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LA CONSTRUCCIÓN DEL ESTADO SOCIALISTA » 25. La tregua ensangrentada

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25. La tregua ensangrentada

XXV

LA TREGUA

ENSANGRENTADA

En esos días de angustia de finales de febrero, Lenin pudo darse cuenta de lo precaria que era la situación del Gobierno, encerrado en Petrogrado como en una ratonera. Cuando pasó el peligro, no lo olvidó. La frontera estaba demasiado próxima. Se podía temer siempre un golpe de sorpresa por parte del enemigo. Tampoco dejaría de inspirarle alguna inquietud la cercanía de Cronstadt, donde los marineros eran los amos. Esos «pilares de la revolución», conscientes de su fuerza, se hacían cada vez más tiránicos y se mostraban cada vez menos inclinados a respetar la disciplina. En todo momento, y con cualquier pretexto, estaban dispuestos a coger las armas y a repetir la demostración que había triunfado con tanta facilidad el 25 de octubre, pero con la diferencia de que en esta ocasión los cañones no hubieran tenido seguramente que disparar salvas. Además, Petrogrado no convenía como centro gubernamental de un Estado fundado sobre la base del sistema federativo. Moscú, situada en el corazón del país, se prestaba mucho mejor. En resumen, si Pedro el Grande había tenido sus razones para acercar a Europa a la capital del imperio de los zares, Lenin tenía las suyas para alejar la de la República de los obreros y los campesinos.

En una sesión secreta del Consejo de los Comisarios del Pueblo, Lenin propuso e hizo adoptar el traslado del Gobierno de Petrogrado a Moscú, que había de convertirse de ahora en adelante en la capital de la República de los Soviets. Los comisarios socialistas-revolucionarios de izquierda se opusieron con la mayor energía. Abandonar la ciudad que se había cubierto de gloria haciendo la revolución, la ciudad donde había nacido el poder de los Soviets, sería dar pruebas de una negra ingratitud y de una insigne cobardía. Como la capital carecía de víveres, la población deduciría que los comisarios del pueblo se iban de Petrogrado para estar mejor alimentados. Lenin los dejó hablar a gusto y ordenó a su devoto Bontch-Bruevitch que preparara la partida.

A pesar de todas las precauciones adoptadas, la noticia se extendió y provocó viva indignación en los medios obreros. Los agitadores contrarrevolucionarios aprovecharon la ocasión para soliviantar al pueblo, diciéndole que no debía permitir que Lenin y su banda huyeran, que había que retenerlos en Petrogrado como rehenes. Se amenazó con volar el tren del Gobierno. Bontch-Bruevitch informó a Lenin. Este, en un tono que no admitía más que una sola respuesta, se limitó a hacerle esta simple pregunta: «¿Nos garantiza que el viaje se hará con toda seguridad?» «Naturalmente», contestó el otro.

La salida fue fijada para el 10 de marzo. Los comisarios del pueblo y aquellos de sus colaboradores que habían de acompañarlos no fueron avisados hasta la víspera, por la noche. El tren debía partir a las diez de la noche. A las 9.30, Lenin, su mujer y su hermana María salieron del Smolny.

—Se acabó la época «Petrogrado» de nuestro Gobierno —dijo dirigiéndose a Bontch-Bruevitch, que se había metido en su automóvil—. ¿Qué nos traerá la época «Moscú»? Nadie contestó.

Dando algunos rodeos, el automóvil enfiló hacia la estación de Nicolás. Delante de una entrada de servicio, varios hombres esperaban en medio de una oscuridad total. Alumbrando el camino con lámparas de bolsillo, condujeron a Lenin y a sus compañeros de viaje al extremo final del andén, donde estaba el tren gubernamental. Uno tras otro, como sombras, los comisarios se colocaron en el interior, buscando a tientas sus compartimientos. Una compañía de fusileros letones vigilaba en los bordes del andén, no dejando acercarse a nadie. Cuando todo el mundo quedó instalado, el tren fantasma se puso en marcha bruscamente, con todas las luces apagadas, y desapareció en la noche.

Al cabo de unos minutos, se oyó la voz de Lenin: —¿Y qué, vamos a estar mucho tiempo así, sumergidos en las tinieblas?

Bontch-Bruevitch comprobó que todas las cortinas estuvieran bajadas y encendió una lámpara de cabecera en el compartimiento de Lenin, quien sacó inmediatamente un libro y se puso a devorar las páginas. El tren corría a toda velocidad, saltando las etapas. Pero en varias ocasiones tuvo que detenerse, al quedar preso en un inextricable embotellamiento causado por innumerables convoyes sobrecargados de soldados desmovilizados. No llegaron a Moscu hasta el día siguiente a las ocho de la noche. Los miembros del Soviet de Moscú esperaban a Lenin en el andén. Pasó la noche en el Hotel Nacional. Al día siguiente, 12 de marzo, a las dos de la tarde, su automóvil cruzó el portal del Kremlin, rematado por un antiguo icono en el que ya no ardía la ritual lamparilla. Lenin parecía bastante emocionado.

—Estamos en el Kremlin —creyó necesario comprobar Bontch-Bruevitch.

—Sí —repitió Lenin pensativo—. Estamos en el Kremlin...

El águila bicéfala de los Romanov, descoronada, planeaba en lo alto de la torre. Hacía exactamente un año que la Revolución había estallado en Petrogrado29. Lenin recorrió rápidamente los locales destinados a recibir los servicios del Gobierno, echó un vistazo a la habitación que sería su despacho y se trasladó al Gran Teatro, donde el Soviet de Moscú se había reunido en sesión solemne con motivo del primer aniversario de la Revolución de febrero.

Por primera vez desde su llegada al poder, Lenin entraba en contacto personal con esta poderosa organización en la que su nombre no gozaba de una simpatía general. Una conquista más que tenía que hacer. Por lo demás, algunas reelecciones debían llevarse a cabo dentro de unos días. Ya pensaría en ello. Ante todo, había que acabar con el asunto de Brest-Litovsk.

Pero en esta ocasión no se trataba más que de una simple formalidad. El Congreso de los Soviets, cuya apertura estaba prevista para el 14, no dejaría de ratificar el tratado. Se podía estar seguro por adelantado. Al aceptarse el ultimátum alemán, los comisarios socialistas-revolucionarios habían exigido que se abriera una encuesta telegráfica entre todos los soviets locales. Les esperaba una decepción. Mientras las grandes ciudades se pronunciaron en su mayoría contra la paz, las pequeñas localidades, y en su inmensa mayoría las aldeas, les fueron desfavorables. Esto permitía prever cuál sería la decisión del Congreso. En efecto, la ratificación fue votada por 784 votos contra 261. Ciento quince delegados se abstuvieron, entre ellos Bujarin y sus amigos. Los comisarios socialistas— revolucionarios de izquierda dimitieron. Lenin vio partir sin pesar a los «picos de oro».

Por fin iba a empezar esa tregua tan ardientemente deseada. Por fin iba a poder ponerse a trabajar, a dedicarse a la edificación del Estado socialista, tarea suprema a la que no había cesado de aspirar desde el comienzo de su carrera revolucionaria. Durante las semanas que siguieron a la revolución de octubre, más que de crear se había tratado de romper, de asestar golpes a la contrarrevolución, de aplastar la resistencia de los enemigos del nuevo régimen. Se hacía una obra destructora; ahora había que empezar la obra de construcción.

Sobre todo, había que apresurarse. La tregua que la República de los Soviets había acabado por arrancar al destino a costa de tantos sacrificios y de tantas humillaciones, no podía ser de larga duración. Lenin se daba perfecta cuenta de ello. Los «bandidos del imperialismo anglo-francés» habían dado a entender con bastante claridad al Gobierno soviético que no le perdonarían su deserción. Cabía esperar de ellos una intervención militar, e incluso antes de lo que Lenin lo hubiera creído. Esto significaba una nueva guerra en perspectiva. Cualquiera que fuera la forma que cobrara esa guerra, se necesitaba un ejército. Por el momento no se contaba con ninguno. Tenía que ser creado de arriba abajo. Pero para poder hacerlo había que restablecer primero la vida económica del país. Esa era, por tanto, la tarea más urgente, la que figuraba en primer lugar. Lenin pensaba dedicarse enteramente a ella, atrayendo hacia ese objetivo a todas las fuerzas vivas del partido bolchevique y, tras ellas, a las masas trabajadoras de las ciudades y de los campos fraternalmente unidas. Pero otro enemigo, tan temible como el que acababa de ser aplastado, estaba llamando ya a la puerta «con una mano esquelética», para emplear la imagen que usó Lenin: el Hambre.

La superpoblada capital no era la única que sufría por la penuria de subsistencias. En la mayoría de los centros urbanos faltaba el pan. Había trigo, y en cantidad suficiente, pero los campesinos se negaban a venderlo a los precios fijados por el Gobierno. Se repetía, guardando las debidas proporciones, el desgraciado experimento de la tasa y del máximo intentado por la Francia revolucionaria del año H. También ahora se chocaba con la tenaz resistencia de los campesinos. Pero el proceso de la lucha revestía un aspecto diferente por haber entrado en juego un factor cuya importancia no se dejaba sentir todavía en 1793: el proletariado rural.

Según los cálculos del propio Lenin, en un total de 15 millones de familias campesinas había 10 millones de pobres, tres millones de mediana posición y sólo dos millones de ricos. Esta subdivisión habla sido la característica permanente del campesinado ruso, pero nunca se había acentuado de una manera tan sorprendente. Prodigiosamente enriquecidos gracias a la guerra, los kulaks ejercían una verdadera tiranía sobre las familias pobres cuyos miembros válidos, enviados a la guerra, habían encontrado la muerte, en gran parte, en los campos de Polonia o de Galitzia. En cuanto a los de la «clase media», no teman más ambición que la de conquistarse la buena voluntad de los señores de la aldea y poder hacer negocios con el dinero que éstos se dignaban prestarles con réditos de usurero. Eso fue lo que permitió a los kulaks apoderarse de la dirección de la mayoría de los Soviets rurales. Estaban dispuestos a oponer la resistencia más enérgica,. en caso necesario, a cualquier tentativa del Gobierno para meter mano en su fortuna, que consistía en inmensas reservas de trigo acaparado, ya que para ellos el dinero había perdido todo valor.

Ese era el adversario, poderoso y astuto, que Lenin tenla que atacar ahora. Sabía lo difícil que iba a ser la lucha que se veía obligado a emprender. Pero no le quedaba otro camino. La Revolución estaba encerrada de nuevo en un dilema del que no podía salir más que combatiendo: el pan o la muerte.

Se lanza una nueva fórmula: cruzada contra los kulaks. Hay que hacerles restituir, arrancarles el trigo que han acaparado. Se invita a participar en esa «gran cruzada» a todos los obreros conscientes, a todos los que marchan bajo la bandera de los Soviets. Un «dictador de abastecimientos» será designado para asumir la dirección de la cruzada. Como el comisario de Abastecimiento, Theodorovitch, carece de capacidad, Lenin lo reemplaza con el presidente del Comité de Subsistencias de la provincia de Ufa (Ural), Surupa, que había prestado un inapreciable servicio al Gobierno bolchevique durante la revolución de Octubre, dirigiendo inmediatamente hacia Petrogrado el trigo disponible en su región, lo que permitió a Lenin abastecer la capital en condiciones normales en un momento particularmente difícil.

Era efectivamente un «régimen de dictadura» (son sus propias palabras) el que pensaba implantar en materia de abastecimientos. Surupa fue encargado de trazar los grandes lineamientos del mismo en un proyecto de decreto. Al leer ese texto, Lenin no lo consideró suficientemente enérgico y adjuntó una nota con sus observaciones personales. En ella se lee:

»Hay que subrayar más enfáticamente la idea fundamental de que para luchar contra el hambre es necesario hacer una guerra de terror implacable contra la burguesía campesina y demás que acaparan el trigo. «Hay que especificar en forma precisa que todos los que tienen excedentes de trigo y no los entreguen serán declarados enemigos del pueblo y condenados a diez años de cárcel por lo menos,30 con la confiscación de todos sus bienes y su expulsión a perpetuidad de la comunidad a que pertenezcan. «Agregar que los campesinos pobres deben unirse para sostener una lucha sin cuartel contra los kulaks.»

El proyecto de decreto, reformado en el sentido indicado por Lenin, fue adoptado por el Consejo de los Comisarios del Pueblo y cobró fuerza de ley a partir del 14 de mayo.

La campaña quedaba abierta así. ¿Pero cuál iba a ser, prácticamente, el ejército con que Lenin pensaba operar? Robespierre había reclamado por mucho tiempo, y finalmente obtenido, la creación de un ejército revolucionario que, según él, debía ser empleado para defender la República contra cualquier tentativa contrarrevolucionaria en general. Sólo más tarde, cuando la crisis de las subsistencias llegó a su apogeo, se decidió enviarlo a hacer entrar en razón a los campesinos recalcitrantes. Ese ensayo terminó en un lamentable fracaso porque los elementos reclutados resultaron políticamente impreparados y absolutamente inferiores a la tarea que se les había confiado. Lenin recurrió al mismo procedimiento: hizo organizar un ejército revolucionario (no hay que confundirlo con el Ejército Rojo, entonces en gestación, que debía reemplazar al extinto ejército zarista, reducido a cero). Pero su preocupación principal fue conferir a ese ejército un carácter de clase netamente determinado31.

Para formar los núcleos básicos de sus compañías de «cruzados», pensaba utilizar esencialmente a obreros de las ciudades más afectadas por el hambre, como Moscú y Petrogrado en primer lugar. Cual nuevo San Bernardo, con el cual por lo menos tenía de común el color del cabello, empezó a visitar una tras otra las fábricas de la nueva capital de la República de los Soviets, predicando la guerra santa contra los kulaks, especuladores y acaparadores de todo género. Su jira no dio resultados apreciables. Los obreros de Moscú, ordenados y reflexivos, no se entusiasmaban fácilmente. Eran de origen campesino en su mayoría y no mostraban grandes deseos de ir a sembrar el terror en el campo, donde muchos de ellos tenían familiares y amigos. Lenin se volvió entonces hacia sus fieles compañeros de lucha, los obreros de Petrogrado, que siempre habían respondido con entusiasmo a sus llamamientos. Precisamente, una delegación de las fábricas Putilov había venido a verle para llamar su atención sobre la catastrófica situación de su empresa, que no empleaba ya más que a 15.000 obreros en lugar de los 40.000 que trabajaban en el mes 'de octubre anterior. Había que esperar, de la noche a la mañana, el paro total de las fábricas, con lo cual todo el mundo quedaría en la calle. «Pues no —les había dicho Lenin—, en lugar de vegetar en Petrogrado y de matar el tiempo ante los hornos medio apagados, ¡que los metalúrgicos del barrio de Narva y los de Vyborg se alcen una vez más y marchen de nuevo al combate!» Mandó al Comité de Petrogrado un modelo de proclama para ser colocada en todas las fábricas, y que decía:

»¡Camaradas obreros! Debéis saber que la revolución está en una situación crítica. Debéis saber que sólo vosotros, y nadie más, puede salvarla. Necesitamos decenas de millares de obreros selectos, devotos del socialismo, inaccesibles a la corrupción, capaces de formar falanges de hierro para marchar contra los kulaks. Sin eso, habrá hambre, paro y muerte para la revolución. Camaradas obreros: la suerte de la revolución está en vuestras manos. El tiempo no espera.»

En un artículo publicado en Pravda, los adjuraba a crear «esa vanguardia cuya misión sería dirigir en todo el país la acción del proletariado rural en la gran ofensiva lanzada contra los campesinos ricos.»

»Evidentemente —observaba Lenin— es más difícil que hacer de héroe durante varios días, sin salir de su barrio, en un levantamiento contra el cretino Romanov o el pequeño fanfarrón de Kerenski. El heroísmo del trabajo organizador, largo y perseverante, en el plano nacional, es infinitamente más penoso que el de la insurrección. Pero también es infinitamente superior.»

Mas no bastaba con organizar ese ejército de «abastecedores». Había que crear también las condiciones que le hubieran permitido cumplir últimamente esa tarea, en un país desconocido donde frecuentemente era difícil, si no imposible, orientarse y echar mano a las reservas cuidadosamente ocultas. ¿A quién podía uno dirigirse para localizar las huellas sino a los campesinos pobres, que eran los más interesados en denunciar a sus opresores kulaks? La idea de agrupar al proletariado rural en organizaciones particulares, a fin de separarlo de los elementos burgueses y pequeñoburgueses del campo, le era familiar a Lenin desde mucho antes de la revolución de Octubre. Creyó llegado el momento de realizarla concretamente bajo la forma de «comités de los pobres».

También aquí se impone un paralelo con la Revolución Francesa. Los equipos de los representantes en misión enviados a los departamentos «gangrenados» se veían obligados a recurrir a las sociedades populares locales cuyos miembros les servían de guías y de informadores en la difícil tarea que les incumbía (el caso de Carrier en Nantes es suficientemente característico a este respecto). La misión de los comités de los pobres, sin ir más lejos, revestía más o menos el mismo carácter. Fueron creados por el decreto del 11 de junio. Estaban llamados a secundar activamente a los agentes del Gobierno en su lucha contra los kulaks y encargados también del reparto de las subsistencias y de las herramientas agrícolas entre los habitantes de la aldea. Inútil decir que los indigentes debían ser favorecidos en toda la medida de lo posible, en detrimento de los ricos e incluso de la «clase media». Lenin atribuía una importancia enorme a la creación de esos comités. Gracias a ellos, decía, la Revolución de Octubre ha penetrado efectivamente en el campo.

Todas esas medidas provocaban accesos de rabia y de furor entre los socialistas-revolucionarios de izquierda, que creían ser los defensores más idóneos de la clase campesina. Ellos no hacían distinciones entre los campesinos pobres, medianos y ricos. Para ellos, todos los que trabajaban la tierra formaban una sola y gran familia. La política seguida por Lenin, estimaban, introducía la guerra civil en el campo. Sus comités de los pobres enfrentaban a los campesinos unos contra otros. Con sus compañías de abastecedores, arrastraba a una lucha fratricida a los trabajadores de las ciudades y a los de las aldeas. Se citaban casos de bandolerismo cometidos por algunas de esas compañías. Determinados jefes se dejaban sobornar por los kulaks. Tales otros vendían por su cuenta el trigo recuperado. No siempre carecían de fundamento esas acusaciones. En las filas de los «cruzados», reclutados sin mucho discernimiento a veces, se habían colado individuos turbios, vulgares malhechores (sin contar los agentes contrarrevolucionarios), que no vieron en esa empresa más que una excelente ocasión para enriquecerse. Las órdenes draconianas de Lenin para que los saqueadores fueran fusilados en el acto y para que toda la compañía fuera responsable de las depredaciones cometidas por algunos de sus miembros, no producían gran efecto y hubo que retirar del teatro de operaciones a varias unidades «enfermas». Pero el mal era contagioso y el campo se encontró enseguida presa de los horrores de una guerra civil en la que los kulaks no fueron los únicos en alzarse contra los «bandidos de las ciudades».

El partido de los socialistas-revolucionarios de izquierda juzgó entonces que el momento era propicio para intentar un golpe de Estado. No pensaba en modo alguno atacar al propio régimen soviético, ni al partido bolchevique en su conjunto. Su finalidad era eliminar a Lenin del Gobierno, romper el tratado de Brest-Litovsk y reanudar la guerra contra los alemanes.

Hay mucha semejanza entre los socialistas-revolucionarios de izquierda y los girondinos de 1793. Lo mismo que éstos, jóvenes y combativos como ellos, en su mayoría, enamorados de la «frase revolucionaria», contaban igualmente con su Madame Roland.

Entre las figuras femeninas de la revolución de 1917 no hay otra más atractiva que la de María Spiridonova, la «Santa de la Revolución». Había sido condenada a muerte a la edad de dieciocho años por haber matado al gobernador de la provincia de Tambov, que hacía azotar a los campesinos; su pena fue conmutada por la de trabajos forzados a perpetuidad bajo la presión de la opinión pública. (Eso sucedía en 1906, cuando el Gobierno se creía obligado a tener en cuenta, en cierta medida, a la opinión.) La revolución de 1917 le devolvió la libertad. En cuanto llegó a Petrogrado se lanzó apasionadamente a la lucha y en las semanas que siguieron al golpe de Estado del 25 de octubre se convirtió en devota aliada de Lenin. Ella fue la que en la sesión nocturna del 17 de febrero convenció a sus camaradas para que aprobaran el envío del mensaje a los alemanes. Después, cuando el Congreso de los Soviets ratificó el tratado y cuando casi todos los socialistas-revolucionarios dieron la espalda a Lenin, ella no rompió con él. Spiridonova cambió radicalmente su actitud hacia él cuando lo vio atacar a los kulaks. Empezó a combatir a Lenin con el mismo ardor que había puesto antes en defenderlo. La política criminal seguida por él debía ser impedida a toda costa: tal era la consigna lanzada por Spiridonova. Encontró eco fiel en su partido. El Congreso clandestino de los socialistas-revolucionarios de izquierda, que se celebró en Moscú del 1 al 3 de julio, decidió pasar a los actos.

El 4 se abrió el de los Soviets, ante el cual se proponía Lenin presentar un informe de la actividad desarrollada por el Gobierno en su lucha contra los kulaks. De los 1.164 delegados, 673 eran bolcheviques, o sea el 65 por 100. El resto estaba formado por socialistas-revolucionarios de izquierda y simpatizantes de éstos. Desde un principio se oyó el rumor de la tormenta. Los dirigentes socialistas-revolucionarios se esforzaban por todos los medios para indisponer a sus tropas contra el Gobierno. Kamkov reprochó a Lenin, con mucha violencia, haber falseado las elecciones de los delegados para asegurarse la mayoría en el Congreso. Un representante de Ucrania, en un discurso demagógico, hizo un llamamiento a los rusos para que volvieran a empuñar las armas contra los alemanes. «Toda Ucrania se ha levantado contra el invasor —exclamó—. ¡Camaradas, acudid en su ayuda!» Sus exhortaciones tienen inmensa repercusión en los escaños de los socialistas-revolucionarios. Aplauden frenéticamente; los unos, vueltos hacia el palco diplomático, donde han tomado asiento algunos agregados de la Embajada alemana,32 agitan los puños amenazadores, gritando: «¡Bandidos! ¡Miserables!» Los otros injurian a los comisarios del pueblo, a los que llaman vendidos, lacayos de Alemania, etc. Se levanta la sesión en medio de un tumulto indescriptible.

Al día siguiente, Spiridonova, presa de febril exaltación, ataca al Gobierno bolchevique en apasionada filípica que dura no menos de dos horas. Acusa a Lenin de sacrificar a las masas campesinas en provecho de la clase obrera. «O cesa esta política —grita con la mirada perdida, a punto de caer en una crisis de histeria—, o volveré a empuñar el revólver y la bomba que sostuve antaño.» Frenéticos aplausos estallan en la sala y en las tribunas del público.

Lenin escucha imperturbable. El capitán Sadoul, que lo observa desde que comenzó la sesión, escribirá aquella misma noche a su amigo Albert Thomas: «Su extraña figura de fauno sigue tranquila y burlona. No ha cesado ni cesará de reír bajo las injurias, bajo los ataques, bajo las amenazas directas que llueven sobre él desde la tribuna y desde la sala. En esas trágicas circunstancias, cuando ese hombre sabe que lo que está en juego es toda su obra, su pensamiento, su vida, esa risa ancha, abierta, sincera, que algunos consideran fuera de lugar, me da una impresión de fuerza extraordinaria. Apenas si de vez en cuando una palabra más viva, una afrenta más punzante, logran helar por un segundo esa risa, insultante y exasperante para el adversario, apretar los labios, cerrar la mirada y endurecer la niña de los ojos, que lanza llamas agudas bajo las pupilas en tensión.»

Sí, Lenin reía. Toda su cara parecía decir: ¿cómo queréis que tome en serio a esta gente? Spiridonova era para él una criatura enferma que tenía derecho a toda clase de consideraciones, pero cuyo lugar estaba en un sanatorio. En cuanto a sus compañeros, los Kamkov, los Karelin y los Prochian, no veía en ellos más que a «unos críos que juegan a la revolución». Pero esos «pillines» podían causar una gran desgracia con sus imprudencias. Por tanto, hay que poner en guardia a la asamblea contra sus locuras.

Así, pues, antes de empezar su informe sobre la situación económica del país, Lenin se dirige a «esos hombres irreflexivos que quieren arrastrarnos de nuevo a la guerra». La República de los Soviets marcha en línea recta hacia el socialismo. Criminales y locos tratan de impedir esa marcha precipitándola a una guerra «que no puede ni desea hacer». Pero por más que se desgañiten a fuerza de vociferar injurias, el pueblo, el verdadero pueblo, no los seguirá. Por ahí se va a la calle y... ¡buen viaje!

La réplica a Lenin fue dada al día siguiente: a las tres de la tarde caía asesinado el embajador de Alemania. Inmediatamente después, el vicepresidente de la Cheka,33 Alexandrovitch, un socialista-revolucionario de izquierda, secundado por el marinero Popov, comandante de la milicia de la Cheka, también socialista-revolucionario de izquierda,34 hacía detener al gran jefe Dzerjinski en persona y a su ayudante, el letón Lazys. En las últimas horas del día, el comisario dimitente de Comunicaciones, Prochian, se apoderó, al frente de un pequeño grupo de conjurados, del telégrafo y dio orden de no transmitir más telegramas firmados por Lenin, Trotski35 y Sverdlov. El país fue informado de que el Gobierno bolchevique acababa de ser derrocado y que el partido de los socialistas-revolucionarios de izquierda había tomado el poder. Popov, que disponía de 2.000 hombres, de ocho cañones y de un tanque, comenzó a preparar un ataque contra el Kremlin.

La noticia del asesinato de Mirbach llenó de asombro y de indignación a Lenin. Comprendía muy bien a dónde querían llegar los socialistas-revolucionarios y resolvió hacer todo lo necesario para que ese crimen no sirviera en Alemania de pretexto para una ruptura con la República de los Soviets. Acompañado de Chicherin y de Sverdlov, se trasladó a la Embajada para dar el pésame del Gobierno al primer consejero, el doctor Pritzler, que había escapado milagrosa— mente a la muerte. Al regresar al Kremlin fue cuando se enteró que Spiridonova y sus amigos habían `» derribado» al Consejo de los Comisarios del Pueblo. Esa noticia le devolvió su buen humor. Se echó a reír y consultó con sus allegados a qué manicomio habría que enviar al «nuevo gobierno». Pero no tardó en darse cuenta de que la cosa era más seria de lo que creía. Se imponían medidas radicales y urgentes.

Lenin empezó por ordenar que salieran de la sala del Congreso, sin interrumpir la sesión, todos los delegados bolcheviques, y de mantener a continuación encerrados a todos los del partido socialista-revolucionario de izquierda, incluida Spiridonova. El comandante de la división de los cazadores letones, Vazetys (un coronel del ejército zarista que se había puesto al servicio del Gobierno soviético), recibió la misión de liquidar la aventura de Popov y socios. A últimas horas de la noche, Lenin lo mandó llamar al Kremlin. En sus Recuerdos, publicados en 1927, Vazetys cuenta: «Me introdujeron a la sala de espera, débilmente iluminada por una pequeña lámpara eléctrica. Instantes después apareció el camarada Lenin. Se acercó a mí con pasos rápidos y me interrogó en voz baja: «¿Podemos resistir hasta la mañana, camarada?» al hacerme esta pregunta me miraba fijamente a los ojos.» El coronel se mostró vacilante. Pidió un plazo de dos horas para examinar la situación. Lenin aceptó. Quedó convenido que se volverían a ver a las dos de la mañana. «Esperé a Lenin en el mismo lugar —escribe Vazetys—. Entró por la misma puerta y se acercó a mí con el mismo paso rápido. Yo fui a su encuentro y le declaré: «Al mediodía seremos vencedores en Moscú.» Lenin tomó mi mano y la estrechó fuertemente, muy fuertemente. «Gracias, camarada —me dijo—; me ha causado usted una gran alegría.»

Vazetys cumplió su palabra. El barrio donde se habla atrincherado Popov fue rodeado y el edificio donde estaban sus tropas fue bombardeado. Popov trató de responder mandando proyectiles en dirección del Kremlin. Algunos estuvieron a punto de dar en el blanco y estallaron en el patio adonde daban las ventanas del despacho ocupado por Lenin.

Este duelo de artillería fue, por lo demás, de corta duración. Los dos mil chekistas se formaron en columna, embistieron de frente y rompieron el cerco enemigo, tras lo cual no pensaron más que en huir precipitadamente en dirección de la carretera que conducía a Vladimir. Se les persiguió con mucha blandura y sólo trescientos fueron alcanzados y hechos prisioneros. Los demás lograron salvarse, así como sus jefes, que utilizaron su auto blindado para escapar de Moscú. Pero Spiridonova fue detenida y enviada a la cárcel. Fue juzgada meses después. El tribunal revolucionario, de reciente creación, fundado para juzgar a los enemigos de la revolución, debutó así juzgando a la revolucionaria más sincera y más pura. Spiridonova, a quien se acusó de haber conspirado contra la seguridad del Estado obrero y campesino, mostró en la audiencia una valentía y una abnegación admirables. Reivindicó con la cabeza alta toda la responsabilidad del complot. La pena capital acababa de ser restablecida para crímenes de esta índole. El tribunal, «teniendo en cuenta sus méritos ante la revolución», la condenó a un año de prisión. Dos días después, Lenin firmaba un decreto que le devolvía la libertad.

El fracaso de su tentativa insurreccional indujo a los socialistas revolucionarios de izquierda a cambiar de táctica. Volvieron a los mismos procedimientos de terrorismo individual de que hablan sido tan fervientes partidarios sus mayores. Antaño se utilizaba la bomba y el revólver contra el zar y sus ministros. Ahora se utilizarán contra Lenin y los suyos. Su organización de combate fue encargada de establecer todo un programa de atentados políticos. El nombre de Lenin encabezaba la lista, naturalmente.

No era difícil darle. En aquella época, ninguna escolta particular protegía a Lenin en sus desplazamientos. Se le veía con mucha frecuencia aparecer en las reuniones organizadas en las fábricas. Nada más fácil para el asesino que mezclarse con la multitud de obreros que acudía a su encuentro en cuanto se veía llegar su coche, y que lo acompañaba cuando se iba.

Así fue como el 30 de agosto, a la salida del mitin organizado por los obreros de la antigua fábrica Mikhelson, situada en un barrio de las afueras de Moscú, en los momentos en que Lenin se dirigía hacia su automóvil, rodeado de obreros que seguían abrumándole de preguntas, partió un disparo, luego un segundo y luego un tercero. Todo el mundo huyó, dejando solo a Lenin, quien, alcanzado por dos de las balas, había caldo al suelo. La asesina, una mujer joven, ex «presidiaria a perpetuidad», amiga de Spiridonova y que había obtenido la libertad como ésta gracias a la Revolución de 1917, hubiera podido salvarse mezclándose a la multitud de no ser por unos cuantos chiquillos que la vieron y se lanzaron a su persecución. Sólo al cabo de unos instantes aparecieron los miembros del Comité de fábrica completamente enloquecidos. Lenin yacía en tierra, quejándose quedamente. Su chófer, sin saber qué hacer, se mantenía a su lado. Lenin no quiso que lo llevaran al hospital. «No, a casa», dijo con voz débil. Las palabras salían difícilmente de su boca, pero conservaba totalmente el conocimiento. Le ayudaron a incorporarse y fue por su propio pie hasta su automóvil, subió al estribo y se sentó en el lugar de costumbre. Al llegar al Kremlin subió la escalera (el ascensor no funcionaba todavía) apoyándose en sus compañeros hasta el tercer piso, donde se hallaban sus habitaciones. Llevaba una bala en el antebrazo y otra en el cuello.

Lenin, que seguía perfectamente tranquilo, hizo al médico que lo examinaba la siguiente pregunta: «¿Para cuándo es el fin? Si es para pronto, dígalo francamente para que pueda liquidar algunos pequeños asuntos.»

Pronto se vio que su vida no estaba en peligro. Durante quince días, Lenin estuvo sin poder mover el cuello ni el brazo derecho. El 17 de septiembre, no repuesto todavía del todo, asistió a una sesión del Consejo de los Comisarios del Pueblo. Pero hasta el 22 de octubre siguiente no pudo tomar la palabra en la reunión del Comité ejecutivo central.

La noticia del atentado tuvo diversas acogidas en el país. Los enemigos del bolchevismo (todavía formaban un número considerable) exultaban. Pero los círculos del partido se dieron entonces clara cuenta de lo que significaría la desaparición de Lenin. Desde que había tomado en sus manos la dirección de los asuntos del país, los bolcheviques se habían acostumbrado, y muy rápidamente, a remitir a él todas las preocupaciones, todas las dificultades, a hallar en él al árbitro supremo de todas las diferencias. «Ilich36 sabrá sacarnos del enredo.» Tal era la opinión corriente, la convicción general. Y he aquí que, de pronto, se tuvo la súbita visión de un partido bolchevique sin Lenin, y la gente se estremeció de angustia. Se produjo entonces un desbordamiento de testimonios de afecto, de devoción. La masa de los militantes, conmovida, apretó filas unánimemente alrededor de su cabecera. También hubo conversiones. La que tuvo más repercusión fue la de Gorki. Desde la revolución de Octubre, Gorki insistía en una actitud de crítica acerba del nuevo régimen, y no dejaba de alzar su voz para protestar contra las bromas de que eran víctimas los intelectuales sospechosos de menchevismo o de cadetismo.37 Jamás había querido ver a Lenin. Ahora fue a verlo.

En su Retrato de Lenin, Gorki cuenta su visita. Es una página del mayor interés. «Como respuesta a mi indignación —escribe—, Lenin dijo con el aire aburrido que se adopta para hablar de las cosas de que está uno harto: «Así es la lucha. No puede ser de otro modo. Cada quien actúa según los medios de que dispone.» «Unos instantes después vuelve a hablar, animándose cada vez más: «—Quien no está con nosotros, está en contra. Los que pretenden poder mantenerse al margen de la lucha se equivocan. Aun admitiendo que antaño eso fuera posible, hoy, en todo caso, ya no hay gente así. Ya no es posible. Nadie los necesita. Todos, hasta el último, son arrastrados por el torbellino... Usted habla de unión con los intelectuales. No estaría mal. Dígales que vengan con nosotros. Según usted, sirven muy sinceramente al ideal de la justicia. ¿Qué les impide entonces unirse a nosotros? Somos nosotros los que hemos asumido la abruma dora tarea de poner en pie a nuestro pueblo, de mostrarle el camino que conduce en línea recta hacia la dignidad humana y que permite salir de la esclavitud, de la miseria, de la humillación.

»Una pausa. Y luego, con una risita exenta de todo rencor: «—Y he ahí por qué los intelectuales me han suministrado una zurra. «No hallando nada que contestar, Gorki le deja hablar. Y Lenin agrega: «—¿Niego yo acaso que necesitamos intelectuales? Pero ya ve usted hasta qué punto nos son hostiles, hasta qué punto comprenden mal las exigencias del momento, sin ver que sin nosotros no son nadie ni lograrán jamás llegar a las masas. Y será culpa de ellos si resultan muchos tiestos rotos.»

Dicho lo cual terminó la entrevista.

 

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