Leonardo

Leonardo


Capítulo 12

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CAPÍTULO 12

BIANCO

—¡CECILIA! ¡ESTO NO ES UN GATO! ¡ES UN HURÓN! —exclamó Leonardo cuando vio a Bianco en los aposentos de la muchacha.

—Ya me parecía un gato un poco extraño… —dijo Cecilia, con una sonrisa—. Pero… ¿sabes? Las cosas, a menudo, son lo que tú quieres que sean. Y Bianco es mi gato —añadió la joven, acariciando al animal que dormía en su regazo.

—Estás hecha toda una filósofa. ¿Se puede saber de dónde has sacado este animal?

—Lo encontré abandonado, cerca de las caballerizas. Todavía era pequeño, lo alimenté yo misma. Y aquí lo tienes, bien manso.

—Mmmm… Seguramente pertenecía a la camada de uno de los hurones hembra que se usan para cazar liebres y conejos aquí en palacio —explicó Leonardo.

—Bueno, Leonardo, ahora Bianco es mi compañero. No creo que nadie lo eche de menos…

—Está bien, Cecilia. No digo nada. Pero ándate con ojo, los hurones son escurridizos por naturaleza. Si se te escapa, puede acabar en cualquier agujero o rincón.

—Tendré cuidado, Leonardo. Anda, dime en qué proyecto andas ahora metido…

—Después del éxito del helicóptero, Ludovico me ha dado un tiempo para mis cosas. Y he pensado dedicarlo a construir un observatorio para ver un eclipse que creo que ocurrirá dentro de muy poco. Me ha dado permiso para que lo haga aquí, en los jardines de palacio.

—¿Un eclipse? ¿De sol o de luna? ¿Podré verlo contigo?

—¡De sol! ¡Y total! ¡Total, Cecilia, total!

Con la ayuda de Cecilia, Leonardo construyó en el jardín una especie de caseta desde donde observar el eclipse de sol. Consistía en un cubículo con cuatro paredes perfectamente cerradas. Como no es posible mirar directamente al sol, Leonardo perforó una de las paredes. Por el redondo agujero entraba la luz solar, que se proyectaba sobre la pared opuesta.

Lo que más le divertía a Cecilia mientras ayudaba a Leonardo con su nuevo proyecto era ver la cara de los habitantes del castillo. Pensaban que Leonardo se había trastornado y que lo próximo que iba a construir era un aparato para volar hasta el sol.

El día en el que se había anunciado que se produciría el eclipse, Cecilia y Leonardo almorzaron pronto y, después, se introdujeron en la caseta para observar la evolución del fenómeno.

—¿Te has dado cuenta de que los pájaros ya no cantan? —preguntó Leonardo a Cecilia—. Eso es porque sienten que se acerca el eclipse.

A continuación, gracias a la luz solar que se filtraba por el agujero, Leonardo y Cecilia pudieron ver cómo la imagen del sol sobre la pared contraria se iba cubriendo, a causa de una perfecta alineación del astro con la Luna y la Tierra. Eso sí, la imagen se proyectaba de forma inversa dentro de la caja oscura construida por Leonardo y Cecilia.

Se hizo de noche durante casi cinco minutos, lo cual desencadenó gritos y diversas reacciones de espanto entre la gente de palacio.

A Cecilia le hacían mucha gracia estos comportamientos.

—Leonardo, deberías explicarles por qué ocurre esto. Creo que, de esta manera, la gente estaría mucho más tranquila.

—No sé, no sé… ¿No crees que me acusarían de brujería?

—Bueno, intuyo que ya piensan que eres un poco brujo…

Los dos amigos se rieron a carcajadas.

Cuando hubo pasado el eclipse, Leonardo y Cecilia salieron de la caseta y se dispusieron a retomar sus actividades.

—Voy a ver cómo está Bianco —dijo Cecilia a Leonardo—. Esta mañana lo he visto un poco extraño…

—Quizá notaba la proximidad del eclipse. Los animales presienten este tipo de fenómenos.

Leonardo se quedó recogiendo su cámara oscura y, mientras trabajaba, oyó la conversación de dos sirvientes de palacio que hablaban de lo que acababa de pasar.

—La verdad es que tanta oscuridad daba un poco de miedo —decía uno.

—Para mí que es cosa de brujas —contestaba el otro.

—¿De brujas? Me apostaría algo a que ese tal Leonardo ha usado esa máquina que ha construido para viajar hasta el Sol y lo ha apagado.

—Pues bien podría ser, porque ese hombre hace cosas muy raras…

A Leonardo le entró el mismo tipo de risa que le daba a Cecilia cada vez que algo le parecía muy gracioso o absurdo, y sin cortarse, rio en voz alta, deseando que ese par le oyeran.

«Tengo que contárselo a Cecilia, es uno de los mejores chistes que he escuchado últimamente», pensó Leonardo.

Pero en ese preciso instante, los gritos de su amiga le sacaron de sus pensamientos.

—¡Leonardo! ¡Leonardo! ¡Bianco ha desaparecido! —vociferaba, corriendo alborotada por todo el jardín.

—Tranquila, Cecilia… Se debe de haber asustado con el eclipse. Seguro que está bien escondido. Ahora te ayudo a buscarlo.

Leonardo y Cecilia buscaron por todo el palacio y por el jardín, pero no dieron con Bianco. Al atardecer, Leonardo hacía compañía a Cecilia en su habitación, ya que la muchacha lloraba desconsolada.

—No te preocupes, Cecilia. Ya aparecerá —intentaba animarla Leonardo.

—¿No podrías crear uno de tus inventos para encontrarlo?

—¿El qué? ¿Un detector de hurones? —bromeó Leonardo.

Cecilia sonrió por primera vez en toda la tarde: la broma de Leonardo le había hecho gracia, aunque no le había arrancado su característica risita.

—¡Aaaahhh! —gritó alguien a lo lejos.

—¿Qué ha sido eso? —preguntaron los dos al unísono, al tiempo que se ponían en pie.

Los dos amigos corrieron por los pasillos de palacio hasta dar con el emisor de semejante chillido. Cuando vieron qué lo había ocasionado, Leonardo y Cecilia empezaron a desternillarse.

El poderoso Ludovico Sforza, con toda su altura y su robustez, corría vestido con una camisa de dormir y con Bianco enganchado a sus faldas.

—¡Que alguien me saque este animal de encima! —gritaba agitando los brazos y sin parar de correr.

Leonardo aguantó la risa tanto como pudo y se acercó rápidamente al duque de Milán, que tenía fama de fiero pero que ahora parecía un ratoncillo asustado.

—Tranquilo, señor… —Leonardo intentó rebajar la tensión y, a continuación, agarró al hurón.

—¡Un hurón! —gritó Ludovico—. Estaba en mi cama… Llévatelo y dáselo a los cazadores, que se deshagan de él.

—Señor, os equivocáis. No es un hurón, sino un noble armiño. Doblemente valioso por ser de color blanco. —Leonardo intentaba confundir al duque para que abandonara la idea de deshacerse del animal.

Ludovico Sforza gruñía enfadado.

—Es símbolo de pureza y también le hace honor a vuestra excelencia, que es miembro de la Orden del Armiño —continuó Leonardo, para convencer al duque de Milán de la importancia de ese animal.

—Mmmm… Quizá tengas razón —refunfuñó el duque—. Pero asegúrate de que no vuelve a entrar a mis aposentos.

—¡Hecho!

—Por cierto, Leonardo, mañana quiero hablar contigo. Ya te he dado demasiado tiempo libre, y deseo que empieces algunos encargos nuevos —añadió Ludovico Sforza, mientras se alejaba.

Leonardo asintió, agarrando con fuerza a Bianco para que no se volviera a escapar. Cuando el duque de Milán estuvo lo suficientemente lejos, se giró hacia Cecilia, que aguardaba detrás de él nerviosa, sufriendo por el futuro de su gato-hurón.

Leonardo le guiñó un ojo.

—Todo controlado —le dijo.

A la mañana siguiente, Leonardo fue a ver a Ludovico, que todavía estaba algo molesto por la escena del hurón-armiño.

—¿Te encargaste de ese animalejo?

—Está en un lugar seguro, allí no molestará a nadie —explico Leonardo, esperando que Cecilia no lo dejara salir de su habitación.

—Bien, Leonardo. ¿En qué andas ahora?

—Estoy estudiando la luz y cómo la capta el ojo humano… Quiero aplicar los nuevos conocimientos en el cuadro en el que estoy trabajando, un encargo de la Cofradía de la Inmaculada Concepción de Milán. Se trata de una escena de la Virgen con el Niño y san Juan Bautista. Lo llamaré La Virgen de las rocas, porque…

—De acuerdo, Leonardo, de acuerdo… Un día me lo enseñas… —le cortó el duque, que estaba interesado en otros asuntos—. Hay algo que quería comentarte. Verás, mi sobrino Gian Galeazzo se va a casar con Isabel de Aragón —empezó a explicar Ludovico—. Como bien sabes, él es el legítimo duque de Milán. Yo he estado ocupando este puesto temporalmente, porque él quedó huérfano cuando era un niño. Quiero que la celebración de su enlace con Isabel sea digna de un rey. ¡Que no se diga que no lo hago todo por mi sobrino!

—Entiendo… —contestó Leonardo, a quien le encantaban las oportunidades como aquella para dar rienda suelta a su imaginación. Sabía que el duque quería quedar bien con su sobrino porque, por más que dijera, nunca le cedería su puesto. Organizarle fiestas excepcionales era una manera de compensar, en parte, haberle usurpado el título.

—Otra cosa, Leonardo. Es hora de que empieces a ocuparte en serio de la estatua ecuestre que teníamos que construir en honor a mi padre, el magnífico Francisco I, que también era abuelo de Gian Galeazzo.

—De acuerdo, señor. Si no mandáis nada más, me pondré manos a la obra —concluyó Leonardo.

—No, no, eso es todo. Puedes irte.

Leonardo se dispuso a abandonar la sala donde Ludovico Sforza recibía a sus colaboradores. Pero justo cuando estaba en la puerta, le sorprendió un grito de Ludovico.

—¡Leonardo! ¡Una cosa más! —El duque de Milán se había acordado en el último momento de otro proyecto que se le había ocurrido—: ¡Quiero que hagas un retrato de Cecilia! Aprecio a esa muchacha y deseo regalarle un cuadro. Me gustaría que la pintura tuviera algo especial. Piensa en ello.

—Lo haré —respondió Leonardo, mientras abandonaba definitivamente la habitación.

Los preparativos de la boda de Gian Galeazzo con Isabel de Aragón fueron largos y costosos.

Leonardo había planeado un banquete excepcional. Quería que el patio interior del castillo, donde se celebraría la comilona, se convirtiera en la selva de un país lejano. Los invitados se trasladarían a otro mundo a la hora de comer.

Para que aquello resultara más realista, Leonardo inventó un sistema de cuerdas y poleas que debía colocarse encima de las mesas y que serviría para hacer volar por encima de ellas a los camareros, que irían vestidos de seres fantásticos y de aves.

Pensó en un menú basado en los platillos que solía hacer en su antigua taberna, La Enseña de las Tres Ranas.

Cuando Ludovico Sforza vio que pretendía servir delicias de col hervida con filetes de anchoa y cosas por el estilo, se quejó enérgicamente y le hizo incluir platos del gusto de todos. El duque encargó doscientos terneros, capones y gansos; seiscientas salchichas de cerebro de cerdo de Boloña; muchos otros productos de origen animal, como manitas de cerdo rellenas de Módena u ostras de Venecia. También pidió mil doscientos pasticcios de Ferrara, un hojaldre relleno de macarrones con ragú blanco, bechamel, setas y especias.

Desde luego, a Leonardo no le gustó nada el menú alternativo ideado por Sforza. No solo le había hecho un feo desestimando su propuesta, sino que, además, casi todo se basaba en productos de origen animal.

Aparte del banquete, Leonardo tenía que organizar el espectáculo que se debía representar en honor de los novios. Se trataba de El Paraíso, una obra teatral escrita por Bernardo Bellincioni, un poeta de la corte milanesa con quien Leonardo compartía el gusto por escribir sonetos, muchos de ellos burlescos.

—A ver, cuéntame cómo será la puesta en escena —le suplicaba Cecilia, mientras ella posaba en su habitación y Leonardo tomaba apuntes para el cuadro que le había encargado Ludovico Sforza.

—De acuerdo, pero no te muevas demasiado —le pidió Leonardo—. El escenario tendrá forma de cáscara de huevo partida por la mitad y todo ocurrirá dentro de ese hueco, como si fuera una cueva —empezó a explicar el artista—. Los bordes de ese escenario ovalado estarán cubiertos de oro.

—¡Increíble! —exclamó Cecilia.

—Espera, que no has oído lo mejor… —Leonardo prosiguió con su relato—: Dentro del huevo gigante habrá un montón de luces, que representarán las estrellas. Y habrá siete planetas, que serán siete personas disfrazadas. En un momento dado, saldrán del huevo para saludar a la novia. Y todo ello acompañado de música y la voz de multitud de cantantes.

—¡Magnífico! —Cecilia se levantó de su sitio, aplaudiendo a su amigo Leonardo.

Con el alboroto, Bianco salió del cesto donde dormía y fue a buscar a Cecilia. Él también quería participar de la fiesta.

—Ven aquí, Bianco. —La joven agarró al hurón en brazos y preguntó—. Leonardo, ¿por qué no lo haces salir en el cuadro?

—¡Buena idea, Cecilia! Será el elemento especial que me pedía Ludovico. Ahora bien, a él continuaré diciéndole que es un armiño y que lo he incluido para dar categoría a la pintura.

Los dos amigos rieron con la ocurrencia de Leonardo.

Por fin llegó el día de la boda de Gian Galeazzo e Isabel de Aragón. Leonardo había pasado muchas semanas con los preparativos y había una gran expectación.

Cuando se llevó a cabo la representación de El Paraíso, ocurrió lo mismo que el día que Leonardo hizo volar a cuatro actores vestidos de diablo por encima de la cabeza de los espectadores con su helicóptero: todo el mundo se levantó a aplaudir entusiasmado. Los novios, la familia Sforza, Cecilia y el poeta Bellincioni estaban encantados.

—¡Amigo Leonardo! —exclamó el poeta, cuando vio al artista—. ¡Venga un abrazo! ¡Esto hay que celebrarlo!

—¡Por supuesto, Bernardo! ¿Qué te parecería continuar la fiesta en mi taller de la Corte Vecchia? Cuando la celebración aquí, en palacio, haya terminado podemos ir a mi casa a tocar un rato la lira e improvisar unos sonetos. ¡Nos lo pasaremos bien!

—¡Hecho! —contestó el poeta Bellincioni—. En cuanto termine todo esto, cojo mi lira y me vengo contigo…

Cuando los dos amigos entraron en el taller de Leonardo, lo primero que le llamó la atención a Bernardo Bellincioni fue un pequeño cuadro tapado con una tela.

—¿Qué es esto? —preguntó el poeta a Leonardo.

—Un cuadro de Cecilia Gallerani que me ha encargado Ludovico Sforza. Todavía no lo he acabado.

—¿Me concederías el honor de verlo? —preguntó con timidez Bellincioni.

Leonardo dudó. Llevaba tiempo trabajando en él, pero el cuadro estaba todavía por terminar. Ni siquiera la propia Cecilia lo había visto y mucho menos el duque de Milán, que era quien lo había encargado.

No obstante, Leonardo pensó que Bernardo Bellincioni era un buen hombre y que tenía criterio. En definitiva, quería oír su opinión sobre cómo estaba quedando su última obra. Así que apartó la tela que cubría el cuadro hasta dejar al descubierto el rostro bello y pícaro de Cecilia.

En los brazos, la joven sostenía a Bianco.

—¡Sublime! —exclamó Bellincioni—. No la has pintado de perfil, como siempre se ha pintado a las personas de la alta sociedad… Pero tampoco está de frente. La mirada de Cecilia parece tan real…, incluso la del… ¿es un armiño?

—Sí —mintió Leonardo.

—La luz, el color… Parece que este cuadro tenga relieve, que tenga delante a la mismísima Cecilia, que mira enigmática fuera del cuadro —continuó Bellincioni—. También el armiño mira en la misma dirección…

Entonces, el poeta hizo algo inesperado: agarró su lira e improvisó unos versos dedicados al cuadro.

¿Qué te molesta?

¿A quién envidias, Naturaleza?

A da Vinci, que ha pintado una de tus estrellas.

Cecilia, sí, tan hermosa se ve hoy ella,

que ante sus bellos ojos el Sol parece sombra oscura.

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