Leonardo

Leonardo


Capítulo 10

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CAPÍTULO 10

MÁQUINAS DE GUERRA Y OTROS INVENTOS

DESPUÉS DEL EPISODIO DE LA ENSEÑA DE LAS TRES ranas, en el que hubo lanzamientos de hojas de col y filetes de anchoa y Leonardo y Botticelli tuvieron que huir corriendo de la multitud, los dos amigos decidieron volver a sus trabajos como pintores.

Sandro Botticelli retomó la actividad en su taller, donde produjo más madonnas que nunca y cumplió numerosos encargos para los Médici, los señores de Florencia.

Leonardo, en cambio, se instaló en un triste taller con su amigo Biscotto y, ayudado por su padre, consiguió algunos pedidos que no le apetecían demasiado.

—Leonardo, los monjes de San Donato me han solicitado un encargo que deberías cumplir —anunció ser Piero da Vinci—. Quieren que les decores el reloj del convento…

—¡Vaya! ¡Qué emocionante! —exclamó Leonardo con ironía.

—Puede ser que, en ocasiones, paguen tus servicios en especies, con leña o con pollos. Así me han pagado a mí los últimos trabajos como notario que he hecho para ellos. Mira, tampoco te irá mal… Pero lo mejor es que también se plantean encargarte un gran cuadro. ¿Qué te parece?

—Mmmm… —rezongó Leonardo sin demasiado interés por lo que le decía su padre.

—¿No te gustaría pintar la adoración de los Reyes Magos?

Leonardo entonces reaccionó y pensó en la fiesta dedicada a estos personajes de Oriente que, desde hacía unos años, se celebraba en Florencia.

Recordaba que, estando en el taller de Verrocchio, había realizado máscaras y otros elementos para la cabalgata que los Médici habían organizado con el fin de representar la adoración de los Reyes Magos a Jesús. También se acordó de que Botticelli había pintado unos cuantos cuadros con esa escena religiosa, que, al igual que las madonnas, tenía mucho éxito en Florencia por aquel entonces.

—¡Eso está mejor! —dijo Leonardo con un poco más de entusiasmo.

—Pues venga, hijo. ¡Manos a la obra! —intentó animarle el padre.

Efectivamente, los monjes de San Donato acabaron concretando su encargo: querían que Leonardo plasmara la adoración de los Reyes Magos en una pintura sin igual. El muchacho tenía claro que ese cuadro iba a tener unas grandes dimensiones; una tabla de prácticamente dos metros y medio de altura por dos metros y medio de ancho.

Quería que en la escena salieran hasta sesenta personajes, cada uno con su propia expresión. «Quiero que, mirando la cara de cada uno de ellos, puedas saber exactamente qué siente», pensó Leonardo.

Para poder representar a tantos personajes, Leonardo consideró que tenía que hacer un trabajo previo: tomar apuntes al natural de gente y animales que pudieran salir en el cuadro. Como siempre, uno de sus lugares favoritos para hacer este tipo de trabajo era el mercado. Allí había mucha gente, con caras y expresiones bien variadas.

Ese lugar, además, le hacía pensar en su querida madrastra Albiera, quien había muerto hacía mucho tiempo, pero a la que todavía recordaba con cariño.

—Si al final decido poner un perro en el cuadro, te dibujaré a ti, Biscotto.

Leonardo hablaba con su perro mientras dibujaba con sus carboncillos en el mercado, y el animal le respondía con algunos ladridos apagados, pues cada vez era más viejo.

—¿Y sabes qué he pensado? —preguntó a su fiel amigo sin esperar respuesta—. Que a lo mejor también me hago un autorretrato en el cuadro. Nunca me ha gustado demasiado dibujarme a mí mismo, pero todos los pintores que se precian lo hacen. Mira nuestro amigo Botticelli… En la Adoración de los Reyes Magos que pintó no hace mucho, lo hizo… Y también dibujó allí a todos los Médici, que le tienen protegido. Él sí que tiene suerte…

Leonardo dejó de hablar con Biscotto cuando oyó que unos hombres en el mercado también comentaban algo sobre los Médici. De hecho, hacía tiempo que los señores de Florencia estaban en boca de todos.

—Son tiempos de conflictos y de guerra —le decía uno de los hombres del mercado al otro.

—Sí, los Médici y todos los señores de las otras ciudades estado harían bien en prepararse y estar a punto para afrontar cualquier posible ataque —respondía su compañero.

Lorenzo di Piero de Médici, conocido como el Magnífico, había conseguido sofocar las revueltas de las familias enemigas en su propia ciudad, en Florencia. Aliado con los señores de Milán y Venecia, había perdido contra los de Nápoles, que tenían el apoyo del papa de Roma. Sin embargo, había logrado acabar más o menos bien con todos ellos y hacer un frente común a posibles invasores que vinieran de lugares más lejanos, como, por ejemplo, Turquía, buscando nuevos territorios para conquistar.

Ya en su taller, Leonardo trabajaba en el dibujo preparatorio del cuadro de la Adoración de los Reyes Magos. Se había empeñado en resolver todos los problemas de perspectiva que se le planteaban. Mientras, Biscotto dormía a sus pies.

—A ver, Biscotto, se trata de que cuando mires el cuadro tengas sensación de profundidad, de que no todo ocurre en el mismo sitio, en el mismo plano. Unas cosas pasan delante del cuadro y otras, detrás, al fondo. ¿Lo entiendes? —Leonardo hablaba a su perro como si este pudiera comprenderle—. Por eso, es muy importante respetar todas las proporciones de los cuerpos y de los objetos…

Biscotto roncaba, pero de vez en cuando abría un poco un ojo para ver si lo que le decía Leonardo podía tener algún interés para él.

Enseguida Leonardo cambió de tema. Todavía pensaba en la conversación que había oído en el mercado.

—Pero ¿sabes qué? No me saco de la cabeza lo que decían esos hombres hoy en el mercado… La verdad es que he estado pensando en algunos artilugios que podrían ser revolucionarios en el campo de batalla.

Leonardo hizo una pausa para prepararse algo para comer y, entonces, Biscotto se levantó y se desperezó. Comida. Eso sí que era interesante.

El joven se sirvió un plato de pasta y agarró algunos mazapanes que todavía le enviaba Accattabriga. Aunque ahora era más de vez en cuando, porque el hombre también se hacía mayor, como Biscotto, y cocinaba menos.

—No me gustan las guerras, Biscotto. De hecho, no me gusta ningún tipo de violencia… —Leonardo empezó a explicarle su visión del mundo a su perro—. Pero si los Médici tienen problemas, les ayudaré. A lo mejor así aprecian mi valor como ingeniero. Mira, podríamos hacer una máquina con esta forma.

Leonardo empezó a modelar la pasta de su plato y los mazapanes de su padrastro para construir una especie de ariete, que teóricamente servía para echar abajo las puertas de las fortalezas donde se hacía fuerte el enemigo. Poco a poco se fue animando, y al cabo de un rato había elaborado varias piezas en miniatura de lo que podían ser fantásticas máquinas de guerra.

Coció más pasta y cogió los últimos mazapanes que le quedaban para poder continuar con su obra, y se valió de otros alimentos para perfeccionar y dar color a las figuras.

Biscotto miraba a su amo sin entender nada: el animal, sin duda, se preguntaba por qué hacía aquello con la comida en vez de ofrecerle un poco a él. Con voz lastimera, Biscotto se quejó.

—Sí, yo también pienso que es una maravilla, Biscotto —dijo Leonardo, admirando su obra.

Cuando tuvo todos sus prototipos acabados, los puso con cuidado en una cesta. En cuanto estuvo listo, se fue al palacio de los Médici.

En la puerta, lo recibió un criado y Leonardo le dio la cesta con las maquetas de los artilugios de guerra hechas con pasta y mazapanes para que se la entregara a Lorenzo el Magnífico.

—Esperaré aquí una respuesta del señor —explicó Leonardo con convencimiento.

—Puede tardar un poco… —El sirviente quiso advertirle para que no desesperara—. Está reunido con unos amigos.

—No importa —insistió Leonardo—. Tengo todo el tiempo del mundo.

Leonardo esperó algunas horas a que el criado volviera y le contara cómo había recibido Lorenzo de Médici sus maquetas.

—Le han encantado —afirmó el sirviente—. Dice que, cuando quieras, le traigas más. A sus invitados también les han gustado.

—¿También son entendidos en el arte de la guerra? —preguntó, curioso, Leonardo.

—No, pero tenían hambre.

—¿¡Se las han comido!? —exclamó Leonardo, totalmente horrorizado.

—Sí, claro. ¿No eran para eso?

Leonardo se tiraba de los pelos y se puso a gritar y vociferar tan fuerte que el criado decidió ir a contarle el malentendido a Lorenzo de Médici. Al cabo de un rato, el señor de Florencia hizo llamar a Leonardo, a quien conocía de sobra, aunque no solía tenerle muy en cuenta en el momento de realizar sus encargos artísticos.

—¡Leonardo da Vinci! Siento muchísimo lo ocurrido… —se disculpó Lorenzo de Médici—. ¿Cómo podría compensar tal ofensa?

—Podría contaros aquí mismo todas mis ideas para crear máquinas de guerra… —empezó Leonardo.

—¡Se me ocurre algo mejor! —contestó Lorenzo—. Te escribiré una carta de recomendación para que se las cuentes a alguien que apreciará de verdad tus máquinas de guerra: Ludovico Sforza, el señor de Milán —dijo Lorenzo de Médici, con la intención de sacarse de encima a Leonardo—. Por cierto, que a mis invitados les gustaría oír un poco de música. Me han dicho que eres bueno con el laúd y la lira, y también recitando poemas. ¿Nos harías los honores? —preguntó Lorenzo de Médici sin preámbulos.

—Está bien… —contestó Leonardo, sorprendido y un poco asqueado.

Al final de la tarde, Leonardo salió del palacio de los Médici sin haber hablado de sus máquinas de guerra, pero con la curiosa demanda de construir una lira que habría de servir como regalo para Ludovico Sforza de parte de Lorenzo de Médici.

Leonardo sería el encargado de llevarla hasta Milán, junto con su carta de recomendación.

Los días que siguieron al extraño encuentro con Lorenzo de Médici, Leonardo se encerró en su taller para trabajar en la lira que el señor de Florencia le había encargado.

Como había hecho en el pasado, cuando había pintado el escudo para su padre o había creado la salamanquesa en la caseta de los gusanos de seda de su tío, pensó que la fantasía sería importante a la hora de fabricar este nuevo instrumento.

—¡Ya lo tengo, Biscotto! —exclamó el joven delante de su perro, que estaba cada vez más apagado—. Sé que a Ludovico Sforza le gustan mucho los caballos. Haré una lira que tenga la forma de una cabeza de caballo. Y como Lorenzo de Médici no quiere escatimar en materiales, ¡la haré toda ella de plata!

Leonardo dejó de lado todos los encargos que tenía en marcha, incluido el cuadro de la Adoración de los Reyes Magos, en el cual ya no estaba demasiado interesado.

Al cabo de unos días, había terminado una lira magnífica: se tocaba como si fuera un violín, apoyada en el hombro. También se tenía que usar un arco para hacerla sonar. Aunque de las siete cuerdas que tenía, dos estaban pensadas para ser tocadas con los dedos.

Orgulloso de su trabajo, Leonardo volvió a presentarse ante Lorenzo de Médici, quien, como le había prometido, le dio una carta de recomendación para que se la entregara a Ludovico Sforza, junto con la lira.

Aunque la carta no era para él y estaba sellada, antes de llegar a su taller, Leonardo ya la había abierto. Se moría de ganas por saber qué decía de él el señor de Florencia. Con su ingenio y su maña, ya se las arreglaría más tarde para volver a pegar el lacrado de Lorenzo de Médici.

—¿Cómo? ¡No puede ser! —exclamó Leonardo, enfadado, cuando leyó lo que había escrito—. Dice que soy un buen intérprete, que no dude en darme trabajo para tocar el laúd y la lira y amenizar las fiestas de palacio. ¡Y ya está! Pero ¿qué se ha creído este hombre? ¡Puedo hacer muchas otras cosas!

Leonardo llegó muy disgustado al taller y le explicó a Biscotto, que permanecía tumbado sin mover ni una oreja, la mala pasada que le había jugado Lorenzo de Médici.

—¡No pienso entregarle esta carta a Ludovico Sforza, Biscotto! ¡Ni hablar! Voy a escribir mi propia carta de recomendación —exclamó Leonardo, muy convencido de lo que decía.

Y así lo hizo: empezó a redactar una larguísima carta, explicando todas sus habilidades. Se esforzó mucho para escribir del derecho, o lo que todos decían que era «el derecho», para que Ludovico Sforza le entendiera bien.

—Le cuento que soy capaz de diseñar las máquinas de guerra más increíbles, que le permitirán derrotar a sus enemigos más terribles.

Biscotto meneaba la cola sin demasiado brío.

—También le digo que podría construir puentes transportables y desviar el curso de los ríos si hiciera falta… Fabricar invencibles barcos de guerra… Crear túneles y pasadizos subterráneos secretos para llegar a cualquier lugar que se proponga… Idear carros acorazados o tanques que las tropas enemigas no puedan vencer… Y si la guerra se acaba, ¡puedo dedicarme a levantar los más maravillosos edificios! ¿Crees que con todo esto lo convenceré, Biscotto? —le preguntó de repente al perro—. Quizá debería poner que también sé cocinar y que puedo hacer unos exquisitos pasteles…

Biscotto soltó un leve gruñido.

—¡Ya sé! Por si acaso, le diré que si hace falta también puedo pintar y hacer esculturas. De hecho, le propondré la construcción de una escultura de bronce en honor a su padre, el gran Francisco I. Podría hacer una escultura ecuestre, ¿no crees, Biscotto?

Pero Biscotto ya no decía nada.

Fue entonces cuando Leonardo se dio cuenta de que su perro no podría seguirle en su nueva aventura a Milán. Estaba demasiado viejo y el viaje podría resultarle fatal.

—Creo que le pediré a mi padre que te lleve a Vinci, Biscotto. ¿Qué te parece? Creo que allí es donde estarás mejor —le dijo al perro, acariciándole las orejas.

Esta vez Biscotto emitió un sonido que parecía de satisfacción.

Así, al cabo de unos días, Leonardo subió todas sus pertinencias en una carreta, cogió la lira con forma de cabeza de caballo y la carta de recomendación que él mismo había escrito y se dirigió a Milán para entrevistarse con Ludovico Sforza, la persona más poderosa en aquella ciudad.

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