Lenin

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LA LUCHA POR EL PARTIDO » 10. Lenin forja sus armas

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LENIN FORJA SUS ARMAS

Lenin había llegado al extranjero para organizar la acción revolucionaria en Rusia. Esa era también, se dirá, la finalidad que perseguían todos los revolucionarios rusos que emigraban. Cierto. Pero había un matiz. Mientras éstos no hacían más que proyectar los preparativos de una acción destinada a sentar los preliminares de una revolución cuyo advenimiento les parecía todavía perdido en las nubes de un porvenir indefinidamente lejano, Lenin consideraba ya desde ahora que había entrado en la fase del combate revolucionario activo. Era necesario, por tanto, como condición esencial y urgente, organizar el ejército de los combatientes y formar los mandos. Las masas obreras, que mostraban una inexorable voluntad de lucha con sus múltiples y reiteradas huelgas, iban a constituir, según él, esas tropas que se necesitaban para lanzarse al asalto del zarismo. Lo que faltaban eran mandos. Firmemente convencido de que un solo partido, estrechamente unido y poderosamente organizado, puede garantizar el triunfo del movimiento revolucionario poniéndose a la cabeza de éste, Lenin dedica todos sus esfuerzos a la creación de ese partido.

Le fue fácil comprender, dado el estado de ánimo que reinaba en los medios de la emigración rusa, que por el momento no debía esperar que se lograra esa unificación. El fracaso de la reunión de Zurich no había hecho más que agravar la escisión y dar nuevo impulso a la disgregación y al espíritu de grupo. Además, el economismo conservaba todas sus posiciones y el

Rabotchee Delo hacía seria competencia a

Iskra.

Poniendo en juego sus dotes de buen estratega, Lenin se dedicó a ganar tiempo llevando la lucha a otro frente, el del interior. Su plan de campaña fue muy hábilmente trazado: atrayéndose a las organizaciones socialdemócratas de Rusia, uniéndolas estrechamente en torno al periódico, que de esa manera se convertiría en su periódico, crearía en favor de éste un vasto movimiento que presionaría a los emigrados y les haría comprender que era

Iskra quien encarnaba en toda su plenitud las aspiraciones de la socialdemocracia del interior, y que, a partir de ese momento, no había más remedio que reconocer su actividad. Ya hemos visto con qué meticulosidad reclutó Lenin, antes de partir para el extranjero, a sus agentes de enlace en los diferentes centros del Imperio. Una vez lanzado su periódico, hará todo lo necesario para mantener con ellos el más estrecho contacto, para consolidar los lazos que supo crear y para estimular su actividad en toda la medida de lo posible. Krupskaia queda encargada de mantener la correspondencia con los iskristas rusos. Cumple la tarea con un celo extraordinario. Pero eso no basta. En los primeros días de marzo (el periódico existe desde hace apenas tres meses y no ha publicado más que dos números), Lenin, considerando que su órgano no llega a Rusia en cantidades suficientes, entra en conversaciones con sus agentes de Besarabia para organizar en Kichinev una imprenta clandestina que reimprimirá los números de

Iskra, íntegramente o en parte, para las necesidades de la propaganda local. En mayo llega a un acuerdo también, con la misma finalidad, con el Comité socialdemócrata de Tiflis, donde cuenta con un ferviente partidario, el joven georgiano José Djugachvili, que se dará a conocer más tarde con el nombre de Stalin. Se montará una imprenta en Bakú. Velará por sus destinos el hermano de un viejo compañero de lucha de Lenin, el ingeniero Krassin, que dirige la central eléctrica de esa ciudad. Para uso de los indígenas se publicará una edición especial en lengua georgiana. En julio elabora el proyecto de una organización general que englobe a todas las filiales de

Iskra en Rusia, las cuales, al perder desde ese momento la poca autonomía de que disponían, se convertirían en simples fragmentos de un bloque único dirigido y animado por el centro de Munich. En la primera quincena de febrero de 1902 se reúne en Samara, donde opera el amigo de Lenin, el ingeniero Krjijanoski, un Congreso general de todos los iskristas del interior, y ahí queda creada esa organización.

La intensa actividad llevada a cabo por Lenin y los éxitos por él obtenidos en la difusión de su periódico no dejaron de provocar una reacción en el campo de los «unionistas». Para comenzar, éstos dieron instrucciones a sus aliados del interior, los economistas, para que lanzaran una campaña «antiiskrista». Esto da lugar, por ejemplo, a que el Comité de Kiev, uno de los más importantes, adopte una resolución declarando que

Iskra es un periódico para los intelectuales y no para los obreros. Se pone en circulación una Carta abierta anónima, dirigida a la redacción de

Iskra por «camaradas» que le reprochan extensamente su sectarismo, su intransigencia, etc. Al mismo tiempo deciden dar un gran golpe, un golpe maestro: la

Unión de los socialdemócratas rusos va a convocar un Congreso general del partido, el primero desde la infortunada tentativa de 1898, y va a convocarlo de tal manera que saldrá de él dueña de un poder absoluto. Pero había que apresurarse, antes de que Lenin «contaminara» con su propaganda a todos los comités locales. Por más que actuaron con celeridad y discreción frente a él, Lenin acabó por enterarse muy rápidamente del asunto. Se mostró claramente hostil. La convocación de un Congreso general le parecía totalmente prematura. Estaba trabajando precisamente en su libro

¿Qué hacer?, que, en su opinión, debía desenmascarar definitivamente a los economistas, desacreditarlos definitivamente ante la socialdemocracia rusa e indicar a ésta el verdadero camino a seguir. Después de la aparición de su obra, cuando esta hubiera producido todo el efecto deseado, podría reunirse un Congreso general que fuera capaz, gracias a él, de ver claro el juego funesto que hacían la Unión y sus cómplices del interior.

Mientras tanto, era necesario impedir, en la medida de lo posible, que los unionistas dieran curso a su proyecto. Se pone sobre aviso a los agentes iskristas, encargándose de ello Krupskaia, naturalmente. «Parece —escribe a una militante de Odesa el 14 de diciembre de 1901— que a esos señores («los unionistas») se les ha ocurrido convocar próximamente un Congreso... Nosotros proponemos a los nuestros que ante esta circunstancia adopten la táctica siguiente: exigir que el Congreso sea aplazado por lo menos hasta la primavera. A principios de enero aparecerá un folleto de

Iskra en el que serán examinadas, en relación con los problemas de organización, las causas de nuestras diferencias. Reunir el Congreso antes de la publicación de ese folleto sería querer solucionar el asunto sin haber escuchado a las dos partes. En caso de que se designen delegados, si los comités nombran únicamente partidarios de la Unión, hay que exigir que los iskristas participen en número igual. Si a pesar de todo se celebra actualmente el Congreso, y si se pronuncia contra

Iskra, hay que exigir a los comités que presenten una protesta. Si se niegan, los iskristas que formen parte de ellos deben retirarse y dar a conocer a sus camaradas, en forma impresa, las razones de su salida.» El 3 de marzo, la redacción de

Iskra ha sido informada oficialmente de que el día 20 de ese mes se reunirán en Bielostok los representantes de las agrupaciones socialdemócratas de Rusia y del extranjero y que en lugar de la simple conferencia en que se había pensado en un principio se va a celebrar un Congreso general del partido. Una lista de cuestiones a introducir en el orden del día iba adjunta a la invitación. Eran nueve: 1.º Lucha económica; 2.º Lucha política; 3.º Propaganda política; 4.º El Primero de Mayo; 5.º Actitud frente a los elementos de la oposición; 6.º Actitud frente a los grupos revolucionarios que no formen parte de la organización socialdemócrata; 7.º Organización interior del partido; 8.º órgano central; 9.º Representación y organización del partido en el extranjero.

Un solo vistazo bastó a Lenin para olfatear el «economismo». ¡En vísperas del asalto decisivo que las fuerzas revolucionarias se disponen a lanzar contra el zarismo, los organizadores de la conferencia encabezan su orden del día con la cuestión de la lucha económica! A continuación, se proponen definir la actitud del partido frente a la oposición y frente a los grupos revolucionarios no socialdemócratas. ¡Pero si ésta es una cuestión muy importante y muy complicada! En los quince días que faltan para la apertura de la conferencia no puede prepararse nadie para tratarla a fondo. Eso requiere varios meses de trabajo. Y, por último, no se dice una sola palabra respecto al programa del partido. ¡He aquí, pues, una asamblea que pretende darle su forma definitiva y que ni siquiera piensa en trazarle su programa! En estas condiciones, estima Lenin, es evidente que estamos en presencia de una comedia urdida por los unionistas para apoderarse de los puestos de mando en el partido y para imponerle un órgano oficial que sería, sin duda alguna, el

Rabotchee Delo, colocando así a

Iskra al nivel de una simple publicación privada. Por tanto, hay que impedir la realización de esa empresa. Puesto que la celebración de una conferencia ha sido decidida en principio, Lenin la admite, pero únicamente como conferencia; hará todo lo que esté a su alcance para impedir que se transforme en Congreso. Envía a Bielostok a uno de sus colaboradores, el joven médico Dan, que le ha sido recomendado por Axelrod y que se ha revelado como un militante enérgico y capaz. Dan es encargado de presentar un informe en el que Lenin, al mismo tiempo que expone las lagunas y las contradicciones del orden del día elaborado por los organizadores de la conferencia, adjura a ésta a limitarse a designar un Comité de organización que se ocupará de preparar la convocatoria de un verdadero Congreso que pueda resolver convenientemente todas las cuestiones relativas tanto a la teoría (programa del partido) como a la acción del partido. Ese Congreso podría llevarse a cabo, según él, dentro de unos tres o cuatro meses. Ese plazo permitiría preparar cuidadosamente los informes sobre todas las cuestiones a discutir, así como reunir los fondos necesarios. En cuanto a Lenin, declara estar dispuesto, en nombre de su periódico, a participar en los gastos con la suma de 500 rublos.

La empresa de los unionistas fracasó. La mayoría de los delegados no acudieron. Los que se presentaron no fueron suficientes para constituirse en Congreso. No tuvieron más remedio que reunirse en conferencia y se conformaron con nombrar un Comité de organización encargado de la preparación del futuro Congreso. Era exactamente lo que deseaba Lenin. El destino se encargó de cumplir sus deseos.

Casi inmediatamente después de la clausura de la conferencia, la policía, que la vigilaba de cerca, echó mano a todos los delegados (sólo uno logró escapar), y el Comité de organización murió después de haber vivido apenas el espacio de una mañana. Ese Comité, compuesto en su mayor parte por unionistas, se habría entendido sin duda difícilmente con Lenin sobre la marcha a seguir en el cumplimiento de su tarea. Apareció mientras tanto, por fin, el libro en que trabajaba Lenin desde que se había instalado en Munich. En su prefacio a la serie de documentos relativos al

Congreso de la Unidad, publicados por Plejanov y Lenin inmediatamente después de su fracaso, este último anunciaba la próxima aparición de un folleto dedicado a las cuestiones candentes del movimiento socialdemócrata. No fue un folleto lo que se publicó, sino todo un libro:

¿Qué hacer? Lenin quiso explicar las razones de esa ampliación: el recrudecimiento del peligro «economista» visto por él en el nuevo «giro» dado por el órgano de los unionistas y el fracaso de la tentativa para llegar a un acuerdo con ellos.

Desde el momento de su aparición, la obra tuvo una gran repercusión en los medios socialdemócratas. Fue muy activamente difundida por los agentes de

Iskra, a quienes Krupskaia había mantenido en expectación, y llegó en un tiempo mínimo a los confines de Siberia. La policía le concedió igualmente el más vivo interés y su jefe supremo, Zvoliansky, el mismo que antaño, a demanda de la señora Ulianov, había autorizado a su hijo a trasladarse por su cuenta al exilio, leyó atentamente el libro de Lenin, hizo de él un resumen sucinto, por lo demás muy inteligente, y lo notó al margen de su propia mano para memoria.

A todo esto, el impresor de Leipzig, cediendo probablemente a las órdenes de los policías alemanes, que alertados por sus colegas rusos empezaban a vigilar más de cerca la actividad de Lenin y de sus colaboradores, anunció que renunciaba a continuar imprimiendo el periódico. Lenin comprendió que el clima de Alemania se le hacía inhospitalario y decidió trasladar su empresa a otra parte. ¿Pero adónde? Naturalmente, se habló enseguida de Ginebra, cosa que no le agradaba en modo alguno. Eso significaba para él un contacto diario con Plejanov y la injerencia de éste en el periódico. Era necesario, estimaba Lenin, poner la mayor distancia posible entre ambos para mantener sus buenas relaciones. Propuso llevar la redacción de

Iskra a Londres, alegando el espíritu de amplia tolerancia que mostraban las autoridades inglesas con los emigrados de todos los países. Su proposición fue aceptada, y el 30 de marzo de 1902, después de haber liquidado todo el mobiliario, que fue vendido por la suma total de 12 marcos, Lenin y su mujer se pusieron en camino hacia Londres. La suegra y la biblioteca seguirían poco después. Una espesa niebla, como por casualidad, envolvía a la capital inglesa aquella mañana de abril en que Lenin hizo en ella su primera aparición. Se reveló difícil iniciarse en la vida londinense. El sabio traductor de Sidney Webb, que después de haber puesto en ruso cerca de un millar de páginas de un texto inglés particularmente arduo, creía haber adquirido un conocimiento serio de ese idioma, se dio cuenta desde el principio de que no entendía a nadie y de que nadie le entendía. «Se produjo más de un incidente cómico —informa Krupskaia—. Vladimir Ilich se reía, pero se sentía humillado. Se puso a estudiar con ardor el inglés.»

Lenin tenía un método propio para aprender un idioma extranjero. Iba a todos los mítines, se colocaba en primera fila y no quitaba los ojos de los labios del orador. Al mismo tiempo encontró, por medio de anuncios, dos ingleses que querían tomar lecciones de ruso a cambio de lecciones de inglés.

Pero también sabía tomar otras lecciones que se le grababan profundamente en la memoria. Estudiaba en sus menores detalles la estructura de esa «ciudadela del capitalismo mundial» que era Londres entonces. No le interesaban los museos ni los monumentos históricos. Se pasaba la mayor parte del tiempo en la biblioteca del Museo Británico. Cuando salía de allí, se volvía a empapar en la atmósfera del Londres vivo. Le gustaba saltar a la imperial de los autobuses, contemplar desde lo alto de su observatorio las ricas y espaciosas avenidas que se hallaban en su trayecto, y emprender luego paseos de exploración a través de los barrios donde se alojaba la miseria. El contraste que le ofrecía ese doble aspecto de la vida londinense engendraba en su alma un sordo sentimiento de rebelión que cobraba expresión en ese breve aparte arrojado de vez en cuando con la punta de los labios y anotado por Krupskaia: Two nations! Se le veía en los restaurantes populares, en los bares y en las asambleas de las sectas religiosas que pululaban en Londres. Se pasaba tardes enteras en Hyde Park escuchando a los oradores de los mítines improvisados. Pero buscaba sobre todo las reuniones organizadas por asociaciones obreras. Le decía luego a su mujer: «Son socialistas con la misma naturalidad con que respiran. El delegado cuenta trivialidades; cuando el obrero habla, va derecho al grano y golpea directamente en el corazón del capitalismo.»

Pronto llegaron Martov y Vera Zasulitch. Esta debía ser en Londres, en cierto modo, «el ojo de Ginebra». Pero no ponía un celo excesivo en el cumplimiento de su misión de vigilancia y se pasaba el tiempo fumando cigarrillos y escribiendo artículos que en su mayoría rompía ella misma una vez terminados. Seguía siendo una ferviente admiradora de Plejanov, pero se daba cuenta que en Lenin estaba creciendo una temible fuerza rival que acabaría por aplastarlo. Solía decir: «Jorge es como un galgo: muerde la presa y la suelta. Lenin es como un bulldog: la muerde y ya no la suelta.» Lenin, que la oyó en una ocasión, quedó encantado. «¡Ah, ah, la muerdo y no la suelto!», repetía con su risita maliciosa.

Martov no pudo adaptarse a esa nueva vida. Acostumbrado a la bohemia de Munich (hablaba perfectamente el alemán), se aburría mortalmente en medio de esos ingleses secos y rígidos. Se iba desde por la mañana a casa de Lenin, pero éste se las arreglaba siempre para salir antes de su llegada, y Martov tenía que conformarse con abrir el correo en compañía de Krupskaia, cosa que no le gustaba mucho. Al cabo de unos cuantos meses no resistió más y con un pretexto cualquiera se trasladó a París «por unos días». No lo volvieron a ver.

A finales de junio Lenin se tomó quince días de vacaciones que pasó en el continente. Su madre había venido a instalarse con Ana a una playa de la Mancha. Antes de reunirse con ellas se trasladó a París para dar una conferencia en el círculo de los emigrados rusos. Había aparecido un nuevo adversario: el partido socialista-revolucionario. Lenin quería demostrar el carácter pequeñoburgués y antiproletario de ese partido. Pero no se trataba todavía más que de entrar en materia; por el momento no hacía más que reconocer el terreno del combate. Pero las hostilidades se abrirán pronto.

Al regresar a Londres se dedicó totalmente a la preparación del Congreso, firmemente resuelto a no dejarse arrebatar la iniciativa esta vez. Para ello procede, conforme a su costumbre, por etapas sabiamente graduadas. Antes de poner en marcha la conferencia que elegiría al futuro Comité de organización encargado de convocar el Congreso, Lenin tiene buen cuidado de asegurar a los iskristas la mayoría en los comités locales que habrán de enviar representantes. Su viejo camarada Radchenko, que dirige la organización iskrista de San Petersburgo, recibe la misión de visitar los comités que enviaron delegados a Bielostok para ponerse de acuerdo con ellos respecto a una nueva conferencia. Lo más importante es conquistar al Comité de la capital. Lenin explica extensa y minuciosamente a su emisario cómo debe proceder. «Si Vania [con ese nombre designa al Comité de San Petersburgo] está con nosotros de verdad —le escribe— dentro de unos meses podremos celebrar el Congreso y convertir la

Iskra en una publicación bimensual, si no semanal. Trate, por tanto, de convencer a Vania de que en modo alguno pensamos inmiscuirnos en su actividad local, que en nuestra opinión San Petersburgo es una «localidad» cuyo trabajo llega directamente a toda Rusia, que la fusión de Vania con Sonia [organización iskrista de San Petersburgo] intensificaría enormemente ese trabajo y al mismo tiempo sacaría al partido de un estado de marasmo para transformarlo en una fuerza actuante de primer orden.» Pero, sobre todo, había que obtener que los petersburgueses fueran a Londres a conferenciar con Lenin. «Es necesario a toda costa —insiste— que vayan directamente a Londres.» Y subraya directamente, desconfiando de la «sirena de Ginebra». «Si lo logra usted —agrega Lenin—, será un éxito formidable.» Radchenko lo logró. El 15 de agosto se celebró en Londres una conferencia de Lenin con los representantes de las organizaciones socialdemócratas de San Petersburgo. De ella salió el meollo del futuro Comité de organización. De ahora en adelante, «Sonia» y «Vania» firmarían una sola. Es más, los puestos de dirección más importantes pasaban a manos de los iskristas.

Lenin interviene personalmente ante el Comité de Moscú, que está integrado en parte por simpatizantes de

Iskra, tomando como pretexto la carta de felicitación que le han enviado los miembros de éste con motivo de la publicación de su libro. «Vuestras felicitaciones —les escribe— nos han hecho comprender que habéis encontrado en

¿Qué hacer? la respuesta a las cuestiones que os preocupaban y que os habéis dado cuenta de la necesidad de un trabajo más enérgico, pero también más homogéneo, mejor conectado al centro representado por un periódico, como se dice en ese libro. Si es así, si verdaderamente habéis llegado a esa convicción, no nos queda más que desear que vuestro Comité lo declare en voz alta y con todas sus letras, invitando a los demás comités a seguir con él el mismo camino.» En el Mediodía entra en contacto con el grupo que trabaja en Ekaterinoslav. Le anuncia,

strictement entre nous7 la fusión del Comité de San Petersburgo con la organización iskrista. «Si conseguimos una fusión análoga entre vosotros —agrega—, quedarán resueltas las tres cuartas partes del problema de la unificación del partido.»

«En Kiev las cosas van mal. Su agente, Lengnik, un báltico ex deportado con quien había mantenido correspondencia antaño, desde Chuchenskoe, sobre cuestiones de filosofía, lo exaspera con su lentitud y su apatía. Lengnik contesta a los reproches que le hace Lenin quejándose de que no recibe suficiente material de propaganda, de que no le envían más que viejos folletos que todo el mundo conoce, etc. Esta respuesta enfurece a Lenin. «¿Cómo que no se le envía bastante? —escribe con rabia—. ¡Ahora resulta que la gente reclama centenares, kilos enteros! Es para morirse de risa. ¡Cuando ni siquiera son capaces de distribuir cincuenta... Tomo al azar una de las últimas listas de nuestros envíos. Cuatro títulos. ¡Qué pocos! ¡Ustedes necesitan cuatrocientos! Pero permítame preguntarle si han sabido difundir los cuatro títulos recibidos. No, no han sabido hacerlo. Por eso grita usted que le demos centenares de kilos. Nadie le dará nunca nada si no sabe usted tomarlo por sí mismo. Recuérdelo bien.» Y el colmo: piden volantes sobre cuestiones de interés local. «Eso es lo último: ¡llegar al grado en que las organizaciones locales no son capaces ni siquiera de redactar volantes relativos a su localidad!»

Lengnik no era una excepción. Eran muchos los agentes iskristas que trabajaban mal. Sus negligencias y el poco entusiasmo que ponían en el cumplimiento de su tarea le desgarraban el corazón. «Una vez más les ruego y les suplico —insiste Lenin— que escriban con más frecuencia, más extensamente, y que contesten aunque sean sólo dos líneas, pero el mismo día.» Cada carta recibida de Rusia le hacía pasar una noche sin cerrar un ojo. «Era regular», afirma Krupskaia. Todo lo veía negro. Si fulano de tal no da señales de vida es que se ha dejado prender. Tal carta se ha quedado sin respuesta. Se debe seguramente a que ha sido interceptada por la policía, que la ha descifrado sin duda alguna. ¡Y toda la organización va a ir a parar a la cárcel! Ya cree ver el hundimiento de todo un sector. Presa de una angustia loca, recorre la habitación a grandes pasos, impidiendo que su mujer pueda dormir. «El recuerdo de esas noches en blanco no se me olvidará nunca», dirá ésta más tarde.

Una mañana (las noticias recibidas de Rusia la víspera no habían sembrado en esta ocasión la alarma en el corazón de Lenin) alguien llamó a la puerta del apartamento mientras los dos esposos dormían todavía. Krupskaia se despertó sobresaltada y al reconocer los tres golpes cuyo secreto no había sido revelado más que a unos cuantos íntimos, fue a abrir. Un hombre alto, moreno, de aspecto cansado, apareció en el umbral. «Soy la Pluma», dijo. «Entre», contestó la mujer de Lenin.

Era un joven judío ruso que acababa de evadirse de Vercholensk, un rincón perdido de la Siberia oriental donde había sido deportado por haber «conspirado contra la seguridad del Estado». Se llamaba Bronstein, pero en los círculos revolucionarios se le conocía con el nombre de Trotski. Después de lograr atravesar sin dificultades toda la Siberia, fue a dar a Samara, donde fue recibido por el jefe de los iskristas locales, Krjijanovski, quien lo introdujo oficialmente en su organización y le escogió el seudónimo de Pero, que significa «la Pluma» en ruso. Trotski fue empleado primero como inspector ambulante para visitar las agencias iskristas de las regiones vecinas, y más tarde «transferido» al extranjero. Lo dirigieron hacia Zurich. De allí Axelrod lo envió a Londres, estimando que Lenin hallaría en su persona un colaborador útil para su periódico.

Mientras Trotski le contaba su odisea, Lenin se vestía y examinaba al recién llegado que engullía el té y las rebanadas de pan preparadas apresuradamente por Krupskaia. Le parece interesante este muchachote de tez bronceada, con sus espesos cabellos negros encrespados —una verdadera crin—, con su nariz prominente donde cabalga un binóculo indócil a través del cual asoman unos ojos ávidos y arrogantes. Lo que dice, de una manera más bien deshilvanada, saltando de un tema a otro, parece inteligente; tiene humor, aplomo y sabe ser entusiasta también. Por ejemplo, cuando cuenta la impresión que produjo en él y en sus camaradas el

¿Qué hacer? que recibieron en Vercholensk, y también cuando le dice la admiración que sintió por él leyendo en la cárcel de Moscú su

Desarrollo del capitalismo en Rusia, ese «trabajo gigantesco».

Pronto se hizo familiar en la casa. Lenin lo puso a escribir artículos para su periódico. Trotski ha contado en su libro cómo redactó, para debutar, una nota con motivo del segundo centenario de la construcción de la fortaleza de Schlusselburg, tristemente célebre en los anales de la Revolución rusa; había terminado su texto con una cita, un poco arreglada a su manera, de La Ilíada, en la que se hablaba de las «manos invencibles» de la revolución que aplastaría a la tiranía zarista. A Lenin le gustó el artículo, pero las «manos invencibles» lo dejaron perplejo y, riendo, confesó su confusión al autor. Este protestó: «¡Pero si está sacado de un verso de Homero!» El argumento no pareció convencer a Lenin. Publicó la nota, pero suprimiendo las «manos invencibles».

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