchoas ya no están tan de moda. Sus solomillos no son tan buenos. Dicen que son mejores los de Delaney's. Soy yo quien atrae a los clientes, y tú lo sabes. Si me fuese a Delaney's, se te acababa el negocio.

—Espero que no te haya estado haciendo proposiciones. Él no es el hombre que soy yo. Debo advertirte que es una persona de reputación muy dudosa, debo advertírtelo.

—Alguien debería advertirte a ti que eres un hombre con demasiado buena opinión sobre ti mismo.

Sin embargo, Sam le gustaba; anhelaba encontrar a Frith, pero le gustaba Sam. A veces se sentía tan cansada de esperar que casi decía: «Está bien. Casémonos.» A veces pensaba en aquel local como el restaurante de Sam y Lilith. ¡No! de Lilith y Sam. Sam... bueno, no era un caballero, pero presentaba un aspecto magnífico con sus elegantes chalecos, y, aunque no fuesen de los que debía llevar un caballero, a Lilith también le gustaban. La abuela Lil había dado mucha importancia a los caballeros; pero estaba convencida de que ya se habría casado con Sam si Napoleón no hubiese visto a Frith en Londres.

Pero, mientras que Lilith y Napoleón se sentían frustrados, William estaba cada vez más contento.

Se había reunido muchas veces con David Young y sus amigos durante los últimos meses. En una o dos ocasiones, él mismo había dirigido la palabra a la muchedumbre. Había descubierto que, si hablaba con naturalidad, la gente le escuchaba. No tenía más que relatar las penalidades que había sufrido en Cornualles y repetir algunas de las cosas que había oído a sus amigos decir tantas veces, por lo que se las sabía de memoria.

Se iba tornando más audaz, menos humilde; y, a medida que eso ocurría, pensaba más en Amanda.

Un día de primavera, David Young le dijo a William que se marchaba por algún tiempo de la ciudad.

—Las cosas se están poniendo un poco difíciles. Las autoridades nos vigilan. Nos llaman agitadores... y no les gustan los agitadores. El padre del joven Milbanke ha recibido un aviso. Es abogado, ¿sabes?, y conoce a todo el mundo. Le han dicho que si seguimos... creando complicaciones, como lo llaman ellos, tendrán que pasar a la acción. Dicen que estamos alterando el orden y que podrían detenernos por ello. Así que hemos decidido ocultarnos. Es lo más prudente. Nada de reuniones durante algún tiempo. Milbanke y yo nos iremos una temporada fuera de Londres. Yo me alojaré con mi familia. Pero volveremos dentro de unas semanas, cuando las cosas se hayan calmado.

Así pues, los nuevos amigos se marcharon de Londres; él los echaba mucho de menos. Había veces en que estaba a punto de comunicarle sus sentimientos a Amanda, pero nunca conseguía reunir valor para ello. Cuando estaba con ella, sólo la veía como la hija de Leigh House.

Un día, fue a la tienda de las baladas para aprovisionarse de material, y el hombre tuerto que vendía los fajos le miró con aire de conspirador.

—Bueno —dijo, rascándose la cabeza—, llevas ya algún tiempo viniendo por aquí, ¿verdad? —Guiñó un ojo—. Creo que va siendo hora de que ofrezca algo más rentable que esas baladas. Las baladas están bien, para los aficionados, como yo les llamo. Pero cuando uno tiene un viejo amigo... Bueno, entonces uno quiere hacer algo especial por él. Ven, mira lo que tengo —Sacó de debajo del mostrador un fajo de papeles y los agitó delante de la cara de William—. Esto es algo que puedo dejarle a un amigo. ¿Por qué? Porque es un favor especial, por eso. Lo llaman Literatura Real. ¿Vender? No podrás dar abasto. Literatura Real, así la llaman. Y los compradores acudirán como moscas a la miel.

William miró los papeles; no parecían muy diferentes de las habituales hojas de baladas, salvo por el hecho de que tenían más texto impreso y no se hallaba dispuesto en forma de versos.

—Llévatelos y verás. No pierdes nada por probar. ¡Dios Todopoderoso! Volverás a pedirme más. Si tuvieras unos cuantos miles de éstos, serías un hombre rico. Por eso es un favor especial lo que te estoy ofreciendo.

William cogió los papeles y se fue.

—¡Literatura Real! —gritó—. ¿Quién quiere comprar una hoja? A penique la hoja. ¡Literatura Real!

Alguien esbozó una sonrisa a medias y compró una. Llegó otro y compró otra.

El hombre tenía razón. Era fácil vender. Vendería enseguida las hojas que tenía y volvería en busca de más. Por una vez, llegaría a casa con mucho dinero. Quizá le había llegado por fin el turno de tener suerte.

La gente le compraba rápidamente los papeles. Mientras los vendía, él soñaba; se veía ganando tanto, dinero que podría ahorrar algo y, quizá, poner una tienda en alguna parte.

«No es lo bastante bueno para ti, Amanda —decía en sus ensoñaciones—. Pero trabajaré de firme, y saldremos adelante, y algún día quizá tengamos un coche. Quizá...»

—Haz el favor de acompañarme. William se volvió bruscamente. Tema un policía a cada lado, y, aun antes de que hubiera terminado de volverse, ya le habían puesto las manos encima. —¿Qué, qué he hecho yo...? Uno de los policías le quitó a William los papeles y los agitó delante de su cara.

—Quedas detenido por alterar el orden difundiendo literatura que constituye un insulto a la Corona.

William miró, desconcertado, los papeles que le hubieran labrado su fortuna. —Pero, yo no sabía...

Era inútil protestar. No le escucharían. Esto era más humillante, más degradante, que ofrecerse en la feria.

 

 

Amanda nunca olvidó la noche de inquietud que siguió a la detención de William.

No comprendía por qué no había llegado a casa; y estaba segura de que sólo alguna desgracia horrible habría impedido su regreso. Su primer pensamiento fue que había sufrido un accidente. Se lo imaginaba aplastado y ensangrentado debajo de un autobús. Se le ocurrió luego que podría haber sido atacado y asesinado por unos maleantes.

Esperó con ansiedad que Lilith regresara del restaurante.

Sam había tomado la costumbre de acompañar a Lilith hasta casa, pues aseguraba que nunca habría llegado sana y salva a su vivienda noche tras noche si no lo hubiera hecho. Hacer siempre sola aquel trayecto, dijo, era tentar a la Providencia. A Lilith le alegraba su compañía, aunque decía que era capaz de cuidar de sí misma.

Cuando supo que William no había regresado, la inquietud de Lilith fue tan grande como la de Amanda. Conociendo como conocía Londres, podía imaginar varias razones para su ausencia.

Fue el señor Murphy quien descubrió qué había sucedido. Un amigo suyo —otro vendedor de baladas— había visto cómo detenían a William.

—Dos polis se lo llevaron a la cárcel —dijo sombríamente el señor Murphy—. Seguro que está en Newgate.

—¡En Newgate! —exclamó Amanda, horrorizada.

—Sí, señora; en la cárcel de Newgate, creo yo. Estaba vendiendo Literatura Real. Nunca hubiera debido comerciar con eso. Por lo menos, no hubiera debido venderlo donde lo vendía. ¡Qué ganas de meterse en líos!

Lilith pidió más explicaciones.

—Bueno —continuó el señor Murphy—, lo que pasa es que ha cogido la clase inadecuada de literatura. Hay cosas que podría haber vendido sin complicaciones. Historias de amor y... entrevistas entre la alta sociedad y modistas y costureras. Eso se puede hacer. Se puede vender lo último que haya salido sobre horribles asesinatos, con su sangre y su confusión. Eso, bien. Pero esto es Literatura Real. Yo, con toda mi experiencia, ni la tocaría.

—¿Qué es esa Literatura Real? —preguntó Amanda—. Yo nunca la he visto.

—Claro que no. Es sobre la reina y el consorte, y cuánto le quiere ella y cómo discuten y riñen por esto y aquello. Falta de respeto a su majestad, eso es lo que es. Se la trata a ella como si fuera una modistilla, y al príncipe, como a un duque que la estuviese cortejando.

—Pero William no lo sabría. Él no sabe leer —dijo Amanda.

—Ni tampoco la mayoría de nosotros, pero conocemos la Literatura Real cuando la vemos. Y, si los guardias quieren, le pueden encerrar a uno por venderla.

—Tendremos que explicárselo —argumentó Amanda—. Tendremos que decirles que no sabe leer y que no sabía qué estaba vendiendo.

Lilith la miró con desdén; el vendedor de baladas movió la cabeza.

—¿Crees que te harían caso? —exclamó Lilith—. Ya no tienes el mismo aspecto de dama de hace dos años, cuando eras la señorita Amanda Leigh, de Leigh House. Ahora no eres más que una pobre camisera. No tienes ninguna influencia. Eres pobre, ¿no lo sabes aún?

—Pero debemos hacer algo —insistió Amanda—. Debemos explicar que es inocente.

Lilith no dijo nada más. Así era Amanda, que ni siquiera podía cobrarle al viejo verde de la camisería el dinero que le debía. ¡Amanda no sabía nada! Y nunca lo sabría, pensó Lilith. Mientras tanto, Lilith se sentía realmente preocupada.

—Ya han encerrado antes a otros por lo mismo —indicó el señor Murphy, con tono tranquilizador—. Nunca se quedan mucho tiempo. No le pueden multar porque no tiene dinero. Le retendrán una o dos semanas como advertencia y, luego, le soltarán.

 

 

Pero William permaneció tres meses en la cárcel de Newgate. Se trataba de una persona cuya conducta debía ser investigada; no sólo había vendido literatura repugnante acerca de su majestad, sino que también pertenecía a un grupo de agitadores que habían intentado alterar el orden.

Adelgazó durante su estancia en la cárcel. Se sentía aturdido y profundamente herido por lo que había sucedido; continuamente le estaba dando vueltas en la cabeza a su situación; se sucedían en él la ira y la desesperación, el abatimiento y la resignación. Amanda y Lilith, que le visitaban siempre que podían, estaban alarmadas por el cambio que se había operado en él.

La pesadilla de aquellos meses subsistió durante mucho tiempo tanto en Amanda como en William. Amanda pensaba que nunca podría eliminar de su nariz el olor de la prisión. En sus sueños, oía el metálico sonido de las puertas que se cerraban a su espalda cuando visitaba a William; veía los lóbregos pasillos de piedra, los enrejados ventanucos que se abrían en lo alto de las paredes, los aros de llaves de los carceleros; y, por todas partes, aquel omnipresente olor a enfermedad, a podredumbre y a sudor humano que le parecía a Amanda la esencia misma de la desesperanza.

Visitaba la prisión con tanta frecuencia como le era posible. Hablaba con William a través de una reja de hierro. Esto presentaba grandes dificultades, pues siempre había otros presos a los que habían ido a visitar sus amigos, y todos debían hablar a través de la reja. Era imposible llevarle comida, pues no se podía entregar nada por aquella reja; y, así, Amanda y Lilith, Napoleón y David Young —que se sentía profundamente conmovido por lo que le había sucedido a William— le visitaban y trataban de animarle hablándole de su casi segura inmediata liberación.

David Young iba al ático para hablar de William. Se mostraba fogoso e indignado; en parte, se sentía culpable de lo ocurrido. Se paseaba por el piso o permanecía de pie junto a la mesa y la golpeaba con el puño mientras hablaba.

—Lo vigilaban desde hacía tiempo. No le han encarcelado por vender esos papeles. Lo han hecho porque trabajaba con nosotros. Nos han estado vigilando. Estábamos advertidos. Pero supongo que decidieron detener a William como escarmiento para el resto de nosotros. Nuestras familias habrían protestado si nos hubieran detenido a nosotros.

Amanda se sentía enfurecida con aquel joven.

—Nunca hubieras debido conducirle a esto.

—Mi querida señorita Leigh, tenemos que luchar por nuestros derechos.

—¿Por qué tiene que sufrir William, cuando tú y tus amigos sois responsables?

—Por culpa del sistema. Eso es lo que queremos cambiar.

Era un joven muy serio, sinceramente idealista, sinceramente turbado por el hecho de que aquello hubiera ocurrido, como estaba seguro que era el caso, a William por causa de su asociación con él y con sus amigos; y durante los meses en que William permaneció en prisión visitó con regularidad la casa de Murphy.

Lilith decía que iba a ver a Amanda.

—Si tuvieras sentido común —le dijo a Amanda—, te casarías con él.

—¡Casarme con él! ¡El no ha sugerido semejante cosa!

—Oh, pero se le podría inducir a que lo hiciera. A un hombre le gusta estar seguro de una respuesta cortés antes de hacer una proposición como ésa.

—Tengo la seguridad de que estás completamente equivocada —replicó Amanda.

—Y yo estoy segura de que tengo razón. ¿Qué será de nosotras, Amanda? ¿Has pensado alguna vez en eso? No podemos seguir así toda la vida. ¿Qué será de nosotras cuando seamos demasiado viejas para hacer camisas?

—Pero yo no podría casarme así. Fue precisamente por evitar esa clase de matrimonio por lo que me marché de casa. ¿Y por qué no sigues tú tu propio consejo? ¿Por qué no te casas tú con Sam Marpit?

Lilith la miró fijamente y se maravilló de que no lo supiese. Se encogió de hombros y, por un momento, volvió a ser la misma pequeña Lilith que había mirado con el ceño fruncido a Amanda desde un lecho de plumas.

—¡Tú no sabes nada! —exclamó con desdén—. ¡Eso es lo que te pasa!

Llegó el invierno antes de que William regresase a casa. David Young le acompañó en un coche de alquiler tratándole como a un mártir.

El cambio operado en William era más evidente en el ático que en la cárcel. Había en William un entusiasmo ardoroso; si físicamente estaba dañado, mentalmente mostraba una gran exaltación; Había sufrido, y se alegraba de ello, pues había más dignidad en el papel de preso martirizado que en ningún otro que él pudiera asumir.

—Pronto —anunció— volveré a ganar dinero.

Pero su salud no mejoraba, sino que se iba deteriorando.

Las visitas de David Young eran tan frecuentes como siempre.

—No quedarás en el olvido —prometió a William—. Algún día se sabrá que fuiste encarcelado, no por vender esas estúpidas hojas, que eso ya lo han hecho cientos de personas sin que nadie prestara mayor atención, sino porque te atreviste a decir las cosas claras.

Paseaba de un lado a otro por el ático, con los ojos centelleantes y los puños apretados. Amanda le escuchaba mientras cosía.

—Tenemos que conseguir el voto para las clases trabajadoras. ¿Por qué no ha de tener cada hombre la posibilidad de elegir a los que van a representarle en el Parlamento? La primera ley de reforma no fue suficiente. Tenemos que conseguir el voto para las personas que no pagan un alquiler de diez libras al año, lo mismo que para quienes lo pagan. Tenemos que lograr la igualdad en el nivel de vida

William escuchaba con los ojos brillantes, y Amanda notaba que se sentía mejor cuando le visitaba David Young. Incluso a ella le interesaban las doctrinas de David; era un joven admirable, tan altruista y generoso, dedicado, no a disfrutar de la vida, sino a consagrarla al servicio de otros. Deseaba poder conservar esa opinión del señor Young; deseaba poder sentir hacia él lo mismo que tan evidentemente sentía William.

Llegó un día en que David la convenció para que abandonara su trabajo y le acompañara a dar un paseo por los jardines de Cremorne.

—Amanda —dijo, mientras caminaban por las avenidas—, tú no deberías vivir en ese lugar.

—Ninguno de nosotros debería vivir allí —respondió ella.

—En tu caso, es diferente.

—Pero tú dices que todos somos iguales. ¿Por qué habría de ser diferente para mí?

—Tú sabes por qué. No fuiste educada para esas cosas. Ven a alojarte con mi familia en el campo.

—Visitar a tu familia no resolvería mi problema —arguyó Amanda—. Tendría que volver al ático y seguir haciendo camisas.

—Quizá no necesitaras volver al ático —repuso él.

Amanda pensó entonces en vivir de nuevo en una casa confortable, en la intimidad y en los mil y un privilegios de civilización que ella había considerado completamente naturales hasta que los perdió. Una fugaz tentación cruzó su mente. David no era arrogante ni posesivo como Anthony; pero ella no le amaba. Si iba a buscar un camino cómodo, la suya sería sólo una media victoria.

—Piensa en ello. Tú no deberías estar allí. No es sitio adecuado para ti.

Ella sonrió.

—Eres muy amable, pero creo que tú también tienes una ley para los ricos y otra para los pobres... al menos para los que han sido ricos. El enrojeció.

—Eso es muy distinto —respondió.

William se estaba muriendo. Él lo sabía, y Amanda y Lilith lo sabían también.

Fue la razón por la que le habló a Amanda de sus sentimientos hacia ella. Ocurrió una tarde en que él yacía tendido en su colchón en el ático y ella había subido allí con su labor para hablar con él mientras cosía.

William se recobró de un acceso de tos y dijo: —Nunca me curaré.

Ella protestó, pero él negó con la cabeza.

—No —repitió—, nunca. Amanda, espero que hicieras bien en venir a Londres como lo hiciste. Me pregunto qué será de ti.

—No debes hablar así, William. Vas a recuperarte. Te curarás.

—Te quiero, Amanda. No lo habría dicho si no hubiera sabido... lo que sé. Me habría quedado en mi puesto. Sé que no está bien, pero no puedo hacer nada por evitarlo. Así ha sido siempre.

—William —respondió ella—, tienes todo el derecho a decir lo que sientes.

—No. Cuando pienso en otras personas, creo que no está bien que a unos haya que llamarles alta sociedad, inclinarse ante ellos y tratarles con respeto, mientras que otros son gente sin importancia. Pero contigo sé que es justo que sea así.

Amanda se miró los dedos, de piel áspera y pinchada por la aguja. No dijo nada, pero comenzaron a resbalarle las lágrimas por las mejillas.

William la miraba, avergonzado pero jubiloso, y se sintió humilde y orgulloso a la vez.

Lilith se sentía furiosa porque William se estaba muriendo. El médico le había dicho que se hallaba en un avanzado estado de postración. No podía pensar en nada más que en William; recordaba los días de su niñez y cómo habían estado juntos en el cuerpo de su madre; y anhelaba por encima de todas las cosas darle alguna satisfacción enorme antes de que muriese.

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