Leonardo

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Capítulo 14

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CAPÍTULO 14

LA CENA QUE NUNCA SE ACABA

LA BODA DE LUDOVICO Y BEATRICE NO FUE TAN lucida como Leonardo habría deseado.

Aun así, tampoco fue un completo desastre: otros espectáculos que el maestro había preparado para la ocasión, como los torneos de caballos, funcionaron de maravilla y el duque de Milán no le tuvo en cuenta el incidente del pastel gigante.

Poco después de que todos los pájaros y ratones de Milán se dieran un gran banquete a costa de los duques y de Leonardo, Caterina llegó a la ciudad.

Leonardo estaba contento por poder dedicar, después de tantos años, algo de tiempo a su madre. La anciana mujer se instaló en la Corte Vecchia, en el palacio donde su hijo vivía y tenía su taller. Eso fue una bendición para Leonardo, porque Caterina resultó ser capaz de controlar a Salai como nadie lo había hecho nunca antes.

—No sé cómo lo hacéis, madre —le decía Leonardo a Caterina cuando veía a Salai tan tranquilo.

—Piensa que he criado a un montón de hijos —le contestaba Caterina—. Y seguro que no has olvidado todas las travesuras que hacías, casi siempre acompañado de María.

—¡Me acuerdo como si fuera ayer! —respondió Leonardo sonriendo.

—Además, un buen truco es entretenerlo haciendo mazapanes, galletas y pasteles, como me enseñó Accattabriga —recordó con nostalgia Caterina—. Tu amigo es muy goloso y te aseguro que los dulces lo apaciguan.

A Leonardo se le escapó una risilla. No sabía qué le pasaba últimamente, pero le había dado por reírse como Cecilia.

A pesar de que había trabado buena amistad con Beatrice, tenía que reconocer que echaba de menos a Cecilia Gallerani y también a Bianco.

Pero la compañía de su madre hizo que, poco a poco, Leonardo fuera abandonando ese sentimiento de añoranza. Caterina y él asistían juntos a todos los eventos posibles, y la mujer seguía de cerca todas las novedades artísticas llevadas a cabo por su hijo.

Caterina se sintió especialmente orgullosa de Leonardo cuando vio acabado el caballo de barro que tenía que servir como modelo para construir la estatua ecuestre dedicada al padre de Ludovico Sforza. El duque de Milán había mandado exponer el modelo de barro con motivo de la celebración de la boda de su sobrina en la ciudad.

—¡Es impresionante! —exclamó Caterina, delante del monumento.

—Sí, madre… ¡Harían falta cuatro hombres, uno encima de otro, para poder tocarle las orejas! —bromeó Leonardo—. Esta estatua mide siete metros de altura.

—¡Qué barbaridad!

—Y harán falta más de setenta y cinco toneladas de bronce para hacer el monumento definitivo… Ya he empezado a pensar cómo llevaré a cabo la fundición de este coloso.

—Hijo mío, no sé de qué me hablas. No puedo imaginar cuánto son tantas toneladas.

—Muchas, madre, muchas. Todo ese bronce serviría para hacer un montón de cañones si se necesitara defender la ciudad de Milán.

La alegría de Leonardo de poder compartir su trabajo con su madre duró bien poco. La mujer no llevaba ni un año en Milán cuando falleció.

Salai también sintió la pérdida de Caterina, que le había tratado con tanto cariño, igual que lo había hecho Albiera con Leonardo muchos años atrás.

—Lo siento mucho… —le dijo Beatrice a Leonardo, dándole un gran abrazo cuando lo vio en palacio.

—Gracias, Beatrice, sois muy amable —contestó Leonardo, apreciando realmente las muestras de afecto de la que ya podía considerar su amiga.

—Ludovico te ha hecho venir porque tiene un encargo especial para ti —le anunció Beatrice—. Pero yo también quiero pedirte algo: me gustaría mucho que decoraras mis aposentos.

—¡Por supuesto! —respondió Leonardo, pensando que un poco de actividad fuera de su taller le iría bien.

—¡Leonardo! —gritó con alegría Ludovico, cuando entró en la estancia donde el artista estaba hablando con Beatrice—. ¡Tendrás que pintar un fresco!

—¿Un fresco? —preguntó preocupado, dado que jamás había practicado esa técnica.

—Verás… Ya sabes que estoy ampliando el convento dominico de Santa Maria della Grazie, aquí, justo al lado del castillo. Es el lugar donde instalaremos el mausoleo familiar. Le he prometido al prior del convento que te pagaría para que les hicieras un fresco representando la Última Cena de Jesús y los apóstoles.

La pintura al fresco era una técnica para pintar sobre paredes, pero Leonardo no la dominaba: consistía en superponer dos capas de cal, la primera, más gruesa, y la segunda, más fina; mientras la segunda capa estaba todavía húmeda, se aplicaba el pigmento que daba color a la pintura. Una vez que se había secado, ya no se podía modificar.

«Y esto, a mí, no me convence. Yo necesito retocar mi obra una y otra vez —pensaba Leonardo—. Hay cosas que no puedo solucionar en el poco tiempo que la segunda capa de cal tarda en secarse.»

No obstante, igual que había hecho con la pintura al óleo, Leonardo se dispuso a ensayar una nueva técnica que le permitiera pintar como él quería.

Antes de empezar a dibujar en la pared, hizo algunas pruebas para solucionar los problemas que le daba la pintura al fresco.

—¡Ya lo tengo, Salai! —exclamó un buen día dirigiéndose al joven aprendiz que lo acompañaba a todas partes—. Dejaré que el yeso se seque, no lo pintaré mientras esté húmedo, como siempre se hace con la pintura al fresco. Y utilizaré pintura al temple y al óleo para avanzar como a mí me gusta.

—¿Y eso funcionará, maestro? —preguntó Salai con curiosidad.

—Tendremos que probarlo para saberlo —sentenció Leonardo.

Así empezó el trabajo de Leonardo y sus ayudantes en el convento de Santa Maria della Grazie, concretamente en el refectorio, que era el lugar que se utilizaba como comedor en ese edificio religioso.

Salai, que entonces tenía dieciséis años, se hizo amigo de un chico de su edad, Matteo Bandello, que vivía en el convento con la idea de convertirse algún día en monje. Los dos se sentaban juntos a espiar cómo el maestro y sus ayudantes avanzaban en la obra. En ocasiones, lo hacían tras pasar por la cocina del convento para llenar los bolsillos de sus túnicas de dulces y otros manjares.

—Hoy lleva todo el día mirando la pared —le contó Salai a Matteo.

—¿Y qué mira?

—Pues no estoy seguro —respondió Salai—. Ha murmurado algo del punto de fuga.

—¿El punto de fuga?

—Sí, hombre, allí donde convergen todas las líneas. ¡Donde se te va la vista, vaya!

—¡Ah! —exclamó Matteo, sin tener demasiado claro si había entendido lo que Salai le estaba contando.

—Oí decir al maestro que quiere que todo el mundo dirija la mirada hacia la cara de Jesús, que estará en el centro —continuó explicando Salai.

Ese día los dos chicos no dijeron nada más, y se dedicaron a mirar cómo Leonardo observaba la pared y musitaba palabras que tenían que ver con la pintura que estaba ideando.

Al día siguiente, los dos muchachos se volvieron a reunir en el mismo rincón. En esta ocasión se habían pertrechado de mazapanes, de los que tanto le gustaban a Leonardo. Pasaron horas y horas observando al maestro manejar el pincel.

—Hoy lleva trabajando desde que salió el sol —comentó Salai, masticando un dulce.

—No ha parado para comer ni beber en todo el día —añadió Matteo—. De hecho, ha venido a buscarle un sirviente del Castello Sforzesco, mandado por la duquesa Beatrice. Se ve que ella está un poco enfadada porque no acaba las pinturas de sus aposentos.

—Es que cuando está inspirado y se pone a pintar de esta manera, se olvida de que existe todo lo demás —explicó Salai—. Verás… Estos días también ha aparcado por completo uno de los inventos en los que ha estado trabajando durante los últimos años: un aparato volador al que llama «ornitóptero». Hace ya mucho tiempo que empezó a construirlo, pero lo perfecciona día a día.

—¿Ornitóptero? ¡Cuéntame qué es eso! —pidió Matteo.

—Imagínate unas alas gigantes, como las de un pájaro o un murciélago, que te permiten volar…

—¡Imposible!

—Mmmm… Tengo una idea: ¿quieres venir al taller de la Corte Vecchia y verlo con tus propios ojos?

—Pero… ¿qué dirá el maestro? —preguntó Matteo, que era más prudente que su amigo.

—Intentaremos que no se entere. Tal y como lo veo hoy, dudo que acabe de pintar temprano.

Los chicos se fueron dando saltos de alegría y emoción hasta la vivienda del maestro, en la Corte Vecchia, pensando en lo que iban a encontrar allí.

Entraron en el viejo palacio discretamente y se deslizaron hasta el cobertizo donde Leonardo guardaba y rectificaba casi a diario su ornitóptero.

En la puerta había una armadura de caballero que parecía un vigilante petrificado. Matteo la miró atentamente.

—¿Qué hace esto aquí? —le preguntó a Salai.

—¡Es un autómata!

—¿Un qué?

—Se mueve solo…

—¿Como si estuviera encantado? —preguntó, incrédulo, Matteo.

—Más o menos —respondió Salai, con una sonrisa—. Pero en realidad se trata de otro de los inventos del maestro… No es brujería, ¡es mecánica!

—¿Y para qué sirve? —Matteo no salía de su asombro.

—Servir, servir… No sabría decir… —respondió Salai, dubitativo—. Supongo que hace gracia. No sé, imagínatelo en un espectáculo entreteniendo al público, por ejemplo.

Matteo hizo el esfuerzo de visualizarlo, pero no acababa de encontrar el sentido a una armadura que pudiera andar sola, y deseó que no lo hiciera en ese preciso instante, porque algo le decía que podría morirse del susto.

Los dos chicos entraron hasta el fondo del cobertizo. Allí, muy cerca de un portalón de madera enorme que daba directamente a la calle pero que siempre estaba cerrado, se hallaba el gran artilugio que Salai le había descrito a Matteo.

El chico pensó que era mucho más impresionante que ese autómata tan extraño que había en la puerta interior del cobertizo.

Con los ojos como platos, Matteo observó con atención la máquina de vuelo que Leonardo había ido construyendo y perfeccionando a lo largo de los años. Unas alas gigantes fabricadas con tela estaban dispuestas sobre una estructura donde cabía una persona colocada de forma horizontal. A la altura de pies y manos había una especie de pedales, que, mediante cables y poleas, servían para mover las alas.

La gran máquina voladora estaba suspendida sobre un andamio de madera, como si se tratara de una maqueta gigante situada allí con el único propósito de ser admirada.

—¿Y esto vuela? —le preguntó Matteo a Salai.

—Pues… todavía no lo ha probado —contestó el aprendiz de Leonardo.

Los dos chicos se miraron y dijeron a la vez:

—¿Y si lo hacemos nosotros?

Salai, que era el más alto de los dos, se colocó en el espacio reservado para el piloto, que tenía que ir tumbado horizontalmente como si fuera a nadar, y empezó a accionar los pedales de manos y pies.

Las alas del ornitóptero se comenzaron a mover como si fueran las de un pájaro gigante.

Todo lo que había alrededor: papeles, maderas, cuerdas, prototipos… salió volando con la corriente que las alas levantaron.

—¡Para, para! —gritó Matteo, llevándose las manos a la cabeza.

Pero Salai no podía oírlo y siguió pedaleando hasta que el ornitóptero salió del taller derribando la puerta de madera que daba a la calle.

Sin que nadie hubiera hecho nada, el autómata de la puerta interior se puso en marcha y siguió la ruta de la máquina voladora.

Matteo fue detrás de ellos. Estaba horrorizado; aun así, pensaba que tenía que hacer algo para detener todo aquel lío.

Mientras, Salai se encontró en medio de la vía pública montado en el ornitóptero de Leonardo. A pesar de su esfuerzo con los pedales, no había conseguido elevarse.

El autómata chocó contra el ornitóptero y la gente que había en la calle empezó a chillar como si hubiera visto un dragón alado y el más terrible de los caballeros armados.

De repente, a Salai le entró el pánico. Bajó deprisa y corriendo del ornitóptero y convenció a Matteo para abandonar el lugar como si ninguno de los dos tuviera nada que ver con todo aquello.

No obstante, Leonardo y el prior de Santa Maria della Grazie enseguida supieron quiénes habían sido los responsables de aquel desastre. Llamaron a los chicos al refectorio del convento, donde Leonardo estaba pintando el mural de La Última Cena.

—Pero ¿cómo se os ha ocurrido hacer semejante disparate? —preguntó, enfadado, el prior.

—Queríamos saber si el aparato realmente podía volar… —contestó Salai, con un poco de descaro.

—Solo teníais que preguntarlo —le reconvino Leonardo, aunque con una sonrisa pícara—. Te habría dicho que eso es imposible.

—¿Por qué? —preguntaron todos al unísono, incluido el prior.

—Pues porque el ser humano no es capaz de generar toda la energía que un aparato como ese necesita para volar —respondió con tristeza Leonardo.

A continuación, el maestro salió de la sala dejándolos a todos con la palabra en la boca. No quería hablar más sobre el tema. Ahora su prioridad era esa pintura mural que no se acababa nunca.

Había algo que realmente no le dejaba dormir.

Al día siguiente, Leonardo no fue al convento.

Salai y Matteo lo esperaron en balde.

—¿Tú crees que todavía está enfadado por lo del aparato volador? —preguntó Matteo a Salai.

—Tengo la sensación de que el incidente de ayer le importó bien poco, pero vete a saber…

El día después, Leonardo tampoco acudió al convento.

Al tercer día, apareció con cara de preocupación y se pasó mucho tiempo observando el trabajo que ya estaba hecho sobre la pared, pero no dio ni una sola pincelada.

—Mmmm… —Fue lo único que dijo tras contemplarlo durante horas.

El prior, Matteo y Salai no daban crédito al estado de Leonardo. No entendían qué le pasaba.

El clérigo pensó que tenía que descubrir el porqué de ese comportamiento tan extraño, y mandó a Salai y a Matteo a que siguieran a Leonardo cuando estaba fuera del convento.

Así, al día siguiente, en el momento en que Leonardo salió de la Corte Vecchia, los dos chicos fueron tras sus pasos, manteniendo una distancia prudencial para evitar ser descubiertos.

Leonardo se adentró en el mercado, muy cerca del lugar donde vivía.

Se paraba en un lugar y, luego, en otro, mirando a la gente como si la estudiara. De vez en cuando, sacaba su cuaderno y sus carboncillos de la bolsa que ahora llevaba siempre atada en el cinturón y tomaba apuntes de manera apresurada.

A los chicos les llamó la atención que pocas veces se le veía satisfecho; después de dibujar durante unos minutos, resoplaba como si lo que acabara de hacer no le convenciera.

Después de seguirlo a lo largo de un par de días, Matteo y Salai fueron a contarle al prior lo que habían visto.

—¿Solo dibuja? —preguntó el hombre, extrañado.

—Sí, es lo que hace —contestaron los dos.

—¡Qué raro! Con el trabajo que tiene aquí, y se pasa el día dibujando en la calle… Creo que tendré que dar parte al duque.

Eso hizo el prior y Ludovico Sforza llamó a Leonardo a palacio para transmitirle las quejas del religioso.

—Leonardo, hace mucho que empezaste a pintar La Última Cena y el prior espera impaciente que acabes tu trabajo —explicó Ludovico al maestro—. ¿Se puede saber por qué te vas a dibujar al mercado y desatiendes la pintura del refectorio del convento? —quiso saber el duque.

—¡Ese prior no entiende nada! —se quejó Leonardo—. Lo que hago es tomar notas para dibujar las caras de los apóstoles, quiero que su expresión sea lo más natural posible. Pero tengo un problema con la cara de Judas. ¡No la encuentro!

—¿Qué quieres decir? —preguntó el duque de Milán, que no comprendía nada.

—Judas traicionó a Jesús y su expresión debe ser la de un hombre malvado. No encuentro la cara que me inspire para dibujarlo…

—Pues tendrás que darte prisa, Leonardo. El prior empieza a perder la paciencia —respondió Ludovico—. Y, por cierto…, mi esposa, Beatrice, también. Se me ha quejado porque todavía no has terminado la pintura de sus aposentos —añadió el hombre.

—¡Tengo una idea! —exclamó Leonardo de pronto, expresando gran alegría—. A Judas le pondré la cara del prior quejándose. Seguro que quedará la mar de bien… Y en la habitación de Beatrice pintaré un par de diablillos con la cara de esos dos que me siguen a todas partes, Salai y Matteo. ¿O se piensan que no me he dado cuenta?

El duque rio con las ocurrencias de Leonardo.

—¡Maestro, sin duda, eres un genio! ¡Me encanta tu sentido del humor!

Leonardo tardó todavía tres años enteros en acabar La Última Cena.

Entretanto, el duque perdió la alegría, porque Beatrice murió de parto. La mujer no llegó a ver el mural del convento acabado, ni tampoco las pinturas de sus aposentos con las caras de los diablillos que había prometido Leonardo.

Todos los que pudieron contemplar La Última Cena terminada tuvieron únicamente palabras de elogio para el maestro, y la obra pasaría a la historia como una de las más importantes del Renacimiento.

—¡Es increíble! —exclamó Luca Pacioli la primera vez que vio la pintura.

Pacioli era un fraile, matemático y astrónomo que poco tiempo antes había entrado a trabajar al servicio del duque de Milán.

Leonardo ya no tenía demasiado interés en aquella obra y, mucho menos, en lo que la gente opinaba de ella. Pero el día de la visita de Luca Pacioli, dio la casualidad de que el artista también se encontraba en el refectorio del convento de Santa Maria della Grazie.

Leonardo observó al fraile. Había oído hablar de él; todo el mundo decía que era un pozo de sabiduría y eso, sin duda, era algo que el maestro apreciaba muchísimo.

Había perdido a su amiga Beatrice y llevaba tiempo alejado de Cecilia, por lo que Leonardo supuso que aquel hombre podría ser una de las pocas personas que vivía en la corte de los Sforza capaces de despertar su interés.

«A lo mejor, con él logro mantener conversaciones tan profundas como las que tenía con Cecilia y Beatrice», pensó. Con esta idea en la cabeza, Leonardo se acercó a Luca Pacioli y, sin siquiera presentarse ni saludar, le preguntó:

—¿Qué opináis de la cuadratura del círculo?

—Un tema muy interesante… —le contestó Pacioli, sin sorprenderse por la actitud de Leonardo.

De inmediato, los dos hombres empezaron a hablar de matemáticas y de las proporciones ideales del cuerpo humano, que Leonardo había representado en su Hombre de Vitruvio.

El entendimiento fue tal que Leonardo y Luca acabaron reuniéndose a diario para resolver problemas y enigmas que al resto de los mortales les habrían parecido totalmente imposibles.

Al final, Luca Pacioli se instaló en casa de Leonardo: de este modo podrían aprovechar cada minuto libre para charlar de sus cosas, y la amistad entre los dos genios fue creciendo.

Incluso se propusieron hacer, juntos, un libro que hablara precisamente de las proporciones matemáticas en todos los ámbitos que les preocupaban: la geometría, la pintura, la arquitectura… Mientras uno escribía y realizaba fórmulas matemáticas, el otro dibujaba. El libro se tituló De divina proportione.

A todo el mundo le parecía de lo más normal que aquel par se entretuviera en asuntos que estaban fuera del alcance de la mayoría. Sin embargo, a Salai, que todavía vivía con Leonardo, no le acaba de gustar esa relación. La verdad es que estaba celoso.

Aunque Salai se había hecho mayor, continuaba siendo un poco tarambana, tramposo y mentirosillo.

La amistad con Matteo le había hecho mucho bien en su momento, pero Matteo se había convertido en fraile, por lo que estaba totalmente dedicado a sus deberes religiosos y no tenía demasido tiempo para su amigo de adolescencia.

Salai echaba de menos que Leonardo le prestara atención como lo había hecho mientras era pequeño.

Un día que Luca y Leonardo estaban reunidos en el taller del maestro comentando, una vez más, temas matemáticos, Salai se puso a espiarlos escondido detrás de la puerta. Se había propuesto hacer algo para que Leonardo le hiciera caso.

Leonardo le contaba a su amigo que quería levantar mapas precisos de las ciudades más importantes de aquel entonces, como Florencia y Milán.

—Necesito hacer mediciones muy exactas sobre el terreno y, después, deberé ser capaz de pasarlas al papel respetando las proporciones… —explicaba Leonardo a Luca.

—Te prestaré un libro que te ayudará en ese tema —le respondió el fraile—. Se llama Ludi matematici, y lo escribió Leon Battista Alberti. Por medio de juegos e historias, explica conceptos de geometría y física esenciales para hacer buenas mediciones.

Salai sonrió en silencio y pensó que, seguramente, ese libro sería la clave de su plan.

El joven aprovechó que los dos amigos habían salido a dar un paseo por el mercado cercano al palacete de la Corte Vecchia para entrar en el taller de Leonardo.

Allí, encontró el ejemplar impreso de la obra de Alberti. Salai abrió el libro y miró las páginas con atención: arrancó alguna aleatoriamente, y en otras tachó palabras o añadió dibujos. Luego, cerró el volumen de juegos matemáticos y se marchó de la estancia con disimulo.

A partir de aquel día, Leonardo empezó a pasar muchas horas encerrado en el antiguo cobertizo, donde tiempo atrás había guardado el ornitóptero que Salai y Matteo habían intentado hacer volar.

Luca Pacioli extrañaba las largas conversaciones con Leonardo sobre matemáticas, pero entendía que debía de estar trabajando en el proyecto de los mapas que le había comentado. De hecho, en las ocasiones en que se encontraban por el viejo palacio donde ambos vivían, el maestro no hablaba de otra cosa.

—Luca, estoy impresionado con el libro que me prestaste… —le decía—. Pero tengo que hacer mis propias investigaciones para comprobar algunas cosas.

—No te preocupes, Leonardo. Ya charlaremos en otra ocasión —contestaba el fraile matemático, viendo a su amigo bastante apurado—. Pero si quieres que resolvamos algún problema juntos, solo tienes que pedírmelo…

—Lo sé, lo sé… —respondía Leonardo sin ganas de ir más allá—. Pero hay algo que tengo que solucionar por mi cuenta.

Fueron pasando los días y también las semanas. Leonardo cada vez estaba más tiempo encerrado en el cobertizo y menos en su taller, a pesar de que le iban llegando peticiones para que pintara algunos retratos, gracias al éxito que había tenido la pintura mural de La Última Cena y a la fama que habían alcanzado los cuadros dedicados a Cecilia y a Beatrice.

Ser Piero da Vinci también insistía a su hijo para que volviera a Florencia y atendiera las demandas de algunos de sus clientes, que deseaban que Leonardo pintara a sus familiares. Por ejemplo, había un tal Francesco Giocondo, que quería que Leonardo retratara a su esposa, una mujer llamada Lisa Gerardhini.

Sin embargo, como había ocurrido otras veces, en ese momento Leonardo no hacía caso de nada que no fuera su principal preocupación: aquello que lo mantenía encerrado en el viejo cobertizo.

Una mañana, el palacio de la Corte Vecchia se despertó con un enorme estruendo y los gritos de Leonardo.

—¡Salai! ¡Luca! ¡Venid a ayudarme! ¡Que venga todo el mundo que esté disponible!

Todos los que vivían en el palacete de Leonardo acudieron al cobertizo, alertados por los gritos del maestro. Cuando entraron en la estancia, la sorpresa fue mayúscula: Leonardo había reconstruido el ornitóptero con modificaciones importantes.

—Pero… ¿qué es esto? —exclamó Luca, atónito.

—Un nuevo ornitóptero, un aparato volador… —aclaró Salai—. El primero fue un desastre… —recordó el joven con cara de preocupación.

—¡Vamos, vamos! ¡No os quedéis ahí parados como estatuas y venid a echarme una mano! —pidió Leonardo, que había abierto la puerta del cobertizo que daba a la calle y empezaba a empujar el ornitóptero hacia el exterior.

—¿Qué pretendes? —le preguntó Luca.

—Hacer mis propias comprobaciones… —contestó Leonardo sin parar de empujar—. Voy a subir al tejado del Duomo, la catedral de Milán… Y desde allí sobrevolaré la ciudad para tomar notas y dibujar un mapa más preciso.

—Pero… —dudó Luca.

—Luca, tu libro está muy bien. Sin embargo, hay cosas que tengo que ver en persona, desde arriba.

—Maestro… —Salai dudaba si contarle lo que había hecho con el libro.

—Tú no digas nada, Salai y ayúdame a empujar —ordenó Leonardo.

Nadie se atrevió a contradecir a Leonardo da Vinci y todos colaboraron para sacar el nuevo ornitóptero del cobertizo de la Corte Vecchia.

El camino hasta la catedral de Milán era más bien corto y fue fácil de realizar. Subir al tejado del Duomo, en cambio, costó bastante más. Incluso tuvieron que desmontar alguna pieza del ornitóptero para poder pasar por el hueco de la escalera que conducía hasta arriba.

Una vez allí, Leonardo dio las órdenes precisas para volver a montar su máquina voladora en un santiamén.

El maestro estudió las vistas sobre Milán y la posición de las agujas y pináculos de la catedral, que debía tener muy en cuenta para no chocar contra ellos con el ornitóptero.

Luego, pidió a todo el mundo que se apartara, se subió a su aparato y empezó pedalear con brazos y piernas.

Ante la cara de incredulidad de todos los presentes, Leonardo y su máquina voladora se alzaron sobre la catedral y la ciudad de Milán.

—¡Está volando! —exclamó Salai.

—¡Increíble! —añadió Luca—. Y, en parte, es gracias a ti…

—¿Cómo dices? —preguntó el chico, que no entendía nada.

—Tus anotaciones falsas en el libro y las páginas que arrancaste, al principio, lo confundieron un poco… Pero enseguida se dio cuenta de lo que habías hecho.

—Oh… Yo…

—No, no intentes excusarte, Salai… Aun volviendo a tener el libro entero, Leonardo creía que faltaba algo que debía descubrir por sí mismo para poder hacer el mapa que él quiere de la ciudad. Cuando entraste en escena, le hiciste acordarse de su ornitóptero fracasado y tus ganas de hacerlo volar. Y se puso manos a la obra…

—¿Te ha contado él todo esto?

—Algunas cosas, sí. Otras las he deducido yo, que soy muy observador. —Luca guiñó un ojo a Salai.

—¡Mira! —gritó de repente el muchacho.

Salai señalaba el cielo, apuntando a Leonardo, que volaba como un pájaro sobre las casas y las calles de Milán. Seguía batiendo las alas del ornitóptero gracias a los pedales que movía con los pies, pero había soltado las manos y había sacado papeles y carboncillos de la bolsita que llevaba colgada del cinturón. Estaba dibujando la situación exacta de todos los elementos que componían la ciudad.

—¡Este hombre es un genio! —determinó Salai.

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