Less
Less francés
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Less francés
Aquí empieza ya el viaje que teme: el viaje en el que cumplirá cincuenta años. Todos los demás viajes de su vida parecen haberle conducido, como si fuera un ciego dando un paseo, hasta este viaje. El hotel en Italia con Robert. La excursión a través de Francia con Freddy. El loco viaje a través de todo el país hasta San Francisco, para ver a un tipo llamado Lewis. Y sus viajes de infancia, todas esas veces que su padre lo llevó de cámping, casi siempre a campos de batalla de la guerra de Secesión. Less recuerda claramente escudriñar el suelo del campamento en busca de balas y encontrar —¡maravilla de maravillas!— una punta de flecha (con el tiempo, se convenció de que la había colocado allí su padre). Jugaban a clavar cuchillos en el suelo y al torpe de Less le daban una navaja automática, que él tiraba con miedo, como si fuera una serpiente venenosa, y con la que, en una ocasión, logró ensartar una serpiente de verdad (una culebra de las que no muerden, que además estaba ya medio muerta). Una patata envuelta en papel de aluminio cocinándose en el fuego. La historia de fantasmas, la del brazo de oro. La felicidad de su padre, titilando al resplandor del fuego. Cómo atesoraba Less esos recuerdos. (No fue hasta más tarde cuando descubrió en la biblioteca de su padre un libro que se titulaba Crecer en la normalidad sexual, que daba consejos a los padres con hijos afeminados y en el que se habían subrayado con boli Bic azul varias actividades recomendadas —campos de batalla, juegos con cuchillos, fuegos de campamento, historias de fantasmas—; sin embargo, ese descubrimiento no menoscabó en absoluto esa memoria firmemente feliz de su infancia). En ese entonces, aquellos viajes parecían todos tan aleatorios como las estrellas en el cielo; solo ahora es capaz de ver el zodiaco girar por encima de su vida. Y es hora de que se eleve Escorpión en el horizonte.
Less cree que desde Berlín se dirigirá a Marruecos, con una rápida escala en París. Ningún reproche. No se deja nada atrás. Los últimos granos que caigan en su reloj de arena serán del Sáhara.
Pero no, ahora no se dirige a Marruecos.
En París hay un problema. Arthur Less lleva toda la vida tratando de averiguar en qué consiste eso del impuesto sobre el valor añadido. Como ciudadano estadounidense, se le deben reembolsar los impuestos pagados en algunas compras hechas en el extranjero, y en las tiendas, cuando te entregan el sobre especial y rellenas los formularios, parece muy sencillo: solo hay que buscar las aduanas en el aeropuerto para que te sellen los papeles y luego recoger el reembolso. Sin embargo, Less sabe que hay truco. Aduanas cerradas, oficinas trasladadas por renovación, funcionarios testarudos que insisten en que enseñe los bienes adquiridos, que van en la maleta facturada. Es más fácil conseguir un visado para Birmania. ¿Cuántos años hace de aquella vez que la chica de información del aeropuerto Charles de Gaulle no quiso decirle dónde se encontraba la aduana? ¿O cuando pudo sellar los documentos, pero los echó en un cubo de basura de papel engañosamente señalizado? Una y otra vez, el sistema le jugaba malas pasadas. Pero aquello no volvería a ocurrir. Less se toma como una misión personal que le devuelvan sus puñeteros impuestos. Desde que le entregaron el premio en Turín no ha hecho más que despilfarrar el dinero (una camisa de cambray azul claro con una ancha franja horizontal, como la parte inferior de una polaroid, por ejemplo), así que en el aeropuerto de Milán decidió dedicar una hora al asunto; encontró la oficina y, camisa en mano, el funcionario le informó de que, tristemente, tenía que esperar a salir de la Unión Europea, lo que ocurrirá tras su escala en París, cuando ponga rumbo por fin al continente africano. Less no se arredró. En Berlín, trató de aplicar esa misma táctica, con idéntico resultado (señora con pelo rojo y de punta, con un malévolo acento berlinés). Less siguió sin arredrarse. En la escala parisina encuentra por fin lo que buscaba: otra funcionaria, alemana sorprendentemente, también con pelo rojo de punta y gafas de montura redonda, que debe de ser o la gemela de la berlinesa o esta misma en un turno de fin de semana. «No aceptamos bienes procedentes de la República de Irlanda», informa la señora con tono gélido. El sobre del IVA, por alguna inexplicable razón, es de Irlanda; los recibos, no obstante, son italianos. «¡Es italiana!», intenta explicar él, mientras ella niega con la cabeza. «¡Italiana! ¡Italiana!» Less lleva la razón, pero la ha perdido en el momento en que ha elevado la voz. Nota su ansiedad de toda la vida burbujeándole en el interior. Y la funcionaria, desde luego, también lo nota. «Deberá usted enviar el documento por correo desde algún país europeo», informa ella. Less trata de calmarse y pregunta dónde está la oficina de correos. La mujer apenas eleva los ojos agigantados por las lentes de sus gafas y sin esbozar ni media sonrisa deja escapar con deleite la frase: «En este aeropuerto no hay oficina de correos».
Less se aleja de la ventanilla tambaleándose, completamente derrotado, y a duras penas se abre paso hacia su puerta de embarque, presa de un pánico que lo entumece; cómo envidia a quienes abarrotan las salas de fumadores, riéndose tras los ventanales de su jaula de zoológico. Qué injusto es todo y cuánto le pesa. Qué terrible sarta de inequidades se agolpan ahora en su mente, un rosario inútil de recuerdos que acariciar de nuevo: el teléfono de juguete que regalaron a su hermana pero a él no; el notable en química porque había escrito con muy mala letra; el niño rico estúpido que entró en Yale en su lugar; los hombres que eligieron a matones o a idiotas en lugar de al inocente Less; todos ellos, hasta su editor y su educada negativa a publicar su última novela y, por fin, los reseñistas que lo dejaron fuera de cualquier lista de mejores escritores de menos de treinta, de menos de cuarenta y de menos de cincuenta (no hay listas ya por encima de esa edad). El arrepentimiento acerca de Robert. La agonía de Freddy. Su mente vuelve a sentarse ante la caja registradora, cargándole viejas vergüenzas, como si no hubiera pagado ya por ellas. Intenta no pensar en ello y dejar de preocuparse, pero es incapaz. No es el dinero, se dice, sino los principios. Lo ha hecho todo bien y le han vuelto a engañar. No es el dinero. Y, entonces, tras dejar atrás Vuitton, Prada y las tiendas de ropa de marcas de tabaco o alcohol, se reconoce a sí mismo, por fin, una cosa: sí, es el dinero. Claro que lo es. Y su mente, de súbito, decide que no está lista, después de todo, para los cincuenta. Así que llega a la puerta atestada, sudando, tembloroso, cansado de la vida, escuchando por un oído el anuncio de la azafata: «Pasajeros a Marrakech, en este vuelo se han producido demasiadas reservas. Por favor, si alguien se presta voluntario a volar en el horario de noche, se le entregará un vale para…».
—¡Yo! —grita Less.
El destino, ese glockenspiel, ha cambiado en cuestión de una hora. Hace apenas un rato, Less estaba perdido en un pasillo de aeropuerto, arruinado, atracado, derrotado y ahora ¡aquí está! Paseando por la rue des Rosiers con el bolsillo lleno de billetes. Le han guardado el equipaje en el aeropuerto y tiene por delante varias horas en la ciudad para disfrutar a su aire. Y ya ha llamado por teléfono a un viejo amigo.
—¡Arthur! ¡El joven Arthur Less!
Al teléfono: Alexander Leighton, de la Escuela Río Russian. Poeta, dramaturgo, erudito, hombre negro y gay que dejó el racismo a cara descubierta de los Estados Unidos por el racismo soigné francés. Less recuerda a Alex en sus viejos tiempos porfiados, cuando llevaba una espléndida mata de pelo a lo afro y declamaba poesía desde la misma mesa, después de cenar con amigos; la última vez que se vieron, Alex estaba ya tan calvo que parecía un Maltesers.
—¡Me he enterado de que estás viajando por el mundo! Deberías haberme llamado antes.
—Bueno, es que no tendría que estar aquí, en realidad —explica Less, aún embelesado en el goce de esa libertad condicional regalo de cumpleaños, sabiendo que no se está explicando del todo correctamente. Ha salido del Métro en algún lugar cercano al Marais y no es capaz de orientarse—. He estado dando clase en Alemania y antes estuve en Italia. Había overbooking y me he presentado voluntario para tomar otro vuelo, más tarde.
—¡Qué suerte la mía!
—¿Qué te parece si cenamos juntos o vamos a tomar algo?
—¿Has hablado con Carlos?
—¿Quién? ¿Carlos? ¿Qué?
Al parecer, tampoco se está orientando bien en la conversación.
—Bueno, te llamará. Quería comprarme mis cartas viejas, mis notas, mi correspondencia. No sé qué es lo que trama.
—¿Carlos?
—Las mías ya las vendí a la Sorbona. Probablemente quiera preguntar por las tuyas.
Less imagina sus papeles en la Sorbona: Cartas reunidas de Arthur Less. Atraerían al mismo público que asistió a «Una velada…».
Alexander no ha dejado de hablar:
—¡… pero sí que me dijo que vas a la India!
Less está asombrado por lo velozmente que corre la información clasificada a lo largo y ancho del mundo.
—Sí —responde—. Sí, fue una sugerencia suya. Escucha…
—Feliz cumpleaños, por cierto.
—No, no, mi cumpleaños no es hasta…
—Oye, tengo prisa. Esta noche voy a una cena. Son aristócratas, les encantan los estadounidenses y los artistas, y les encantaría que vinieras. A mí me encantaría que vinieras. ¿Quieres venir?
—¿Una cena? No sé si yo… —Y entonces llega el tipo de problema lingüístico en el que Less siempre mete la pata: «No sé si un novelista de segunda que tiene un vuelo a medianoche, pero quiere ir a una cena en París a las ocho, debería…».
—Es la París bo-bo. Les encantan las sorpresitas así. Venga, y así hablamos sobre la boda. Ha sido muy bonita. ¡Y ese pequeño escándalo…!
Less, a la deriva, no acierta más que a tartamudear:
—Oh, eso, ¡ja!, ja.
—Te has enterado, entonces, ¿no? Tenemos que hablar de muchas cosas. ¡Te veo luego, venga!
Alexander da a Less una dirección absurda en la rue du Bac, con dos códigos distintos para sendas puertas, y se despide a la carrera. Less se queda parado, sin aliento, al pie de una antigua casa cuya fachada está totalmente cubierta de enredaderas. Un grupo de niñas pasa junto a él en dos filas muy bien ordenadas, camino del colegio.
Está claro que va a tener que ir a la fiesta, porque no es capaz de resistirse. Una boda muy bonita. La resplandeciente promesa de algo: como la carta que el mago enseña al público antes de hacerla desaparecer y que, antes o después, reaparecerá tras tu oreja. Así que Less va a enviar por correo los documentos del IVA y luego irá a la fiesta, oirá todo lo que tenga que oír, por terrible que sea, y tomará su vuelo de medianoche rumbo a Marruecos. Entre una cosa y otra, vagará por París.
En derredor, la ciudad extiende sus alas de paloma. Less ha caminado hasta la place des Vosges; allí, las hileras de árboles esmeradamente podados brindan cobijo tanto de la leve llovizna como de un coro juvenil procedente de Utah, cuyos integrantes visten todos con camisetas amarillas y entonan versiones corales de éxitos del soft rock de los ochenta. Sentada en un banco, inspirada quizá por la música de su juventud, una pareja de mediana edad se besa apasionadamente, ajena a todo; motea la lluvia sus gabardinas. Less los observa y, al son de «All Out of Love», de Air Supply, el hombre le mete la mano a ella bajo la blusa. En los soportales que rodean la plaza, adolescentes cubiertos con ponchos de plástico de bazar chino se arremolinan ante la casa de Victor Hugo, levantando la vista al cielo; las bolsas de suvenires revelan que ya han visitado a Quasimodo. Less entra en una patisserie cercana y, sin dejarse sabotear por su incomprensible francés, se hace exitosamente con un cruasán cubierto de almendras, que le llena las manos de un confeti mantecoso. Decide entonces entrar en el museo Carnavalet y admira la decoración de los palacios decrépitos y luego restaurados, y estudia un extraño groupe en biscuit que representa a Benjamin Franklin firmando un acuerdo con Francia; se maravilla con las camas de antaño, que le llegan por el hombro; y se queda con la boca abierta ante el dormitorio ornamentado en negros y dorados de Proust: las paredes de corcho parecen más las de una alcoba antigua que las de un manicomio, y Less se emociona ante el retrato de un Proust anciano que cuelga de la pared. Estando en el pasaje abovedado de la joyería Fouquet, a la una en punto, oye un tañer de campanas que parece resonar por todo el edificio: a diferencia de lo que ocurrió en aquel vestíbulo de hotel en Nueva York, a los viejos relojes del museo les ha dado cuerda algún diligente empleado. Sin embargo, Less cuenta en silencio las campanadas y se da cuenta de que hay una diferencia de una hora. Es hora napoleónica.
Sigue teniendo varias horas por delante antes de encontrarse con Alexander en la dirección que le ha dado. Llega a la rue des Archives y accede por un pasaje al viejo barrio judío. Turistas jóvenes hacen cola para comprar falafel, otros de edad se sientan en las terrazas de los cafés con cartas enormes y cara de agobio. Elegantes mujeres parisinas vestidas de negro y gris sorben cócteles estadounidenses de color chillón que en Estados Unidos no tomaría ni una universitaria en una fiesta de sororidad. Recuerda entonces otro viaje, cuando quedó con Freddy en esa ciudad, París, y pasaron una larga semana llena de caprichos: museos, restaurantes rutilantes y paseos nocturnos por el Marais, algo bebidos y tomados del brazo; días enteros en la habitación del hotel, recreándose o recuperándose, hasta que uno de los dos contrajo algún tipo de enfermedad francesa. Su amigo Lewis le había hablado de una exclusiva boutique masculina en la misma calle del hotel. Freddy mirándose en el espejo con una chaqueta negra, transformado: de chico estudioso a hombre en todo su esplendor. «¿De verdad me veo así?», preguntaba. La mirada llena de esperanza en el rostro de Freddy. Less tuvo que comprarle la chaqueta, que le costó lo mismo que el viaje entero. Confesó a Lewis más tarde su temeridad y este le respondió: «¿Es eso lo que quieres que diga en tu tumba? ¿Fue a París y no se permitió ni una sola extravagancia?». Más tarde, Less se preguntaría si con lo de la extravagancia se refería a la chaqueta o al mismo Freddy.
Less da con la boutique, pintada de negro y sin carteles. En la puerta, un solitario timbre dorado, cuyo pezón amarillo acaricia antes de apretar. Abren.
Dos horas después: Arthur Less ante un espejo. A su izquierda, en el sofá de cuero blanco: una taza de café expreso vacía y una copa de champán. A la derecha: Enrico, el pequeño brujo barbado que le dio la bienvenida y le invitó a sentarse mientras él traía «unas cositas especiales». Qué diferencia con el sastre piamontés (bigote de nutria) que le tomó las medidas sin decir palabra cuando fue a recoger la segunda parte de su premio italiano, el traje. Cuando Arthur descubrió, encantado, un tejido del tono azul que a él le gusta, el tipo le replicó: «Demasiado juvenil. Demasiado vivo. Para usted, gris». Less insistió, pero el señor se encogió de hombros y replicó: «Ya veremos». Less le dio la dirección del hotel de Kioto en que estaría alojado unos meses más tarde y se marchó a Berlín con la sensación de haber hecho trampas en su premio.
Pero ahora, sin embargo, está en París: un vestidor lleno de tesoros. Y ante el espejo, un nuevo Less.
Enrico: «No tengo… palabras…».
Una de las más extendidas falacias viajeras es la de ir de compras en el extranjero. Esas túnicas de lino blanco, tan elegantes en Grecia, emergen de la maleta de vuelta en los Estados Unidos como trapos hippies; las bonitas camisetas de rayas romanas no vuelven a salir nunca del armario; y los delicados estampados artesanos batik de Bali se usan en un crucero, luego se convierten en cortinas y terminan sirviendo de nuevo de atavío improvisado cuando la demencia es inminente. Pero París es otra cosa.
Less se pone un par de elegantes zapatos de cuero natural estilo brogue, que traen una pincelada de verde en cada dedo del pie; pantalones de lino negro ajustados, con la tela como tejida en diagonal; una camiseta gris que parece llevar las costuras por fuera y una chaqueta con capucha, cuyo cuero forrado de pelo había quedado por el uso suave como una goma de borrar usada. Parece un rapero supervillano de algún programa de parejas gais en una isla. Casi cincuenta, casi cincuenta. Pero en ese país, en esa ciudad, en ese vestidor —lleno de cueros y pieles tan escandalosos como exquisitos, de sutilezas que se cifran en costuras y botones disimulados, de colores sacados solo de los clásicos del cine negro; con su claraboya salpicada de lluvia y su suelo de madera de abeto, y esas pocas bombillas de cálida luz colgadas de las vigas como ángeles; con Enrico, un poco enamorado sin duda de aquel encantador americano—, en ese lugar, sí, Less se siente transformado. Más guapo, más seguro. Han sacado la belleza de su juventud del armario de invierno y le han hecho entrega de ella en su edad madura. «¿De verdad tengo este aspecto?»
La cena es en la rue du Bac, en un antiguo apartamento de los usados por el servicio, cuyos techos bajos y largos pasillos parecen más hechos para una novela de asesinatos que para un banquete. Cuando va enfrentando sonrientes rostros de la nobleza, uno tras otro, Less no puede evitar asignarles los roles que tendrían en una película policiaca barata: «¡Ajá, la hija del artista bohemio!», susurra para sus adentros cuando le da la mano una desgarbada chica rubia, vestida con mono verde y los ojos brillosos por la cocaína. «La madre que perdió todas sus joyas en el casino», piensa al saludarle con un gesto de cabeza una señora mayor ataviada de seda. El desastrado primo que vive en Ámsterdam, con su traje diplomático de algodón. El hijo gay de look à l’américaine, con chaqueta azul marino y chinos, resacoso aún de un fin de semana de éxtasis. El aburrido anciano italiano con su chaqueta color grosella, whisky en mano; collaborateur de los nazis hace mucho. El guapo español en el rincón con su camisa blanca perfectamente planchada, que hace chantaje a todas y cada una de las personas que están en esa fiesta. La anfitriona, con su peinado rococó y su barbilla cubista, que se ha gastado hasta su último céntimo en mousse. Y ¿quién será el asesinado? ¡Ah, será él! Arthur Less, el invitado de última hora, un don nadie, ¡el objetivo perfecto! Less escruta su champán envenenado (la segunda copa, al menos) y sonríe. Mira alrededor, de nuevo, en busca de Alexander Leighton, pero o se está escondiendo en algún lado o no ha llegado todavía. Entonces Less repara en un hombre bajo y delgado, con gafas de cristal tintado, que está junto a una de las librerías. Una lamprea de terror se le retuerce por dentro del cuerpo mientras busca desesperado vías de escape. Pero no, de la vida no se puede escapar. Así que da otro sorbo y se acerca, y lo llama por su nombre.
—¡Arthur! —saluda Finley Dwyer con una sonrisa—. ¡Otra vez París!
¿Por qué no se olvida nunca a los viejos conocidos?
Arthur Less y Finley Dwyer se volvieron a ver, en efecto, después de la entrega de los Laureles Literarios Wilde and Stein. Fue precisamente en Francia, antes de llegar Freddy; Less estaba allí en un bolo oficial organizado por el Gobierno francés. La idea era que varios novelistas estadounidenses visitasen bibliotecas de pueblos pequeños para llevar la cultura al campo; la invitación llegaba directamente del Ministerio de Cultura. Los estadounidenses invitados no se podían creer que un país importase escritores extranjeros; más inverosímil aún les parecía la mera idea de un Ministerio de Cultura. Cuando Less llegó a París, con un jet lag de caballo (todavía no conocía las pastillas para dormir de Freddy), echó un soñoliento vistazo a la lista de compañeros embajadores de la cultura patria y dejó escapar un suspiro al leer un nombre conocido.
«Hola, yo soy Finley Dwyer», dijo Finley Dwyer. «No nos conocemos, pero he leído tus novelas. Bienvenido a mi ciudad, yo vivo aquí, ¿sabes?» Less repuso que estaba encantado con la idea de que viajaran todos juntos y Finley le informó de que no había entendido bien. No viajarían todos juntos, sino en parejas. «Como los mormones», añadió con una sonrisa. Less contuvo el aliento metafóricamente hasta que supo que a él no le tocaba con Finley Dwyer. De hecho, a él no lo acompañaría nadie, pues lo habían emparejado con una escritora de edad avanzada que no podía viajar por cuestiones de salud. No mermó esto la ilusión de Less; al contrario, le pareció un pequeño milagro tener la posibilidad de viajar solo por Francia durante todo un mes. Tendría tiempo para escribir, tomar notas y disfrutar del país. La responsable del asunto se puso en pie en la cabecera de la mesa y anunció adónde se dirigiría cada uno de ellos: Marsella, Córcega, París, Niza. «Arthur Less…» La mujer revisó sus notas. «… a Mulhouse». «¿Perdón?» «A Mulhouse».
Mulhouse resultó estar en la frontera con Alemania, no lejos de Estrasburgo. En Mulhouse se celebra un maravilloso festival de la cosecha, que ya había terminado, y un espectacular mercado de Navidad, que Less no llegaría a ver. Noviembre estaba justo en medio, como una modesta hija mediana. Llegó de noche, en tren, y la ciudad le pareció oscura, acurrucada sobre sí misma. Lo acompañaron al hotel, situado en la misma estación de tren, lo que resultaba muy cómodo. Habitación y mobiliario parecían sacados de los años setenta. Había una cómoda de plástico amarillo con cuyos cajones Less batalló un buen rato hasta rendirse. Algún fontanero con problemas en la vista había intercambiado los mandos de agua fría y agua caliente. La ventana daba a una plaza circular de ladrillo rojo: una loncha gigantesca de pepperoni que el viento ululante salpimentaba interminablemente de hojas secas. Se consoló pensando que Freddy se le uniría al final del viaje y pasarían juntos una semana en París.
Su acompañante, Amélie, era una chica delgada y mona de ascendencia argelina, que hablaba muy poco inglés. Se preguntó por qué diablos le habían dado ese trabajo. No obstante, se plantaba todas las mañanas en el hotel con su sonrisa puesta, vestida con unos maravillosos jerséis de lana, y lo llevaba a ver a un bibliotecario. En todos los desplazamientos se sentaba junto a él en el asiento de atrás y a última hora lo acompañaba al hotel. Less no sabía dónde vivía ella. Tampoco tenía muy claro cuál era su cometido. ¿Acaso debían acostarse? Si eso creía la organización, sus libros no habían sido bien traducidos al francés. El bibliotecario hablaba mejor inglés, pero parecían pesarle tristezas ignotas; en la llovizna de final de otoño, era como si su pálida calva se empapara del colmo de lo anodino. El bibliotecario coordinaba el programa de actos de Less, que consistió la mayor parte de los días en visitar una escuela por el día y una biblioteca por la noche, con parada opcional en un monasterio. Less jamás se había preguntado qué daban de comer en las cafeterías de las escuelas secundarias francesas; ¿debería haberle sorprendido descubrir que servían áspic y pepinillos en vinagre? Los atractivos alumnos y alumnas hacían preguntas maravillosas en un inglés terrorífico, sin pronunciar ni una sola hache aspirada inicial, como los cockneys londinenses; Less respondía con estilo y las chicas se reían nerviosas. Le pedían autógrafos, como si fuese famoso. Cenaban normalmente en las bibliotecas, a veces en el único lugar con mesas y sillas: la sección infantil. Imaginad a Arthur Less sentado en una sillita diminuta, ante una mesita enana, mirando al bibliotecario extraer un trozo de pâté de su envoltorio de plástico. En una de las bibliotecas, prepararon «postres americanos», que resultaron ser muffins de salvado. Más tarde: una lectura en voz alta ante un grupo de mineros del carbón, que le escucharon muy atentos. Pero ¿en qué estaban pensando los organizadores de aquello? ¿Llevar a un novelista gay estadounidense de segunda fila a leerles a unos mineros franceses? Imaginó a Finley Dwyer dando recitales en un teatro de la Riviera, arropado por cortinas de terciopelo. Aquí no había más que cielos lúgubres y hados lúgubres. No es de extrañar que Arthur Less empezara a deprimirse. Los días eran cada vez más grises y los mineros estaban cada día más tristes. Su ánimo se empañó. El hallazgo de un bar gay en Mulhouse —el Jet Sept, juego de palabras sin gracia— no hizo más que ahondar su melancolía: era una tenebrosa sala negra, con unos pocos personajes dignos de El ajenjo de Degas. Cuando Less terminó con todos sus bolos y hubo enriquecido las vidas de todos los mineros de carbón franceses, regresó a París en tren y, al llegar, se encontró en la habitación de su hotel a Freddy. Dormía en la cama, totalmente vestido. Acababa de llegar desde Nueva York. Less lo abrazó y empezó a llorar y a sentirse ridículo. «¡Eh, hola!», saludó el joven amodorrado. «¿Qué te pasa?»
Finley viste un traje color ciruela con corbata negra.
—¿Cuánto hace? ¿Viajamos juntos tú y yo?
—Bueno, acuérdate, no, no viajamos juntos.
—Hace dos años al menos… Y tú tenías… Un novio jovencito y muy guapo, creo.
—Bueno, a ver, yo…
Aparece un camarero con una bandeja repleta de copas de champán, y tanto Less como Finley cogen una. Este último la sostiene con mano temblorosa y sonríe al camarero; a Less le da que está ya borracho.
—Apenas pudimos verlo. Recuerdo… —Y aquí la voz de Finley adquiere una tonalidad melosa, como de película antigua—. ¡Gafas rojas! ¡Pelo rizado! ¿Sigue contigo?
—No. Tampoco estaba conmigo entonces, en realidad. Quería viajar a París, es todo.
Finley no hace ningún comentario, pero mantiene una sonrisita malévola. Acto seguido, observa el atuendo de Less y frunce levemente el ceño.
—¿Dónde has…?
—¿Dónde te mandaron a ti? No me acuerdo —lo ataja Less—. ¿Fue a Marsella?
—¡No, a Córcega! Sol y calor. La gente es muy hospitalaria. Ayudó saber francés, claro. Estuve todo el mes comiendo pescado y marisco. ¿Y a ti?
—Yo estuve haciendo guardia en la línea Maginot.
Finley da un sorbo a su copa y añade:
—¿Y qué te trae a París ahora?
¿Por qué todo el mundo siente tanta curiosidad por el pequeño Arthur Less? ¿En qué otro momento habían pensado en él todas esas personas? Siempre se ha sentido insignificante entre esos hombres, tan superfluo como la ‘a’ de más en Quaalude.
—Estoy viajando, sin más. Estoy dando la vuelta al mundo.
—Le tour du monde en quatre-vingt jours! —murmura Finley, alzando la mirada hacia el techo—. ¿Tienes ya tu Picaporte?
—No, estoy solo. Viajo solo —responde Less, asomándose a su copa vacía. Se pregunta si no estará él emborrachándose también.
De lo que no cabe duda es de que Finley está bebido. Apoyado contra la librería, mira a Less a los ojos y le dice:
—He leído tu última novela.
—Ah, qué bien.
Finley baja la cabeza y ahora Less puede verle los ojos por encima de las gafas.
—¡Qué suerte toparme contigo aquí! Arthur, quiero decirte una cosa. ¿Puedo decirte una cosa?
Less se encoge un poco sobre sí mismo, como si viera venir una ola.
—¿Te has preguntado alguna vez por qué no has ganado nunca ningún premio?
—¿Por azar? ¿Por el timing?
—¿Te has preguntado por qué las revistas gais no reseñan tus libros?
—Ah, ¿no los reseñan?
—No, Arthur. No finjas no saberlo. No estás en el cañón.
Less está a punto de decir que él sí se siente en el cañón, y se imagina una bala de cañón humana saludando al público antes de caer muy lejos, más allá del horizonte, ese novelista de segunda a punto de cumplir cincuenta años, pero entonces cae en la cuenta de que Finley ha dicho canon, no cañón. No está en el canon.
—¿Qué canon? —acierta a farfullar.
—El canon gay. El canon que se enseña en las universidades, Arthur. —Finley está claramente exasperado—. Wilde, y Stein y, bueno, modestamente, yo.
—¿Cómo es estar en el canon? —inquiere Less, que, no obstante, sigue pensando en un cañón. Sin embargo, repentinamente decide adelantarse a Finley—. Quizá es que soy un mal escritor.
Finley desecha la idea con un gesto, o quizá esté llamando al camarero para que se acerque con las croquetas de salmón.
—No. Eres un buen escritor. Kalipso fue una obra maestra. Es una novela hermosa, Arthur. La admiro mucho.
Less se queda patidifuso. Trata de sondear sus propias debilidades.
—¿Demasiado magnílocuo? ¿Demasiado candoroso? ¿Demasiado viejo? —aventura.
—Todos tenemos más de cincuenta, Arthur. No es que tú seas…
—Espera, yo todavía no tengo…
—… un mal escritor. —Finley hace una pausa dramática—. Eres un mal gay. Eso es lo que pasa.
A Less no se le ocurre qué decir. El ataque le ha llegado por un flanco totalmente descubierto.
—Nuestro deber es mostrar algo hermoso desde nuestro mundo. El mundo gay. Sin embargo, los personajes de tus novelas sufren sin recibir ninguna recompensa. Si no te conociera, diría que eres republicano. Kalipso es una novela hermosa. Tan cargada de tristeza. Pero en ella hay un terrible odio contra uno mismo. Un tipo naufraga en una isla y tiene una historia de amor homosexual que se prolonga durante años. Y al final ¡se marcha con su mujer! Tienes que hacerlo mejor. Por nosotros. Inspíranos, Arthur. Apunta más alto. Siento hablarte de esta manera, pero tenía que decirlo.
Por fin, Less consigue articular palabra.
—¿Un mal gay?
Finley acaricia el lomo de uno de los libros de la librería.
—No soy el único que lo piensa. La gente habla de ello.
—Pero… Pero… Es Odiseo —explica Less—. Volviendo a los brazos de Penélope. Esa es la historia.
—No olvides de dónde vienes, Arthur.
—Sí, de Camden, Delaware.
Finley toma a Less del brazo y se siente en el aire como una descarga eléctrica.
—Escribes sobre lo que te atrae. Como todos los demás.
—¿Estoy siendo víctima de un boicot gay, entonces?
—Al verte, he visto clara la oportunidad de hacértelo saber, porque nadie ha tenido la amabilidad hasta ahora. —Sonríe y repite—. Nadie ha tenido hasta ahora la amabilidad de decirte lo que te he dicho yo.
Y Less nota algo que se hincha dentro de sí, nota esa palabra que no quiere decir y que, no obstante, de alguna manera, por la cruda lógica ajedrecística de la conversación, conducente al jaque mate, se ve obligado a pronunciar:
—Gracias.
Finley extrae el libro cuyo lomo está acariciando y se adentra en la multitud mientras lo abre por la portadilla. Quizá esté dedicado a él. Una araña de porcelana poblada de querubines azules cuelga sobre la concurrencia, arrojando más sombras que luces. Less permanece justo bajo ella, con la sensación de, como Alicia, haber sido encogido por Finley Dwyer, hasta convertirse en una versión diminuta de sí mismo; ahora podría pasar por la puerta más pequeñita, pero ¿a qué jardín saldría? Al Jardín de los Malos Gais. ¿Cómo iba a saber que ese jardín existía siquiera? Durante todo ese tiempo, Less se ha creído, simplemente, un mal escritor. Un mal amante, un mal amigo, un mal hijo. Al parecer, el problema es aún mayor; es malo incluso cuando intenta ser él mismo. «Al menos —reflexiona, mirando hacia el otro lado de la sala, donde Finley se afana en hacer reír a la anfitriona—, no soy bajito».
Surgieron algunos contratiempos, echando la vista atrás, aquellos días posteriores a su estancia en Mulhouse. Es difícil saber cómo nos llevaremos con alguien durante un viaje, y lo cierto es que Freddy y Less, al principio, chocaron. Aunque en la aventura aquí relatada Less se mueve como algún tipo de insecto acuático, durante sus viajes ordinarios siempre se ha comportado como un cangrejo ermitaño en un caparazón ajeno: le gustaba conocer las calles, las cafeterías y los restaurantes, que lo llamaran por su nombre los camareros, los dueños de los sitios y la chica del ropero, para, al irse, tener la agradable sensación de que dejaba atrás un segundo hogar. Freddy era lo opuesto. Quería verlo todo. La mañana posterior a la noche en que se reunieron —la melancolía de Mulhouse y el jet lag de Freddy se tradujeron en un sexo adormilado pero satisfactorio—, Freddy propuso tomar un bus turístico para ver los monumentos más importantes de París. Less se estremeció horrorizado. Freddy se sentó en la cama; se había puesto una sudadera y tenía una pinta desesperadamente estadounidense. «No, Arthur, está muy bien, podremos ver Notre Dame, la torre Eiffel, el Louvre, el Pompidou, el arco de los Champs-Ély… Ély…» Less se negó; se apoderó de él un miedo irracional de ser visto por algún amigo en un tumulto de turistas siguiendo los pasos a una bandera dorada gigante. «¿Qué importa eso?», preguntó Freddy. Pero Less ni se lo planteó. Fueron a ver los monumentos en metro o a pie, y comieron en puestos de la calle y no en restaurantes. Su madre le habría dicho que eso era herencia de su padre. Al final de la jornada terminaban exhaustos e irritados, con los bolsillos llenos de billetes de metro usados. Se veían obligados a despojarse de sus respectivos papeles de general y soldado raso para siquiera meterse en la cama juntos. Freddy, sin embargo, tuvo suerte: Less pilló la gripe.
Volviendo al tiempo presente, en Berlín, el enfermo al que Less recordó mientras cuidaba a Bastian era él mismo.
El recuerdo es, claro está, bastante brumoso. Largos días proustianos escudriñando la franja dorada de sol pintada en el suelo, la única luz que lograba sortear las cortinas. Largas noches hugonianas escuchando el eco de la risa rezumbando en el interior del campanario de su cráneo. Todo ello entremezclado con la expresión preocupada de Freddy y su mano preocupada en la frente y en la mejilla; un médico u otro tratando de comunicarse en francés y Freddy sin ser capaz de dar la réplica, pues el único traductor posible estaba allí mismo, pero medio muriéndose en la cama; Freddy llevándole té y pan tostado con mantequilla; Freddy con su americana y su bufanda, de repente un parisino más, despidiéndose con la mano al salir; Freddy quedándose dormido a su lado, oliendo a vino. El propio Less mirando fijamente el ventilador de techo y preguntándose si era la habitación la que se movía bajo un ventilador quieto o lo contrario, como el hombre medieval que duda si el cielo se mueve o es la Tierra. Y el papel pintado con sus árboles poblados de loritos medio escondidos. Los árboles, que Less identificó alegremente con el enorme árbol de la seda de su infancia. Sentado en una rama de ese árbol, en Delaware, contemplando el jardín y, específicamente, el fular naranja de su madre. Less se deja abrazar por las ramas y por el aroma de esas flores como de cuento del Doctor Seuss. Había escalado hasta muy arriba para un niño de tres o cuatro años y su madre lo llamaba. A esta no se le había pasado por la cabeza que se hubiera subido al árbol, así que Less estaba solo y se sentía muy orgulloso de sí mismo y un poco asustado. Desde arriba le caían hojas con forma de hoz. Se posaban en sus bracitos pálidos mientras su madre lo llamaba por su nombre, su nombre, su nombre una y otra vez. Arthur Less se arrastraba centímetro a centímetro por la rama, notando el tacto de la lisa corteza en las yemas de los dedos…
—Arthur, ¿estás despierto? ¡Tienes mucho mejor aspecto! —Freddy se cernía sobre él, en albornoz—. ¿Cómo estás?
Sobre todo, se sentía contrito, por haber llegado a general y haber sido degradado a soldado herido. Less recibió encantado la noticia de que solo habían pasado dos días. Todavía tenían tiempo…
—He visto casi todo lo que había que ver.
—Ah, ¿sí?
—Me encantaría volver al Louvre, si tú quieres.
—No, no. No pasa nada. Está todo bien. Quiero visitar una tienda de la que me habló Lewis. Creo que te has ganado un regalo…
La fiesta de la rue du Bac está yendo todo lo mal que puede ir. Tras ser abordado por Finley Dwyer e informado de sus delitos literarios, Less decide buscar a Alexander, pero es incapaz de dar con él. Además, el estómago se le ha dado la vuelta: no sabe si es el alcohol o la mousse. Es evidente que ha llegado la hora de tocar retirada. No se siente en condiciones para oír hablar de la boda. Su avión sale en cinco horas, en cualquier caso. Less busca a la anfitriona entre los invitados —es difícil distinguirla en ese mar de vestidos negros— y de repente se da cuenta de que tiene a alguien justo al lado. Unas facciones españolas, que sonríen bajo un cutis muy bronceado. El chantajista.
—¿Eres amigo de Alexander? Yo soy Javier —dice el hombre, que sostiene un plato con salmón y cuscús. Ojos entre verdes y dorados. Pelo negro liso, con raya al medio, lo justo de largo como para cogérselo tras las orejas. Less no responde; de repente se acalora y se da cuenta de que se ha ruborizado un poco. El alcohol, quizá—. ¡Y eres estadounidense! —añade el hombre.
Atolondrado, Less nota cómo el rostro se le calienta cada vez más.
—¿Cómo… cómo lo sabes?
El hombre le recorre con la mirada de pies a cabeza.
—Vistes al estilo estadounidense.
Less se mira los pantalones de lino y la chaqueta de cuero con pelo. Entiende entonces que ha caído bajo el encantamiento del dueño de la boutique, como muchos otros compatriotas antes que él, y se ha gastado una pequeña fortuna en vestir como le han hecho creer que visten los parisinos. Debería haberse puesto su traje azul. Se presenta.
—Soy Arthur. Arthur Less. Soy amigo de Alexander, sí; él me ha invitado. Pero parece que no ha venido.
El hombre se inclina hacia él, pero se ve obligado a elevar la mirada. Es bastante más bajo que Less.
—Arthur: Alexander siempre invita, pero nunca aparece.
—De hecho, estaba a punto de irme. No conozco a nadie en la fiesta.
—¡No, no te vayas! —exclama el español, dándose cuente al instante de que ha levantado demasiado la voz.
—Tengo que coger un avión dentro de un rato.
—Arthur, quédate un momento. Yo tampoco conozco a nadie. ¿Ves a esa pareja de allí? —Señala con la cabeza hacia una mujer con un vestido negro sin espalda y un moño rubio que centellea bajo la lámpara cercana, a la que acompaña un hombre de traje gris y cabeza grande, a lo Humphrey Bogart. Observan, hombro con hombro, un dibujo que cuelga de la pared. Javier esboza una sonrisa cómplice; se le ha soltado un mechón de detrás de la oreja que le cae ahora por la frente—. He estado hablando con ellos. Nos acabábamos de conocer, los tres, pero… me he dado cuenta enseguida de que… Bueno, de que yo sobraba un poco. Por eso me he venido para acá. —Javier se vuelve a colocar el mechón tras la oreja—. Esos dos terminan en la cama.
Less ríe y pregunta extrañado si se lo han dicho con esas palabras.
—No, pero obsérvalos. Los brazos pegados. Y él se le acerca mucho al hablar. No hace falta, no hay tanto ruido en realidad. Lo único que quiere es acercársele. Querían que me fuese, está claro.
Less se vuelve hacia Javier, que le responde encogiéndose de hombros: «¿Qué se le va a hacer?».
—Y por eso te has venido para acá —dice Less.
Javier mira fijamente a Less.
—En parte, sí.
Less se deja abrazar por la calidez del halago. La expresión de Javier no cambia. Se quedan callados un momento; el tiempo se expande levemente, tomando aire hondo. Less entiende que le toca dar el paso. Recuerda que, de niño, un amigo solía retarle a tocar algo muy caliente. El silencio de ese instante se rompió con el estrépito de un cristal haciéndose añicos. Finley Dwyer acaba de tirar un vaso al suelo de pizarra.
—¿Vuelas de vuelta a los Estados Unidos, pues? —pregunta Javier.
—No. A Marruecos.
—¡Ah! Mi madre era marroquí. ¿Vas a Marrakech, al Sáhara y a Fez, quizá? Es el tour habitual.
¿Le acaba de guiñar un ojo el español?
—Sí, supongo que soy el turista habitual. Qué injusto que me hayas calado así. Tú sigues siendo un misterio.
Otro guiño.
—No, no. Para nada. Nada de misterios.
—Lo único que me has contado es que tu madre es marroquí.
Otro guiño más, sexi.
—Lo siento —se excusa Javier, frunciendo el ceño.
—Es bueno ser misterioso.
Less dice esto lo más sensualmente que es capaz.
—Lo siento —repite Javier—. Perdona. Se me ha metido algo en el ojo. —El español se pone a parpadear a toda velocidad con el ojo derecho, como un pájaro asustado. Empieza a brotar de la comisura del párpado un riachuelo de lágrimas.
—¿Estás bien?
Javier aprieta los dientes, pestañea y se frota.
—Qué vergüenza, lo siento. Estas lentillas son nuevas y me irritan un poco. Son francesas…
Less no pilla el chiste. Se queda mirando a Javier, preocupado. Una vez leyó en una novela una técnica para quitarle a otra persona una mota del ojo: con la punta de la lengua. Pero es una maniobra demasiado íntima, más íntima que un beso, así que no se atreve siquiera a mencionarlo. Habiendo salido de una novela, quizá sea pura ficción.
—¡Ya! —exclama Javier tras un último revoloteo de pestañas—. Lo conseguí.
—O eso, o te has acostumbrado a la francesidad de la lentilla.
A Javier se le ha puesto la cara roja. Los rastros de las lágrimas reflejan la luz en su mejilla derecha y las pestañas se le han amontonado en ramilletes. Sonríe con bravura. Resuella un poco. A Less le parece que hubiese corrido una larga distancia para llegar hasta allí.
—¡Y así se desvanece el misterio! —dice Javier, apoyándose en una mesa con una mano y fingiendo una carcajada.
Less quiere darle un beso; quiere abrazarlo y protegerlo. Sin pensar un segundo, posa su mano sobre la de él, que sigue mojada de lágrimas.
Javier lo mira con esos ojos entre verdes y dorados. Están tan cerca que Less distingue el aroma a naranja de su loción capilar. Se quedan ahí, paralizados como estatuas, un groupe en biscuit. Su mano sobre la de Javier, mirándose fijamente. En ese instante, se le antoja posible que la memoria perdure eternamente. Entonces, se apartan un poco uno de otro. Arthur Less se ha puesto colorado como un clavel de los del baile de instituto. Javier inspira profundamente y mira hacia otro lado.
—Me pregunto —empieza a decir Less, haciendo un enorme esfuerzo por decir cualquier cosa con sentido— si podrías aconsejarme sobre todo ese asunto del IVA…
Las paredes de la estancia, de la que han perdido cualquier referencia visual, están forradas de una tela verde de franjas y decoradas con bocetos de obras de arte —cartones, para ser más exactos—: aquí una mano, allí otra mano sosteniendo una pluma, allá el rostro de una mujer vuelto hacia arriba. Sobre la repisa de la chimenea, la obra para la que se realizaron los bocetos: una mujer que cavila un instante mientras escribe una carta. Los estantes de libros llegan hasta el techo; de haber curioseado, Less habría encontrado, además de las novelas de H. H. H. Mandern protagonizadas por Peabody, una antología de relato estadounidense en la que —¡oh, sorpresa!— aparece un cuento suyo.
La anfitriona no lo ha leído; está en su librería a raíz de una aventura que tuvo hace mucho tiempo con otro escritor también antologado. Sí ha leído los dos poemarios que hay dos estantes más arriba, firmados ambos por Robert, pero desconoce el vínculo entre ese poeta y uno de los invitados a su fiesta. De nuevo se entrecruzan los amantes. Llegado ese momento, el sol ya se ha ocultado y Less se ha puesto al día de todos los intríngulis del sistema impositivo europeo.
La enternecedora risa hacia atrás de Less: ¡Ja!, ja, ja, ja.
—Antes de venir a la fiesta —relata ahora Less, notando que el champán se apodera de su lengua— fui al museo de Orsay.
—Ese museo es maravilloso.
—Me han emocionado las tallas de Gauguin. Aunque, de repente, de la nada ha aparecido Van Gogh. Tres autorretratos. Me he acercado a uno que estaba protegido por un cristal. He visto mi reflejo y he pensado: «¡Oh, Dios mío!». —Less agita la cabeza y sus ojos se ensanchan al revivir el momento—. «¡Me parezco un montón a Van Gogh!»
Javier se ríe y se tapa la boca con la mano.
—Antes de lo de la oreja, claro.
—He pensado: «¡Me estoy volviendo loco!» —continúa Less—. Pero, bueno… Ya he vivido diez años más que él.
Javier inclina la cabeza hacia un lado. Un cocker español.
—Arthur, ¿cuántos años tienes tú?
Less toma aire.
—Cuarenta y nueve.
Javier se acerca un poco para mirarlo de cerca: huele a tabaco y a vainilla, como la abuela de Less.
—Qué gracia. Yo también tengo cuarenta y nueve.
—No puede ser —dice Less, sinceramente descolocado. Javier no tiene ni una arruga—. Aparentas treinta y tantos.
—Eso es mentira. Pero es una mentira bonita. Tú no parece que vayas a cumplir cincuenta.
Less sonríe.
—Mi cumpleaños es la semana que viene.
—Es raro tener casi cincuenta, ¿verdad? Me da la sensación de que es ahora cuando he aprendido a ser joven.
—¡Sí! Es como el último día que uno pasa en otro país. Al final te haces con el lugar y sabes dónde tomar café, a qué bares ir, dónde comerte un buen filete. Y entonces, hay que irse. Y sabes que no volverás nunca jamás.