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Lenin » Primera parte. Lenin y la vieja Iskra

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He hablado aquí sobre la agitación que sentía Vladimir Ilich antes de comenzar sus conferencias. Debo insistir en este punto. Esta clase de emociones se manifestaron en Lenin en otras circunstancias y mucho más tarde, cuando debió aparecer en público; y ellas eran más frecuentes cuando el auditorio le resultaba más «extraño» y cuando más accidental era la ocasión del discurso. La manera de hablar de Lenin era siempre plena de seguridad, de vehemencia. Decía rápido lo que había que decir, de manera que sus discursos constituían una dura prueba para los taquígrafos. Pero cuando no estaba cómodo, su voz sonaba algo extraña, impersonal, como devuelta por un eco. Cuando, por el contrario, Lenin sabía que su auditorio era precisamente aquel que tenía una gran necesidad de escucharlo, su voz adquiría una extremada vivacidad, era ágil y persuasiva; ésta no era una voz de «orador» en el verdadero sentido de la palabra, sino la de un charlista pero elevada al tono que necesitaba la tribuna. No era tampoco el arte oratorio, esto superaba la retórica común. Puede objetarse, naturalmente, que cualquier orador habla mucho mejor cuando se siente entre «los suyos». En general, esto cierto. Pero la cuestión es saber ante qué auditorio y en qué circunstancias el orador se siente como en su casa.

Los oradores europeos del tipo de Vandervelde[19], formados en los hábitos parlamentarios, necesitan un ambiente solemne y de todo aquello que se llama retórica. En las reuniones en que se festejan los aniversarios o a personajes oficiales, ellos se sienten completamente a sus anchas. Pero para Lenin reuniones de este tipo constituían verdaderas pequeñas desgracias personales. Él hablaba con mucha más claridad y de una manera persuasiva sobre todo cuando tenía que analizar cuestiones de política combativa. Sus mejores fragmentos de oratoria deben ser los discursos que pronunció al Comité Central en vísperas a Octubre.

Antes de las conferencias de París había escuchado a Lenin sólo una vez, creo que en Londres, a fines de diciembre de 1902. Aunque parezca extraño, no guardo el más ligero recuerdo de la ocasión de su discurso ni del tema. Incluso casi he llegado a dudar sobre la realidad de este recuerdo. Pero es indudable que hubo entonces una reunión de rusos, muy importante para Londres, y que Lenin asistió a ella; si no hubiera venido para hacer una conferencia, probablemente no lo habría visto. Procuro explicarme esta laguna en mi memoria de esta forma: la conferencia probablemente se consagró, como se hacía habitualmente, a un tema abordado en el último número de Iskra. Seguramente yo ya había leído el artículo de Lenin sobre el tema, y por ello el discurso no contenía nada nuevo para mí. Además, no hubo debates; los débiles adversarios que se encontraban en Londres no se animaban a enfrentarse a Lenin. El auditorio, compuesto en parte por «bundistas[20]» y en parte por anarquistas, formaba más bien un medio ingrato; por lo tanto esta conferencia había dejado pocas huellas. Sólo recuerdo que hacia el final del mitin los B., marido y mujer, del antiguo grupo petersburgués Raboschaia Mysl (El pensamiento del trabajador), que vivían desde hace mucho tiempo en Londres, vinieron hacia mí y me invitaron.

—Venga Ud. a nuestra casa para las vísperas del Año Nuevo. (Por esto ubico la fecha de la reunión hacia fines de diciembre)

—¿Por qué? —pregunté, transparentando una inadecuada contrariedad.

—Pasaremos un rato entre camaradas. Ulianov estará allí y Krupskaia también.

Recuerdo que ellos dijeron Ulianov y no Lenin, y que no comprendí en seguida de quién se trataba. Zasulich y Martov también fueron invitados.

Al día siguiente en «la guarida», se reunió el consejo para decidir lo que haríamos; le preguntamos a Lenin si iría. Creo que no fue nadie. ¡Lástima! Hubiera sido una ocasión excepcional, única en su tipo, para ver a Lenin, Zasulich y Martov, en una víspera de Año Nuevo.

Antes de mi partida para Ginebra desde París, fui invitado a casa de Plejanov con Zasulich y Martov. Creo que Vladimir Ilich también se encontraba allí, pero conservo de este encuentro sólo un recuerdo extremadamente confuso. De todas maneras, la reunión no tuvo carácter político; se podría decir que fue «mundana» o incluso trivial. Recuerdo que permanecí bastante desanimado y triste en mi silla, y cuando el dueño o la dueña de casa no me prestaban atención, yo no sabía qué hacer. Las hijas de Plejanov servían el té y masitas. Había en todas las palabras, en todos los gestos, cierta tensión, algo de molesto que probablemente yo no era el único en percibirlo. Quizá debido a mi juventud, sentí esta pequeña frialdad mucho más que los otros. Esta visita a Plejanov fue para mí la primera y la última. Las impresiones que me quedaron de ella son tan fugaces y accidentales como todos mis encuentros con Plejanov. En otro lugar he intentado caracterizar brevemente la brillante silueta del primer maestro marxista ruso. Aquí me limito a las impresiones de los primeros encuentros, en los que ¡lamentablemente! no he tenido mucha suerte. Zasulich, a quien estas cosas le afligían mucho, me dijo:

—Ya sé que Georges es un poco insoportable, pero en el fondo, es un animalejo muy agradable. (Ésta era su manera de hacer un elogio).

En cambio, debo señalar que en la familia Axelrod reinaba siempre una atmósfera de simplicidad y sincera camaradería. Aún recuerdo con gratitud las horas que pasé alrededor de la mesa hospitalaria de los Axelrod durante mis frecuentes visitas a Zurich. Vladimir Ilich también había estado allí más de una vez, según los relatos de esta familia, y se sentía allí en un ambiente cálido y cómodo. No tuve la ocasión de encontrarlo en casa de los Axelrod.

En cuanto a Zasulich, su simplicidad y amabilidad hacia los camaradas jóvenes eran verdaderamente incomparables. Aunque no se puede hablar de su hospitalidad en el sentido habitual de esta palabra, ella necesitaba mucho más beneficiarse a sí misma de esto que satisfacer a los otros. Vivía, vestía y se alimentaba como el más modesto de los estudiantes. Las cosas materiales que más la complacían eran el tabaco y la mostaza. Consumía grandes cantidades de ambos. Cada vez que extendía una capa espesa de mostaza sobre una lonja de jamón, decíamos: «¡Vera Ivanovna se hace la fiesta!»

El cuarto miembro del Grupo de la Emancipación del Trabajo, L. G. Deutsch, también se distinguía por su bondad y atenciones hacia la juventud. No he mencionado hasta ahora que, en calidad de administrador de Iskra, él asistía a las reuniones de la redacción con voz consultiva. Deutsch generalmente opinaba como Plejanov, y tenía ideas más que moderadas sobre la táctica revolucionaria. Una día, me dejó estupefacto con esta declaración:

—Nunca habrá un levantamiento armado, muchacho; y no hace falta. En la prisión había entre nosotros «gallos de riña» que, con el menor pretexto, buscaban pelearse, haciéndose abatir. Yo tenía otra conducta: estar firme y dar a entender a la administración que se podía avecinar una gran lucha, pero nunca llegar a las manos. Así, obtenía un cierto respeto de parte de la administración y atenuaciones con relación al régimen. Con el zarismo debemos emplear la misma táctica, pues de otro modo se nos demolerá, se nos aniquilará sin beneficio alguno para la causa.

Me sorprendió tanto este sermón sobre la táctica, que hablé de esto, uno después del otro, con Martov, Zasulich y Lenin. No recuerdo cuál fue la reacción de Martov. Vera Ivanovna me dijo:

—Eugène (viejo seudónimo de Deutsch) ha sido siempre así: personalmente, es un hombre de una valentía excepcional, pero en política es extremadamente prudente y medido.

Lenin, después de haberme escuchado dijo algo como: «Eh… eh… sí-í…», y estallamos de risa los dos, sin más comentario.

Los primeros delegados al II Congreso comenzaban a llegar a Ginebra, y celebramos sesiones con ellos constantemente. En este trabajo preparatorio Lenin representaba, sin duda, el papel más importante, aunque su rol no fuera siempre perceptible. Las reuniones de la redacción de Iskra, las de la organización de Iskra, las que se realizaban separadamente con grupos de delegados y las plenarias, se sucedían. Cierto número de delegados venía con dudas, objeciones, o con reclamos de grupos determinados. Este trabajo preparatorio llevaba mucho tiempo.

Sólo tres obreros asistieron al Congreso. Lenin se entrevistó con cada uno de ellos detalladamente, y los conquistó a los tres. Uno de ellos era Schotmann, de San Petersburgo. Era aún muy joven, pero hábil y reflexivo. Recuerdo que, a su vuelta de una conversación con Lenin (nos alojábamos en el mismo lugar) no dejaba de repetir:

—¡Cómo brillaban sus ojos! ¡Se diría que te atravesaban…!

El delegado de Nikolaiev era Kalafati. Vladimir Ilich me interrogó largamente sobre él, porque yo lo había conocido allí, en Nikolaiev, y luego, sonriendo con un aire malicioso, añadió:

—Él dice que te conoció cuando eras una especie de tolstoiano.

—¿A sí? ¡Qué tontería! —vociferé, casi indignado.

—¡Bah! ¡No es tan terrible! —replicó Lenin, ya sea para consolarme o para molestarme—. Entonces tendrías dieciocho años, y las personas no nacen marxistas.

—Puede ser —dije—, pero yo nunca he tenido nada en común con el tolstoismo.

En las reuniones plenarias, se le prestó mucha atención a la elaboración de los estatutos; uno de los momentos más importantes en los debates sobre el esquema de organización, fue cuando se discutió las relaciones entre el periódico central y el Comité Central. Yo llegué al extranjero con la idea de que el periódico central debía «subordinarse» al Comité Central. Éste era también el sentir de la mayoría de los «rusos» de Iskra, aunque esta opinión no fue muy clara ni firme.

—Eso no marchará —me replicó Vladimir Ilich. La distribución de las fuerzas no se presenta así. ¿Cómo harán ellos para dirigirnos desde Rusia? Eso no marchará… Formamos un centro estable y dirigiremos desde aquí.

Estaba dicho, en uno de los proyectos, que el órgano central tenía la obligación de publicar los artículos de los miembros del Comité Central.

—¿Incluso los que vayan contra el periódico central? —preguntó Lenin.

—Naturalmente.

—¿Y esto para qué? No tiene sentido. Una polémica entre dos miembros del órgano central puede ser útil en ciertas circunstancias; pero una polémica entre miembros rusos del Comité Central contra el órgano central, sería inadmisible.

—¿Pero no representa esto la completa dictadura del órgano central? —pregunté.

—¿Qué hay de malo en ello? —respondió Lenin—. En la situación actual no puede ser de otra manera.

En esta época había mucho barullo alrededor del «derecho de cooptación». En una de las reuniones, nosotros, los jóvenes, terminamos por decidir sobre el derecho de cooptación positivo y negativo.

—Pero, lo que Uds. llaman cooptación negativa, significa simplemente lo que se llama en buen ruso «flanquear la puerta» —me dijo riendo Vladimir Ilich a la mañana siguiente— La cosa no es tan sencilla. Intenta, tan sólo por un momento… ¡ja, ja, ja!… hacer una cooptación negativa en la redacción de Iskra.

La cuestión más importante, para Lenin, consistía en saber cómo se organizaría en adelante el órgano central, que debía jugar en definitiva y al mismo tiempo el rol de Comité Central. Lenin consideraba que era imposible sostener el antiguo Consejo de los seis. Zasulich y Martov en toda cuestión controversial se alineaban casi invariablemente al lado de Plejanov, de manera que, en el mejor de los casos, eran tres contra tres. En ambos grupos nadie habría consentido sacar a uno de sus miembros del Consejo. Sólo quedaba entonces seguir el camino opuesto: ampliar el Consejo. Lenin quería introducirme a mí como séptimo miembro, de tal forma que si el Consejo de los siete era considerado como una redacción ampliada, se formaría un grupo de redactores más restringido, compuesto por Lenin, Plejanov y Martov. Vladimir Ilich me ponía al corriente de este plan gradualmente, sin decirme una palabra sobre la propuesta que había hecho de ponerme como séptimo miembro de la redacción y que esta moción había sido aceptada por todos, excepto Plejanov, que se oponía decididamente. El ingreso de un séptimo, a juicio de Plejanov, significaba de por sí un acrecentamiento del Grupo de la Emancipación del Trabajo: ¡cuatro «jóvenes» contra tres «viejos»!

Creo que este plan fue la principal causa de la extrema antipatía que me demostraba George Valentinovich. Por otro lado, pequeños malentendidos se manifestaron abiertamente en presencia de los delegados. Creo que comenzaron con el proyecto del periódico popular. Algunos delegados insistían en la necesidad de publicar junto a Iskra un órgano popular que apareciera, si fuera posible, en Rusia. Esta idea la sostenía particularmente el grupo El joven obrero. Lenin se oponía decididamente a este proyecto. Sus objeciones eran de orden diverso, pero la razón primordial era su temor de que se formase una agrupación especial sobre la base de una «popularización» simplificada de las ideas socialdemócratas, antes de que el núcleo central del partido hubiera tenido tiempo para afirmarse convenientemente. Plejanov, en abierta oposición a Lenin, se declaró decididamente a favor de la creación de un órgano popular, buscando evidentemente el apoyo de los delegados regionales. Yo apoyé a Lenin. En una de las sesiones desarrollé esta idea —si tenía o no razón ahora no tiene importancia— de que no necesitábamos un órgano popular, sino una serie de folletos y volantes de propaganda que ayuden a los obreros avanzados a elevarse al nivel de Iskra; pero que un órgano popular disminuiría el lugar de Iskra y eclipsaría la fisonomía política del partido, debilitándolo frente al «economismo» y el socialismo revolucionario. Plejanov me contestó:

—¿Por qué el periódico eclipsaría la fisonomía del partido? Naturalmente, en un órgano popular no podemos decir todo lo que tenemos que decir. Allí presentaremos reivindicaciones, consignas, sin ocuparnos de cuestiones de táctica. Diremos a los obreros que hay que luchar contra el capitalismo pero, naturalmente, no teorizaremos acerca de cómo combatirlo.

Yo me aferré a este argumento:

—Pero los «economistas» y los socialrevolucionarios también dicen que deben luchar contra el capitalismo. La divergencia comienza precisamente en cómo ha de llevarse la lucha. Si no respondemos esta pregunta en el órgano popular, dejamos de lado la diferencia entre nosotros y los socialrevolucionarios.

Mi réplica parecía incontestable, y Plejanov se desconcertó. Claramente que este episodio no mejoró nuestras relaciones. Rápidamente se produjo un segundo conflicto; en una reunión de la redacción, se acordó admitirme en éstas con voz consultiva hasta que el Congreso hubiese decidido la composición de la redacción editorial. Plejanov se oponía categóricamente. Pero Vera Ivanovna le dijo:

—Pues yo haré que entre.

Y efectivamente ella, me hizo entrar a la reunión. No supe todo lo que había pasado hasta mucho tiempo después, y me presenté a la redacción sin sospechar nada George Valentinovich me saludó con aquella sutil cortesía en la que era experto.

Por desgracia, en aquella misma sesión la redacción debía considerar una disputa surgida entre Deutsch y el ya mencionado Blumenfeld. Deutsch era el administrador de Iskra. Blumenfeld se hallaba a cargo de la imprenta. Al principio surgió una cuestión de jurisdicción. Blumenfeld se quejaba de la ingerencia de Deutsch en los asuntos internos de la imprenta. Plejanov, por su vieja amistad, defendía a Deutsch y propuso limitar el control de Blumenfeld a la parte técnica de la imprenta.

Objeté que era imposible dirigir la imprenta solamente en un plano técnico, pues debían resolverse cuestiones de organización y administrativas y que Blumenfeld debía tener autonomía en todas estas cuestiones.

Recuerdo la réplica envenenada de Plejanov:

—Sin duda, el camarada Trotsky tiene razón cuando dice que en la técnica se superponen diversos elementos administrativos y otros, como nos enseña el materialismo histórico, sin embargo…, etcétera.

Lenin y Martov me defendieron, aunque discretamente, y propusieron adoptar una decisión en el sentido que yo había sugerido. Ésta fue la gota que rebalsó el vaso.

En ambos casos Vladimir Ilich se había puesto de mi lado. Pero, al mismo tiempo, veía alarmado que mis relaciones con Plejanov iban empeorando, lo que amenazaba estropear definitivamente su plan para reorganizar la redacción. En una de las reuniones siguientes con los delegados recién llegados, Lenin me llevó aparte y me dijo:

—En la cuestión del periódico popular, es mejor que dejes que Martov conteste a Plejanov. Martov hará dejar a un lado el asunto, mientras que tá querrías resolverlo terminantemente. Es mejor dejar hacer.

Estas expresiones, «dejar hacer» y «resolver», las conservo claramente en mi memoria.

Después de una de las reuniones de la redacción en el café Landolt —creo que después de la misma reunión que acabo de relatar— Zasulich comenzó a quejarse, con aquella voz tímidamente insistente que le era peculiar en tales casos, de que atacábamos «demasiado» a los liberales. Éste era su punto débil.

—Miren —decía— los esfuerzos que ellos hacen.

Su mirada esquivaba a Lenin, aunque era especialmente a él a quien se dirigía.

—En el último número de Osvobojdenie, Struve poniendo como ejemplo a Jaurès[21], le exige a los liberales rusos que no rompan con el socialismo ya que, de hacerlo, estarían amenazados de sufrir la miserable suerte del liberalismo alemán; quiere que ellos se inspiren en el ejemplo a los radical-socialistas franceses.

Lenin estaba de pie cerca de la mesa, con la cabeza cubierta con su falso «panamá» que inclinó sobre su frente (la reunión había terminado y estaba a punto de salir).

—Por eso es necesario golpear sobre ellos más fuerte —dijo, sonriendo satisfecho y como si quisiese molestar a Vera Ivanovna.

—¡Ahí está! ¡Ahí está! —gritó Zasulich completamente desesperada— ¡Ellos dan un paso hacia nosotros y nosotros deberíamos golpearlos más!

—Precisamente, Struve dijo a sus liberales: en lugar de emplear contra nuestro socialismo los groseros procedimientos alemanes, hay que emplear los finos métodos franceses; se debe atraer, adular, engañar y corromper, al estilo de los radicales de izquierda franceses, quienes coquetean con el jauresismo.

Claro está que no relato literalmente esta memorable conversación. Pero su sentido y sustancia, quedaron claramente impresos en mi memoria. Por el momento no tengo materiales a mano que me permitan verificarlo, pero ello no sería difícil: nos bastaría con revisar los números del Osvobojdenie de la primavera del año 1903, y encontrar un artículo de Struve consagrado a la actitud de los liberales con relación al socialismo democrático en general y al jauresismo en particular. Recuerdo este artículo por lo que me dijo sobre él Vera Ivanovna durante la escena que acabo de relatar. Si se añade a la fecha de aparición del ejemplar del Osvobojdenie en cuestión, el tiempo que se necesitaba para que llegara a Ginebra, cayera en manos de Vera Ivanovna y ésta lo leyera, esto es, tres o cuatro días, se podrá determinar bastante aproximadamente la fecha de esta disputa en el café Landolt. Recuerdo que era un día primaveral (quizá al principio del verano), el sol brillaba alegremente y la sonrisa gutural de Lenin era jovial. Recuerdo su aspecto tranquilamente irónico, seguro de sí mismo y «firme» —especialmente firme, aunque Vladimir Ilich era entonces bastante delgado, no como se lo conoció en la última etapa de su vida. Vera Ivanovna, como siempre, rebotaba, se dirigía tanto hacia uno como hacia otro. Pero creo que nadie se inmiscuyó en la discusión, que por otra parte no duró mucho, justo el tiempo necesario para tomar los sombreros e irnos.

Volvimos a casa juntos. Zasulich estaba deprimida; sentía que el juego de Struve se había arruinado completamente. No pude consolarla. No obstante, ninguno de nosotros suponía entonces hasta qué punto y de qué forma admirable la causa del liberalismo ruso había sido derrotada en aquella breve conversación sostenida a las puertas del café Landolt.

Ahora me doy cuenta de lo insuficiente de mi relato. Éste ha sido más pobre que lo que imaginaba cuando empecé este trabajo. Pero he reunido cuidadosamente lo que mi memoria recordaba al comenzar esta obra, incluso lo que no tenía gran importancia, porque no hay nadie en la actualidad que pueda relatar con detalle lo que sucedió en aquella época. Martov ha muerto. Y Lenin ha muerto también. Es difícil que hayan dejado memorias. ¿Quizá Vera Ivanovna? No hemos oído hablar acerca de ellas. De la primitiva redacción de Iskra sólo quedan Axelrod y Potresov. Dejando a un lado otras consideraciones, ambos participaron poco en el trabajo editorial y rara vez asistían a las reuniones de la redacción. Deutsch podría decir algo, pero él también llegó del extranjero más bien hacia fines de la época aquí descripta; además, no participó directamente en el trabajo de la redacción. Nadejda Konstantinovna nos puede dar, y nos dará, informaciones inapreciables. Ella estaba entonces en el centro de todo el trabajo de organización, recibía a los camaradas que llegaban desde lejos, daba recomendaciones a los que partían y los despedía en el ferrocarril, establecía comunicaciones, fijaba las citas, escribía las cartas, que cifraba y descifraba. El olor a papel quemado por la lámpara era perceptible siempre en su habitación. A menudo se quejaba, con su dulce insistencia, de recibir pocas cartas, o que se habían equivocado en el cifrado, o que las líneas escritas habían sido escritas en tinta invisible de tal forma que se superponían unas a otras, etcétera. Y lo que es más importante, naturalmente, es que Nadejda Konstantinovna, durante su trabajo diario de organización, podía observar todo lo que le pasaba a Lenin y alrededor suyo. A pesar de todo, espero que estas páginas no sean superfluas, en parte porque Nadejda Konstantinovna asistía muy rara vez a las reuniones de la redacción, al menos en las que yo estuve. Finalmente y sobre todo, porque el observador externo percibe más fácilmente lo que no ve aquel que frecuenta un lugar constantemente. Sea como sea, he relatado lo que he podido.

Ahora, quisiera formular algunas reflexiones generales acerca de por qué, en la época de la antigua Iskra, se produjo una crisis decisiva en cuanto al sentimiento político que Lenin debía tener de sí mismo, de la manera que, por así decirlo, se apreciaba a sí mismo; por qué esta crisis era inevitable y por qué se había vuelto indispensable.

Lenin llegó al extranjero en su madurez, a la edad de treinta años. En Rusia, en los círculos estudiantiles, los primeros grupos socialdemócratas, las colonias de deportados, él había ocupado el primer lugar. No podía no darse cuenta de su fuerza, por la simple razón que todos aquéllos con quienes tenía contacto y con quienes trabajaba, la reconocían. Marchó al extranjero poseyendo ya un gran bagaje teórico, con una seria provisión de experiencia política y completamente animado por esta tensión puesta en el objetivo que constituía la verdadera naturaleza de su carácter. En el extranjero debía colaborar primero con el Grupo de la Emancipación del Trabajo, especialmente con Plejanov, el profundo y brillante comentarista de Marx, el maestro de varias generaciones, el teórico, pensador político, publicista y orador de fama europea y con vínculos en todo el continente. Junto a Plejanov se encontraban dos de las más grandes autoridades: Zasulich y Axelrod. No sólo su heroico pasado ponía a Vera Ivanovna en el primer plano, sino también porque poseía una de las personalidades más penetrantes, una amplia cultura, sobre todo histórica, y una rara intuición psicológica. Por intermedio de Zasulich, el «Grupo» se había relacionado, en su momento, con el viejo Engels. A diferencia de Plejanov y Zasulich, quienes estaban estrechamente relacionados con el socialismo latino, Axelrod representaba en el «Grupo» las ideas y experiencias de la socialdemocracia alemana. Esta diferencia en las «esferas de influencia» se manifestaba incluso en la elección de sus lugares de residencia. Plejanov y Zasulich habitaban generalmente en Ginebra; Axelrod, en Zurich. Axelrod se había concentrado en las cuestiones de táctica. Como se sabe, no escribió un solo estudio teórico o histórico. En general escribió poco, y casi siempre sobre cuestiones tácticas del socialismo. En esta esfera, Axelrod demostraba originalidad y agudeza. Según numerosas conversaciones que tuve con él (durante un tiempo estuvimos muy relacionados, como lo estuvimos con Zasulich), tengo la clara impresión de que mucho de lo que Plejanov ha escrito sobre cuestiones de táctica es fruto de un trabajo colectivo, y que la contribución de Axelrod fue mucho más importante de lo que reflejan los documentos impresos. Axelrod dijo más de una vez a Plejanov, el indiscutible y querido jefe del «Grupo» (hasta la ruptura de 1903):

—Tú, Georges, tienes un hocico muy largo y obtienes de donde sea lo que necesitas.

Como se sabe, Axelrod escribió el prefacio a un manuscrito enviado desde Rusia por Lenin: Las tareas de los socialdemócratas rusos[22]. Por este acto, el «Grupo» adoptaba, de cierta forma, al joven y brillante trabajador del partido ruso, pero al mismo tiempo le daba a entender que lo consideraría un discípulo. Y es precisamente en calidad de discípulo que llegó Lenin al extranjero en compañía de otros dos alumnos.

Yo no estuve presente en los primeros encuentros de los alumnos con los maestros, en aquellas entrevistas en que se elaboró la línea esencial de Iskra. No obstante, a la luz de las observaciones hechas sobre el semestre relatado más arriba, y especialmente a la luz del II Congreso del partido, no es difícil comprender que la gravedad del conflicto, además de las cuestiones de principios que apenas se empezaban a plantear, residía en el juicio equivocado de los viejos al considerar el desarrollo y la significación de Lenin.

Durante el II Congreso, e inmediatamente después, la indignación de Axelrod y otros miembros de la redacción contra Lenin, estaba acompañada de cierto asombro:

— ¿Cómo osó ir tan lejos?

La sorpresa creció cuando Lenin, después de su ruptura con Plejanov, poco después del Congreso, siguió la batalla.

El estado de ánimo de Axelrod y los demás podría quizás expresarse en estas palabras: «¿Qué mosca le ha picado?»

«No hace mucho que ha llegado al extranjero —decían los viejos—; vino en calidad de discípulo y así se presentó (Axelrod insistía particularmente en este punto en su relato sobre los primeros meses de Iskra). ¿De dónde viene entonces esta repentina confianza en sí mismo? ¿Cómo ha podido hacer semejante cosa?», etcétera

Luego, trataban de adivinar sus intenciones: se estaba preparando el terreno en Rusia; por eso todas las comunicaciones estaban en las manos de Nadejda Konstantinovna; desde allí y en voz baja se trabajaba la opinión de los camaradas rusos contra el Grupo de la Emancipación del Trabajo. Zasulich no estaba menos indignada que los otros, pero tal vez comprendía un poco más. No en vano había dicho a Lenin, comparándolo con Plejanov, que cuando mordía «no soltaba más la presa». ¿Y quién sabe la impresión que estas palabras le habían producido en su momento? ¿Lenin no se habrá repetido a sí mismo: «Es cierto: ¿quién puede conocer mejor a Plejanov que Zasulich? Él muerde, sacude y abandona su presa; sin embargo, no se trata de esto… Hay que morder y mantener bien sujeta la presa?».

Hasta qué punto y en qué sentido podría ser verdad que Lenin había previamente «trabajado» la opinión de los camaradas rusos, nos lo puede decir mejor que nadie Nadejda Konstantinovna. Pero viendo lo expuesto más arriba y sin invocar hechos precisos, se puede decir que efectivamente que esta preparación tuvo lugar. Lenin preparaba siempre el día siguiente mientras establecía y afirmaba el presente. Su pensamiento creador no se detenía jamás y su atención no se adormecía. Y cuando se convenció que el Grupo de la Emancipación del Trabajo no era capaz de tomar en sus manos la dirección inmediata de la vanguardia proletaria para organizar el combate, ante la revolución que se aproximaba, extrajo todas las conclusiones que a él se le imponían.

Los viejos se equivocaban, y no sólo los viejos: el hombre que tenían delante de sí no era ya un simple trabajador, de inteligencia notable, a quien Axelrod concedía la distinción de un prefacio de tono amigablemente protector; era un jefe, plenamente conocedor de su objetivo y, en mi opinión, ya sentía definitivamente convertido en jefe cuando, en su trabajo, se encontraba codo a codo con los viejos, con los maestros. Había constatado que era más fuerte y necesario que ellos.

Es cierto que en Rusia también Lenin había sido el primero entre sus pares, según la expresión de Martov. Pero sólo se trataba entonces de los primeros grupos socialdemócratas, de jóvenes organizaciones. Las celebridades en Rusia tenían aún un carácter provinciano: ¡con cuántos Lasalle y Bebel rusos se contaba entonces! Otra cosa era el Grupo de la Emancipación del Trabajo: Plejanov, Axelrod y Zasulich estaban en la misma categoría que Kautsky, Lafargue, Guesde y Bebel, ¡el verdadero Bebel alemán! Midiendo con ellos su capacidad de trabajo, Lenin tomó su medida europea. Fue precisamente en sus discusiones con Plejanov —cuando la redacción se agrupaba en torno a los dos polos opuestos—, que Lenin debió adquirir el temple sin el cual, más tarde, no hubiera sido Lenin.

Los conflictos con los viejos eran, por lo demás, inevitables. No porque entre ellos y los jóvenes existiesen, a primera vista, dos concepciones distintas del movimiento revolucionario. No, éste no era todavía el caso en aquel entonces. Pero el ángulo mismo desde donde se abordaban los acontecimientos políticos, las tareas de organización en general y todas las necesidades prácticas y, en consecuencia, desde dónde se abordaba la futura revolución, eran profundamente distintos para uno y otro campo. Los «viejos», para esta época, ya habían pasado unos veinte años de destierro. Para ellos Iskra y Zariá eran ante todo empresas literarias. Para Lenin, por el contrario, eran el instrumento directo de la actividad revolucionaria. Plejanov, como se demostró pocos años después (1905-06) y más trágicamente aún en la guerra imperialista, era de fondo, un escéptico de la revolución: consideraba arrogante la tensión hacia el objetivo que caracterizaba a Lenin y sólo tenía para ella bromas complacientes y maliciosas. Axelrod, como ya he dicho se inclinaba hacia los problemas de táctica, pero su pensamiento se obstinaba en no salir del círculo de las cuestiones de la preparación para la preparación. Muy frecuentemente, analizaba con un gran arte las tendencias y los matices internos de los diversos grupos socialistas de intelectuales revolucionarios. Era un homeópata de la política prerrevolucionaria. Sus medios y métodos tenían algo que ver con la farmacia o con el laboratorio. Las cantidades con que operaba eran siempre muy pequeñas; debía someter a los grupos que estudiaba a una balanza de precisión, debido a su peso minúsculo. No sin razón Deutsch comparaba a Axelrod con Spinoza, y no en vano Spinoza era un tallador de diamantes, oficio que requiere una lente de aumento. Lenin, por el contrario, consideraba los acontecimientos y las relaciones sociales en su conjunto y habituaba su pensamiento a captar a las masas sociales y, por eso, reflejaba la imagen de la revolución en marcha, la que tomó de improviso a Plejanov y Axelrod.

Probablemente, Vera Ivanovna Zasulich haya sentido más directamente la proximidad de la revolución que los otros «viejos». Su vivo conocimiento de la historia, libre de toda pedantería, saturado de intuición, le ayudó mucho a su percepción. Pero sentía la revolución como una vieja radical. En lo más profundo de su alma estaba convencida que nosotros poseíamos todos los elementos de la revolución, a excepción de un «verdadero» liberalismo, seguro de sí mismo, quien debería tomar la dirección del movimiento. Creía que nosotros, marxistas, con nuestra crítica prematura y nuestra manera de «forzar» a los liberales, sólo podíamos intimidarlos y, por ello jugábamos, de hecho, un rol contrarrevolucionario. Vera Ivanovna no dijo nada de esto. Y en las entrevistas personales, no expresaba siempre su pensamiento hasta el final. Sin embargo, ésta era su convicción más íntima. Y de ahí venía su antagonismo con Paul [Axelrod], a quien consideraba un doctrinario. Efectivamente, en los límites de la homeopatía táctica, Axelrod, infaliblemente, defendía la hegemonía revolucionaria de la socialdemocracia. Sólo se negaba a cambiar este punto de vista, abandonar el lenguaje de los grupos y pequeños círculos para adoptar el lenguaje de las clases cuando éstas se ponían en movimiento. Aquí también se abría un abismo entre él y Lenin.

Lenin no llegó al extranjero como un marxista «en general», tampoco para realizar una tarea de publicista revolucionario «en general», ni simplemente para continuar la tarea de veinte años del Grupo de la Emancipación del Trabajo. No, llegó como un jefe en potencia; no como un jefe «en general», sino como el jefe de esta revolución que iba en ascenso y que él sentía y percibía palpablemente. Él llegó para preparar, en el lapso de tiempo más corto posible, las ideas y el aparato organizativo de esta revolución. Y cuando hablo sobre la tensión que ponía hacia el objetivo, impetuosa y disciplinada al mismo tiempo, no me refiero a que se esforzaba por colaborar con el triunfo «final» —no, ésta sería una frase demasiado general y vacía—, sino al sentido concreto, directo e inmediato, de perseguir un objetivo práctico: acelerar el comienzo de la revolución y asegurar su victoria. Cuando Lenin, en su trabajo en el extranjero, se encontró codo con codo con Plejanov, y cuando desapareció entre ellos lo que los alemanes llaman solemnemente «la distancia», debió quedar claro para el «discípulo» que en las cuestiones que para él eran las esenciales de su época no tenía casi nada para aprender de su maestro, y que incluso este maestro contemporizador por escepticismo, gracias a su autoridad, era capaz de obstruir el trabajo saludable y apartarlo a él de sus colaboradores más jóvenes. De allí la atención cuidadosa que puso Lenin al ocuparse de la composición de la redacción; por eso las combinaciones de los «siete» y los «tres»; de allí su esfuerzo por desligar a Plejanov del Grupo de la Emancipación del Trabajo para crear una comisión directiva de tres, en la que Lenin «tendría» siempre el apoyo de Plejanov en las cuestiones de teoría revolucionaria y de Martov en las de política revolucionaria. Las combinaciones personales podían cambiar; pero la «anticipación» permanecía inmutable en lo esencial y, finalmente, tomó forma en cuerpo, osamenta y sangre.

En el II Congreso Lenin conquistó a Plejanov, pero con pocas esperanzas de retenerlo por mucho tiempo. Al mismo tiempo perdió a Martov; y eso fue para siempre. Plejanov, evidentemente, había presentido algo en el II Congreso; al menos, fue entonces cuando dijo a Axelrod, contestando al amargo reproche que éste le dirigía por haberse aliado con Lenin: «¡Es con esta pasta que se hicieron los Robespierre!». No sé si esta importante frase llegó a publicarse en la prensa, ni siquiera si es muy conocida entre la gente del partido; pero garantizo su autenticidad. «¡Es con esta pasta que se hicieron los Robespierre!» «¡E incluso alguien más grande, George Valentinovich!», replicó la historia. Pero evidentemente esta revelación histórica se debilitó muy rápido en la conciencia de Plejanov. Rompió con Lenin y volvió al escepticismo y a sus bromas venenosas que además, con el tiempo, perderían su veneno.

Pero la anticipación «rupturista» no fue sólo cuestión de Plejanov y de los «viejos» del partido. En el II Congreso concluía una etapa inicial del período preparatorio. El hecho de que la organización de la Iskra se dividiese inesperadamente y en dos partes casi iguales, era en sí mismo una prueba de que incluso en esta etapa inicial habían tenido lugar muchas vacilaciones. El partido de clase estaba aún precisamente por atravesar el cascarón del radicalismo intelectual. La corriente que conducía a los intelectuales hacia el marxismo aún no se había detenido. El ala izquierda del movimiento estudiantil se inclinaba hacia Iskra. Entre la juventud intelectual, particularmente en el extranjero, había numerosos grupos que colaboraban con Iskra. Todo esto estaba aún muy verde, poco maduro y, en la mayoría de los casos, era inestable. Los estudiantes ligados a Iskra planteaban entonces a un conferencista cuestiones como ésta: «¿Puede una camarada de Iskra casarse con un oficial de marina?»

En el II Congreso, sólo había tres obreros e incluso había sido difícil lograr su concurrencia. Iskra, por un lado, reunía y educaba a un conjunto de revolucionarios profesionales y atraía bajo su bandera a jóvenes obreros animados por un espíritu heroico. Por otro lado, importantes grupos de intelectuales pasaban por Iskra sólo para desviarse luego y transformarse en elementos relacionados con Osvobojdenie. Iskra tenía éxito, no solamente como órgano marxista del partido proletario en formación, sino también como publicación de combate político, de extrema izquierda, que no se cuidaba de utilizar palabras violentas. Los elementos más radicales de la intelligentsia aceptaban, en su primer impulso, luchar por la libertad bajo la bandera de Iskra. Y sin embargo, el espíritu progresista-pedagógico de los intelectuales, que mantenía su desconfianza con respecto a la fuerza del proletariado, que había encontrado su más temprana expresión en el «economicismo», había llegado ahora, y de una forma bastante sincera, a tomar el color de Iskra, sin cambiar, no obstante, su propia esencia. Porque con el tiempo la brillante victoria de Iskra fue mucho mayor que sus conquistas momentáneas. No voy a juzgar por el momento hasta qué grado Lenin se dio cuenta clara y completamente de esto antes del II Congreso pero, en todo caso, lo advirtió más clara y completamente que nadie. Entre estas tendencias tan variadas agrupadas bajo la bandera de Iskra que encontraban su reflejo en la propia redacción, Lenin era el único que representaba el futuro, con sus difíciles tareas, sus crueles conflictos y sus innumerables víctimas. Esto explica su perspicacia y su suspicacia combativa. De ahí su forma de plantear claramente las cuestiones de organización que tenían su expresión simbólica en la cuestión de las condiciones para ser miembro del partido (el párrafo I del Estatuto).

Es completamente natural que en el II Congreso, que se preparaba para recoger los frutos de las brillantes victorias de Iskra, haya sido Lenin quien empezase el trabajo de una nueva distribución, una selección más rigurosa y más exigente. Para decidirse a dar semejante paso, en tales condiciones, teniendo en contra suya a la mitad del congreso (Plejanov era un semialiado y poco seguro, y todos los demás miembros de la redacción eran adversarios decididos y declarados), se necesitaba tener una fe excepcional no sólo en la causa que defendía sino también en sus propias fuerzas. Esta fe surgía de la confianza en sí mismo, verificada por la experiencia; fue el resultado de su colaboración con los «maestros» y de los primeros estallidos que anunciaron las futuras tormentas del conflicto y el fracaso de la ruptura.

Se necesitaba toda la poderosa tensión hacia el objetivo de Lenin para acometer semejante empresa y llevarla hasta el final. Lenin, sin descanso, tensaba la cuerda del arco hasta el límite, hasta lo imposible y, al mismo tiempo la palpaba cuidadosamente con la mano: ¿no había allí un quiebre, una amenaza de estallido?

—¡No puedes tensar el arco así; se romperá! —le gritaban de todas partes.

—No se romperá —respondía el maestro arquero. Nuestro arco está fabricado de material proletario, el que no se rompe; en cuanto a la cuerda del partido, hay que tensarla cada vez más, ¡pues debemos enviar muy lejos a la pesada flecha!

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