Lilith

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40 La Casa de la Muerte

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40 La Casa de la Muerte

LA MADRE DE LOS DOLORES se puso en pie, se cubrió con el velo y fue a llamar a los Pequeños. Dormían como si en toda la noche no se hubieran movido, pero en el instante mismo en que ella les habló, se pusieron en pie de un salto, frescos como recién acabados de hacer. Descendieron jubilosos la escalera tras ella, que los condujo al sitio donde estaba acostada la princesa, de cuyos ojos manaban lágrimas todavía, aunque estaba dormida. Sus complacidas caritas se colmaron de gravedad. Dirigieron sus miradas desde la princesa a la lluvia que caía afuera y de la lluvia a la princesa.

—¡Se está cayendo el cielo! —exclamó uno.

—¡De la princesa mana el zumo blanco! —exclamó otro con reverente asombro.

—¿Son ríos? —preguntó Odu mirando las pequeñas corrientes que fluían por las mejillas ahuecadas.

—Sí —respondió Mara—, el más hermoso de cuantos ríos existen.

—Creía que los ríos eran más grandes y que se precipitaban como un montón de Pequeños haciendo un ruido clamoroso —replicó mirándome, pues era el único al que le había hablado de ellos.

—¡Mira los ríos del cielo! —dijo Mara—. Mira cómo bajan para despertar a las aguas bajo tierra. Muy pronto fluirán ríos por todas partes, alegres y clamorosos, como miles y miles de niños felices. ¡Oh, cuánto os gustarán, Pequeños! No habéis visto jamás ninguno y no sabéis lo hermosa que es el agua.

—Ésa será la alegría de la tierra porque la princesa se ha vuelto buena —dijo Odu—. ¡Mirad la alegría del cielo!

—¿Los ríos son la alegría de la princesa? —preguntó Luva—. No son su zumo, pues no son rojos.

—Son el zumo de dentro del zumo —contestó Mara—. Pero ahora tenemos que llevarla más cerca de casa.

Odu se llevó un dedo al ojo, se lo miró y sacudió la cabeza.

—La princesa ya no morderá.

—No, ya no lo volverá a hacer —replicó Mara—. Pero ahora debemos llevarla más cerca de casa.

—¿Es un nido? —preguntó Odu.

—Sí; un nido muy grande. Pero antes, debemos llevarla a otro sitio.

—¿Qué sitio es ese?

—Es el cuarto más grande de todo este mundo. Pero creo que pronto será derribado: está demasiado lleno de niditos. Id a buscar vuestras cosas.

—¿Hay gatos en él, por favor?

—Ni uno. Los nidos están demasiado colmados de dulces sueños como para que quepa un gato.

—Estaremos listos en un minuto —dijo Odu, que se fue corriendo seguido de todos con excepción de Luva.

Lilith estaba ahora despierta y escuchaba con una triste sonrisa.

—¡Pero sus ríos van tan de prisa! —dijo Luva que estaba a su lado sin poder apartar la mirada de su cara—. Su vestido está todo… No sé qué. ¡A los elefantes no va a gustarles!

—No se molestarán —respondió Mara—. Esos ríos están tan limpios que vuelven limpio a todo el mundo.

Yo me había quedado dormido junto al fuego, pero hacía ya algún tiempo que me había despertado y escuchaba. Me puse en pie.

—Es hora de montar, señor Veleta —dijo Mara.

—Dígame, por favor —propuse— ¿no hay un modo de evitar los canales y el foso de los monstruos?

—Hay un camino fácil a través del lecho del río que le mostraré —contestó—, pero usted debe pasar una vez más entre los monstruos.

—Temo por los niños —dije.

—El miedo ni se les acercará siquiera —replicó.

Abandonamos la cabaña. Las bestias aguardaban junto a la puerta. Odu estaba ya sobre el cuello de una de las dos que debían cargar a la princesa. Yo monté el caballo de Lona; Mara trajo su cuerpo y lo depositó en mis brazos. Cuando volvió a salir con la princesa, los niños la saludaron con un grito de deleite: ¡ya no estaba cubierta! Contemplando arrebatados su hermosura, los niños olvidaron recibir a la princesa; pero los elefantes la cogieron tiernamente con sus trompas, uno por el cuerpo y el otro por las rodillas y, con la ayuda de Mara, la depositaron entre sus cuerpos unidos.

—¿Por qué quiere irse la princesa? —preguntó un niño pequeño—. Aquí estaría bien.

—Quiere irse y, al mismo tiempo, no quiere hacerlo —respondió Mara—: nosotros la estamos ayudando. No estaría bien que se quedara.

—¿La ayudas a hacer qué? —preguntó el niño.

—A ir al sitio donde recibirá más ayuda: ayuda para abrir la mano que ha tenido cerrada por mil años.

—¿Tanto tiempo? Entonces debe de haber aprendido a pasarse sin ella: ¿por qué ha de abrirla ahora?

—Porque está cerrada sobre algo que no le pertenece.

—Por favor, señora Mara ¿podemos comer un poco más de pan seco antes de partir? —preguntó Luva.

Mara se sonrió y les trajo cuatro hogazas y un gran jarro de agua.

—Comeremos durante el viaje —dijeron. Pero bebieron el agua con deleite.

—Creo —observó uno de ellos— que es zumo de elefante. ¡Me vuelve tan fuerte!

Nos pusimos en camino. La Señora de los Dolores encabezaba la marcha, más bella que el sol, y la pantera blanca la seguía. Creía que tenía intención de acompañarnos hasta el sendero que cruza los canales, pero pronto descubrí que vendría con nosotros hasta el final del camino. Desmonté entonces para que ella cabalgara, pero no me lo permitió.

—Yo no tengo peso que cargar —me dijo—. Iré andando junto con los niños.

Era la más hermosa de las mañanas; el sol brillaba en todo su esplendor y el viento soplaba con plena dulzura, pero no servían de consuelo para el desierto, pues éste carecía de agua.

Cruzamos los canales sin dificultad mientras los niños hacían cabriolas en torno a Mara todo el tiempo, pero no llegamos a la cima sobre el foso maligno, sino cuando el sol ya se ponía. Hice entonces que los Pequeños montaran sus elefantes, porque la luna tardaría aún, y no podía evitar sentir cierta ansiedad por ellos.

La Señora de los Dolores era la que ahora dirigía la marcha a mi lado; los elefantes iban detrás, los dos que llevaban a la princesa en el medio, la pantera iba detrás; y justo al llegar a la orilla, brilló la luna y nos mostró la cuenca que se extendía delante de nosotros imperturbada. Mara se internó en ella; ni un movimiento respondió a su paso ni a los pies de mi caballo. Pero en el instante en que los elefantes que llevaban a la princesa pusieron pie en ella, la tierra aparentemente sólida empezó a elevarse y a bullir y toda la prole terrible del nido infernal se inflamó. De todos lados se levantaron monstruos con el cuello tendido al máximo, picos y garras amenazantes, bocas abiertas del todo. Cabezas de largos picos, caras de mandíbulas horribles, innumerables tentáculos nudosos iban en busca de Lilith. Ella yacía con agónico terror sin atreverse a mover ni un dedo. Dudo que las espantosas criaturas hayan visto a los niños; por cierto, ni una sola de ellas los tocó; ni una sola de las abominables criaturas atravesó la muralla viviente de la escolta de la princesa para apoderarse de ella.

—Pequeños —exclamé—, mantened a los elefantes en torno a la princesa. Sed valientes; no os tocarán.

—¿Quiénes no nos tocarán? No sabemos por qué tenemos que ser valientes —respondieron; y me di cuenta entonces de que no percibían las bestias deformes que los rodeaban.

—Bien, pues —repliqué—; sólo manteneos unidos.

¡Llevaban el atavío de su ceguera! Su incapacidad de ver los protegía. Aquello de lo que en modo alguno podían tener conciencia no podía dañarlos.

Pero ¡las formas espantosas que vi yo aquella noche! Mara estaba a unos pocos pasos delante de mí, cuando una solitaria cabeza sin cuerpo saltó sobre el sitio que nos separaba. La pantera se abalanzó por debajo de los elefantes sobre ella y la habría atrapado, pero con terribles contorsiones de la cara y un abominable aullido, se imprimió un movimiento rotatorio, se apartó de ella y se sepultó en la tierra. La muerte que llevaba en los brazos me aislaba del miedo y las contemplaba del todo impasible aunque por cierto jamás pudo haber habido en parte alguna tan aborrecible multitud.

Mara aún iba delante de mí y la pantera andaba ahora detrás de ella estremeciéndose a menudo porque hacía mucho frío, cuando de pronto el terreno que tenía delante a la izquierda empezó a levantarse y una baja ola de tierra avanzó hacia nosotros. Iba creciendo al aproximarse; de ella asomó una horrible cabeza que tenía por cabellos unos tubos carnosos y, abriendo una gran boca oval, me tiró un mordisco. La pantera saltó, pero cayó burlada más allá de ella.

Casi bajo nuestros pies, se alzó la cabeza de una serpiente enorme con un fangoso fulgor en los ojos. Una vez más la pantera se lanzó al ataque, pero no encontró nada. Contra un tercer monstruo se precipitó con igual furia, y con igual fracaso; luego, malhumorada, dejó de prestar atención a la horda fantasmal. Pero yo comprendí el peligro y apresuré la marcha. La luna se comportaba de manera extraña. Aunque se elevaba, parecía dispuesta a dejarse caer y abandonar el intento por inútil; y en una oportunidad la vi retroceder el tramo entero de su propio diámetro. El arco que trazaba era muy bajo y ahora había empezado a descender muy rápidamente.

Habíamos llegado casi a término del camino cuando, entre nosotros y el borde de la cuenca, se levantó un largo cuello en cuyo extremo había, como el capullo de un lirio, lo que parecía la cabeza de un cadáver con la boca semiabierta y llena de dientes caninos. Yo seguí adelante; ella retrocedió y luego se hizo a un lado. La señora pisó tierra firme, pero la pantera que iba entre nosotros, una vez más irritada, se volvió y se abalanzó sobre la garganta de la aparición. Yo permanecí donde me encontraba para vigilar que los elefantes portadores de la princesa y los niños llegaran salvos a la orilla. Luego me volví para mirar a la pantera. En ese momento descendió la luna. Por un instante vi a la pantera y a la sierpe monstruosa que se revolcaban en una nube de polvo; luego la oscuridad las ocultó. Temblando de miedo, mi cabalgadura apresuró el paso y en tres saltos alcanzó a los elefantes.

Cuando ya íbamos junto a ellos, una especie de gelatina informe cayó sobre la princesa. Una paloma blanca se abalanzó inmediatamente sobre la gelatina y la atacó con el pico. Con un cenagoso sonido de succión, se desprendió y cayó al suelo. Entonces oí la voz de una mujer que conversaba con Mara; yo conocía esa voz.

—Me temo que está muerta —decía Mara.

—Enviaré por ella y la encontraré —respondió la madre—. Pero ¿por qué, Mara, has de temer por ella o por nadie más? La muerte no puede dañar a quien muera haciendo la tarea que le había sido encomendada.

—La echaré mucho de menos; era buena y sabia. No obstante, no querría que siguiera viviendo después de llegada su hora.

—Ha descendido con los malvados; se levantará con los justos. No tardaremos mucho en volver a verla.

—Madre —dije, aunque no podía verla—, somos muchos los que vinimos, pero los Pequeños son la mayoría. ¿Podrías recibirnos a todos?

—Todos son bienvenidos —respondió—. Tarde o temprano todos serán pequeños, pues todos deben dormir en mi casa. Es más fácil para los que van a dormir jóvenes y de buen grado. Mi marido prepara ya el lecho para Lilith. No es joven ni del todo dispuesta, pero por cierto está bien que haya venido.

Ya no oí nada más. Madre e hija se habían ido juntas por la oscuridad. Pero vimos una luz en la distancia y hacia ella nos dirigimos tropezando en el brezal.

Adán estaba junto a la puerta sosteniendo la vela para guiarnos y conversando con su mujer que, detrás de él, tenía preparados el pan y el vino sobre la mesa.

—Niños dichosos —la oí decir—. ¡Haber visto ya la cara de mi hija! Por cierto es la más bella del mundo entero.

Cuando llegamos a la puerta, Adán nos dio la bienvenida alegremente. Puso la vela en el umbral y, dirigiéndose hacia los elefantes, habría cogido a la princesa para llevarla dentro, pero ella lo rechazó y, empujando a los elefantes para apartarlos el uno del otro, cayó de pie, erguida entre ellos, que se alejaron dejándola con el que había sido su marido. Estaba avergonzada de su despojada fealdad, pero de ningún modo se mostró sumisa. En los ojos de él había una bienvenida que resplandecía bajo su severidad.

—Hace ya mucho que te aguardamos, Lilith —dijo.

Ella no le dio respuesta alguna.

Eva y su hija salieron a la puerta.

—La enemiga mortal de mis hijos —murmuró Eva, radiante en su belleza.

—Tus hijos ya no están en peligro —dijo Mara—; se ha apartado del mal.

—No confíes en ella tan de prisa, Mara —le respondió su madre—; ha engañado a multitudes.

—Pero tú le abrirás el espejo de la Ley de la Libertad, madre, para que pueda entrar en él y habitarlo. Ha consentido en abrir la mano y hacer la devolución: ¿no le devolverá el gran Padre lo que a ella le toca en herencia junto con sus otros hijos?

—No lo conozco —murmuró Lilith con voz atemorizada y dubitativa.

—Por tanto, eres desdichada —dijo Adán.

—¡Volveré al lugar de donde vine! —exclamó ella y se dispuso a partir retorciéndose las manos.

—Eso es en verdad lo que quiero que hagas, a donde quiero que vayas: al sitio del que viniste. No clamaste por Él en tu agonía.

—¡Clamé por la Muerte, para escapar de Él y de ti!

—La Muerte aún ahora está en camino para conducirte a Él. No conoces la Muerte ni la Vida que habita en la Muerte. Ambas harán amistad contigo. Yo estoy muerto y querría verte muerta porque vivo y te amo. Estás fatigada y cargada: ¿no te avergüenzas? El ser que has corrompido ¿no se te ha convertido a la larga en algo maligno? ¿Quieres vivir todavía en eterna vergüenza? Cesar no te es posible: ¿no quieres ser restaurada y ser?

Ella se mantuvo en silencio con la cabeza baja.

—Padre —dijo Mara—, cógela en brazos y llévala a su lecho. Allí abrirá la mano y morirá a la vida.

—Iré andando —dijo la princesa.

Adán se volvió y se puso en marcha señalando el camino. La princesa caminó débilmente tras él y entró en la cabaña.

Entonces Eva se acercó a donde yo me encontraba con Lona en mi regazo. Tendió los brazos, la recibió de mí y entró con ella en la cabaña. Desmonté y lo mismo hicieron los niños. El caballo y los elefantes temblaban; Mara los palmeó y los acarició a todos; entonces se tendieron por tierra y se quedaron dormidos. Nos condujo a la cabaña y dio a los Pequeños el pan y el vino que estaban sobre la mesa. Allí se encontraban Adán y Lilith, pero ambos guardaban silencio.

Eva vino de la cámara de la muerte donde había dejado a Lona y ofreció el pan y el vino a la princesa.

—¡Tu belleza me hace daño! Es la muerte lo que querría y no alimento —dijo Lilith, y se apartó de ella.

—Este alimento te ayudará a morir —le respondió Eva.

Pero Lilith no quiso probarlo.

—Si no quieres comer ni beber, Lilith —dijo Adán—, ven a ver el lugar donde yacerás en paz.

Señaló el camino a través de la puerta de la muerte y ella lo siguió sumisa. Pero cuando su pie hubo cruzado el umbral, lo retiró y se presionó el seno con la mano, estremecida por el frío inmortal.

Una ráfaga frenética cayó sobre el techo rugiente y murió con un lamento. Ella permaneció inmóvil ganada por el terror.

—Es él —dijo sin voz; yo pude leer el movimiento de sus labios.

—¿Quién, princesa? —pregunté.

—La gran Sombra.

—No le es posible entrar aquí —dijo Adán—, aquí no puede hacer daño a nadie. También me ha sido otorgado poder sobre él.

—¿Los niños están en la casa? —preguntó Lilith, y al pronunciar esas palabras, el corazón de Eva comenzó a amarla.

—Jamás se ha atrevido a tocar a un niño —dijo—. Tampoco tú nunca le hiciste daño a niño alguno. A tu propia hija sólo la sumiste en el más dulce de los sueños, porque hacía ya mucho que estaba muerta cuando tú la mataste. Y ahora la muerte será la expiadora; ambas dormiréis juntas.

—Mujer —dijo Adán—, pongamos primero a los niños en cama para que pueda verlos protegidos.

Y se dirigió en su busca. Cuando hubo salido, la princesa se arrodilló ante Eva, le abrazó las rodillas y le dijo:

—Hermosa Eva, induce a tu marido a que me mate: a ti te escuchará. Verdaderamente quisiera hacerlo, pero no puedo abrir la mano.

—No puedes morir sin abrirla. Matarte de nada te serviría —contestó Eva—. Pero de hecho, a él no le es posible hacerlo; nadie puede matarte sino la Sombra, y quienquiera que la Sombra mate no sabe que está muerta, y vive para hacer su voluntad creyendo que hace la propia.

—Muéstrame entonces mi tumba; estoy tan cansada que no puedo seguir viviendo. Debo ir al encuentro de la Sombra… aunque no querría hacerlo.

No comprendía, no le era posible.

Trató de levantarse, pero cayó a los pies de Eva, que la cogió en brazos y la llevó dentro.

Yo seguí a Adán, Mara y los niños, que entraron en la cámara de la muerte. Pasamos junto a Eva con Lilith y seguimos adelante.

—No irás al encuentro de la Sombra —oí que Eva decía al pasar a su lado—. Aun ahora su cabeza está bajo mi pie.

La pálida luz en la mano de Adán iluminaba las caras de los durmientes, que se sumían en la oscuridad al seguir nosotros adelante. El aire mismo parecía estar muerto: ¿era porque ninguno de los durmientes lo respiraba? El más profundo sueño llenaba el amplio lugar. Parecía que nadie hubiera despertado desde la última vez que había estado allí, porque las formas que había observado todavía yacían en el mismo lugar. Mi padre estaba tal cual lo había dejado, salvo que parecía haberse acercado a una perfecta paz. La mujer que estaba a su lado parecía más joven.

La oscuridad, el frío, el silencio, el aire inmóvil y las caras hermosas de los muertos hacían que el corazón de los niños latiera con suavidad y que sus lengüecitas articularan quedo.

—¡Qué lugar tan raro para dormir en él! —dijo uno—. Yo preferiría estar en mi nido.

—¡Hace tanto frío! —exclamó otro.

—Sí, hace frío —respondió nuestro anfitrión—, pero no lo sentiréis en vuestro sueño.

—¿Dónde están nuestros nidos? —preguntaron varios mirando a su alrededor y no viendo ningún lecho desocupado.

—Encontrad un sitio y dormid donde queráis —contestó Adán.

Instantáneamente se dispersaron y avanzaron sin miedo a la oscuridad, pero todavía podíamos oír sus gentiles voces; era evidente que veían donde a mí no me era posible hacerlo.

—¡Oh —exclamó uno—, aquí hay una señora tan hermosa! ¿Puedo dormir junto a ella? Me deslizaré despacio y no la despertaré.

—Sí, puedes hacerlo —dijo la voz de Eva detrás de nosotros; y llegamos al lecho donde el pequeño estaba todavía deslizándose lenta y suavemente bajo la sábana. Apoyó la cabeza junto a la de la señora, nos miró y se quedó quietecito. Los ojos se le cerraron; estaba dormido.

Seguimos adelante y llegamos junto a otro que también se había acostado en el lecho de una mujer.

—¡Madre, madre! —gritó arrodillándose sobre ella y acercándole la cara—. Está tan fría que no puede hablar —dijo mirándonos—; pero pronto le daré calor.

Se tendió a su lado, se apretó contra ella y la rodeó con su bracito. En un instante también él dormía con una sonrisa de absoluta alegría.

Llegamos a una tercera niña: era Luva. Estaba de puntillas asomada a un lecho.

—Mi propia madre no me quiso —dijo muy bajo—. ¿Me querrás tú?

Al no recibir respuesta, miró a Eva. La gran madre la cogió en brazos y la depositó sobre el lecho, donde la niña inmediatamente se metió bajo la nívea cobija.

Con excepción de tres de los muchachos, cada uno de los Pequeños había encontrado ya un compañero de lecho complaciente y estaba quieto y blanco junto a una quieta y blanca mujer. Los huerfanitos habían adoptado madre. Una niñita había decidido dormir con un padre y ese padre era el mío. Un muchacho dormía junto a la bella matrona cuya mano iba curándose lentamente. En medio de uno de los tres lechos hasta entonces desocupados yacía Lona.

Eva puso a Lilith junto a él. Adán señaló el lecho vacío a la derecha de Lona y dijo:

—Ése es, Lilith, el lecho que he preparado para ti.

Ella miró a su hija que estaba tendida delante de ella como una estatua tallada en alabastro semitransparente y se estremeció de la cabeza a los pies.

—Qué frío hace —murmuró.

—Pronto empezarás a experimentar consuelo en el frío —le respondió Adán.

—Es fácil prometer a los que agonizan —dijo ella.

—Pero yo lo sé: también yo he dormido. Estoy muerto.

—Te creía muerto desde hace ya mucho; pero te veo vivo.

—Más vivo de lo que te imaginas o de lo que eres capaz de comprender. Apenas estaba vivo cuando tú me conociste. Ahora he dormido y estoy despierto; estoy muerto y en verdad vivo.

—Tengo miedo de esa niña —dijo señalando a Lona—. Se levantará para asustarme.

—Sueña con el amor que siente por ti.

—Pero ¡la Sombra! —gimió—. ¡Tengo miedo de la Sombra! Debe de estar enfadada conmigo.

—Aquel ante cuya visión los caballos del cielo se sobresaltan y retroceden no se atreve a perturbar uno solo de los sueños de este recinto tranquilo.

—Pues ¿entonces soñaré?

—Soñarás.

—¿Qué sueños?

—Eso no me es posible decirlo, pero sé que la Sombra no podrá penetrar en ellos. Cuando venga aquí, será para dormir también ella. Llegará su hora y lo sabe.

—¿Cuánto tiempo dormiré?

—Tú y ella seréis los últimos en despertar en la mañana del universo.

La princesa se acostó, se cubrió con la sábana, se estiró cuán larga era y yació con los ojos abiertos.

Adán se volvió hacia su hija. Ésta se acercó.

—Lilith —dijo Mara—, no dormirás así te estés acostada mil años en tanto no abras la mano y devuelvas lo que no puedes dar ni retener.

—No puedo —respondió—. Lo haría si pudiera y de buen grado, porque estoy cansada y las sombras de la muerte se amontonan a mi alrededor.

—Se amontonarán más y más, pero no pueden envolverte en tanto tu mano permanezca cerrada. Puede que pienses que estás muerta, pero sólo será un sueño; puede que pienses que has despertado, pero también eso será sólo un sueño. Abre la mano y entonces dormirás de verdad; y luego también despertarás de verdad.

—Trato de hacerlo con todo ahínco, pero los dedos se me han unido y han penetrado en la palma.

—Te ruego que apeles a la fuerza de tu voluntad. Por amor de la vida, recoge todas tus fuerzas y rompe sus ataduras.

—He luchado en vano; ya no puedo seguir haciéndolo. Estoy muy cansada y el sueño pesa en mis párpados.

—En el instante mismo en que abras la mano, te dormirás. Ábrela y pon fin a esto.

Una sombra de color bañó el rostro apergaminado; el agónico esfuerzo hizo que la mano contorsionada le temblara. Mara se la tomó e intentó ayudarla.

—¡Apártate, Mara! —exclamó su padre—. Es peligroso.

La princesa miró implorante a Eva.

—Vi una vez una espada en manos de tu marido —murmuró—. Huí al verla. Oí decir al que la sostenía que dividirá todo lo que no es uno e indivisible.

—Tengo la espada —dijo Adán—. El ángel me la dio al abandonar las puertas.

—Tráela, Adán —rogó Lilith—, y córtame esta mano que me impide dormir.

—Lo haré —contestó él.

Le dio las velas a Eva y partió. La princesa cerró los ojos.

Al cabo de unos minutos volvió con una vieja arma en la mano. La vaina parecía un pergamino oscurecido por los años, pero la empuñadura lucía como oro que nada podría empañar jamás. Desenvainó la hoja. Resplandeció celeste como la franja de luz del horizonte nórdico, y su luz hizo que la princesa abriera los ojos. Vio la espada, se estremeció y tendió la mano. Adán la tomó. La espada refulgió una vez, hubo un pequeño brote de sangre y Adán puso la mano seccionada en el regazo de Mara. Lilith emitió un débil gemido y ya estaba profundamente dormida. Mara le cubrió el brazo con la sábana y los tres se alejaron.

—¿No le vendará la herida? —pregunté.

—Una herida abierta por esa espada —respondió Adán— no necesita de vendas. Cura y no lastima.

—¡Pobre mujer! —exclamé— despertará con una única mano.

—Donde la muerta deformidad estaba adherida —replicó Mara— ya está creciendo la hermosa mano verdadera.

Oímos una vocecita infantil detrás de nosotros y nos volvimos. La vela que Eva llevaba en la mano brilló sobre la cara dormida de Lilith y las caritas despiertas de los tres Pequeños agrupados al otro lado del lecho.

—¡Qué bella se ha puesto! —dijo uno de ellos.

—¡Pobre princesa! —dijo otro—. Yo dormiré con ella. Ya no volverá a morder.

Lo dijo, trepó al lecho y se quedó instantáneamente dormido. Eva lo cubrió con la sábana.

—Yo me acostaré del otro lado —dijo el tercero—, así podrá besar a los dos cuando despierte.

—¡Y yo me he quedado solo! —dijo el primero tristemente.

—Yo te pondré en cama —dijo Eva.

Le dio la candela a su marido y se alejó con el niño.

Nos volvimos para retornar a la cabaña. Yo estaba muy triste porque nadie me había ofrecido un sitio en la casa de los muertos. Eva se nos unió mientras andábamos y caminó delante con su marido. Mara, a mi lado, llevaba la mano de Lilith envuelta en los pliegues de su vestido.

—¡Ah, la habéis encontrado! —oímos que decía Eva al entrar en la cabaña.

La puerta estaba abierta; la trompa de dos elefantes entraban por ella desde la noche.

—Los envié con la linterna —siguió diciéndole al marido— en busca de la pantera de Mara: la han traído.

Seguí a Adán a la puerta y entre los dos cargamos a la blanca criatura que nos entregaron los elefantes. La llevamos a la cámara que acabábamos de abandonar; las mujeres nos precedían, Eva con la luz, Mara aún con la mano. Allí depositamos a la bella a los pies de la princesa, con las patas delanteras extendidas y la cabeza gacha entre ellas.

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