Lenin

Lenin


LA CONQUISTA DEL PODER » 17. El retorno

Página 26 de 43

17. El retorno

XVII

EL RETORNO

«¡Vaya broma!», escribía Lenin a María al contarle las palabras cáusticas de su mujer. En efecto, Krupskaia se lo había dicho en broma, pero él sentía oscuramente que en su fuero interno se alzaba una voz que le hablaba sordamente en el mismo lenguaje. ¿No habría llegado, efectivamente, al final de su carrera de militante? Llevaba ya treinta años en los que «durante veinticuatro horas al día», como decía antaño uno de sus enemigos, no vivía más que por la revolución y para la revolución. La vida no tiene otro sentido para él. Sus períodos de descanso estival, sus crisis de depresión después de sufrir una derrota, no son más que tentativas, destinadas de antemano al fracaso, para evadirse de esa especie de obsesión permanente en medio de la cual transcurre toda su existencia y que se ha convertido en su estado normal. Acaba de cumplir cuarenta y cinco años. Su organismo resiste cada vez con más dificultades la constante tensión que le impone. Tensión cerebral, producida por la incesante afluencia de los problemas sociales nacidos de una terrible época que le ha tocado vivir. Alimentado desde un principio con el dogma marxista, impregnado de ese dogma hasta la médula, se ve obligado a ajustarlo a situaciones nuevas que evolucionan interminablemente. Su maestro había previsto el camino que debe seguir tal o cual proceso social o económico debidamente clasificado y apuntado. El trazo por él indicado no coincide siempre con el camino que toman los acontecimientos a más de medio siglo de distancia. Por tanto, unas veces hay que hacerlos entrar en ese camino y otras ampliar este último para que puedan pasar más fácilmente. Así llega Lenin inevitablemente a la conclusión de que su obra está destinada a convertirse en una prolongación de la de su maestro, a garantizarle su aplicación práctica, y que él, Lenin, es el encargado de llevar en alto, a través de una humanidad salpicada de sangre, la antorcha inextinguible del socialismo internacional. Ya no se pregunta si llegará al término de ese viaje en medio de las tinieblas que envuelven al mundo, si podrá entrever siquiera las primeras luces del alba de la revolución social. Marx, que sólo vivió con esa misma esperanza en esa misma espera, tampoco se lo preguntaba. Lo esencial es llevar la antorcha siempre adelante, cada vez más lejos, y encontrar a quien transmitírsela cuando la mano, desfalleciente, se debilite.

Por eso se le ve prodigar los esfuerzos para desarrollar la propaganda contra el imperialismo guerrero considerado por el momento como el principal enemigo a combatir. Lenin estima que hay que luchar contra él por todos los medios. De los dos que él posee, la pluma y la palabra, tiene que prescindir prácticamente del primero. Cada vez son más raras las ocasiones que tiene de poder escribir. En cuanto al segundo, no siempre se puede emplear sin dificultades. Es cierto que de vez en cuando lo invitan a hablar en reuniones públicas organizadas por los socialistas suizos; pero como está obligado a hablar en un idioma que no es el suyo, no logra imponerse al auditorio, que, por lo demás, acoge casi siempre con frío recelo sus exhortaciones a la guerra civil, «única capaz de liberar al mundo del capitalismo y del imperialismo». Trató de organizar reuniones privadas en un pequeño café de su barrio. A la primera acudieron unas cuarenta personas, la mitad de las cuales eran suizas. A las dos siguientes vinieron muchas menos. A la cuarta no quedó un solo suizo. Los rusos y los polacos que se habían molestado en ir se separaron bromeando, y el experimento fue abandonado.

Lenin se desquitaba usando, o más bien abusando, de las conversaciones particulares. En cuanto tropezaba con un suizo no lo soltaba, inundando a su interlocutor con un alud de argumentos, demostraciones, objeciones, etc. Finalmente, la gente empezó a esquivarlo, a huir de su compañía. Krupskaia recuerda una escena característica. Un día, paseando con ella por uno de los barrios elegantes de Zurich, Lenin vio al director de un periódico socialista suizo, Nobs, que venía a su encuentro. En cuanto aquél reconoció de lejos a Lenin, intentó dar media vuelta, simulando que quería tomar el tranvía que pasaba en aquel momento. ¡Demasiado tarde! Lenin estaba ya encima de él y, agarrando un botón de la chaqueta de Nobs, empieza a exponerle sus puntos de vista sobre el inevitable advenimiento de una revolución mundial. El otro hace esfuerzos desesperados para liberarse. Imposible. «Era muy cómico ver la cara que ponía Nobs, que no sabía cómo liberar su chaqueta», escribía después Krupskaia. Pero le pareció «simplemente trágico» el rostro de su marido, destrozado por la pasión que lo consumía, presa de esa necesidad insatisfecha de hablar, de convencer.

Lenin no se conformaba con entregarse totalmente a ese ardiente apostolado. Trataba de arrastrar también a aquellos de sus discípulos a quienes la guerra no había conseguido separar de su lado. Particularmente a Inés Armand, que seguía su trabajo de propagandista bolchevique en Francia. Es necesario que trabaje todavía más, y mejor. En una carta fechada el 19 de febrero de 1917, la exhorta a venir a evangelizar a los jóvenes obreros de La Chaux-de-Fonds. «¿Ha renunciado usted a su proyecto de trabajar en la Suiza románica? —le escribe Lenin—. Espero que no. Las cosas no son muy brillantes aquí, en realidad, pero hay que probar... Si no ahora, será más tarde; si no lo hacemos nosotros, entonces nuestros sucesores lograrán crear un movimiento de izquierda en Suiza.»

El 22 de enero, en una conferencia dada a las Juventudes socialistas de Zurich, con motivo del duodécimo aniversario del «domingo sangriento» de 1905, Lenin había declarado al terminar: «Nosotros, los viejos, no veremos tal vez las batallas decisivas de la revolución futura.» Siete semanas después se enteraba de que la monarquía zarista se había hundido.

Era el 15 de marzo. Lenin acababa de terminar su frugal comida del mediodía y se disponía a volver a la biblioteca. Su mujer estaba retirando los cubiertos. De pronto, cual un huracán, irrumpe en la habitación el polaco Bronski, quien se pone a gritar agitando frenéticamente los brazos: «¿Pero es posible que no sepa usted nada? ¡Ha estallado la revolución en Rusia!» En unas cuantas palabras deshilvanadas resumió el contenido de los telegramas publicados en edición especial y se marchó precipitadamente para seguir difundiendo la asombrosa y fulgurante noticia.

Lenin quedó desconcertado unos instantes. No comprendía bien lo que pasaba. Luego, lívido, tomó su sombrero y corrió, seguido por su mujer, hacia el lago, donde en un cuadro especialmente destinado a ese fin eran colocados los periódicos del día. Las noticias que leyó eran vagas, sucintas. Se trataba, desde luego, de graves acontecimientos que habían ocurrido en Petrogrado, pero no se podía determinar el sentido ni el alcance de los mismos. ¿Era una réplica de la insurrección de 1905, o una verdadera revolución? Los gacetilleros, siempre en busca de una noticia sensacional, ¿no habrían querido explotar una vez más la credulidad del público? Había que esperar informaciones más amplias. «No recuerdo cómo terminó el día ni cómo transcurrió la noche», decía más tarde Krupskaia. Se sabe, en todo caso, que Lenin mandó venir inmediatamente de Berna, por telegrama, a Zinoviev, quien acudió enseguida.

No es que necesitara grandemente sus opiniones. Apreciaba el celo de Zinoviev, su gran capacidad de trabajo, pero al mismo tiempo desconfiaba algo de él desde la reciente empresa de publicación en común con la pareja Bosch-Piatakov de la revista Comunista, en la que Zinoviev dio la impresión de defender con demasiado entusiasmo los intereses «de la señora editora» y de su «hombrecito». Le era necesario en otros aspectos. Zinoviev era miembro del Comité central. Había sido elegido en 1912 y desde la guerra seguía siendo su único representante ante Lenin. Los dos formaban legalmente el Buró extranjero de dicho Comité y, uniendo la forma de Zinoviev a la suya, Lenin podía hablar en nombre de todo el partido.

»Vagamos sin rumbo durante horas y horas por las soleadas calles de Zurich —escribe Zinoviev en su librito sobre Lenin—, trazando toda clase de proyectos y esperando ante el edificio de la Neue Zürcher Zeitung la publicación de nuevos telegramas.» Ahora ya no cabía duda alguna. Era una verdadera revolución, o más bien una primera etapa de la revolución que había previsto Lenin. El poder acababa de pasar a las manos de la burguesía liberal. El partido constitucional— demócrata, el mismo al que había combatido tan duramente durante la revolución de 1905, se hallaba al frente del gobierno. A su lado, como en 1905, se había formado un Soviet de los diputados obreros, en el que, lo mismo que en 1905, la mayoría pertenecía a los mencheviques y a los «conciliadores», los cuales, según Lenin, iban a cometer las mismas tonterías que en 1905. Por tanto, era absolutamente necesario que Lenin estuviera allí a toda costa para sostener el combate contra todos los errores y todas las desviaciones susceptibles de torcer el curso de la revolución victoriosa. En consecuencia, partir lo más rápidamente posible para Rusia se había convertido para él en una verdadera obsesión. En la presente situación, eso era algo prácticamente irrealizable. Mediante sondeos hechos en los círculos diplomáticos de Berna se supo que Francia e Inglaterra no dejarían pasar a los «derrotistas» cuya lista les era comunicada por el nuevo ministro ruso de Negocios Extranjeros, Miliukov, el jefe del partido de los «cadetes», lista en la que Lenin, naturalmente, figuraba en primer lugar. A partir de ese momento, Lenin no cesa de fraguar proyecto tras proyecto, más fantásticos unos que otros, para romper sus ataduras. Pensó primero en viajar clandestinamente en avión. Un viaje aéreo de Suiza a Rusia, a través de una Europa en llamas, era en aquel entonces una hazaña deportiva llena de riesgos. El hecho de que Lenin estuviera dispuesto a correr esos riesgos demuestra hasta qué punto le urgía ponerse en camino. Naturalmente, no encontraron avión ni piloto. Entonces ideó otra cosa. Escribe a Ginebra al viejo bibliotecario Karpinski, hombre servicial e incondicional de Lenin:

»Estoy estudiando diferentes medios de partir. Lo que sigue debe ser mantenido en el más estricto secreto... Hágase entregar los papeles necesarios de identidad para pasar por Francia e Inglaterra. Los usaré para atravesar esos países. Puedo ponerme una peluca. Me retrataré así y me presentaré al consulado de Berna con sus papeles y con la peluca. Usted deberá desaparecer entonces de Ginebra por lo menos unas cuantas semanas... Se ocultará mientras tanto, muy seriamente, en alguna parte de las montañas, y le pagaremos la pensión, naturalmente.»

Era demasiado pedirle a un modesto bibliotecario. Se negó. Lenin volvió a calentarse los sesos. Por la noche rumiaba toda clase de combinaciones y les daba vueltas y más vueltas en su mente. Ni él ni su mujer podían dormir ya. Finalmente le dijo a ésta: «Sabes, podría pasar con el pasaporte de un sueco sordomudo.» «Me eché a reír —cuenta Krupskaia— y le dije: No dará resultado. Se puede hablar en sueños. Verás cadetes en sueños y te pondrás a gritar dormido: ¡Cochino!, y verán que no eres sueco.» Pero Lenin no se dejó convencer. El polaco Ganetzki, que después del regreso de Chliapnikov a Rusia se había convertido en un valioso agente de enlace en Estocolmo, fue informado telegráficamente de que iba a recibir una carta confidencial muy importante. Favor de acusar recibo. «Tres días después —cuenta Ganetzki— llega la carta. Contiene una nota de Lenin y dos fotografías. La nota decía poco más o menos esto: Imposible esperar más tiempo. Las esperanzas de un viaje legal siguen siendo vanas. Nosotros, Grigory (Zinoviev) y yo, tenemos que pasar a Rusia cueste lo que cueste. El único plan posible es el siguiente: encuentre dos suecos que se parezcan a mí y a Grigory. Pero como no sabemos sueco, es necesario que sean sordomudos. Para este fin le envío nuestras fotos.»

Ganetzki no se rió. La cosa era demasiado triste: ¡a dónde había llegado Lenin! La fotografía, en todo caso, pudo ser utilizada. La hizo insertar en el gran periódico de Estocolmo Politiken con este pie: el jefe de la revolución rusa. Era la primera vez que la imagen de Lenin aparecía en la prensa europea.

Tan pronto como recibió las primeras noticias de la revolución, Lenin se había puesto a redactar un plan de acción para su partido. Aunque no esperaba una explosión revolucionaria tan brusca (en los últimos meses, sobre todo después de la detención de su hermana Ana, su contacto con Rusia estaba casi completamente interrumpido), y aunque se había resignado de una buena vez a la perspectiva de no vivir el tiempo suficiente para ver brillar el sol de la revolución socialista, se mantenía listo para recibirla en cualquier momento y su llamamiento nunca podría encontrarlo desprevenido.

Conocemos su primera reacción por la carta escrita a la señora Kollontai el 16 de marzo, es decir, un día después de que Bronski le trajo la formidable noticia que había de cambiar su vida de arriba abajo. Acababa de leer los telegramas oficiales que anunciaban la formación, en Petrogrado, de un gobierno provisional compuesto de representantes de la burguesía liberal. Esto después de una semana de batallas callejeras en las que los obreros habían derramado su sangre. No le sorprendió en modo alguno. Era, según él, el orden natural de las cosas. Ya se ha visto en Europa en varias ocasiones. La revolución ha entrado en su primera fase: burguesa— democrática. Hay que pasar por ella. Ahora se trata de preparar la segunda. Para él eso significa organizar revolucionariamente al partido socialdemócrata bolchevique. La situación de éste va a cambiar. Saldrá de la clandestinidad. Seguramente habrá tentativas para orientar su actividad por la vía legal. ¿Legalidad? Bueno, pero el partido debe conservar su espíritu y su «aparato», tal como se lo ha creado. «Aunque el Gobierno cadete —escribe Lenin a la señora Kollontai— nos proponga ser un partido legal, formaremos como en el pasado nuestro partido propio y uniremos obligatoriamente el trabajo legal al trabajo ilegal.» Sobre todo, nada de partido «¡tipo Segunda Internacional!». Son necesariamente absolutos un programa y una táctica «más revolucionarios.»

En cuanto llegó Zinoviev se puso a redactar tesis destinadas a señalar directivas a la revolución que comienza, llamadas a servir, como las de septiembre de 1914, en la lucha contra la guerra imperialista. No debió resultarle largo ni difícil. Ya en octubre de 1915, al día siguiente de la Conferencia de Zimmerwald, cuando habían empezado a circular rumores de una paz separada ruso-alemana, después del abandono de Varsovia por el ejército ruso en plena desbandada, Lenin, en previsión de una revolución nacida de la derrota, lo mismo que en 1905, había elaborado un plan de acción para sus partidarios, formulado como siempre en tesis (once esta vez) que decían:

»1. La consigna de la Asamblea constituyente es inexacta en sí, ya que el problema es saber quién la va a convocar. En 1905, los liberales la interpretaron de tal manera que quedaba perfectamente admitida la eventualidad de que el zar convocara la Constituyente. La triple consigna: República democrática, confiscación de las posesiones de los terratenientes, jornada de ocho horas, es la que más conviene, agregando el llamamiento a la solidaridad de la clase obrera internacional en la lucha por el socialismo, por el derrocamiento de los gobiernos beligerantes y contra la guerra en general. 2. Estamos contra la participación en los comités de las fabricaciones de guerra que ayudan a dirigir la guerra imperialista. 3. La tarea más inmediata y más esencial es el desarrollo de la actividad socialdemócrata en los medios proletarios, y a continuación en los de los campesinos pobres y en el ejército. El objetivo más importante de la socialdemocracia revolucionaria es la intensificación del movimiento huelguista que empieza a manifestarse. Debe reservarse un lugar necesario en la agitación a las reivindicaciones relativas al cese inmediato de la guerra. 4. Los soviets de los diputados obreros y las organizaciones similares deben ser considerados como órganos del poder revolucionario nacido con la insurrección. No se puede sacar verdaderas ventajas de ellos más que conectándolos con la extensión de la huelga política general y con la propia insurrección, a medida que ésta vaya progresando. 5. El objetivo social de la próxima revolución en Rusia no puede ser más que la dictadura revolucionario-democrática del proletariado y del campesinado. 6. La tarea del proletariado ruso es llevar hasta el final la revolución burguesa-democrática en su país, a fin de permitir que el incendio socialista se encienda en toda Europa. 7. Es posible la participación de los socialdemócratas en el Gobierno provisional al lado de la pequeña burguesía democrática, pero jamás al lado de los social-chovinistas. 8. Consideramos social-chovinistas a los que quieren derrocar al zarismo para vencer a Alemania, para saquear otros países, para consolidar la dominación de los Gran-Rusos sobre los demás pueblos de Rusia. 9. Si triunfaran en Rusia los revolucionarios chovinistas, estaríamos en contra de la defensa de su «patria» en esta guerra. Nuestra consigna es: contra los chovinistas, así sean revolucionarios y republicanos, y por la unión del proletariado internacional con vistas a la revolución socialista. 10. ¿Puede corresponder al proletariado el papel dirigente en la revolución rusa burguesa? A esta pregunta nosotros contestamos: sí, siempre que la pequeña burguesía se incline, en el momento decisivo, hacia la izquierda, y hacia la izquierda la llevan no sólo nuestra propaganda, sino también toda una serie de factores económicos, financieros (cargas de guerra), militares, políticos, etc. 11. ¿Qué hubiera hecho el partido proletario si la revolución lo hubiera llevado al poder durante la actual guerra? A esta pregunta nosotros contestamos: propondríamos la paz a todos los países beligerantes a condición de que renunciaran a las colonias y liberaran a todos los pueblos oprimidos o que no gozan de la plenitud de sus derechos. Ni Alemania, ni Inglaterra con Francia, sometidas a sus gobiernos actuales, hubieran aceptado esa condición. Entonces estaríamos obligados a sostener una guerra revolucionaria, o sea que al mismo tiempo que aplicaríamos nuestro programa mínimo con las más enérgicas medidas, llamaríamos a la insurrección a todos los pueblos actualmente oprimidos por los Gran-Rusos, a todos los países colonizados de Asia (India, China, Persia, etc.) y también —en primer lugar-al proletariado socialista de Europa contra sus gobiernos y a pesar de sus social-chovinistas. Es indudable que la victoria del proletariado en Rusia crearía las condiciones más favorables para el desarrollo de la revolución en Asia y en Europa».

Inspirándose en esas tesis habrá de redactar Lenin más tarde una especie de instrucciones para la señora Kollontai, quien le ha anunciado por telegrama su inminente regreso a Rusia, pidiéndole instrucciones para hacer frente al trabajo que allí la espera. En la situación que acaba de crearse, le explica, la tarea del proletariado es compleja. Su primera preocupación debe ser la de organizarse lo mejor posible, armarse, consolidar su alianza con todas las capas de la población trabajadora de las ciudades y de los campos, a fin de poder oponer una resistencia victoriosa a cualquier tentativa de restauración monárquica.

El nuevo Gobierno que ha arrebatado el poder al proletariado vencedor está formado por conocidos partidarios de la guerra imperialista. No puede proporcionar al pueblo paz, pan ni completa libertad. En consecuencia, la socialdemocracia rusa, que se ha mantenido fiel al internacionalismo, debe, antes que nada, demostrar a las masas populares que es imposible obtener la paz de ese Gobierno que mantiene en secreto los tratados de bandidaje concertados por el zarismo y confirmados por él. Es incapaz de proponer inmediata y abiertamente a todos los países beligerantes la concertación de la paz en el acto, sobre la base de la total liberación de los pueblos coloniales y de las naciones oprimidas. Únicamente podría hacerlo un gobierno obrero, unido a los campesinos pobres y a los obreros revolucionarios de todos los países en guerra.

El nuevo Gobierno no puede dar pan al pueblo hambriento por culpa de un mal reparto de los víveres y de su acaparamiento por los terratenientes y por los capitalistas. Para poder hacerlo se necesitan medidas revolucionarias contra unos y otros. Esas medidas sólo podría aplicarlas un gobierno obrero.

El nuevo Gobierno no puede dar al pueblo una completa libertad. No hace más que promesas. En su declaración no hay una sola palabra sobre la jornada de ocho horas, sobre las mejoras económicas de la situación de los obreros, sobre la atribución de la tierra a los campesinos. Ese silencio revela elocuentemente su naturaleza de Gobierno de capitalistas y terratenientes.

Así, pues, el proletariado no puede considerar esta revolución más que como una primera victoria, muy incompleta todavía. Su tarea es, por tanto, proseguir la lucha por la conquista de la República democrática y del socialismo. Para esos fines debe utilizar la relativa libertad que le concede el nuevo Gobierno. Es necesario que las poblaciones trabajadoras de las ciudades y del campo, así como el ejército, sean informadas sobre la verdadera naturaleza del Gobierno. Es indispensable organizar soviets y armar a los obreros. También lo es extender las organizaciones proletarias al ejército y al campo.

La victoria total, en la etapa siguiente de la revolución, y la conquista del poder por un Gobierno obrero, sólo serán posibles si las grandes masas populares han sido previamente informadas y organizadas.

La realización de esta tarea exige la formación de un partido revolucionario proletario que siga fiel al internacionalismo y que no se haya dejado influir por las frases embusteras de la burguesía sobre la «defensa de la patria» en la actual guerra imperialista. El actual Gobierno no es el único incapacitado para librar al pueblo de la guerra imperialista. Un Gobierno burgués, republicano y demócrata, constituido por social-patriotas y otros oportunistas, lo sería también. Por tanto, nosotros no podemos aceptar ninguna coalición, ningún bloque, ningún acuerdo ni con los partidarios de la defensa nacional ni con hombres que mantengan una actitud equívoca sobre esa cuestión. Acuerdos de ese tipo sólo servirían para perjudicar a la misión dirigente que está llamado a desempeñar el proletariado en la tarea de liberar a los pueblos del peso de la guerra imperialista y de establecer una paz duradera entre los gobiernos obreros de todos los países.

En resumen: No dejarse embaucar por estúpidas tentativas de «unidad». Intensificación de la propaganda. Infiltración en el ejército. Denuncia sistemática y minuciosa de los actos del Gobierno. Espera armada y preparación armada de una base más amplia para una etapa ulterior. Por fin, última recomendación: «Habiéndose concedido la libertad de prensa, reeditar nuestras publicaciones de aquí e informarnos telegráficamente si podemos ser útiles escribiendo vía Escandinavia.»

Lenin esperaba, naturalmente, la inminente reaparición de Pravda. Pero no espera a que se la anuncien para ponerse a escribir una larga Carta «sobre la primera etapa de la primera revolución», que habría de inaugurar la serie de sus célebres Cartas desde lejos.

El mundo cree presenciar un milagro, anota Lenin: en ocho días se ha hundido una monarquía secular que supo resistir victoriosamente a tres años de batallas de clase entre 1905 y 1907. Para que ese «milagro» pudiera producirse, explica, se necesitaba «la reunión de un gran número de circunstancias», particularmente la educación revolucionaria adquirida por el proletariado ruso con la experiencia de 1905-1907 y la prueba a que lo sometió la contrarrevolución de 1907 a 1914. Pero para que el golpe asestado por la revolución de 1917 fuera más eficaz que el de 1905 se necesitaba un «escenógrafo todopoderoso» que se encargara, por una parte, «de acelerar en proporciones gigantescas la marcha de la historia universal», y por otra «de engendrar crisis mundiales económicas, políticas, nacionales e internacionales de una intensidad formidable». El nombre de ese «escenógrafo» es la guerra imperialista mundial que había de transformarse ineludiblemente en guerra civil que enfrentara a las dos clases enemigas.

Es natural que la crisis haya estallado, antes que en cualquier otra parte, en Rusia, donde «el engaño era el más monstruoso y el proletariado el más revolucionario, no por cualidades particulares, sino a causa de las tradiciones de 1905». Ha sido acelerada por las severas derrotas infligidas al ejército zarista. Pero sobre todo conviene resaltar el papel desempeñado por el capitalismo y el imperialismo anglo-francés en su desarrollo.

»No nos hagamos ilusiones —escribe Lenin—. Si la revolución ha triunfado tan pronto ha sido únicamente porque una situación histórica sumamente original ha fundido en un todo, y en una notable unidad, corrientes absolutamente diferentes, intereses sociales absolutamente heterogéneos, aspiraciones políticas absolutamente opuestas.» Tenemos por una parte «la conjuración de los imperialistas anglo-franceses», que temían que el zar firmara una paz separada con Alemania y empujaran a los capitalistas rusos a adueñarse del poder a fin de continuar «su» guerra; por otra parte está «un poderoso movimiento revolucionario que ha llevado al proletariado y a todos los campesinos pobres al combate por el pan, la paz, la verdadera libertad». Resultado: junto a un Gobierno burgués, que no es en realidad más que el agente de la empresa multimillonaria Francia-Inglaterra, ha surgido un Gobierno obrero no oficial que representa los intereses del proletariado urbano y rural: el Soviet de los Diputados Obreros.

¿Y ahora? Los «políticos impotentes del campo liquidador» (digamos mencheviques) dicen: «Nuestra revolución es burguesa, y por eso los obreros deben apoyar a la burguesía.» Lenin les contesta: «Nosotros los marxistas decimos que nuestra revolución no es burguesa y que precisamente por eso los obreros deben poner en guardia al pueblo contra las mentiras de los políticos burgueses y enseñarle a no creer en las palabras, sino contar únicamente con sus propias fuerzas, con sus propias armas, con su propia organización.» Y, para terminar, exhorta así a los trabajadores: «Obreros: habéis llevado a cabo verdaderos prodigios de heroísmo popular y proletario en la guerra civil contra el zarismo; tenéis que hacer prodigios de organización popular y proletaria para preparar vuestra victoria en la segunda etapa de la revolución.»

Lenin no contaba más que con periódicos extranjeros para estar al corriente de los acontecimientos. Se informaba de la marcha de la revolución en el Times inglés y en Le Temps francés, que tenían en Petrogrado corresponsales activos y diligentes, en constante comunicación con el nuevo Gobierno: Robert Wilson y Charles Rivet, «los perros guardianes más fieles del capital de los piratas anglo-franceses», como los llamaba Lenin.

El 21 de marzo, al día siguiente de haber escrito su primera carta, Lenin leyó en el Times del 16 una corresponsalía de Wilson, fechada del 1 al 14 de marzo (en esa época no existía todavía el Gobierno provisional; apenas acababa de formarse un Comité temporal de trece miembros de la Duma) y anunciando que un grupo de miembros del Consejo de Estado se había dirigido al zar para suplicarle que convocara la Duma y designara un jefe de gobierno que gozara de la confianza de la nación. Y Wilson escribía a este respecto: «Si Su Majestad no satisface inmediatamente las aspiraciones de los más moderados de sus leales súbditos, la influencia de que goza en estos momentos el Comité provisional de la Duma del Imperio pasará por completo a manos de los socialistas, que quieren la República, pero que no son capaces de formar uy Gobierno con el menor orden y que llevarían infaliblemente al país a la anarquía interior y a la catástrofe exterior.» Lenin se apoderó de esas líneas para convertirlas en el tema de su segunda Carta de lejos.

»Es falso —contestó perentoriamente a Wilson—; la República es un gobierno mucho más «ordenado» que la monarquía. ¿Qué garantiza al pueblo que un segundo Romanov no llamaría a un segundo Rasputín?... La República proletaria, apoyada por las poblaciones pobres de las ciudades y del campo, es la única que puede dar paz, pan y libertad. Los gritos de anarquía no hacen más que disimular los intereses egoístas de los capitalistas, deseosos de enriquecerse con la guerra y con los empréstitos de guerra, deseosos de restaurar la monarquía contra el pueblo.» Sigue a continuación una discusión bastante larga, punto por punto, de los alegatos del periodista inglés, discusión que, lógicamente, debió ser dirigida a los lectores del Times. Le sirve de pretexto para recordar la séptima de sus tesis, de octubre de 1915, sobre la participación de los socialdemócratas en el Gobierno provisional, pero, tal como era, esa carta hubiera ofrecido escaso interés de no haber sido porque, al terminar apenas de escribirla, Lenin vio en Le Temps, que acababa de recibir, una corresponsalía de Charles Rivet en la que éste reproducía el texto del llamamiento lanzado por el Soviet de los Diputados Obreros en favor del apoyo al Gobierno provisional, formado, decía, por «elementos moderados». Después de leerlo, Lenin vuelve a coger la pluma y agrega a la carta terminada unas cuantas páginas más que le conferirán una importancia capital. «Un documento notable —así califica dicho llamamiento—. ¡Y bastante decepcionante!» Le permite comprobar que el proletariado petersburgués, que ha hecho la revolución, está dominado por políticos pequeñoburgueses. «Estoy dispuesto a aceptar —escribe Lenin— que cualquier Gobierno debe ser en este momento, una vez terminada la primera etapa de la revolución, «moderado». Pero es absolutamente inadmisible pretender y hacer creer al pueblo que el Gobierno actual no quiere la continuación de la guerra imperialista, que no es un agente del capital británico, que no quiere la restauración de la monarquía y el afianzamiento del dominio de los capitalistas y de los terratenientes.»

El llamamiento anunciaba luego que, a fin de manifestar prácticamente ese apoyo, el Soviet daba a un miembro de su Comité ejecutivo, el diputado Kerenski, el mandato de entrar en calidad de ministro en el Gobierno provisional.

No era la primera vez que Lenin oía citar con bombo y platillos el nombre de ese joven abogado, hijo del director del Liceo de Simbirsk, donde había estudiado. Al salir de esa ciudad, Lenin había conservado un vago recuerdo del muchachito de seis años que jugaba en un jardín contiguo al Liceo. Luego, el pequeño Sacha Kerenski había hecho carrera. Se distinguió como defensor en varios procesos políticos y acabó siendo elegido diputado a la Duma, donde se colocó resueltamente a la izquierda. Allí, sus fogosos discursos de una elocuencia un tanto teatral, que sabía impresionar al auditorio, causaban sensación. Formó parte del Comité provisional creado el 27 de febrero y se distinguió por una febril actividad. De allí pasó al Soviet de los Diputados obreros. Ahora era ministro, primer ministro revolucionario, como Dantón, que encarnaba para los intelectuales rusos de su generación, más que nadie, al genio de la gran Revolución francesa, y tomaba la cartera de Justicia, lo mismo que Dantón. Creía sinceramente que se convertía en el Dantón ruso. Lenin, en cambio, vio en él una réplica de Luis Blanc, y juzgó con mucha severidad ese acto que, según él, era «un modelo en cierto modo clásico de la traición a la causa de la revolución y del proletariado, de una traición similar a las que perdieron a diversos revolucionarios en el siglo XIX».

Al mismo tiempo que delegaba al Gobierno a uno de sus representantes, el Soviet exigía la creación, junto a aquél, de una «comisión de contacto» nombrada por él y encargada de transmitir al Gobierno las reivindicaciones de la clase obrera. Charles Rivet, poco familiarizado con el ruso y que vio en ello una reminiscencia del Año II, la bautizó con el nombre de «Comité de Vigilancia». Al tropezar con ese término Lenin se quedó bastante perplejo. ¿Era verdaderamente eso? En todo caso creyó ver en ello una iniciativa totalmente coincidente con sus ideas y que le gustó mucho. Su Carta declara: «La idea de crear un «Comité de Vigilancia» (no sé si se llama así en ruso) que encarne precisamente la vigilancia de los soldados y de los proletarios sobre el Gobierno provisional, es una idea puramente proletaria, auténticamente revolucionaria y profundamente justa. ¡Eso sí es práctico! ¡Eso sí es digno de los obreros que derraman su sangre por la libertad, por la paz, por el pan del pueblo! ¡Ese es un verdadero paso por el camino de las auténticas garantías... Es señal de que el proletariado ruso está, a pesar de todo, más avanzado que el proletariado francés de 1848 que dio mandato a Luis Blanc!»

Pero enseguida frena su alegría. Es ciertamente un paso por el buen camino. «Pero no es más que un primer paso.» Tiene que ir seguido de otros. «Si ese Comité de Vigilancia —explica Lenin— se limita a ser una institución parlamentaria de un tipo puramente político, es decir, una comisión destinada a hacer preguntas al Gobierno y a recibir las respuestas, todo eso no será más que una bagatela y no servirá para nada.» Se puede hacer algo más, estima Lenin; algo que ofrezca al proletariado más garantías de que las conquistas de la revolución serán salvaguardadas: una leva en masa de todo el pueblo ruso, hombres y mujeres, y su transformación en una milicia obrera armada.

Promete decir en su próxima carta por qué y cómo. Esta, titulada «De la milicia proletaria», fue iniciada al día siguiente y terminada un día después. Es, indudablemente, la más importante de la serie.

Lenin toma como punto de partida la frase pronunciada por Skobelev, uno de los miembros más activos del Comité ejecutivo del Soviet, y citada por el Vossische Zeitung, que junto con el Frankfurter Zeitung era, después del Times y de Le Temps, una de sus principales fuentes de información en aquella época. Según el periódico alemán, Skobelev había dicho: «Rusia está en víspera de una segunda y verdadera revolución.» «Subrayo —escribe Lenin— la confirmación por un testigo de fuera, es decir, no perteneciente a nuestro partido, de la conclusión a que había llegado en mi primera carta, a saber: que la revolución de febrero y marzo no fue más que la primera etapa de la revolución.» Esto quiere decir que en estos momentos Rusia atraviesa por un período de transición y si los socialdemócratas quieren actuar en marxistas y sacar provecho de las experiencias de las revoluciones del mundo entero, deben tratar de comprender cuál es precisamente el carácter particular de ese período de transición y cuál es la táctica que de él se deriva.

El Gobierno está en un aprieto: está ligado por el interés a los capitalistas y debe aspirar a continuar la guerra imperialista, a la defensa del capital y de la gran propiedad, a la restauración de la monarquía; está ligado por sus orígenes revolucionarios a la democracia y es sometido a la presión de las masas hambrientas que exigen la paz, lo que obliga a mentir, a andar con rodeos, a dar con una mano y a quitar con la otra. Pero logra aplazar la quiebra poniendo en juego todas las capacidades de organización de la burguesía. De ahí la conclusión a que llega Lenin: «No podremos derribar de un solo golpe a este Gobierno, y aunque pudiéramos hacerlo (los límites de lo posible retroceden mil veces en época de revolución), no podríamos conservar el poder si no opusiéramos a la admirable organización de toda la burguesía una organización no menos admirable del proletariado.» Y repite, casi textualmente, la exhortación que dirigió a los obreros al final de su primera carta para que hagan «prodigios de organización proletaria.»

¿En qué van a consistir esos «prodigios»? En primer lugar, y antes que nada: crear en todas partes soviets de los diputados obreros dando entrada igualmente a los campesinos más pobres y a todo el proletariado rural en general. A este respecto, Lenin considera necesario esbozar cuál es su concepción del Estado que debe asumir en cierto modo el interinato entre el régimen de la democracia burguesa y el de la futura sociedad socialista. Ese Estado es necesario para un cierto período de transición. «Pero —especifica Lenin— no necesitamos un Estado como el que ha creado en todas partes la burguesía.» Se refiere a un Estado en el que los órganos del poder: administración, policía, ejército, están separados del pueblo. «Todas las revoluciones burguesas —recuerda— no han hecho más que perfeccionar esa máquina gubernamental y transmitirla de las manos de un partido a la de otro.»

El proletariado debe «destruir» (Lenin no olvida señalar que esta palabra es de Marx) esa máquina gubernamental y reemplazarla por otra en que el ejército, la policía y la administración sean proporcionadas por todo el pueblo en armas. Ese es el camino, señala, indicado por la experiencia de la Comuna de París en 1871 y por la revolución rusa en 1905.

Esa milicia popular, formada por ciudadanos de uno y otro sexo, comprendería un noventa y cinco por ciento de obreros y campesinos. Sería «el órgano ejecutivo de los soviets» y transformaría la democracia. «Esta dejaría de ser un bello cartel que disimula el sojuzgamiento del pueblo por los capitalistas que se burlan de él, para convertirse en la verdadera educadora de las masas llamadas a participar en todos los asuntos del Estado.» Esa milicia iniciaría a la juventud en la vida política, velaría por la salubridad pública dando participación a toda la población femenina adulta, «pues —declara Lenin— no se pueden asentar las bases de una verdadera libertad, no se puede edificar la democracia, y con mayor razón el socialismo, sin llamar a las mujeres al servicio cívico y a la vida política, sin arrancarlas de las atmósfera embrutecedora de los quehaceres domésticos y de la cocina».

Esa milicia garantizaría el orden sobre las bases de una «disciplina de camaradería». Ayudaría a combatir la crisis económica engendrada por la guerra aplicando un «servicio obligatorio del trabajo». Es necesario que todo trabajador vea y compruebe inmediatamente una cierta mejoría en sus condiciones de vida. «Es necesario —escribe Lenin-que cada familia tenga pan, que cada niño tenga su botella de buena leche, que ni un solo adulto de familia rica se atreva a tomar más de su ración de leche mientras todos los niños no tengan segura la suya.» Pero no llega hasta el extremo de privar completamente a dicho «adulto de familia rica». Sigo con su texto: «Es necesario que los palacios y los departamentos ricos dejados por el zar y por la aristocracia no queden inutilizados y sirvan de alojamiento a los que no tienen ninguno y a los indigentes.» Ese es, exactamente, el procedimiento que usaron las autoridades revolucionarias en Francia para utilizar los hoteles particulares y demás locales abandonados por sus propietarios al emigrar.

Lenin reconoce que todo esto no será aún el socialismo. No será todavía la dictadura del proletariado. Será tan sólo (nótese el matiz) «la dictadura revolucionaria democrática del proletariado y del campesinado pobre». Y a este respecto hace a sus partidarios una significativa advertencia cuyo alcance y sentido necesitan ser cuidadosamente recordados: «No se trata de hacer una clasificación teórica en estos momentos. Sería un error demasiado grande poner!os objetivos complejos, apremiantes, prácticos, en vías de rápido desarrollo, en el lecho de Procusto de una teoría estrecha... Lo importante es comprender que la situación evoluciona en las épocas revolucionarias con tal prontitud como la vida en general. Y nosotros debemos saber adaptar nuestra técnica y nuestras tareas inmediatas a las particularidades de cada situación dada.»

El mismo día en que terminaba esa carta, Lenin había visto una noticia anunciando que Gorki acababa de dirigir al Gobierno provisional un mensaje en el que saludaba la victoria del pueblo sobre las potencias de la reacción y exhortaba al nuevo Gobierno a coronar su obra liberadora haciendo la paz, no una paz a toda costa, sino «con dignidad y honor».

Al leer estas líneas Lenin sonrió con amargura y su pluma anotó: «Gorki es sin duda alguna un escritor de un talento inmenso, que ha prestado ya, y prestará todavía, enormes servicios al movimiento proletario internacional. ¿Pero por qué se mete en política?» Y ese fue el tema de una nueva Carta de lejos, la cuarta.

El nuevo Gobierno, empieza recordando Lenin, no ha nacido de la casualidad. Sus miembros son los representantes del capitalismo y están unidos por los intereses del capital. Y «los capitalistas no pueden renunciar a sus intereses, como un hombre no puede levantarse a sí mismo agarrándose por los cabellos». Y a continuación: Ese gobierno está ligado por los «tratados de rapiña» concertados por el zar con «los piratas capitalistas de Francia, de Inglaterra y de otros países aliados», tratados que ha confirmado y hecho suyos. Esto quiere decir que para obtener la paz, el poder del Estado debe pertenecer no a los capitalistas, sino a los obreros y a los campesinos pobres que no están ligados por los intereses del capital ni por los «tratados de rapiña». Si los soviets fueran dueños del poder, he aquí cómo procederían, según Lenin, para terminar la guerra:

—1. Se declararían en el acto libres de todas las obligaciones creadas por los tratados concertados por la monarquía zarista y por el Gobierno burgués que la reemplazó. —2. Esos tratados serían publicados inmediatamente «a fin de deshonrar ante el mundo entero la política de bandidaje seguida por el zarismo y por todos los gobiernos burgueses sin excepción». —3. Se propondría abierta e inmediatamente un armisticio general a todas las potencias beligerantes. —4. Las condiciones de paz formuladas por los soviets obreros y campesinos serían publicadas inmediatamente. Pedirían: renuncia a las colonias y liberación de todos los pueblos oprimidos o pisoteados en sus derechos. —5. Los obreros de todos las países serían invitados a derribar a sus gobiernos burgueses y a transmitir todo el poder a los soviets. —6. Las deudas de guerra contraídas por los gobiernos burgueses serían pagadas por los propios capitalistas. Los obreros y los campesinos no las reconocen.

Si ese programa no es aceptado, tendrán la palabra las armas. Pero ahora no sería una guerra imperialista, sino una guerra revolucionaria, que es muy diferente. «Creo —escribe Lenin— que para cumplir tales condiciones de paz, el Soviet aceptaría hacer la guerra contra cualquier gobierno burgués del mundo, ya que sería una guerra verdaderamente justa a cuya victoria contribuirían los trabajadores de todos los países.» El obrero alemán ve ahora que en Rusia una monarquía bélica ha sido reemplazada por una República no menos bélica. «Juzgue usted mismo: ¿Puede fiarse de esa República? Pero si el pueblo conquista su plena libertad y transmite todo el poder a los soviets, ¿podrá continuar la guerra? ¿Podrá mantenerse en la tierra el dominio de los capitalistas?»

Con esa triple pregunta, a la que no se puede contestar más que negativamente (tal es al menos su íntima convicción), termina Lenin su carta.

Está fechada el 25 de marzo. Lenin se detuvo en esa cuarta carta. Ya no escribió más17. ¿Por qué? Es difícil explicar esta interrupción, este silencio súbito, en un momento en que cada día aporta multitud de nuevos temas de candente actualidad, como no sea por la incertidumbre de que era presa por la suerte que hubieran podido correr las que fueron escritas desde el 20 de marzo. Las había enviado todas, a medida que las terminaba, a Ganetzki, quien debía reexpedirlas a Petrogrado, a Pravda. Pero Ganetzki no da señales de vida. ¿Las ha recibido?, se pregunta Lenin. Tampoco le llega ningún número de Pravda. No ignora, desde luego, que el Gobierno provisional ha prohibido su envío al exterior. Pero, en fin, todavía deben quedar entre los bolcheviques hombres suficientemente familiarizados con procedimientos de conspiración para pasar clandestinamente de Petrogrado a Estocolmo unos cuantos números del periódico. Si no lo hacen es que hay algo que funciona mal en la organización local de su partido. Incluso ignora quién es exactamente el que se halla actualmente a la cabeza del partido. Ha recibido desde Perm un telegrama que firman Kamenev, Stalin y Muranov (uno de los diputados bolcheviques), quienes le anuncian su salida para Petrogrado. Pero Perm no deja de ser todavía Siberia, es decir, un punto muy alejado de la capital. ¿Han llegado? En caso afirmativo, ¿qué hacen? ¿Cuáles son sus intenciones? ¿Por qué ese silencio? Los días transcurren en medio de esa desesperante incertidumbre mientras se prolongan y chocan con toda clase de dificultades las gestiones sobre el viaje de regreso. Pero he aquí que el 30 de marzo una información de prensa informa a Lenin que el miembro del Comité ejecutivo del Soviet, Skobelev, acompañado del diputado de la Duma Muranov, acaba de regresar de Cronstadt, donde habían ido juntos a calmar la agitación que se manifestaba en algunas unidades de la flota báltica. ¡Así, pues, Muranov ha regresado! ¡Por lo tanto, Kamenev y Stalin también! ¿Pero qué significa ese viaje común de un sovietista notorio y de un diputado bolchevique, sino un ensayo de colaboración del Soviet con el Gobierno provisional? Acaba de telegrafiar a Ganetzki para suplicarle que active las gestiones en favor de su retorno. En la larga carta que le escribe ese mismo día, probablemente bajo la impresión de esa noticia, Lenin dice: «Es absolutamente necesario enviar un hombre seguro a Rusia... El Gobierno, abiertamente ayudado por Kerenski y aprovechándose de las imperdonables indecisiones, por no decir otra cosa, de Cheidze, engaña, no sin éxito, a los obreros, haciéndoles pasar una guerra imperialista por una guerra de defensa nacional. Todos nuestros esfuerzos deben tender a combatirlo. Nuestro partido se deshonraría para siempre, se suicidaría políticamente si aceptara ese engaño.» Si es verdad que Muranov ha aceptado ir a Cronstadt con Skobelev para desempeñar una misión oficial, Lenin ruega con apremio a su corresponsal que transmita y publique su formal censura. Esas palabras están rabiosamente subrayadas dos veces. Y su pluma sigue corriendo, cada vez más nerviosa y agitada. Cualquier acercamiento con un social-pacifismo inclinado hacia el social-patriotismo es «perjudicial a la clase obrera, peligroso, inadmisible». «Tal es mi profunda convicción», agrega. Y como si quisiera confirmarlo expresamente una vez más, vuelve a subrayar de nuevo, con dos trazos enérgicos, los tres adjetivos. Esas dos tendencias, personificadas la una por Kerenski, «el más peligroso agente de la burguesía», y la otra por Cheidze, «viejo zorro hipócrita», y que dominan en el Soviet, deben ser combatidas «de la manera más tenaz, más perseverante y más implacable, con un rigor absoluto de principios». «Personalmente —declara Lenin— no vacilaría un segundo en dar a conocer públicamente en la prensa que preferiría incluso una escisión inmediata con quienquiera que sea en nuestro partido a tener que hacer concesiones al social-patriotismo de Kerenski y compañía o al social-pacifismo y al kautskismo de Cheidze y compañía.» ¿A quién estaban dirigidas esas palabras, sino a Kamenev y Stalin? Kamenev era Pravda, cuya dirección acababa de reanudar al regresar a Petrogrado, Stalin representaba al Comité central, al verdadero, al antiguo, o sea que era el centro dirigente del partido alrededor del cual gravitaban hombres en su mayoría desconocidos para Lenin, que había llegado a la primera fila con las primeras oleadas de la revolución.

Lenin suplica a Ganetzki, «por el amor de Cristo», que envíe a Petrogrado «un hombre de confianza, un muchacho inteligente» (halagándolo discretamente parecía querer incitarlo a cumplir personalmente esa misión) capaz de ayudar a los «amigos de Petrogrado.» He aquí lo que hay que decirles:

Ir a la siguiente página

Report Page